Biblia

Mirar la Palabra

La conformación de la memoria teológica

© unsplash / dillon groves

La afirmación de san Pablo sobre la comunidad de Corinto: «Ustedes son una carta que Cristo escribió por intermedio nuestro, no con tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino de carne, es decir, en los corazones» (2 Cor 3,3) nos recuerda la preocupación que Sócrates exponía en el diálogo platónico Fedro. Sócrates afirmaba que el discurso que pretende ser eficaz y que es capaz de transformar al hombre debe salir del alma del que habla y llegar al alma de quien escucha[1].

Si prestamos atención el texto de Pablo vemos que el discurso tiene, en primer lugar, la forma de una «carta», que además de tener un autor, «Cristo» – que está fuera del tiempo y del espacio –, y un redactor, el mismo Pablo («por intermedio nuestro») – en el tiempo y el espacio–, tiene un destinatario concreto («ustedes son»). Es, luego, palabra de Cristo que el Espíritu de Dios vivo, actuando sobre los destinatarios por ministerio del redactor, graba en sus corazones. Es palabra viva, que a la vez es capaz de dar vida en cuanto «nos ha capacitado para que seamos los ministros de una Nueva Alianza, que no reside en la letra, sino en el Espíritu; porque la letra mata, pero el Espíritu da vida» (2 Cor 3,6).

El discurso que llega al alma es el que se mantiene vivo y a la vez da vida. Es «Palabra» que sale de Dios, su «Padre» y que se graba en el alma por la acción del Espíritu (Jn 14,26). De esta manera, el discurso teológico tiene, desde el punto de vista del locutor, una matriz trinitaria. La Palabra – la Escritura – se convierte en fundamento de la relación entre Dios y el hombre.

Esta Escritura es «Palabra», con mayúscula y en singular. Porque es Palabra de Dios y como tal es recibida, es Palabra con mayúscula: «Al principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. […] Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,1.14). Es Palabra en singular porque es la única palabra salvadora, el Hijo de Dios: «La Palabra era la luz verdadera que, al venir a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Una sola Palabra que se traduce de múltiples maneras en el tiempo (cfr. Hb 1,1-2).

Y, en el tiempo, la Palabra misma es fundante por el ejercicio de la memoria: «Hagan esto en memoria mía» (1 Cor 11,24). Es la Palabra misma quien reclama la memoria (y en este caso la memoria está estrechamente ligada a una presencia real). Pero esa Palabra, a diferencia del discurso platónico, no necesita de la memoria para permanecer viva. Por el contrario, es el interlocutor quien necesita la memoria y necesita hacer ejercicio de la memoria para tener vida (cfr. Jn 3,15). Por tanto, la teología se ocupa de un discurso de Dios dirigido al alma del hombre, discurso que vive en la memoria, lazo de unidad en el tiempo, pero cuyo sentido está en la eternidad.

¿Cómo se entiende, entonces, que el discurso sea «teológico»? Antes que nada debemos tener en cuenta que se trata de un discurso que está en tensión entre el tiempo y la eternidad, y que de la eternidad obtiene su sentido. Sin embargo, esta relación entre tiempo y eternidad se da de manera distinta según tres significados de la palabra logos. De esta manera, el discurso es teológico en tres niveles.

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En primer lugar, si entendemos logos como palabra, «teo-logía» designa la palabra de Dios[2]. Dios es el sujeto que dice esa palabra, pues Dios dice una palabra. Esto nos pone ante un discurso con características muy particulares. Es palabra surgida del abismo de Dios, pero que Dios no pronuncia en el vacío, sino que tiene al hombre como interlocutor. Es una palabra eterna, que se dirige al hombre de todos los tiempos, a quien se dice: «Escucha…» (Dt 6,4). Es «palabra viva y eficaz» (Hb 4,12), es decir, palabra que no muere, aunque siempre está el riesgo de quedar en la pura «letra que mata» (2 Cor 3,6). Por tanto, teología es lo que Dios dice al hombre y lo que el hombre dice de Dios a partir de lo que Dios le ha dicho acerca de sí mismo.

En segundo lugar, si consideramos el significado de logos como razonamiento, «teo-logía» es un discurso racional acerca de Dios. Dios es objeto de este logos[3]. En cuanto razonamiento sobre Dios, el discurso teológico corresponde a la teología filosófica, puramente racional, al estilo de los filósofos antiguos (cfr. Rm 1,20-21).

