Personajes

Gabriel Marcel. A 50 años de su muerte

Carl von Weizsäcker y Gabriel Marcel

Este año se cumple el 50 aniversario de la muerte de Gabriel Marcel, quizá el más importante exponente filosófico del existencialismo cristiano contemporáneo. Aunque trabajó durante muchos años en diversas universidades, donde enseñaba filosofía, dedicó sin embargo la mayor parte de sus energías e intereses al campo de la literatura y el teatro.

Su vida

Gabriel Marcel nació en París el 7 de diciembre de 1889. Su pensamiento está fuertemente influido por autores de corrientes filosóficas muy diferentes, como Léon Brunschvicg, Henri Bergson, Friedrich Schelling (tema de su tesis doctoral), Martin Heidegger y Karl Jaspers. Retoma a estos autores en una síntesis muy personal, interesada sobre todo en investigar el papel que desempeña la intuición para el conocimiento y la detección de valores en la existencia concreta del sujeto, atravesada por la tragedia y el mal. Su producción está intensamente signada por la impronta religiosa, que inspira la razón y permite encontrar sentido al drama de vivir. Por eso Marcel huye de la sistematicidad, apoyándose más bien en la reflexión sobre los acontecimientos cotidianos, como se desprende de su Diario metafísico, aparecido en 1927 (la segunda parte se incorporaría a Ser y tener en 1935), que es también un testimonio del itinerario espiritual que lo llevaría a convertirse al catolicismo en 1929.

En el plano religioso, Marcel dialogó profundamente con las corrientes neoidealistas anglosajonas, en particular con las aportaciones de Francis Bradley, William Ernest Hocking y Josiah Royce, caracterizadas por una fuerte crítica del empirismo y del materialismo. Retoma sus planteamientos, desarrollando en particular la relación del hombre con el Absoluto en términos siempre esquivos a la verificación, mostrando la intrínseca relación triádica de la persona consigo misma, con Dios y con los demás[1]. Son temas que también encontraron expresión en el teatro: un interés, éste, junto con la música, que le había transmitido su padre.

En las primaveras de 1949 y 1950, Marcel fue invitado a Aberdeen (Escocia) para pronunciar las famosas Gifford Lectures. Las conferencias se publicarían bajo el título El misterio del ser, que constituye la síntesis más completa de su pensamiento. En el prefacio, Marcel precisa también su posición filosófica, distanciándose del existencialismo (condenado ese mismo año por la encíclica Humani generis), para definirse más bien como «un Sócrates cristiano», más sensible a las preguntas que a las respuestas sistemáticas, sin preocuparse por encuadrar su pensamiento en ninguna corriente o categoría precisa.

Sus últimas obras tratan de la deshumanización del mundo contemporáneo, ajeno a las enseñanzas de una ontología concreta, atenta a los problemas de la existencia[2]. Debido al creciente interés por su obra – interés que testimonian los numerosos premios que recibió, como el Prix de littérature de l’Académie française (1949), el Premio Goethe (1956), el Grand Prix National de lettres (1958), el Premio de la Paz (1964) –, fue invitado a dar clases o conferencias en diversas universidades de todo el mundo (Estados Unidos, Canadá, Japón, Marruecos, España, Alemania, Austria, América Latina, Italia, etc.).

Falleció en París el 8 de octubre de 1973.

Una filosofía atenta a la existencia concreta

La conversión al catolicismo, así como la confrontación con Bergson y el neoidealismo anglosajón, influyeron profundamente en la manera de hacer filosofía de Marcel: una filosofía orientada a descifrar el misterio de la existencia, gracias a la ayuda ofrecida por la perspectiva religiosa[3]. Su programa de investigación está claramente delineado en un texto de 1933, colocado como apéndice de una de sus obras de mayor éxito, Le mond cassé («El mundo quebrado»), que Étienne Gilson compara en valor especulativo con la Introducción a la metafísica de Bergson, y que encuentra su forma más acabada en la compilación El misterio del ser, ya citada. En ella, Marcel precisa que la cuestión filosófica fundamental es la relación entre la existencia y la realidad suprema, inverificable pero real, y la opción por ella, posibilitada por la conversión: «La conversión es el acto por el que un hombre se convierte en testigo […]; esto, sin embargo, presupone que ha tenido lugar un cierto acontecimiento en el que ese hombre ha podido reconocer la acción del Dios vivo, una llamada reconocible a la que ha tenido que responder de alguna manera»[4].

