Cine

El «Jesús» de Dreyer

Una representación muy humana

Escena de “Ordet” de Carl Theodor Dreyer.

Si la Biblia es el libro más leído de todos los tiempos, la figura de Jesús ha atraído los corazones y las mentes de los más grandes artistas, poetas, escritores y cineastas. Independientemente del credo o la cultura de cada uno, la belleza luminosa de las palabras de Cristo y los interrogantes que plantea una vida en la que brilla el esplendor de la Verdad atraen a los lectores de todas las épocas. Cuántos de nosotros, ayer y hoy, creyentes y no creyentes, artistas y científicos, hemos exclamado fascinados, junto con los discípulos de Emaús: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (cfr. Lc 24,32).

Uno de los más grandes maestros del cine de todos los tiempos, el director danés Carl Theodor Dreyer (1889-1968), cautivado por la persona de Jesús, tradujo de diversas maneras en su obra cinematográfica el encuentro con el Cristo de los Evangelios. Sus películas más importantes interpretan los acontecimientos de la Pasión del Hijo de Dios en clave humana, de un modo muy personal y original. Es el caso de La pasión de Juana de Arco (1928), en la que la santa francesa es comparada con Cristo desde el mismo título; de Dies irae (1943), en la que la protagonista Ana se enfrenta trágicamente al oscurantismo de su época; de Ordet (1955), en la que el joven Johannes se cree Cristo. Incluso antes, en su singular Páginas del libro de Satán (Blade af Satans Bog, 1921) – una película hecha de episodios, en la que se imagina la acción de Satán entre los hombres en cuatro épocas históricas diferentes –, había esbozado con originalidad algunos momentos de la pasión de Cristo.

Fascinado por Jesús, el director soñó (e intentó) durante mucho tiempo realizar una película entera y explícitamente consagrada a su vida. Por desgracia, el proyecto, debido a problemas de producción, nunca llegó a materializarse. Sin embargo, quedó un guion escrito por el director en inglés, en dos ediciones diferentes, y hoy puede leerse en varios idiomas en formato de libro[1].

El guion cinematográfico de Dreyer es una reinterpretación muy original del Cristo de los cuatro Evangelios. El resultado es una biografía de Jesús fruto de una marcada y valiente reelaboración personal. En cualquier caso, las libertades dramatúrgicas que se toma el director – sin ninguna pretensión teológica de elaborar un quinto Evangelio – pueden abrir horizontes de posibilidades para un acercamiento de Cristo a la vida de cada hombre y de cada época. En cierto sentido, la mediación artística de Dreyer favorece un acercamiento al Cristo de los Evangelios: su rica humanidad, situada en un contexto histórico concreto, permite captar el alcance universal de su vida y de su mensaje.

Y, sobre todo, queda la curiosidad de saber cuál podría haber sido la película imaginada y nunca realizada por Dreyer. El director, considerado uno de los cineastas más «místicos» del siglo XX, nos deja un texto cuya fuerza expresiva estaba destinada a ser superada, más allá de lo imaginable, por el poder evocador de la película realizada.

Dreyer y su cine

En cincuenta años de actividad, Dreyer sólo realizó catorce películas: éste es un aspecto significativo de su condición de cineasta. La «escasez de producción» de su larga carrera pone de manifiesto todas sus peculiaridades. Por una parte, el escaso número de películas realizadas puede atribuirse a la reticencia de los productores a comprometerse con proyectos muy originales y personales, cuyo rendimiento económico era una variable incierta. Por otro, es esencial tener en cuenta el meticuloso cuidado que hay detrás de todas sus películas, fruto de muchos años de maduración.

Sin embargo, es difícil identificar características estilísticas recurrentes en las películas de Dreyer. A diferencia de muchos directores con un estilo fácilmente reconocible, con una clara marca autoral, sus obras son estilísticamente muy diferentes entre sí. En cualquier caso, podemos reconocer el rigor «ascético» de sus películas y el deseo de evocar el misterio de la vida, la complejidad moral de todo ser humano, en lucha constante con las dimensiones espirituales de la muerte, el amor y la fe. Antes de dedicarse a la dirección cinematográfica, sus muchos años de experiencia como reportero de sucesos le habían permitido descubrir toda la ambigüedad del hombre, su constante (y esquiva) oscilación entre el bien y el mal, y la conciencia de la imposibilidad de un juicio tajante sobre la persona humana y sus actos.

