SOCIOLOGÍA

La parábola del Buen Samaritano

Un ejemplo de fraternidad universal y de diálogo interdisciplinario

El Buen Samaritano, Vincent van Gogh (1890)

Un texto dirigido a todos

La parábola del Buen Samaritano (cfr. Lc 10, 25-37) puede describirse como una historia del hombre común que habla al hombre común. No es casualidad que la encíclica del Papa Francisco Fratelli tutti, la retome dentro del tema de la fraternidad universal, considerándola al alcance de todos. Constituye, por tanto, el centro de la reflexión del Papa sobre este tema (que ocupa nada menos que 20 números de la encíclica), y también su punto de referencia ideal: «Porque, si bien esta carta está dirigida a todas las personas de buena voluntad, más allá de sus convicciones religiosas, la parábola se expresa de tal manera que cualquiera de nosotros puede dejarse interpelar por ella»[1].

En primer lugar, llama la atención la concreción con que se plantea la cuestión de la fraternidad en el texto de Lucas. Esto queda claro en la respuesta de Jesús a la pregunta del doctor de la ley («¿Quién es mi prójimo?»): una respuesta que no es en absoluto teórica. Jesús no pronuncia discursos idílicos, sino que presenta una escena de cruda violencia en la que cualquiera puede reconocerse; al mismo tiempo, esa misma situación de sufrimiento y necesidad se revela inesperadamente como un lugar donde encontrarse con el prójimo, literalmente «el que está cerca de mí», más allá de toda diferencia de lengua, clase y fe religiosa[2].

Frente a la situación concreta, la pregunta se invierte, interpelando personalmente al oyente en su situación de posible precariedad: «Cuando estás en apuros, ¿quién ha estado ahí para ti?». Es una respuesta existencial, surgida de la necesidad desesperada de encontrar ayuda. Y cuando uno piensa en esas situaciones, a veces descubre con asombro que a menudo el salvador no es el más cercano físicamente, el pariente, el conocido, sino el perfecto desconocido, el lejano, el transeúnte casual. Que es precisamente el escenario esbozado en la parábola: una parábola, podríamos decir, realista[3].

Los aspectos relevantes de la parábola

El pasaje presenta, en primer lugar, a un doctor de la ley, es decir, a una persona considerada justa en el imaginario de la época, que hace a Jesús la única pregunta realmente importante: “¿Qué tenemos que hacer para ganarnos la vida?». Lucas utiliza un término preciso, «heredar» (klēronomeō): se trata de un bien que no se merece, sino que, como la herencia precisamente, sólo se puede recibir.

Jesús, como sucede a menudo con ocasión de grandes cuestiones teológicas, no responde, sino que invita al propio interlocutor a encontrar la respuesta. Y, en efecto, el doctor de la ley es perfectamente capaz de hacerlo, combinando dos textos de la Torá: la vida se recibe amando a Dios y al prójimo (cfr. Dt 6,5; Lv 19,18). El comentario de Jesús desplaza el centro de interés: aprueba la respuesta del doctor de la ley, pero de lo que se trata es de ponerla en práctica («Haz esto y vivirás»). La prueba es la vida, más que la corrección de las definiciones. Pero es precisamente esto lo que parece interesar al doctor de la ley, y de hecho formula otra pregunta: «¿Y quién es mi prójimo?». Establecer la posible frontera entre quién debe ser amado y quién odiado era, en efecto, una cuestión muy sentida y debatida en el mundo judío.

Según algunos, sólo se debe amar a los que pertenecen al propio linaje. Un pasaje del Talmud (Abodah Zara, 26) presenta el caso opuesto al de la parábola: si un judío encontrara heridos a un samaritano y a un pagano, no estaría obligado a ayudarlos, más aún, correría el riesgo de contraer impureza.