La experiencia de la vida vivida desmiente uno de los muchos dualismos que caracterizan a la modernidad: en este caso, la oposición entre creencia y conocimiento, subjetividad y objetividad, cuerpo y espíritu, progreso y religiosidad. Sin embargo, Marcel también rechaza una propuesta religiosa meramente dogmática y sorda a los problemas y dramas que plantea la existencia. La conversión, aun siendo una experiencia radical, nunca es algo estático, definitivo, colocado de una vez por todas: esto contradice el proprium de la perspectiva religiosa, reduciéndola a la posesión, al tener.

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Estas dos categorías existenciales – el ser y el tener –, a las que el filósofo francés dedica una de sus obras más célebres, no deben concebirse en oposición, sino en relación dialéctica, en términos de un entretejido existencial mostrado por la corporeidad, que es nuestra manera de acercarnos al mundo. El cuerpo es un entretejido vivo de ser y tener, porque presenta una duplicidad fundamental: puede considerarse idéntico al sujeto, pero al mismo tiempo no se reduce a éste; expresa el misterio del ser humano, porque es a la vez transparente y opaco, externo e íntimo.

Esto también es evidente en el plano gramatical. Pues puedo decir por igual: tengo un cuerpo y soy un cuerpo. Sin embargo, ninguna de las dos afirmaciones es exhaustiva a la hora de caracterizar adecuadamente la corporeidad[5]. Se puede considerar el cuerpo como un objeto, una mera herramienta, pero esto concierne al cuerpo de los demás; mi cuerpo tiene siempre una tonalidad diferente, de pertenencia personal, de cuerpo sentido gracias a una percepción interna, condición de todo sentir y conocer: «A la reflexión se presentan inmediatamente dos modos de existir de lo que llamo mi cuerpo: la existencia, o más exactamente el ser en el espacio, como de cualquier cuerpo exterior que todo el mundo puede ver y tocar; y la existencia en la intimidad de esa percepción de mi ser orgánico»[6].

Es lo que en psicología se denomina «cinestesia», el aprendizaje en la acción, en medio de la actividad. Paul Ricœur, retomando los análisis de Marcel, acuñó la expresión «cuerpo propio», indicando con ella el modo de entrada en la realidad propia del sujeto, una experiencia de encarnación, de unión íntima entre cuerpo y espíritu. En efecto, no puede decirse que el cuerpo propio me pertenezca del mismo modo que me pertenece una cosa o un animal: «En el fondo de toda idea de posesión, de todo tipo de posesión, hay como la experiencia no intelectualizable del vínculo que me une a mi cuerpo, vínculo que es el núcleo de toda forma de posesión. De hecho, el yo de la posesión nunca puede reducirse, ni siquiera en el pensamiento, a un yo completamente desmaterializado que tuviera la pretensión o sintiera la angustia de la posesión»[7].

Estas consideraciones, a primera vista meramente especulativas, encuentran su inspiración, de nuevo, en la concreción de la existencia. Surgen, en efecto, de la dramática experiencia de la Primera Guerra Mundial, que vio a Marcel comprometido como voluntario de la Cruz Roja. Y su reflexión influirá profundamente en exponentes de la filosofía francesa contemporánea del calibre de Paul Ricœur, Jean Paul Sartre, Maurice Merleau-Ponty y Emmanuel Lévinas.