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La búsqueda artística para captar las profundidades espirituales del hombre, un enigma para sí mismo, se refleja en la fuerza expresiva de sus imágenes, de gran intensidad. Las palabras pueden ser marginales, inadecuadas para expresar el universo metafísico del hombre. Debutante como cineasta en los albores del cine, Dreyer se encuentra perfectamente a gusto en el cine mudo, donde el poder de la imagen sustituye eficazmente a la insuficiencia de las palabras para sondear el misterio inalcanzable del hombre. Y quizás sea precisamente su exitoso debut en el cine mudo lo que le permitió seguir haciendo un cine poético y evocador, incluso con la llegada del sonido. El suyo, por tanto, no es un cine psicológico, dramatúrgico, rico en acciones y palabras: más que en el drama, se apoya en cuanto hay de verdadero en las imágenes. El uso estudiado de la luz, la utilización del espacio en relación con los personajes y sus historias, y la materialidad de los cuerpos y los rostros (memorables son los primeros planos del rostro sin maquillaje de Renée Falconetti, la actriz protagonista de La pasión de Juana de Arco), se combinan para crear un cine esencial. Y es precisamente esta misma esencialidad «de carne y hueso» lo que hace que sus películas destilen misticismo y sacralidad. Nada es trivial, todo es sagrado.

Este es el cine de Dreyer: un cine a la vez de alma y de carne, realizado a veces con técnicas diametralmente opuestas. Por ejemplo, si en La Pasión de Juana de Arco destaca la fuerza expresiva de los primeros planos en relación con los campos y los contracampos, en Ordet el montaje se reduce al mínimo y las escenas constan a menudo de un solo encuadre, donde los personajes son seguidos por largas panorámicas y plano secuencias.

El proyecto «Jesús» de Dreyer

Es precisamente la peculiaridad del cine de «espíritu y cuerpo» de Dreyer lo que lleva a reflexionar sobre el posible potencial artístico de una de sus películas dedicada a la vida de Cristo. Es interesante reflexionar sobre la génesis del proyecto para captar sus características e intuiciones. Como subraya Vanelli en la introducción a la edición italiana del libro, «el maestro danés empezó a pensar en una película sobre Jesús ya en los años treinta, cuando las tendencias antisemitas se afianzaban en Europa; durante los años de la guerra, su país fue invadido por los nazis, lo que estimuló una comparación con la Palestina de la época de los romanos»[2]. Con esta perspectiva, Dreyer se fija el objetivo de «exonerar a los judíos de la acusación de deicidio para atribuir la responsabilidad exclusiva del mismo a los romanos, comparados, como sabemos, con los nazis»[3]. Este es un aspecto clave para situar la película en su contexto original. En efecto, «a diferencia de lo que suele ocurrir, aquí la historia arquetípica no sirve para leer el presente, sino que es al contrario: son los acontecimientos recientes los que remodelan el pasado». Dreyer se esfuerza en defender su tesis: «los fariseos, escribas y sumos sacerdotes no sólo no son la causa de la muerte de Cristo, sino que incluso se muestran benévolos y serviciales con él, a pesar de que son incapaces, por su fe y su cultura, de comprenderle»[4].

El resultado es una gran libertad narrativa con respecto a los textos del Nuevo Testamento. Sin dejar de prestar atención al contexto histórico y a la cultura religiosa y los rituales de la época de Jesús, el director no teme apartarse de los hechos relatados en los Evangelios ni interpretar y enlazar libremente discursos y episodios de la vida de Jesús. Además, no duda en imaginar las situaciones que preceden o siguen a los acontecimientos narrados, ni el contexto en el que se encuentran actuando los personajes de los Evangelios. Las páginas dedicadas al episodio de la pecadora en casa del fariseo Simón, por ejemplo, son extremadamente ricas en humanidad y belleza.