La respuesta de Jesús presenta una conocida escena de la vida. El camino entre Jerusalén y Jericó era un lugar muy peligroso para quienes se aventuraban solos, y no pocas veces caían en emboscadas, arriesgando sus vidas. El primer personaje del relato no tiene rasgos especiales; es «un hombre», término que excluye de nuevo el enfoque especulativo: ninguna especificación de linaje, filiación religiosa o moralidad. El único rasgo en el que se detiene Jesús es que este hombre ha sido objeto de violencia y que morirá si no encuentra ayuda. Una situación que puede afectar a cualquiera: ser atacado por malhechores. Jesús ni siquiera se detiene en ellos, sino que sigue con dos personajes que se cruzan por casualidad con el desgraciado. Y aquí, a diferencia de lo presentado antes, el texto precisa su filiación; son personas respetables, religiosas, un sacerdote y un levita, a los que el pasaje no caracteriza positivamente: ambos tienen la misma reacción, pasan de largo. Hay una nota polémica, que puede sonar ofensiva para el doctor de la ley: la filiación religiosa y la capacidad de vivir la fraternidad no coinciden.

Finalmente, entra en escena un personaje de connotación positiva, el héroe de la parábola. Si hubiera sido un judío piadoso, Jesús habría recibido la plena aprobación de sus oyentes. En cambio, una vez más, defrauda las expectativas: el personaje no tiene nada de atractivo, es un samaritano – ¡no un buen samaritano! –, perteneciente a un pueblo despreciado por los judíos, porque se había corrompido uniéndose a otros pueblos y a sus tradiciones, renegando de la fe de sus padres (cfr. 2 Reyes 17). El Eclesiástico lo llama «el pueblo necio que habita en Siquem y que ni siquiera merece ser considerado un pueblo» (Eclo 50,25-26).

Se trata de una rivalidad mencionada por el propio evangelista. Poco antes (cfr. Lc 9,51-56) había informado de la negativa de los samaritanos a acoger a Jesús porque se dirigía a Jerusalén. Sin embargo, Jesús elige a un samaritano: aunque se encuentra de paso por un camino peligroso, al ver al desdichado, se detiene, sin mostrar ninguna prisa. El texto parece ahora ralentizarse, detenerse en describir con lentitud cada uno de sus gestos. Llaman especialmente la atención los numerosos términos utilizados, siete de los cuales – en la Biblia, el número 7 indica la totalidad – están presentes sólo aquí, como para darle importancia a esta escena, que constituye el punto central del relato.

El samaritano se acerca, no teme posibles contagios ni ser atacado a su vez, le presta los primeros auxilios, poniendo de su parte: le venda las heridas, le echa aceite y vino, lo lleva a la posada, paga su alojamiento y promete volver, dispuesto a pagar los gastos posteriores. El detalle de la posada tiene también una finalidad polémica. En la época de Jesús había, en efecto, dos tipos de posadas: la primera acogía al huésped gratuitamente, en consonancia con la sacralidad reservada al huésped; en la segunda (llamada pandocheion, término utilizado por Lucas) había que pagar, violando el precepto sagrado del mundo oriental. El significado de esta elección es claro: «No sólo el samaritano tiene mala fama ante el interlocutor de Jesús, sino también aquél a quien pidió que continuara su trato: ¡el ejemplo viene de dos personas infames!»[4].

Una enseñanza desconcertante

El mensaje de la parábola es inequívoco: el bien surge de las personas y situaciones más impensables; la fraternidad no conoce límites, ni etiquetas, ni círculos, ni afiliaciones. Y uno entiende realmente quién es su prójimo cuando se encuentra en apuros y busca ayuda desesperadamente. Es una lectura desconcertante de situaciones trágicas, en las que, como la historia ha demostrado repetidamente, junto a horrores y prevaricaciones, surgen admirables actos de bondad y valentía, protagonizados precisamente por las personas más inesperadas.

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Una versión actual de la parábola, propuesta por un exégeta, Vittorio Fusco, puede dar una idea de su radical impertinencia hacia el sentimiento común: «Imagínate tú, blanco racista y tal vez afiliado al Ku Klux Klan, tú que montas un escándalo si un negro entra en un club y no pierdes la ocasión de expresar tu desprecio y aversión, imagínate que sufres un accidente de coche en una calle poco frecuentada y te quedas allí desangrándote, mientras algún coche con conductor blanco pasa y no se detiene; imagínate que, en un momento dado, pasa un médico negro… La cuestión no es ayudar a negros, judíos u otros discriminados, sino estar en una situación en la que uno sólo puede ser ayudado por un negro, un judío, un comunista, un fascista, en definitiva uno que está al otro lado de la barricada»[5].

