Biblia

¿De quién soy prójimo?

La misericordia en las parábolas de Jesús

Cristo y la mujer samaritana, Angelika Kauffmann (1796)

El término «misericordia»

Cuando intentamos hacernos una idea de lo que significa esta palabra, probablemente pensamos inmediatamente en las «obras de misericordia», como, por ejemplo, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, etcétera. A partir del texto del capítulo 25 de Mateo, en el que Señor habla del juicio final, obtenemos una lista de obras por las que se nos preguntará en el último día.

Sin embargo, si nos fijamos bien, seguimos ignorando lo que significa «misericordia». Sí, sabemos que la misericordia nos impulsa a realizar determinadas obras, y que esas obras serán decisivas en el momento del juicio, ya que se nos preguntará si las hemos realizado. Pero el profeta Isaías llama a esas obras «ayuno», es decir, el sacrificio que Dios quiere: «Este es el ayuno que yo amo –oráculo del Señor–: soltar las cadenas injustas, desatar los lazos del yugo, dejar en libertad a los oprimidos y romper todos los yugos; compartir tu pan con el hambriento y albergar a los pobres sin techo; cubrir al que veas desnudo y no despreocuparte de tu propia carne. Entonces despuntará tu luz como la aurora y tu llaga no tardará en cicatrizar; delante de ti avanzará tu justicia y detrás de ti irá la gloria del Señor» (Is 58,6-8).

En este punto podríamos pensar que misericordia equivale a sacrificio, pero el profeta dice: «Misericordia quiero y no sacrificio» (Os 6,6); y Jesús, en el Evangelio de Mateo, repite esta expresión dos veces (Mt 9,13; 12,7). Los dos términos no se contraponen, pero tampoco se identifican. Y, sin embargo, tanto para Mateo como para Isaías, esas obras son fruto de una forma de ser que nos acerca a Dios. Para Mateo, quien realiza esas obras merece la «herencia del Reino» de Dios (Mt 25,34); para Isaías, al hacerlo, la persona mortifica sus deseos de poder y dominio ayunando de malas intenciones, poniéndose del lado de Dios, y por eso Dios no la abandona.

Así pues, hemos dado un paso adelante: sabemos que la misericordia nos lleva a realizar determinadas obras y nos acerca a Dios; pero aún no hemos encontrado una respuesta clara a nuestra pregunta de qué es, en sí misma, la misericordia.

En el Evangelio hay dos palabras que, tanto en español como en italiano, traducimos como «misericordia»: una se refiere al amor y a la bondad (eleos), y la otra a las entrañas (splanchna), a lo que tenemos más íntimo. En español existe una expresión que, resumiendo estos conceptos en sólo dos palabras, nos habla de un amor que nace de lo más íntimo de nosotros mismos: amor entrañable, un sentimiento de «amor visceral» que va más allá de la bondad y el altruismo.

Las parábolas de la misericordia en el capítulo 15 de Lucas

Es Jesús quien nos enseña la misericordia. Y lo hace mediante parábolas, el modo de enseñanza que reserva para la descripción del Reino de su Padre («El Reino de los cielos es como…»). Pero las parábolas, comparaciones o relatos sapienciales destinados a enseñarnos algo sobre las realidades del Reino, muchas veces nos confunden (cfr. Lc 8,10). Porque el Reino «se parece a…», pero sólo en algunos aspectos, mientras que en otros no se parece, es más, a veces es muy diferente. Por eso hay que tener mucho cuidado.

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De hecho, las parábolas son como iconos, pequeñas ventanas que nos permiten asomarnos al misterio. No podemos verlo todo, sino sólo una parte, mientras que el resto permanece oculto. Las parábolas revelan y al mismo tiempo ocultan; por eso debemos tener cuidado con lo que dicen y con lo que sugieren. Que no nos suceda lo que dice Jesús en el Evangelio: «A los demás, en cambio, se les habla en parábolas, para que miren sin ver y oigan sin comprender» (Lc 8,10).

Así, las parábolas que pretenden enseñarnos la misericordia nos hablan de un buen pastor que va en busca de la oveja perdida «dejando las noventa y nueve en el campo» (Lc 15,1-7); de una mujer que enciende una lámpara y barre la casa hasta encontrar la moneda que había perdido (Lc 15,8-10); y de un padre que espera y acoge al hijo que había traicionado su confianza (Lc 15,11-32).