El ser como problema y misterio

La influencia de la perspectiva espiritual en el estatuto de la filosofía es, pues, muy evidente en la propuesta de Marcel. Una de las piedras angulares de su pensamiento es la distinción fundamental entre problema y misterio: «Un problema es algo con lo que me encuentro, que está en su totalidad ante mí y que, por tanto, puedo delimitar y deducir; mientras que un misterio es algo en lo que yo mismo estoy comprometido y que, por tanto, sólo es concebible como un ámbito en el que la distinción entre el en-mí y el ante-mí pierde su sentido»[8].

Mientras que el problema puede comprenderse y definirse de algún modo, el misterio requiere una implicación en primera persona, una opción por él que tenga consecuencias relevantes para la existencia. Tampoco hay que confundir el misterio con lo incognoscible, que conduce a andar a tientas en la incertidumbre y el caos. El misterio, por el contrario, es un estímulo para la razón, así como para el espíritu, y aumenta la capacidad de optar por el bien sin desanimarse por la naturaleza problemática de los aspectos oscuros del ser.

A lo largo de la primera parte del Diario metafísico, emerge la lucha del pensador con los conceptos, que debe ponerse en diálogo con la meditación y la espiritualidad, para llegar a una comprensión de la existencia que respete la complejidad y sea capaz de captar la presencia de la trascendencia.

Sin embargo, problema y misterio no deben contraponerse (debido a este malentendido, Marcel fue acusado, en filosofía, de fideísmo). Al contrario, reconocer la diferencia cualitativa entre ellos es la tarea propia de la reflexión; en este sentido, la posición de Marcel puede resumirse en un famoso pensamiento de Pascal: «El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan: la razón sería una cosa muy débil si no llega a reconocerlo»[9].

La dimensión de la fe no se contrapone al conocimiento y a la razón; tal como se ha dicho sobre la relación entre problema y misterio, la polaridad creer/saber muestra también dos caras de una misma realidad. Aunque inaccesible al procedimiento meramente empírico, el mundo de la fe puede ser abordado por una reflexión sobre la existencia – lo que Marcel denomina «segunda reflexión», o reflexión recuperativa –, capaz de distanciarse de lo efímero, para acceder, mediante la intuición, al misterio de estar presente en la conciencia, superando la inmediatez del yo[10]. La segunda reflexión muestra que no sólo el mundo de la fe, sino el hombre mismo es un misterio que escapa a la comprensión de un planteamiento material y verificable: es un misterio que la razón, gracias precisamente a la reflexión, ayuda a descifrar.

La aprehensión del ser, su conocimiento y esclarecimiento no deben abandonarse ante la experiencia del misterio. De hecho, el propio conocimiento está incluido en esta experiencia, porque es posible gracias a supuestos que no puede justificar, pero que son indispensables para la comprensión. Hay una confianza básica en la realidad y en la inteligencia, sin la cual el conocimiento sería imposible. A este respecto, Marcel introduce la noción, a primera vista paradójica, de «misterio ontológico»: por una parte, el ser no puede remontarse sin más a la categoría del problema, pero al mismo tiempo las imágenes y las palabras que lo caracterizan son indispensables para acceder a él, sin llegar nunca a dominarlo. El misterio ontológico remite a las experiencias fronterizas de la invocación y el drama; por eso puede encontrar su lugar ideal de presencia en el lenguaje teatral y poético, capaz de mantener en diálogo estos dos aspectos inseparables de la existencia humana, sin sacrificarlos.

El teatro

Como ya se ha señalado, el teatro fue el principal interés de Marcel desde sus comienzos en el mundo de la escritura – sus primeros escritos se publicaron en las revistas Europe Nouvelle y Nouvelles Littéraires –, y fue también una importante fuente de inspiración para la reflexión filosófica. Como confesó en una ocasión a Roger Garaudy, el teatro representaba para él no sólo una pasión, sino un modo de comunicación capaz de superar las barreras ideológicas. También prestaba un valioso servicio a la propia filosofía, porque sabía corregir la parcialidad de cualquier síntesis posible, poniendo en diálogo diferentes corrientes y perspectivas.