Por último, bajo el significado de logos como conversación, «teo-logía» designa un diálogo entre Dios y el hombre acerca del mundo, que abarca toda la historia. Es un diálogo entre lo temporal y lo eterno, en el cual el hombre busca obtener una mirada sobre el mundo desde Dios, descubrir la voluntad de Dios acerca del mundo[4]. Es, visto desde Dios, la acción del «Espíritu que sondea las profundidades de Dios» (1 Cor 2,10), Espíritu que «habló a través de los profetas» (Hch 3,21; Hb 1,1) y continúa hablando «a la Esposa acerca del Esposo» (cfr. Ap 21,9).

Estos tres sentidos de la palabra logos determinan tres actos de recepción en torno a la palabra: se trata de una palabra escuchada, de una palabra pensada, y de una palabra dialogada. Al mismo tiempo, son tres experiencias de la relación entre tiempo y eternidad: en el primer sentido de teología, la eternidad habla al tiempo (el infinito habla a lo finito); en el segundo sentido de teología, el tiempo habla de la eternidad (lo finito habla del infinito); en el tercer sentido de teología, el tiempo habla con la eternidad (el finito habla con el infinito).

Conformación de la memoria teológica

Dijimos más arriba que la memoria es el lazo de unidad en el tiempo, porque la memoria es la capacidad del alma para hacer presente lo que ya no existe (porque es pasado). Ella conserva los hechos que considera significativos y condena al olvido a aquellos que o bien no son significativos o bien son dolorosos y destructivos. Es evidente, por tanto, que la memoria va estrechamente ligada al sentido, que funciona como desencadenante de su ejercicio, convirtiendo un pasado significativo (que ya no existe) en memoria, es decir en presencia. La forma de esa memoria es el relato[5]: puede ser un relato interno del yo, un relato oral, o un relato escrito; puede ser memoria individual o memoria colectiva; pero en cuanto el hecho haya dejado huellas en la conciencia individual o colectiva, ese hecho existe como memoria.

Dijimos también que este relato de la memoria adquiere su significado en la eternidad, porque se fundamenta en la palabra que Dios – infinito y eterno – le ha dirigido. La vida del hombre con Dios no se limita a la racionalidad y, de hecho, la racionalidad se detiene cautamente en el límite de la vía negativa. El hombre experimenta la eminencia y el exceso de Dios – nuevamente en el tiempo y el espacio – y encuentra existencialmente formas que, como una confesión, superan los límites de la paradoja del tiempo y del espacio, que entra en relación con el eterno e infinito.

La triple división de la teología nos va a permitir ahora hablar de una triple forma de la memoria teológica y de una triple perspectiva de la visión.

La liturgia

La primera forma de la teología es visión en el sentido del Apocalipsis: «Me giré para mirar la voz» (Ap 1,12). Se debe entender este «mirar la voz», en primer lugar, según la razón que expresa san Agustín: «La vida se manifestó en la carne para que lo que sólo podía verse con el corazón, también fuera visible a los ojos y así sanase los corazones. Sólo con el corazón se ve el Verbo. La carne se ve con los ojos del cuerpo. Podíamos ver la carne pero no al Verbo. El Verbo se hizo carne para sanar nuestra capacidad de ver al Verbo»[6]. O como lo explica santo Tomás: «Se objeta: Según el Filósofo la voz es invisible y de ninguna manera visible. Respondo: Según Haimón, Juan no oyó, sino que vio, porque para él es lo mismo oír que ver, es decir, entender en la substancia; y también el contrario»[7].

Es la visibilidad de la Palabra en su más profunda unión con la carne después del evento pascual, cuyo «aparecer» (Mc 16,9) es precisamente un «dejarse ver» (Mc 16,12). Pero lo es mucho más profundamente a la manera de los discípulos de Emaús, a quienes en un contexto marcadamente eucarístico y litúrgico[8] se les hace ver la Palabra (cfr. Lc 24,31) y comprender las escrituras (Lc 24,32). De esta manera, el «aquí» y «ahora» de la vida litúrgica señalan un ritmo del encuentro entre la creatura y el Creador.

Y este encuentro está caracterizado también en el pasaje de Emaús. Pues, en un solo y único momento, el Señor se deja reconocer y desaparece (cfr. Lc 24,31), pues no se deja aferrar (cfr. Jn 20,17), aunque deja sus huellas en el corazón (cfr. Lc 24,32). A esto corresponde una respuesta del hombre, como lo explica san Agustín: «Busquémosle para hallarlo, busquémosle una vez hallado. Para que se lo busque para hallarlo, está oculto; para que se lo busque una vez hallado, es inmenso. Por eso se dice en otra parte: “Buscad siempre su faz” (Sal 104,4). En efecto, en la medida en que quien lo busca lo capta, él lo sacia, y a quien lo ha hallado lo hace más capaz, para que de nuevo busque ser llenado cuando comenzare a captar más»[9].