Pero hay dos aspectos especialmente controvertidos, por su alejamiento del relato de la vida de Cristo tal como aparece en las narraciones de los cuatro Evangelios: la figura de María y la pasión. Si la madre de Jesús aparece una sola vez y en un papel insignificante, el alejamiento de la narración evangélica de la pasión es aún más flagrante. El texto de Dreyer termina con la muerte de Jesús en la cruz, solo y abandonado por todos. No hay ninguna mención de la resurrección. Son sobre todo estos dos cambios radicales con respecto a los hechos narrados en el Evangelio los que habrían hecho problemática la recepción de estas páginas en cualquier contexto cristiano. Sin embargo, el interés artístico de la obra de Dreyer, aún más significativo si se considera a la luz de su interés personal por la figura de Jesús, ofrece la oportunidad de una mirada plenamente humana sobre la vida de Cristo y el alcance universal de la misma.

Una mirada particular

Además de los aspectos ya mencionados, el texto de Dreyer presenta numerosas peculiaridades que ponen de relieve la especificidad del encuentro y la singularidad de la apropiación de la persona de Jesús por parte del maestro danés. En estas páginas, nos limitaremos a algunas observaciones.

En primer lugar, es interesante, como punto de partida, la proximidad del director a la figura de Cristo. Estas son las palabras de Dreyer al respecto: «Sé quién fue Jesús sólo por lo que dijo e hizo. Si era o no el hijo de Dios, en el sentido literal de la palabra, no lo sé. Pero la figura de Jesús siempre me ha fascinado»[5]. El resultado es un tratamiento peculiar de los milagros, explicados racionalmente en largos paréntesis descriptivos en su guion. Sin embargo, los episodios de la Transfiguración y la resurrección de Lázaro, en la medida en que están desprovistos de redefinición científica, deben considerarse verdaderos milagros: la posibilidad de una dimensión sobrenatural se mantiene así abierta. Visto en su conjunto, Dreyer nos deja «el retrato de un Jesús contextualizado en el judaísmo de su tiempo, alternativo e intolerante, deliberadamente provocador, un poco mago y taumaturgo, un poco vanidoso anunciador de un mensaje demasiado adelantado para su época»[6].

Y sin embargo es un Jesús que atrae, que inspira confianza, una personalidad que emerge de su contexto. Así se le describe en la primera página del guion, a la espera de ser bautizado por Juan: «Es un desconocido, pero no pasará desapercibido mucho tiempo. Su porte, su calma, la paz de su espíritu, su rostro de ojos sensibles llamarán pronto la atención»[7]. Y más adelante: «En su rostro está pintada una expresión de amor y de tierna compasión»[8]. Para Mateo, la llegada inesperada de Jesús y los discípulos «es como una respuesta a sus pensamientos»[9].

Curiosamente, entre las notas del director, sólo hay tres primeros planos de Cristo. Si el primero lo representa junto a sus interlocutores, y el segundo junto a María – hermana de Marta –, el único primer plano de Jesús solo lo retrata con los ojos llenos de lágrimas delante de Jerusalén.

Una hermosa dimensión, la del hombre enraizado en la cultura de su tiempo, emerge gracias a la creatividad del director para entrelazar los episodios de la vida de Jesús con los discursos y parábolas narrados. A veces se inspira en la realidad circundante: antes de responder a la pregunta de qué es el reino de Dios, mira por encima del hombro y, sólo después de ver a un grupo de pescadores que se afanan en tender una red en el suelo, puede responder, asociando el reino de los cielos «con una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces»[10].

En otros casos, el director yuxtapone historias y episodios de la vida de Jesús sin una clara distinción narrativa de los distintos momentos. La parábola del siervo malvado – incapaz de perdonar la deuda a su deudor, tal como le fue perdonada a él – es descrita por el director en continuidad con la escena anterior, y sólo al final termina como una historia narrada por Jesús. Además, esta historia del siervo malvado incapaz de perdonar se entrelaza con la historia de Rut (nombre que Dreyer da a la pecadora que recibe el perdón liberador de Jesús en casa del fariseo Simón, provocando el escándalo de los presentes). El entrelazamiento de las dos historias, con diferentes perspectivas sobre el tema del perdón, abre varias interpretaciones posibles. Es más, toda la historia de Rut – cuya narración comienza con la descripción del sufrimiento de la joven por la repugnancia que siente hacia su vida como prostituta, y termina con el regreso a su familia y un baño purificador – nos permite contemplar el enorme peso del dolor de la joven y el poder liberador del perdón de Jesús.