La impertinencia de la parábola se manifiesta también en la respuesta del doctor de la ley a la pregunta final de Jesús sobre quién es el prójimo. Sigue siendo vago, captando ciertamente un aspecto central de la parábola («el que tuvo compasión»), pero no el detalle (el samaritano), lo que demuestra la dimensión escandalosa de lo que oyó.

Junto con la «normalidad», la otra característica del protagonista de la escena presentada por Jesús es la universalidad: el prójimo es cualquier persona necesitada, así como cualquiera que pueda utilizar su poder de bondad hacia él.

La reflexión psicológica

La capacidad de la parábola para mostrar las sorpresas que encierra la vida ordinaria encuentra una nueva confirmación con el aporte de las ciencias humanas. En un interesante experimento, un equipo de psicólogos utilizó este texto para comprobar hasta qué punto la proclamación de valores y opciones vinculadas a la ayuda, presentes sobre todo en la vida religiosa, podría fomentar una mayor propensión a ayudar en situaciones de emergencia. La parábola, como hemos visto, descarta claramente tal hipótesis: el sacerdote y el levita son precisamente los dos personajes que no acuden en ayuda del desgraciado, es más, pasan decididamente de largo. Una conclusión paradójica que los investigadores quisieron comprobar realizando un experimento con una muestra de 67 estudiantes del Princeton Theological Seminary[6].

Inicialmente se les dividió en dos grupos: el primero debía preparar un sermón sobre la parábola, el segundo una charla sobre las oportunidades laborales después de sus estudios. Se dijo a los estudiantes que se trataba de una competición para evaluar la capacidad de persuasión en relación con el tema asignado. En realidad, a los investigadores no les interesaba saber quién podía pronunciar el discurso más eficaz. La asignación de un tema diferente buscaba establecer una especie de comparación entre una muestra estudiada y un grupo de control. En otras palabras, querían ver si compartir un punto de vista religioso y comprometer la mente con un tema concreto – en el caso del grupo 1, la necesidad de ayudar a los demás – marcaba alguna diferencia con respecto al grupo 2.

La preparación del discurso tuvo lugar en un edificio elegido por los investigadores, y su presentación se grabaría en otro lugar. Los miembros de los dos grupos fueron mezclaron entre sí y, además, se fueron divididos en tres subgrupos en función del tiempo disponible: el primer subgrupo dispuso de mucho tiempo para la preparación; el segundo, de un tiempo fijo, pero razonable; el tercero, de muy poco tiempo (los investigadores repetían una y otra vez que llegaban muy tarde y tenían que darse prisa).

Tras la grabación, se sometió a los sujetos a un cuestionario de ayuda: «a) “¿Cuándo fue la última vez que vio a una persona que parecía necesitar ayuda?” (b) “¿Cuándo fue la última vez que no ayudó a alguien que lo necesitaba?” (c) “¿Ha tenido alguna experiencia de ayuda a personas necesitadas? En caso afirmativo, descríbala brevemente”»[7].

En el camino entre los dos edificios, se mostró a los distintos grupos un hombre tendido en el suelo. La persona yacía en un evidente estado de malestar, tosiendo y gimiendo; esto podía deberse a los motivos más diversos: agresión, enfermedad, alcoholismo, consumo de drogas, etc. Su vestimenta y fisonomía eran deliberadamente sombrías. La actitud de los alumnos que no se detuvieron se comparó con sus respuestas al cuestionario, a fin de comprobar si la situación era percibida por ellos en términos de necesidad de ayuda. En una entrevista posterior, se explicó a los alumnos el verdadero objetivo del estudio, sus reacciones y las razones de su comportamiento.

Los resultados

Una primera conclusión evidente del experimento fue que no había diferencia entre los que tenían que dar una conferencia sobre el trabajo de posgrado y los que tenían que comentar la parábola del buen samaritano. La predisposición de base no influyó en su comportamiento. Declararse religiosamente convencido no aumenta la probabilidad de detenerse a ayudar. Del mismo modo, el estudio de un texto religioso, aunque formara parte de la propia concepción de la vida, no hacía a los individuos más propensos que otros a ofrecer ayuda. Más concretamente, adquirir el hábito de dar un discurso sobre la necesidad de ayudar a alguien necesitado no tuvo ningún impacto en el resultado. Este hallazgo concuerda con la parábola y pone de relieve una situación paradójica, ya que se trataba de estudiantes de teología, muchos de los cuales estaban motivados por el deseo de convertirse en sacerdotes. En cambio, algunos factores situacionales aparentemente triviales desempeñaron un papel importante a la hora de determinar lo que harían.