La acción litúrgica determina un tipo de recepción de la palabra de Dios, de forma ritual, de manera que la reiteración de las fórmulas y la lectura de los textos estructuran la memoria. Esta forma de recepción tiene un ritmo marcado por la lectio, la ruminatio, la memoria y la reminiscentia. La palabra de Dios escuchada en la liturgia (lectio) alimenta la vida de la Iglesia. Según el modelo de los monjes, todos los fieles son invitados a «rumiar» (ruminatio) durante las horas de trabajo esta palabra, para que suavemente vaya haciéndose carne (cfr. Is 55,10-11). De esta manera queda grabada en su memoria como palabra hecha carne en él y surge cuando se desencadena el mecanismo de la reminiscencia.

Esta palabra que surge en el momento en que se la precisa, es palabra de Dios, pero es, a la vez, palabra del hombre, pues se le ha hecho propia por la ruminatio[10] a la manera como lo explica Hildegarda de Bingen: «Cuando los hermanos se dedican a las lecturas y a las meditaciones, deben entregar a la memoria aquellas cosas necesarias que encuentren en la Escritura, de manera que cuando llegue el momento oportuno y cuando aparezca la necesidad, puedan recitarlas sin tenerlas materialmente escritas, como las susodichas lecturas deben ser recitadas de corazón y de memoria, es decir sin libro»[11]. De esta manera, el discurso se escribe no con letras muertas sobre el papel, sino en el alma, con palabras vivas.

Es siempre la acción litúrgica en la que se da el encuentro del tiempo y la eternidad. La meditación de la palabra escuchada es un corolario en el tiempo de ese encuentro con el eterno que tiene lugar en el no-espacio del alma.

El mito

La segunda forma de la memoria teológica expresa una mirada del hombre sobre el acontecer histórico y se caracteriza por el despliegue de un razonamiento humano acerca de Dios y de su intervención en el tiempo. Pero la teología lo hace de manera distinta a como lo hace la historia. Su esfuerzo se traduce más bien en una visión mítica, que contempla y cifra lo que el hombre ha construido en su búsqueda de lo eterno. A diferencia del relato histórico, el mito puede permitirse paradojas. Porque el mito expresa un hecho irreversible, la mirada del mito sobre la historia señala en forma de relato el momento a partir del cual no se puede volver atrás. Y en esto está la atracción del relato mítico: en su capacidad de evocar las imágenes primordiales que a su vez convocan la zona arquetípica de nuestra mente.

El mito representa un esfuerzo por encontrar el sentido que subyace al acontecer histórico y corresponde a una visión platónica. Pero no se opone, sino que se anuda históricamente a una visión aristotélica en la que adquieren valor los hechos irreversibles. Lo fáctico está abierto al sentido más hondo, más allá del éxito o del fracaso. Este relato mítico permite un acceso a la intemporalidad y, a la vez, enriquece la revaloración del contexto histórico y permite al sujeto una inserción real y responsable en la historia.

Si afirmamos que un hecho es verdaderamente «mito», no pretendemos negar el hecho histórico. Significa, más bien, reconocer que lo que sucede en la historia empalidece ante aquello que «le sucede a la historia». El mito ofrece una mirada que supera la paradoja del encuentro del tiempo con la eternidad en un esfuerzo de trascendencia. Mientras que la ciencia histórica termina siendo esclava de la palabra que quiere agotar el hecho, el mito, en cambio, lee el silencio y se atreve a lo inefable porque es señor del silencio.

Es la forma en que se cumple lo que pretendía Platón, en cuanto que la contemplación del mundo de las ideas ilumina el sentido del mundo sensible. Y, a la vez, la contemplación del mundo sensible es camino de ascenso a las ideas. Todo esto como esfuerzo de la mente humana, pero en un proceso dialéctico que conduce al conocimiento de la verdad.