En el mismo contexto se sitúa la parábola de la higuera estéril y el amo que decide aplazar la decisión de cortarla, con la esperanza de que dé fruto. La parábola abre así interesantes perspectivas sobre el perdón y las posibilidades que tiene todo hombre de dar fruto (o despertar su bondad original) a su debido tiempo.

Igualmente ricas son las páginas del guion que describen el encuentro romántico de dos posibles enamorados, José y Miriam. Este episodio conduce a su vez a la narración de su banquete de bodas, ocasión para contar la parábola-episodio de las 10 vírgenes que esperan con sus lámparas la llegada del esposo. Es al mismo banquete al que llega «el joven rico», incapaz de seguir a Cristo hasta el final. Resulta que la boda en cuestión es la de Caná, y el nombre asignado a los novios arroja retroactivamente luz también sobre el amor que unió a los padres terrenales de Jesús. Verdaderamente un guion entrelazado: ¡difícil imaginar lo que la dirección de Dreyer podría haber aportado a semejante trama!

Otra dimensión interesante es la de las referencias pictóricas, incluidas en algunas notas del director. Si la escena de la Transfiguración debía inspirarse en un maestro del Renacimiento (probablemente Rafael, confundido en la nota con Miguel Ángel), la representación de un lugar indeterminado de la ejecución de algunas crucifixiones debía tener como referencia pictórica La Apoteosis de la Guerra (1871), de Vasily Vasil’evič Vereščagin, un cuadro de una crudeza escalofriante, que representa un gran montón de cráneos humanos. Basándose en esa indicación, la solitaria muerte de Jesús en el Gólgota también podría haber tenido una macabra consecuencia similar: los cuerpos en la cruz se convertirían en carne para las aves de rapiña.

A diferencia de sus principales películas, en las que los protagonistas (Juana, Ana, Johannes) son víctimas de la intolerancia y, por tanto, figuras espejo de Cristo, aquí toda la historia parece obedecer a la intención del director de eliminar un prejuicio, a saber, la acusación de deicidio lanzada contra el pueblo judío, de modo que cada vez que surge un conflicto entre las palabras o los gestos de Jesús y las instituciones de su época, Dreyer favorece a estas últimas, identificando sus valores profundos, su fidelidad a la tradición, la imposibilidad de aceptar un anuncio que trastocaba sus perspectivas, hasta el punto de presentar a un Jesús un poco vanidoso, iconoclasta y difícil de comprender para los judíos fieles a su religión.

Intuiciones y apuntes para la reflexión espiritual

En su originalidad, a pesar de algunas desviaciones evidentes, el texto de Dreyer presenta invenciones dramatúrgicas que, en cualquier caso, son coherentes con la figura de Cristo que se desprende de los cuatro Evangelios. La humanidad del autor en contacto con la humanidad de Jesús la enriquece con intuiciones que ponen de relieve una relación turbulenta, probablemente intensa, con su persona.

La perspectiva profundamente humana de Dreyer abre así el campo a ciertas reflexiones de carácter espiritual. Aquí nos centraremos en algunos aspectos significativos. Por ejemplo, la observación (crítica) de uno de los fariseos: «No hay programas en sus enseñanzas»[11] ofrece una valiosa clave de la novedad y universalidad de la enseñanza de Jesús. La afirmación farisaica nos invita a ver en la persona de Jesús y en su mensaje no tanto un programa de acciones a realizar, como una mirada renovada de amor y compasión hacia el otro, punto de partida necesario para cualquier acción que sea verdaderamente evangélica.

Una idea interesante, que abre el camino a posibles reflexiones, se refiere a la enunciación de la regla de oro. Como es bien sabido, esta regla, tal como se proclama en los Evangelios de Mateo y Lucas, difiere de la que prevalecía en la antigüedad clásica y en la cultura judía de la época. La novedad de Jesús consiste en su formulación positiva. Si, en efecto, el precepto «no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti» era conocido, la nueva formulación se resuelve en una invitación a la acción: «Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas» (Mateo 7,12). En el texto de Dreyer, Jesús ofrece la formulación clásica de la regla de oro, tal como estaba extendida en la cultura de la época. Será el apóstol Andrés quien, unas páginas más adelante, pronuncie la regla de oro en su versión positiva renovada, pero atribuyendo su innovación a Jesús: «Todos conocemos la regla de oro de Hillel: “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti”. Pero Jesús dice: “Haz a los demás lo que quieres que te hagan a ti”»[12].