Entrevistas posteriores con los estudiantes mostraron que, aunque recordaban a la víctima, su concentración en lo que tenían que hacer era tan alta, debido a la prisa, que de alguna manera habían bloqueado en su mente la situación de esa persona y procedieron a completar su tarea.

Lo que marcó la diferencia fue el grado de prisa. Según el tiempo disponible, las diferencias eran muy significativas: en el primer subgrupo (poca prisa), se detuvo el 63% de la muestra; en el segundo (prisa moderada), el 45%; en el tercero, (mucha prisa) se detuvo el 10%. Algunos se sintieron tan presionados que pasaron literalmente por alto a la persona en apuros, sólo para sentirse culpables en la siguiente entrevista. La media global de los que ayudaron fue del 39%. La estadística de la parábola es del 33% (2/3 no se detienen y 1/3 ayudan).

A continuación, los investigadores examinaron a los que se detuvieron, y encontraron distintas formas de ayudar: 1) había quienes se ofrecían a ayudar y, cuando el que sufría respondía negativamente («No pasa nada, me he tomado la medicina, se me pasará pronto»), seguían su camino; 2) había quienes lo ayudaban a sentarse y le ofrecían algo y luego se iban; 3) por último, estaban los que se quedaban con la persona necesitada hasta que llegaba la ayuda.

Los miembros del tercer grupo se basaron en la situación de necesidad más que en las declaraciones del hombre que sufría; decidieron ayudar porque lo consideraban algo importante en sí mismo, lo que los investigadores denominaron «religiosidad de estilo samaritano»: «Estos últimos sujetos conciben la religión como una búsqueda de sentido en su mundo personal y social, y por ello parecen más receptivos a la hora de reconocer las necesidades de la víctima»[8].

La importancia de andar más lento

En el siguiente informe, todos los que no se detuvieron se habían dado cuenta de que el hombre estaba en evidente apuro, pero no profundizaron en ello cuando se encontraban en esa situación: esa imagen permaneció como congelada, salvo para emerger más tarde, una vez llegados a su destino. Al volver con la mente a la escena, los sentimientos predominantes fueron la culpa y el arrepentimiento. Más que una decisión, era un automatismo. Estaban presionados por el investigador y, ante la posible elección, se sentían obligados a continuar para cumplir la tarea que se les exigía: «El conflicto, más que la insensibilidad, puede explicar su incapacidad para detenerse»[9]. En esta situación, la distracción cognitiva es tan alta que resulta extremadamente difícil relacionarse con otras personas y darse cuenta de lo que necesitan.

La relación con el tiempo da lugar a diferentes formas de actuar. Los que tenían prisa estaban orientados hacia el futuro. Sus mentes estaban centradas en el hecho de que iban a llegar tarde, por lo que no se detuvieron a prestar ayuda. En cambio, los que se detuvieron estaban más orientados hacia el presente, eran más conscientes y estaban más atentos a la situación.

Para los que tuvieron todo el tiempo a su disposición, es más probable que decidieran deliberadamente no pensar en ello, en cuyo caso la situación es más grave. En la reunión posterior se mostraron ansiosos y excitados.

Si la conciencia y la compasión son de gran ayuda para la fraternidad, el principal obstáculo no parece ser la mezquindad, sino la prisa y la superficialidad, aspecto claramente reconocido por la encíclica Fratelli tutti: «El sentarse a escuchar a otro, característico de un encuentro humano, es un paradigma de actitud receptiva, de quien supera el narcisismo y recibe al otro, le presta atención, lo acoge en el propio círculo. […] A veces la velocidad del mundo moderno, lo frenético nos impide escuchar bien lo que dice otra persona. Y cuando está a la mitad de su diálogo, ya lo interrumpimos y le queremos contestar cuando todavía no terminó de decir. No hay que perder la capacidad de escucha» (FT 48).