El ícono

Platón había emparejado – cobijándolas bajo la misma crítica – a la escritura y la pintura: «El inconveniente de la escritura es semejante al de la pintura. Las producciones de la pintura parecen vivas, pero interrógalas y verás que guardan un grave silencio»[12]. Sin embargo, hemos encontrado ya una consideración positiva del «oír» y el «mirar» en torno al texto del Ap 1,12. Esta perspectiva se ha desarrollado en la tradición, que nos dejará una formulación neta en el concilio de Nicea II (787): «El misterio escondido desde los siglos y generaciones en la mente de Dios creador del universo, quien da la fe no sólo a través de la palabra (pues la fe viene del oído, dice el apóstol), sino que confirma esa fe por medio de la visión en la mente de quienes ven y con potencia la proclaman, porque Dios se manifestó en la carne y fue creído en el mundo […]. Para que no caiga en el olvido lo que desde la predicación evangélica ha sido escrito de la vida que en la carne ha vivido sobre la tierra entre los hombres, deben ser grabadas en las obras de arte de los pueblos: para que se predique y se adore el culto de su gloria y su misericordia para con nosotros»[13].

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Un mismo artificio sirve para superar la crítica, tanto en el plano de la escritura, como en el plano de la imagen: esto es, el ícono. Entre la objetividad (al menos buscada y siempre perfectible) del relato histórico y la subjetividad (mimética y apofántica) del relato de ficción, aparece el ícono de un personaje histórico.

Elijo el término ícono, pictórico o literario, porque es propio del ícono conformar un cuadro complejo de temas religiosos, convenciones estéticas y mecanismos psicológicos. Esto es así porque en el ícono confluyen tres miradas: la mirada de Dios, la mirada de quien lo contempla y la mirada del ícono mismo.

Es mirada de Dios, pues el ícono aparece como una idea de Dios antes de todos los tiempos (cfr. Jn 1,1-4) y que, a la vez, atraviesa todos los tiempos (cfr. Mt 28,20). Esta mirada de Dios expresa la precedencia de lo inefable a lo efable y, de esta manera, es la que lo determina todo, transformando el tiempo y el espacio. Es mirada eterna que gravita sobre todo lo histórico, y es mirada llena de sentido, pues en el ícono lo desarticulado y fragmentario del acontecer histórico (al menos de la memoria del acontecer histórico), adquiere la unidad de sentido que le viene de Dios. Es mirada que trasciende lo histórico, ya sea en un nivel de conciencia racional o de conciencia mítica, porque lo que pareciera ser ficción, resulta ser real, y el dato racional histórico termina siendo un mero accidente. Es mirada que ilumina la figura del santo, «transformándola» (cfr. Fil 3,21), de manera que aparece una fisiología sacra en una anatomía estereotipada, agigantada, transparente y atravesada por esa luz, donde las figuras parecieran ser planas, carentes de peso y de sombras, convertidas en el prototipo de la humanidad celeste (cfr. Ap 21,23). Es, por tanto, mirada que revela el verdadero destino de lo espacio-temporal: todo el creado se prepara, aquí y ahora, a encontrarse con una mirada que está más allá del juicio y la misericordia.

Es, en segundo lugar, mirada del que contempla el ícono, de quien percibe, por los artificios estéticos, esa trascendencia ante el tiempo y el espacio, presentida en un nivel de conciencia más profundo que podríamos llamar trans-racional. Es una mirada que lo libera del exilio del pensamiento, que –por ser histórico – lo arrastra hacia el pasado. En cambio, lo fortalece en el presente, con el poder del ahora – ahora de la eternidad –, porque la felicidad se da en el presente espacio-temporal, puesto que lo epifánico se da aquí, aunque no se agota aquí, porque lo trasciende totalmente. Y esto es así porque es Dios mismo quien adviene en el aquí y ahora permanentes en la acción ritual. Y así, lo importante es lo que irrumpe, Dios que irrumpe. Y desde la perspectiva humana, la ritualidad no es repetición del momento, sino preparación para esa irrupción de lo inefable que siempre es nueva y hace nuevo cada uno de esos momentos.

Pero hay una tercera mirada, que es la mirada que el ícono dirige a quien lo contempla. Es una mirada que desencadena un doble mecanismo psicológico, pues, por un lado, lo está involucrando, pero lo hace desde esa aureola de eternidad y desde esa actitud hierática, y por eso es una invitación que exige, de parte de quien lo contempla, una actitud espiritual correspondiente. Es una mirada que lo llama a retirarse para crear un vacío, es una invitación a hacer lugar a la plenitud, a la culminación que necesita tanto del espacio que lo humano le hace en el tiempo como de la acción divina desde la eternidad.