¿Cómo debe interpretarse este pasaje entre la formulación de Jesús y la de Andrés en un director conocido por el rigor y la larga madurez de sus películas? Desde la perspectiva de un Cristo profundamente humano, es hermoso imaginar al Hijo de Dios en un viaje gradual de maduración junto a sus discípulos, en fructífera interacción con ellos. También es hermoso imaginar a un Jesús pedagogo, tan cercano a los suyos hasta el punto de invitarles a ir más allá de sus propias palabras. Las posibilidades interpretativas que abre el cine de Dreyer, nunca rígidamente nítido o definido, como el de todos los grandes cineastas, permiten afinar la mirada para acercarse a la figura de Jesús.

Del mismo modo, la forma en que se trata a Judas – lejos de una pincelada «en blanco y negro» – merece alguna observación. He aquí lo que el director escribe sobre el apóstol: «Judas era un escéptico y un incrédulo, pero no un traidor. A medida que avanza la acción de la película, la constante oscilación de Judas entre la duda y la fe viene dada sobre todo por sus gestos y su mímica, pero también por sus exclamaciones de aprobación o desaprobación improvisadas sobre la marcha»[13]. Estamos ante un Judas que entrega a Jesús con la esperanza de acelerar la llegada del reino de los cielos. Cuando Judas se encuentra con Jesús en el Huerto de los Olivos, lo besa sinceramente, «convencido de que es un instrumento de Dios»[14]. Encontramos así de nuevo, en el tratamiento que Dreyer da a Judas, la compleja e indefinible oscilación entre el bien y el mal, presente con diferentes matices en su cine.

Igualmente interesante es la mirada sobre Jesús y su cuestionamiento de su propia autoridad divina. Numerosos teólogos y escritores se han preguntado durante mucho tiempo por el momento en que Jesús descubre su propia divinidad, toma conciencia de que es el Hijo de Dios. En este retrato tan humano esbozado por el maestro danés no podían faltar las dudas sobre su condición de Mesías. En el guion de Dreyer, es precisamente el Jesús desafiado por su misterio personal el que pregunta dubitativo a los apóstoles: «¿Quién dice la gente que soy yo?»[15], y luego, buscando la confirmación definitiva de los suyos, pregunta: «¿Y quién dicen ustedes que soy yo?»[16]. ¿Cómo no pensar en la película de Dreyer La Pasión de Juana de Arco, en las memorables escenas en las que la heroína francesa, interpelada por las enrevesadas preguntas de los jueces, parece cuestionarse la trascendencia de su vocación, de su misión divina?

Resulta evidente que uno de los temas centrales del cine de Dreyer – y probablemente de su propia vida – es la duda y la fe, con sus muchos enigmas y su poder milagroso. Uno de los momentos emblemáticos de esta película que nunca llegó a rodarse es el torpe intento de los apóstoles de realizar una curación. Su incapacidad es brevemente desestimada por Jesús como falta de fe. Es inevitable pensar en la escena del milagro de Ordet, extraordinaria en toda su sorprendente ambigüedad. Es una escena que simboliza el poder de la verdad en el cine de Dreyer. Johannes, el protagonista considerado loco por los miembros de su familia porque está convencido de ser la encarnación de Cristo, vuelve a casa con ocasión del funeral de su cuñada. Aparentemente curado, impulsado por los ánimos de su sobrina, encuentra las palabras para pedir un milagro imposible; y lo imposible para el no creyente se convierte en posible para quien tiene fe[17].

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Por último, merece la pena decir unas palabras sobre la ausente resurrección de Jesús en la película de Dreyer. Esta es la conclusión de la película que nunca se hizo: «Voz en off: Jesús murió, pero con su muerte completó la obra que había comenzado en vida. Su cuerpo murió, pero su Espíritu vivió. Sus enseñanzas inmortales llevaron a los hombres de todo el mundo las buenas nuevas de amor y caridad predichas por los antiguos profetas hebreos»[18].