Las tres parábolas tienen aspectos comunes. En primer lugar, el hecho de que se pierde algo: una oveja, una moneda, un hijo. No son elementos únicos: Jesús deja muy claro que el pastor tiene cien ovejas, la mujer diez monedas y el padre dos hijos. En segundo lugar, el pastor, la mujer y el padre no se resignan a haber perdido lo que tenían y amaban: lo buscan, lo esperan, lo acogen. En tercer lugar, el hallazgo de lo perdido es motivo de alegría. Pero sólo en el caso del padre se utiliza uno de los términos que el Evangelio reserva para la misericordia (esplanchnisthē) y que podríamos traducir como «se conmovió hasta las entrañas» (Lc 15,20).

Estas tres parábolas nos hablan de la misericordia desde el mismo punto de vista: Dios es misericordioso con nosotros. Estábamos perdidos y Dios nos buscó y ha vuelto a buscarnos y seguirá haciéndolo. Para él, no es lo mismo tener cien ovejas que noventa y nueve, o tener diez monedas en lugar de nueve, o tener dos hijos en lugar de uno. Para él, el rebaño está formado por las cien ovejas; su tesoro, por las diez monedas; su familia, por dos hijos, no sólo por uno. Y nada le convencerá de que son lo mismo cien y noventa y nueve, diez y nueve, dos y uno. Para quien no quiere que nadie se pierda (cfr. 2 Pe 3,9), uno marca la diferencia entre la alegría y la tristeza.

La parábola del buen samaritano

Aunque estas tres parábolas nos hablan del reino de Dios, de lo que Dios siente y de lo que Dios hace en su misericordia para construir su reino, queremos considerar otra parábola. Leamos, pues, la parábola del buen samaritano, que describe el sentimiento del que es buscado, del que está perdido como la oveja, como la moneda y como el hijo. Y Dios lo busca de un modo especial. Pero la historia es compleja y puede confundirnos, como de hecho nos ha confundido tantas veces.

Prestemos atención primero al contexto. Jesús cuenta esta parábola en respuesta a un maestro de la ley que le había preguntado: «¿Quién es mi prójimo?». Aclarar esto es importante, porque solemos leer o recordar la parábola como una norma sobre cómo debemos comportarnos con nuestro prójimo. Veremos que no es así, y cuando la leamos con atención, nos asombraremos, porque lo que Jesús enseña en esta parábola es muy distinto de como solemos interpretarla.

Las palabras de Jesús son bien conocidas, pero leámoslas de nuevo: «Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino. Pero un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y se conmovió. Entonces se acercó y vendó sus heridas, cubriéndolas con aceite y vino; después lo puso sobre su propia montura, lo condujo a un albergue y se encargó de cuidarlo. Al día siguiente, sacó dos denarios y se los dio al dueño del albergue, diciéndole: “Cuídalo, y lo que gastes de más, te lo pagaré al volver”» (Lc 10, 30-35).

En primer lugar, hay que señalar que en esta parábola no está muy claro con quién debe identificarse el lector. En las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas esto es más fácil. Jesús se identifica con la oveja, la moneda y el hijo, aunque no niega que el lector también pueda identificarse con las noventa y nueve ovejas que no se descarriaron, las nueve monedas que no se perdieron y el hijo mayor que nunca dejó a su padre.

En la parábola del buen samaritano, el lector puede identificarse con el hombre herido, cuyas llagas Jesús – el buen samaritano – viene a curar (de hecho, ésta es la interpretación que encontramos en los Padres de la Iglesia), pero también puede identificarse con el samaritano; y nosotros, siendo los buenos samaritanos que queremos ser, podemos dejarnos instruir sobre cómo comportarnos con los necesitados. Pero no es tan sencillo.

En segundo lugar, observamos que la parábola habla de un encuentro con un extraño, y por tanto no hay una relación afectiva como la que existe entre el pastor, la mujer y el padre con respecto a lo que han perdido. Tampoco se da el caso de que el encuentro produjera una gran alegría, ya que el encuentro casual no es fruto de una búsqueda que alarga el tiempo y aumenta el deseo. El samaritano y el judío son enemigos tradicionales; se encuentran precisamente por casualidad. Y, sin embargo, el samaritano se preocupa de curar al judío, «su enemigo».

El Evangelio dice que, después de contar la historia, Jesús vuelve a plantear la pregunta al maestro de la ley, pero lo hace de otra manera. La pregunta del maestro de la ley había sido: «¿Quién es mi prójimo?», y ahora Jesús le pregunta: «¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?». De este modo, Jesús nos hace cambiar nuestras ideas sobre el prójimo y la misericordia. Estamos acostumbrados a pensar que el prójimo es el que ha sido robado y herido, el necesitado es el que pide nuestra ayuda. Pero la pregunta de Jesús deja claro que no es así.