En último término, la mirada sobre el ícono permite adentrarse en una geografía conocida porque se la ha leído, pero al mismo tiempo expone otra geografía, donde el que lee el ícono también es leído. Esta nueva lectura – dinámica – frente a un misterio inefable, que atrae y que no puede ser racionalizado, despierta el deseo de imitación, para salir de una geografía pobre en sentido y entrar en otra geografía donde la atmósfera está dada por la luz de la mirada de Dios, y donde cada uno también pueda convertirse – finalmente, aunque todavía no definitivamente – en geografía icónica. Es lo que Platón pretendía subrayar con la afirmación del encuentro de dos almas en un diálogo con la intención de descubrir la verdad eterna de las cosas.

Estas tres formas de la memoria son recepción de la Palabra y son superación de la paradoja del tiempo y del espacio, porque mantienen existencialmente la tensión a la manera de la analogía y a la manera de la dinámica del admirabile commercium – el admirable intercambio del Dios que asume nuestra miseria y nos da su santidad –, siempre presente en la forma eucarística.

Estos caminos de superación confluyen en una última afirmación acerca de la posibilidad del encuentro, con las palabras de Pablo: «para que busquen a Dios, aunque sea a tientas, y puedan encontrarlo. Porque en realidad, él no está lejos de cada uno de nosotros. En efecto, en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,27-28).

La conciencia de esta situación existencial exige un ejercicio de interiorización para encontrar allí al intimior intimo meo, «el Dios más íntimo que mi yo más íntimo»[14], que es, a la vez, el Dios «siempre y cada vez más grande[15].

  1. Cfr. Platón, Fedro, 277b 5-c 3.
  2. Cfr. Tomás de Aquino, s., Super Boethii De Trinitate, q. 5 a. 4 corp.
  3. Cfr. ibid.
  4. Cfr. el desarrollo del concepto de Weltanschauung de Romano Guardini en el contexto de su reflexión sobre las «oposiciones polares» como característica fundamental del «concreto viviente»: R. Guardini, Der Gegensatz, Mainz, M. Grunewald, 1998, 175-177. Guardini pone el acento en las características de una distancia que permita la objetividad de esta visión del mundo, distancia que encuentra en la fe y que permite contemplar al mundo desde Dios y con los ojos de Dios. Esta forma de diálogo permite considerar teológicamente realidades mundanas que podrían considerarse extrañas a la revelación tales como la medicina, la ecología, o la economía.
  5. Preferimos el término «relato» al de «narración», pues la narración es la sucesión de hechos puesta por escrito, mientras que el relato (relatum) dice «referencia» (refero) y, a la vez, nos retrotrae a un pasado recordado, nos significa. Esa referencia a la que nos retrotrae el relato no es algo abstracto, sino que tiene un sentido (que nos significa), ya que no existiríamos sin ella, y sólo existimos gracias a esta historia.
  6. Agustín, s., Comentario a la Carta de San Juan, Homilía 1, 1.
  7. Tomás de Aquino, s., «Expositio II in Apocalypsim 1», in Id., Opuscula dubia II, Parma, 1869, 512-712.
  8. También el texto de Ap 1,12 que hemos mencionado se inserta en la estructura fundamentalmente litúrgica del libro del Apocalipsis.
  9. Agustín, s., Comentario a la Carta de San Juan, Homilía 63, 1.
  10. Cfr. J. Leclercq, L’amour des lettres et le désir de Dieu. Initiation aux auteurs monastiques du moyen âge, París, 1957, 73-75.
  11. Hildegarda de Bingen, s., «De regula Benedicti», en Id., Opera minora, Brepols, Tornhout, 2007, 74.
  12. Platón, Fedro, 275d 4-6.
  13. G. D. Mansi, Sacrorum Conciliorum Nova et Amplissima Collectio, Florencia 1758-1798, XIII, 115-116.
  14. Agustín de Hipona, s., Enarrationes, 118 XXII 6.
  15. Id., Exposición del salmo 62, n 16.
José Luis Narvaja
Jesuita de la Provincia Argentino-Uruguaya. Profesor de Patrísticas en la Universidad Católica de Córdoba. Escribió una tesis en filosofía sobre el pensamiento de Erich Przywara sj (Facultades de Filosofía y Teología de San Miguel), el doctorado en Teología y Ciencias Patrísticas sobre la teología del obispo arriano Eunomio de Cízico (Istituto Patristico «Augustiniano» - Roma), y una tesis de habilitación sobre la recepción de los Padres de la Iglesia en el Medioevo (Sankt Georgen - Frankfurt). Actualmente colabora con el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, en la cátedra de «Exégesis patrística».

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