Indudablemente, la resurrección de Jesús no entra en la narrativa de esta película. Empero, sin necesidad de cuestionar la fe en el acontecimiento central del cristianismo, las palabras finales de Dreyer pueden evocar una dimensión muy actual (y universal) del propio misterio pascual. Para que el acontecimiento de la resurrección no siga siendo un episodio del pasado alejado de nuestras vidas, para que también hoy el amor venza a la muerte, podemos ver en el propio acontecimiento de la resurrección una invitación a acoger en nuestras vidas a Cristo resucitado, para poder, retomando las palabras finales de Dreyer, llevar «a los hombres de todo el mundo la buena nueva del amor y de la caridad anunciada por los antiguos profetas hebreos».

***

El Jesús de Dreyer es una obra literaria personal (concebida para el cine), una narración íntima y subjetiva de un encuentro con el Cristo de los Evangelios, reinterpretado a la luz de la invasión nazi vivida por el autor. La capacidad artística del director para traducir en palabras e imágenes sus propias intuiciones y contemplaciones enriquece su retrato de Jesús. Como hemos visto, esto se traduce a veces en un alejamiento radical del dato evangélico, con el riesgo de un distanciamiento del Jesús del Nuevo Testamento. Sin embargo, una mirada «abierta y generosa» permite captar fragmentos de luz, aportando perspectivas originales sobre la figura de Cristo y su mensaje, en consonancia con las representaciones neotestamentarias. Después de todo, ¿no es acaso natural que quien entra en contacto profundo con la persona de Cristo perciba en él una dimensión inagotable, siempre nueva y fascinante? ¿No es acaso la misma superabundancia desbordante del Evangelio la que exige una mirada nueva para ir más allá del lenguaje rancio y aburrido de la costumbre?[19]

En todo caso, al tratarse de un guion destinado al cine, cualquier consideración sobre el texto resulta incompleta y marginal. Si la fuerza del arte de Dreyer reside en la calidad y el poder de las imágenes más que en las palabras y las tramas narrativas, es difícil imaginar la película terminada sólo con el texto en la mano. Permanece, sin embargo, el deseo de acercarse a Jesús, como sucede gracias a la mediación de los grandes artistas de nuestro tiempo.

  1. En español, el libro fue publicado en 2009 por Ediciones Sígueme, bajo el título: Jesús de Nazaret. Un guion cinematográfico. Las citas a continuación provienen, sin embargo, de la edición italiana: C. T. Dreyer, Gesù. Il film di una vita, Milán, Iperborea, 2023, a cargo de Marco Vanelli.
  2. M. Vanelli, «Introduzione», en C. T. Dreyer, Gesù. Il film di una vita, cit., 6.
  3. Ibid., 9.
  4. Ibid., 9 s.
  5. Ibid., 8 s.
  6. Ibid., 9.
  7. Ibid., 19.
  8. Ibid., 47.
  9. Ibid., 59.
  10. Ibid., 28.
  11. Ibid., 111.
  12. Ibid., 165 s.
  13. Ibid., 311.
  14. Ibid., 383.
  15. Ibid., 152.
  16. Ibid., 153.
  17. El poder de esa escena, así como el poder de verdad del cine de Dreyer, fue subrayado por el director Marco Bellocchio durante un reciente encuentro en la sede de La Civiltà Cattolica: «Ese milagro no me convirtió, ni cuestionó mi laicidad, pero esa escena concreta de un milagro me conmovió. Tengo que reconocer la emoción: Dreyer, uno de los más grandes directores de la historia del cine, consiguió retratar un milagro con tal convicción, con tal calidad de imágenes, que consiguió conmoverme. Así que le dije, en aquel encuentro: te entrego mi emoción, que no significa conversión. Y que es una experiencia que se vive sobre todo en el campo del arte: más que muchos teólogos, son los grandes artistas, pintores, escritores, los que han acercado a la gente a la religión. Esos son los grandes vehículos de una fe posible. El camino de la belleza» (A. Mallamo, «Bellocchio e la “via della bellezza”, il maestro ha incontrato il pubblico messinese prima della proiezione di “Rapito”», en Gazzetta del Sud, 12 de junio de 2023).
  18. C. T. Dreyer, Gesù…, cit., 413.
  19. Cfr. Francisco, «Chi dite che io sia?», en A. Spadaro, Una trama divina, Venecia, Marsilio, 2023, 9.
Piero Loredan
Sacerdote jesuita, actualmente estudia teología en el Centro Sévres de París. Escritor regular de nuestra revista, sus artículos versan preferentemente sobre cine.

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