De hecho, este pregunta: «¿Quién se ha mostrado prójimo del herido?». Jesús no plantea aquí una pregunta sobre quién hace algo, sino sobre quién es. No habla en absoluto de hacer algo por el prójimo, sino de ser. Esto no quiere decir que al ser prójimo no le siga el comportarse como prójimo; en otras palabras, no se puede negar lo que vimos al principio, a saber, que la misericordia nos impulsa a hacer ciertas obras.

La respuesta del maestro de la ley está en sintonía con la pregunta de Jesús: «El que tuvo compasión de él» ha demostrado ser prójimo. El maestro de la ley no hace hincapié en lo que hace el que tuvo compasión del herido, sino en lo que siente.

Por eso, si prestamos atención a la parábola, tenemos que cambiar nuestras ideas sobre lo que significa «prójimo» y lo que incita a la proximidad. Jesús no está hablando de «hacer algo por el prójimo», sino de «ser prójimo» y «comportarse como un prójimo»; en otras palabras, aquí no está dando indicaciones sobre cómo atender a los necesitados y a los pobres, sino sobre una forma de ser y de sentir de nuestro corazón.

En contra de nuestra forma habitual de entender la parábola, el «prójimo» es, en este caso, el samaritano. El fariseo y el levita que pasaban de largo y no se acercaban a los heridos y robados no se hacían prójimo (y esta palabra ya nos habla de proximidad, de cercanía). Está claro que el prójimo no es simplemente el «necesitado», porque si así fuera, en cuanto se acabara la necesidad, desaparecería. Si prójimo fuera sinónimo de necesitado, ¿cómo se consideraría a quien no necesita ayuda? ¿Merecerían un trato diferente? Más bien, prójimo es aquel que deja que sus entrañas se conmuevan de amor; prójimo es aquel que reconoce en otro rostro – necesitado o no – la posibilidad de hacer crecer su amor. En el caso de la parábola, el hombre herido y maltratado es la oportunidad (kairos) que se ofrece al samaritano para conmoverse y reconocerse prójimo, es decir, conmovido por su sentimiento de misericordia.

El motor de la proximidad son los sentimientos del que com-padece al otro. Y el otro no tiene por qué cumplir ningún requisito: no está necesariamente necesitado, no tiene por qué ser románticamente digno de nuestra compasión. Lo más probable es que en nuestra vida nos encontremos con muchos rostros que no son «dignos» de compasión. Y en el caso de la parábola era el verdadero enemigo del samaritano, un enemigo de su pueblo y de su raza.

Decíamos que al samaritano se le ofrece un momento oportuno, un kairos, según el lenguaje del Evangelio. El encuentro con el hombre herido y robado es la oportunidad que aprovecha la gracia para llegar al samaritano y tocar su corazón. La gracia no sólo se ofrece al hombre herido, sino que Dios también ofrece un momento de gracia al samaritano. Dios busca al samaritano como buscó la oveja, la moneda, el hijo perdido. Para ello, se sirve del maltrecho herido para despertar la memoria a través de ese sentimiento de compasión.

«Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso»

Así comprendemos por qué el Señor nos invita a ser misericordiosos, y no de cualquier manera, sino de la misma manera que Dios es misericordioso: «Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso» (Lc 6,36). Y la misericordia del Señor se caracteriza por ser clemente con los ingratos y los malvados (Lc 6,35), y porque hace salir el sol sobre malos y buenos y hace llover sobre justos e injustos (Mt 5,45).

Si cambia nuestra idea de quién es nuestro prójimo, también cambia nuestra idea de la misericordia. Porque lo que hace que el samaritano se acerque al herido es ese sentimiento del corazón que se conmueve. Y aquí es importante señalar que este sentimiento se expresa en uno de los términos que significan misericordia: «lo vio y se conmovió [esplanchnisthē]» (Lc 10,33). Este término, en griego, tiene en su raíz la palabra «entrañas». Es un sentimiento visceral que impulsa al samaritano a acercarse al judío. Pero al mismo tiempo, cuando Jesús pregunta al maestro de la ley quién era su prójimo, éste responde: «El que tuvo compasión [eleos] de él» (Lc 10,37), con el otro término que hemos traducido por «misericordia».