En el transcurso de un debate con Ricœur, Marcel presentó la relación entre filosofía y teatro en estos términos: «Me parece que, considerada en su conjunto, mi obra puede compararse a un país como Grecia, que incluye a la vez una parte continental y una parte insular. En la parte continental, es decir, los escritos filosóficos, me encuentro, por así decirlo, cerca de otros pensadores de nuestro tiempo, como Jaspers, Buber y Heidegger. Las islas son las obras de teatro. ¿Por qué esta comparación? Pues porque así como para acceder a la isla hay que hacer una travesía, para acceder a la obra dramática, a la creación dramática, hay que salir de la orilla. Es necesario que el sujeto pensante se desprenda, por así decirlo, de sí mismo, que se olvide de sí mismo, que se sumerja, que se absorba en los seres que ha concebido y a los que intenta dar vida»[11].

Se comprende, así, la elección del título de algunas de sus obras, cuyos temas coinciden con los de sus escritos filosóficos, como Le Secret est dans les îles («El secreto está en las islas»), Le palais de sable («El palacio de arena»), La Grace («La Gracia», que apareció junto con «El palacio de arena»), Un homme de Dieu («Un hombre de Dios»), de 1925, su obra de mayor éxito, que lo hizo famoso y marcó el nacimiento del teatro existencialista[12].

Otro elemento de unión para Marcel es la música, la otra pasión que le transmitió su padre. El filósofo francés compuso melodías para algunos poemas, como Le Cimetière marin, de Paul Valéry, algo que, sin embargo, nunca quiso hacer para sus obras de teatro. Más bien, la música está idealmente representada por el carácter de los distintos personajes: ellos, como una sinfonía viva, están llamados a encarnar la presencia de lo indecible con su aparición en escena.

Aunque las obras de Marcel fueron apreciadas y repetidamente consideradas merecedoras de prestigiosos premios, no recibieron la misma atención crítica que sus escritos filosóficos. Marcel lo lamentaba, precisamente por la conexión que veía entre continente e islas en el terreno del pensamiento y su atractivo mutuo. En particular, la presencia de lo trascendente, inspiración de su filosofía, encuentra en la obra dramática su lugar de expresión más logrado. En ella, el filósofo se veía introducido en un mundo más grande que él, llevado de la mano por personajes dotados de autonomía propia, que le conducían hacia un lugar de desembarco desconocido para él. Una experiencia que recuerda a Sei personaggi in cerca d’autore («Seis personajes en busca de autor»), de Luigi Pirandello[13].

Un autor profundamente cristiano

Para Marcel, el cristianismo, cuyo ámbito de pertinencia es el misterio, constituye precisamente por ello una savia para la filosofía, capaz de estimular esa «segunda reflexión», atenta a la concreción y a la profundidad. Su postura al respecto es muy clara: «Al menos a mis ojos, una filosofía concreta no puede dejar de sentirse atraída, quizá sin saberlo, por los datos cristianos. Y esto no debe escandalizar. Para un cristiano, existe una conformidad esencial entre el cristianismo y la naturaleza humana. De ahí que cuanto más se penetre en la naturaleza humana, más se situará en el eje de las grandes verdades cristianas. El filósofo que se obliga a pensar sólo como filósofo, se sitúa de este lado de la experiencia, en una región infrahumana; pero la filosofía es una elevación de la experiencia, no es una castración»[14].