Cuando uno tiene prisa, su mapa mental se estrecha y queda subyugado a un sentimiento: la ansiedad, literalmente aquello que nos deja sin aliento. Es como poner entre paréntesis la conciencia y el potencial de vida, ya que la respiración es vida.

Pero los factores coyunturales siguen sin ser suficientes para explicar lo sucedido. El hecho es que el 10% de los que tenían mucha prisa se detuvieron, y que casi el 40% de los que tenían tiempo de sobra siguieron su camino. ¿Cuál fue la diferencia?

¿Qué hace que un hombre sea un hermano?

Por desgracia, la investigación no se detuvo a examinar la personalidad de los que ayudaron. La parábola sugiere que se trata de una persona completamente corriente, carente de dones excepcionales, como si quisiera decir que lo que él hizo, cualquiera podría hacerlo.

Ante un grupo que enfrenta una situación crítica, no es posible identificar de antemano quién será el que eche una mano y quién, en cambio, se convertirá en un violento o, más sencillamente, en un cobarde. De ahí, como en la parábola, la sorpresa que suscita siempre el comportamiento heroico: a menudo procede de personas sencillas, ocultas, completamente anodinas, que con pequeños gestos concretos han dejado huella y han cambiado una situación. Sin embargo, es precisamente esta sencillez la que encierra una valiosa lección, dirigida a todo ser humano. Un hecho que coincide, además, con las investigaciones realizadas sobre quienes han prestado ayuda en circunstancias trágicas, y que encuentra múltiples confirmaciones incluso en la historia reciente. Los acontecimientos de los encarcelamientos y campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial muestran de forma muy especial, entre sus pliegues ocultos, la presencia de figuras heroicas y discretas, capaces de aportar luz y bondad en las situaciones más terribles, en las que el mal parecía reinar incontrastablemente.

Cabe recordar, por ejemplo, la figura de Milena Jesenská, periodista de origen checo, amiga de Franz Kafka. Su reclusión en el lager no quebranta su dignidad, sino que le ofrece la oportunidad de realizar actos heroicos, exponiéndose a graves riesgos: «En la enfermería, se ocupa de las prácticas relativas a las enfermedades venéreas. Para salvar a mujeres sifilíticas de “selecciones” mortales, falsifica sus análisis, arriesgando cada vez su vida. Son enfermos que le interesan personalmente, aunque pertenezcan a un entorno muy distinto al suyo (se trata de “asociales”, prostitutas). Pero en ellas sabe descubrir la “chispa de humanidad”»[10].

Milena entabló amistad en particular con Margaret Buber-Neumann, que después de la guerra le dedicó una conmovedora biografía. En esta amistad se puede encontrar la verdad del dicho evangélico, según el cual hay más alegría en dar que en recibir: «Una vez Milena lleva a su amiga un poco de café azucarado, pero es un alimento excepcional, obtenido tras largas negociaciones. Por no hablar de que está prohibido pasar de un lado a otro del lager y que, por tanto, Milena se arriesga a un severo castigo. En otra ocasión, la situación es mucho más grave: Buber-Neumann está detenida y Milena se presenta al jefe de la Gestapo del lager, consiguiendo imponerse lo suficiente como para ser escuchada e incluso obtener permiso para reunirse con su amiga en prisión, un favor inaudito. Cuando está a punto de morir, Milena se encuentra rodeada de innumerables amigas»[11].

El encuentro con este tipo personas es vivido por quienes se han beneficiado de él como un bien más grande que cualquier posible sufrimiento y mal padecidos. Cuando muere su ángel de la guarda, Buber-Neumann llega incluso a considerar la experiencia del lager como una oportunidad favorable, que le permitió recibir el regalo más hermoso de su vida: «Doy gracias al destino por haberme enviado a Ravensbrück y haberme permitido así conocer a Milena»[12].