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Aquí tocamos el núcleo de la enseñanza de Jesús, porque son precisamente los dos términos que el propio Lucas utiliza para expresar el sentimiento que impulsó a Dios Padre a enviar a su Hijo al mundo. El evangelista dice: «gracias a la misericordiosa ternura de nuestro Dios [dia splanchna eleous], que nos traerá del cielo la visita del Sol naciente» (Lc 1,78).

En la Encarnación, es Dios quien se hace prójimo para buenos y malos, para justos e injustos, para puros y pecadores. Este sentimiento es propio de Dios, y Jesús nos lo describe y enseña para que también nosotros podamos experimentarlo. Es el amor entrañable de Dios Padre, que espera y acoge a los que le han abandonado; es el amor entrañable de Dios Hijo, que como el buen pastor sale a buscar al que estaba perdido; es el amor entrañable del Espíritu, que «acerca» a los que estaban lejos (cfr. Ef 2,13): alejados por distancia física, pero sobre todo por distancia afectiva (samaritanos y judíos eran enemigos), por distancia moral (el samaritano era un impuro) y por distancia intelectual (la de la autojustificación, que había llevado al sacerdote y al levita a no «acercarse», a no hacerse prójimos).

Pero volvamos a la parábola del samaritano y observémosla en un contexto más amplio.

La conversación de Jesús con el maestro de la ley, que le llevó a contar la parábola, se desarrolla a través de una serie de preguntas que le hace su interlocutor (Lc 10,25.29): «Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?» (v. 25). Jesús le responde con otra pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley?» (v. 26). Y el Maestro responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo».

Inmediatamente después, para justificar su intervención, el maestro vuelve a preguntar: «¿Y quién es mi prójimo?». Es el momento en que Jesús le responde contándole la parábola, para cambiar su idea del prójimo y cambiar su idea de la misericordia (cfr. Lc 10,30-37).

«Ama a tu prójimo», a quien está cerca de ti. ¿Y por qué debes amar a tu prójimo, aunque no sea tu hermano, aunque no sea tu amigo, aunque sea el que se te opone y te lleva la contraria? Debes amar a tu prójimo, porque Dios se compadeció de ti y se hizo prójimo tuyo para salvarte cuando eras indigno (cfr. Ef 2,12), y se encarnó para salvar tu carne y la carne de todos. Porque Dios ha asumido la carne de todo hombre: por eso debes amar su carne en todo hombre como la carne de aquel que se ha hecho tu prójimo. Por tanto, la expresión «ama a tu prójimo como a ti mismo» contiene un sentido cristológico y eclesiológico.

Si Dios se hizo prójimo para salvarnos tomando nuestra carne (Jn 1,14), y la Iglesia es carne del cuerpo de Cristo (Col 1,18), no puedo ser prójimo amando al Dios que no veo y no al hermano que veo (1 Jn 4,20). Porque quien es mi prójimo es precisamente Cristo, el Buen Samaritano, que dio su vida por mí. Es así como Dios me busca. Quiere que comparta con él esos sentimientos (Flp 2,5) que conducen a la cercanía, a la proximidad. Él, que es «rico en misericordia» (Ef 2,4), quiere llenarme de sus sentimientos de «misericordia» para que me parezca a Él, o mejor, para que me llene de Él.

Porque el Reino de los Cielos es, en definitiva, lo que Pablo enseña a los filipenses: Cristo «transformará nuestro pobre cuerpo mortal, haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso» (Flp 3,21), y es lo que dice a los corintios: al final, el Hijo nos dará al Padre «a fin de que Dios sea todo en todos» (1 Cor 15,28). Por eso Cristo vino a buscarnos y se hizo prójimo nuestro, para educarnos en el espíritu del Reino, en ese sentimiento de amor entrañable y de misericordia, para que se cumpliera lo que nos enseñó: «Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso» (Lc 6,36).

José Luis Narvaja
Jesuita de la Provincia Argentino-Uruguaya. Profesor de Patrísticas en la Universidad Católica de Córdoba. Escribió una tesis en filosofía sobre el pensamiento de Erich Przywara sj (Facultades de Filosofía y Teología de San Miguel), el doctorado en Teología y Ciencias Patrísticas sobre la teología del obispo arriano Eunomio de Cízico (Istituto Patristico «Augustiniano» - Roma), y una tesis de habilitación sobre la recepción de los Padres de la Iglesia en el Medioevo (Sankt Georgen - Frankfurt). Actualmente colabora con el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, en la cátedra de «Exégesis patrística».

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