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Por otra parte, Marcel se cuida igualmente de no confundir los dominios, cuidando de no reducir la filosofía a una proposición confesional ni de identificar la experiencia cristiana con la investigación del ser. Se preocupa de mantener la distinción entre lo natural y lo sobrenatural, y de señalar cómo el misterio puede habitar, a diferentes niveles, ambas dimensiones[15]. Y es siempre su relación con el cristianismo lo que le lleva a una profesión de humildad especulativa. Como escribe en su diario del 17 de julio de 1929, la lectura del libro Dieu, de Garrigou-Lagrange, le muestra las lagunas de su discurso: «En el fondo, debo reconocer que, bajo la persistente influencia del idealismo, he seguido eludiendo el problema ontológico propiamente dicho. Siempre he tenido, me doy cuenta, una íntima repugnancia a pensar según las categorías del ser; ¿puedo justificar esta repugnancia ante mí mismo? Lo dudo mucho». Sin embargo, la lectura de ese libro no le dejó satisfecho, porque «cuando hablamos de Dios, no es de Dios de quien hablamos»[16].

Incluso el estudio de Santo Tomás, conocido por mediación de Maritain, le provocó «un sentimiento de amarga decepción y al mismo tiempo de incoercible irritación»[17]. A esta repulsión contribuyó la influencia de Bergson, su profesor en la Sorbona, especialmente la manera de hacer filosofía de Bergson, entendida no como un sistema sino como un estilo[18].

El misterio de Dios se manifiesta en los aspectos propios de la experiencia cristiana. Sin embargo, son accesibles a todos: el amor, la fidelidad, el don de sí mismo, la esperanza. Esta última, en particular, se revela como una experiencia humana de trascendencia, porque «se dirige hacia lo que no depende de nosotros»[19].

El filosofar, para Marcel, es siempre concreto, existencial, situado sobre dos crestas que constituyen sus dos fuentes: el teatro y la fe cristiana. Por eso mismo su reflexión es elusiva, evocadora, mezcla de argumentación y meditación, capaz de transmitir una indudable fascinación: al describir los temas fundamentales de la experiencia espiritual (el misterio del ser, la fidelidad, el amor, la corporeidad, la familia, la esperanza), sus análisis «son sin duda los más finos que se han escrito» (P. Prini). Esto lo convierte en uno de los filósofos que ha sabido conjugar con mayor acierto la sabiduría filosófica, la meditación existencial y la fe cristiana, vivida con emoción y humildad: «La luz de Cristo. Siento una extraña emoción al articular estas palabras, porque son algo insólito para mí, pero significan que, para mi espíritu, Cristo es mucho menos un objeto en el que puedo centrar mi atención, es más bien un rayo, que también puede convertirse en un rostro o, más exactamente, en una mirada»[20].

  1. «La lectura del gran libro de Hocking, The meaning of God in Human experience, durante el invierno de 1913-1914, contribuyó en gran medida a orientarme, no me atrevo a decir hacia un neorrealismo – pues estas palabras inducirían error –, sino hacia un realismo espiritual o místico, al que la reflexión sólo podía acceder a través del idealismo. Es, en definitiva, en la misma dirección en la que debía ejercitarse la obra de Josiah Royce, a quien dediqué una serie de artículos publicados en la Revue de Métaphysique et de Morale (1918-1919). (G. Marcel, «Vers une ontologie concrète», in Encyclopédie Française, Paris, Librairie Larousse, 1957, vol. XIX, 19.14-3, 1a col.).

  2. Para una visión panorámica de su bibliografía general, cfr. F. Lapointe – C. Lapointe, Gabriel Marcel and His Critics. An International Bibliography (1928- 1976), New York, Garland, 1977.

  3. Como escribirá en un texto posterior: «Mi intención, cada vez más claramente reconocida durante los años que precedieron inmediatamente a la guerra de 1914, era continuar una cierta investigación cuyo objetivo principal era aclarar, es decir, hacer inteligible, ese orden de afirmación religiosa que se me presentaba como indubitable, aunque cada vez me parecía más claro que no había que pensar en integrarlo en un sistema de tipo hegeliano» (G. Marcel, In cammino verso quale risveglio?, Milán, Istituto Propaganda Libraria, 1979, 64).