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Los relatos de quienes vivieron la persecución dan cuenta, puntualmente, junto a la banalidad del mal, de la presencia de estas personas, los «héroes ordinarios». El jesuita Giacomo Gardin, rememorando los diez años que pasó realizando trabajos forzados en Albania, termina su relato haciendo algunas observaciones valiosas, que arrojan una luz diferente sobre el misterio de la existencia humana, especialmente sobre lo que respecta al bien y al mal. Señala cómo aquella experiencia le enseñó muchas cosas sobre la naturaleza humana: en primer lugar, a conocerse a sí mismo, descubriendo en más de una ocasión que poseía una energía y una motivación que en tiempos tranquilos y desapegados habría creído imposibles. Pero, sobre todo, reconocer lo difícil que es leer el corazón de quienes le rodean, descubriendo gestos imprevisibles en personas a las que creía conocer demasiado bien: personas a las que había estimado y respetado en grado sumo se habían vendido al primero que llegaba sólo para tener alguna pequeña gratificación. Y, en cambio, personas por las que él no habría dado ni un peso, iban al pelotón de fusilamiento proclamando su fe con dignidad y valentía…[13]

Este carácter de sorpresa y normalidad pacífica, desprovisto de ostentación, es lo que más diferencia a los héroes de la vida real de los héroes de la literatura y el cine, que, además de poseer dones y cualidades extraordinarias, suelen asociarse a hazañas vinculadas a la violencia y la destrucción[14].

El héroe de la vida real, en cambio, tiene un parecido asombroso con los personajes que la Biblia llama los anawim, «los pobres del Señor», que se convertirán en los santos de la tradición cristiana: personas en su mayoría sencillas y humildes, pero capaces de reconocer y cumplir la voluntad de Dios en su situación particular. Y en la Biblia, son los anawim, y no los poderosos o los grandes de la tierra, quienes cambian la historia. Entre ellos podemos recordar, por ejemplo, a los personajes de la Navidad: los pastores, María y José, los ancianos Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, los magos…

Incluso en el momento de la prueba, la figura del héroe se manifiesta en las personas más inesperadas: el ladrón en la cruz, los obreros de la última hora, el pecador en casa de Simón, María Magdalena, Zaqueo, el centurión, la mujer cananea… personajes aparentemente sin valor, pero que se muestran capaces de opciones inesperadas, no clasificables en aquellos esquemas en los que la sociedad, el pensamiento común, el sentir de la multitud los había relegado. Se revelan a partir de los acontecimientos aparentemente fortuitos y casuales de la vida ordinaria, pero saben reconocer que en esa situación está en juego algo de inestimable valor.

Las características del héroe común

Los estudios realizados sobre el tema, por escasos que sean, permiten sin embargo reconocer ciertas características comunes a la fenomenología del héroe, que le hacen capaz, ante una situación crítica, de proceder a contracorriente. Se pueden destacar al menos seis de ellas: 1) la percepción de lo que está sucediendo en términos de gravedad ética; 2) el reconocimiento de un poder disponible; 3) la urgencia de una intervención que hay que llevar a cabo; 4) el coraje para poner en práctica la necesidad de justicia; 5) la autotrascendencia, que permite situarse idealmente por encima de la situación y comprender el acontecimiento en su totalidad, favoreciendo la toma de conciencia; 6) la capacidad de estar «presente en el presente», traducción psicológica de la vigilancia evangélica.

Las tres últimas características parecen ser los elementos verdaderamente decisivos, aunque su ejercicio puede ser posible gracias a la contribución de los demás componentes: «El valor, la justicia y la trascendencia son las características más importantes del heroísmo. La trascendencia puede permitir a un individuo implicado en un acto heroico permanecer ajeno a las consecuencias negativas, previstas o reveladas, asociadas a su comportamiento»[15]. La conciencia es igualmente fundamental. Parafraseando a Ernest Hemingway, se podría decir que «cuando toca esa campana, sabe que tañe por él. Es una llamada a expresar el mejor lado de la naturaleza humana, una vigorosa afirmación de la dignidad del ser humano frente al mal»[16].

Con respecto a la parábola, la reflexión psicológica precisa el factor tiempo y la toma de conciencia; el texto de Lucas menciona también la importancia de una mirada atenta, pero lo que parece marcar la diferencia es sobre todo una actitud relacional precisa, que también se ha convertido recientemente en objeto de interés en psicología: la compasión[17].

Otro aspecto importante, aunque no destacado, de la personalidad del Samaritano como héroe común es su disposición a asumir riesgos: el camino por el que caminaba era peligroso y podía convertirse fácilmente en víctima de una agresión. El samaritano, ante el desdichado, debió de hacerse preguntas que probablemente también habían pasado por la mente del sacerdote, del levita y de quienes en el experimento prefirieron pasar de largo: «¿Y si el hombre no estaba realmente herido, sino que fingía, tendiendo una trampa a quienes decidieran acudir en su ayuda?». O podría haberse topado con los mismos bandidos en el momento en que decidió ayudar al infortunado.

No hay respuesta que pueda disipar estas dudas. Sólo la compasión permite superar los miedos y las incertidumbres y dar expresión a lo mejor de uno mismo: «La compasión acerca al otro, a diferencia del miedo, que lo aleja. La voz del miedo pregunta: “¿Qué pasará si me detengo?”. La voz de la compasión invierte la perspectiva: “¿Qué le pasará a él si no me detengo?”» (F. Armellini).

  1. Francisco, Encíclica Fratelli tutti. Sobre la fraternidad y la amistad social (FT), 3 de octubre de 2020, n. 56.
  2. «Es notable cómo las diferencias de los personajes del relato quedan totalmente transformadas al confrontarse con la dolorosa manifestación del caído, del humillado. Ya no hay distinción entre habitante de Judea y habitante de Samaría, no hay sacerdote ni comerciante; simplemente hay dos tipos de personas: las que se hacen cargo del dolor y las que pasan de largo; las que se inclinan reconociendo al caído y las que distraen su mirada y aceleran el paso. En efecto, nuestras múltiples máscaras, nuestras etiquetas y nuestros disfraces se caen: es la hora de la verdad. ¿Nos inclinaremos para tocar y curar las heridas de los otros? ¿Nos inclinaremos para cargarnos al hombro unos a otros? Este es el desafío presente, al que no hemos de tenerle miedo» (FT 70).
  3. Para un marco general de la parábola, véanse: B. Maggioni, Le parabole evangeliche, Milán, Vita e Pensiero, 1992; D. Attinger, Evangelo secondo Luca. Il cammino della benedizione, Magnano (Bi), Qiqajon, 2015.
  4. D. Attinger, Evangelo secondo Luca…, cit., 306.
  5. V. Fusco, Oltre la parabola, Roma, Borla, 1983, 135.
  6. Cfr. J. M. Darley – C. D. Batson, «“From Jerusalem to Jericho”: A study of situational and dispositional variables in helping behaviour», en Journal of Personality and Social Psychology 27 (1973/1) 100-108. Cfr. A. G. Greenwald, «Does the Good Samaritan parable increase helping? A comment on Darley and Batson’s no-effect conclusion», ibid. 32 (1975/4) 578–583.
  7. Ibid., 104.
  8. Ibid., 107.
  9. Ibid., 108
  10. T. Todorov, Di fronte all’estremo. Quale etica per il secolo dei gulag e dei campi di sterminio?, Milán, Garzanti, 1992, 75.
  11. Ibid., 75 s.
  12. M. Buber-Neumann, Déportée à Ravensbrück, París, Seuil, 1988, 73.
  13. Cfr G. Gardin, Dieci anni di prigionia in Albania (1945-1955), Roma, La Civiltà Cattolica, 1986, 93.
  14. «Históricamente, el héroe es un guerrero varón, como Aquiles, Agamenón o Ulises. Eliminan a las mujeres y a los niños. Nunca mujeres, nunca niños. Esencialmente asesinos masculinos adultos […]. La idea épica del héroe, en la que el hombre común no puede reconocerse, está entre las causas de la pasividad de la mayoría» (G. Sabato, «Estudiar como héroes», en Mente e cervello 9 [2011] 38 s).
  15. Ph. Zimbardo, L’effetto Lucifero. Cattivi si diventa?, Milán, Raffaello Cortina, 2008, 628; 632 s. Cfr. M. E. P. Seligman – T. A. Steen – N. Park – C. Peterson, «Positive psychology progress», en American Psychologist 60 (2005) 410-421; S. Becker – A. Eagly, «The heroism of women and men», ibid. 59 (2004) 163-178.
  16. Ph. Zimbardo, L’effetto Lucifero…, cit., XXX.
  17. Cfr G. Cucci, «La psicologia della compassione», en Civ. Catt. 2021 III 471-480.
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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