  4. Id., Il mistero dell’essere, Roma, Borla, 1987, 304 s.

  5. «Si es cierto, como decía Marcel, que de “mi” cuerpo nunca puedo decir simplemente que “yo soy mi cuerpo”, también es cierto, sin embargo, que tampoco puedo decir simplemente que “tengo un cuerpo”, que mi cuerpo “es para mí” en el sentido de tener o de mera objetividad» (V. Melchiorre, Corpo e persona, Génova, Marietti, 1991, 42).

  6. P. Prini, Gabriel Marcel e la metodologia dell’inverificabile, Roma, Studium, 1950, 36.

  7. G. Marcel, Il mistero dell’essere, cit., 96 s. Cfr Id., Essere e avere, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 1999, 5-7.

  8. Id., Il mistero dell’essere, cit., 193.

  9. B. Pascal, Pensieri, n. 466 (ed. Chevalier), en Id., Pensieri, opuscoli, lettere, Milán, Rusconi, 1978, 582.

  10. «La conciencia es esencialmente conciencia de algo distinto de sí misma. Lo que llamamos “autoconciencia” es un acto derivado, cuya esencia es incierta, ya que es difícil establecer qué debe entenderse realmente por “yo”. No puedo conocerme a mí mismo, o simplemente hacer el esfuerzo de conocerme, sin trascender este mismo yo que pretendo conocer, y este trascender es una característica de la conciencia» (G. Marcel, Il mistero dell’essere, cit., 53).

  11. P. Ricœur – G. Marcel, Per un’etica dell’alterità. Sei colloqui, Roma, Edizioni Lavoro, 1998, 37.

  12. Cfr. G. Marcel, Teatro, Roma, Abete, 1975.

  13. Como confió en una entrevista: «Puedo decir que cada vez que los personajes se me han impuesto, no sólo en su relación entre sí, sino también, más profundamente, en una determinada situación concreta, he tenido la sensación de dejar atrás todo lo que podría haber sido considerado, muy impropiamente, como mi sistema» (H. Gouhier, «Le théâtre dans la pensée de Gabriel Marcel», en H. Van Camp [ed.], Savoir, faire, espérer: les limites de la raison, Bruselas, Presses de l’Université Saint-Louis, 1976, 407).

  14. G. Marcel, Dal rifiuto all’invocazione. Saggio di filosofia concreta, Roma, Città Nuova, 1976, 111 s.

  15. «Quisiera subrayar también – y esta vez me dirijo en particular a los católicos – que, desde mi punto de vista, la distinción entre lo natural y lo sobrenatural debe ser rigurosamente preservada […]. No se trata, en mi opinión, de confundir los misterios contenidos en la experiencia humana como tal – por ejemplo, el conocimiento, el amor – con los misterios revelados, como la Encarnación o la Redención; ningún pensamiento que reflexione sobre la experiencia puede elevarnos hasta ellos» (Id., «Posizioni e approcci concreti al mistero ontologico», en G. Vagniluca, Manifesti metodologici di una filosofia concreta, Bergamo, Minerva Italica, 1972, 112 s).

  16. G. Marcel, Essere e avere, cit., 24; Id., Giornale metafisico, Roma, Abete, 1966, 154.

  17. G. Marcel – G. Fessard, Correspondance (1934-1971), París, Beauchesne, 1985, 68. Cfr F. Riva, «L’analogia occultata: a proposito del discorso ontologico di Gabriel Marcel», en Rivista di Filosofia Neo-Scolastica 75 (1983/3) 457-485.

  18. «Al bergsonismo como sistema habría que oponer el bergsonismo como modo de reflexión; y estoy dispuesto a compartir el bergsonismo sin dificultad, siempre que lo tome en el segundo sentido» (G. Marcel, Dal rifiuto all’invocazione, cit., 38).

  19. Id., «Posizioni e approcci concreti al mistero ontologico», cit., 98.

  20. Id., En chemin, vers quel éveil?, París, Gallimard, 1971, 287.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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