Espiritualidad

Abrazar el espíritu:

Louis Lallemant

El descenso del Espíritu Santo, Jacques Blanchard (1634)

Desde tiempos inmemoriales, la presencia y la acción del Espíritu Santo han sido fuente tanto de esperanza como de sospecha. Su novedad, creatividad e inspiración han hecho que profetas, místicos y carismáticos hayan sido aclamados como santos o tachados de herejes. Como nos recuerda la secuencia Veni, Sancte Spiritus, es al Espíritu a quien se ruega que «venga», se haga presente en el corazón de los creyentes y los transforme.

El texto fundacional de la espiritualidad ignaciana, los Ejercicios Espirituales de San Ignacio de Loyola, muestra cierta reticencia a la representación del Espíritu Santo, aunque no anula su presencia. Otros grandes autores de la tradición ignaciana han considerado su persona y su obra de forma más protagónica. Uno de ellos es el francés Louis Lallemant (1578-1635), cuya Doctrina Espiritual da un lugar central al Espíritu Santo, visto desde la perspectiva de su recepción por el ser humano. Aunque se inscribe en la tradición ignaciana, Lallemant desarrolla esta espiritualidad en una nueva dirección, cambiando su orientación para centrarse en la guía silenciosa de la tercera Persona de la Trinidad. La obra del jesuita francés hace hincapié en la cercanía y la implicación polifacética del Espíritu en la vida de los creyentes, así como en su capacidad para dejarse guiar por Él, es decir, para compartir lo más esencial de Dios, la santidad, y para actuar conformándose a Cristo. De este modo, Lallemant ofrece una contribución convincente y original a la reflexión pneumatológica en la espiritualidad ignaciana.

El Espíritu Santo en los «Ejercicios Espirituales» de Ignacio de Loyola

A pesar del título, en las páginas de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola rara vez encontramos una mención explícita del Espíritu Santo. La mayoría de las alusiones se encuentran en los misterios de la vida de Cristo, en la que el papel del Espíritu se hace explícito en los textos bíblicos[1]. Incluso en las «Reglas para sentir con la Iglesia» se menciona al Espíritu dos veces (cfr. EE 365). Además, las referencias al «buen espíritu» (por ejemplo, en EE 32) o el término «espiritual» apuntan discretamente en dirección al Espíritu Santo, pero estas referencias requieren un análisis más profundo. Víctor Codina Mir habla de una «presencia silenciosa» del Espíritu en los Ejercicios Espirituales[2]. En sus otros escritos, Ignacio lo menciona, y más extensamente en el Diario Espiritual, pero en conjunto hay que reconocer cierta discreción al respecto. Más allá de una pneumatología que se revela elusiva, podría sin embargo identificarse una más implícita.

El primer lugar para investigar el papel del Espíritu Santo según los Ejercicios Espirituales es el discernimiento de los espíritus. Las «reglas para reconocer los espíritus» (EE 313-336) construyen una gramática de la acción de Dios que revela el lenguaje del Espíritu. Mientras que en el texto de los Ejercicios Espirituales la pretensión de la acción del Espíritu de Dios se resume en el «buen espíritu», el Directorio autógrafo de los Ejercicios Espirituales de Ignacio afirma la indudable conexión entre la consolación – elemento primario de la gramática del discernimiento – y el Espíritu Santo. El texto especifica que el acompañante de los Ejercicios debe explicar «qué es la consolación […]; todos sus componentes, como la paz interior, el gozo espiritual, la esperanza, la fe, el amor, las lágrimas y la elevación del ánimo, que son todos dones del Espíritu Santo»[3].

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Ignacio se basó en los frutos del Espíritu indicados por Pablo en Gal 5,22-23. En la economía divina, la consolación pertenece a la obra del Espíritu Santo, aunque también puede ser simulada por el maligno (cfr. EE 331). Por tanto, el elemento fundamental de la gramática del lenguaje de Dios, la consolación, está determinado por el Espíritu Santo. Se describe en los Ejercicios Espirituales, en primer lugar, como un estímulo interior que lleva a inflamarse en el amor de Dios (cfr. EE 316) y va acompañado de signos perceptibles como el aumento de la esperanza, la fe y la caridad, la alegría interior, la serenidad y la paz, o incluso las lágrimas que impulsan al amor de Dios.

El lenguaje del Espíritu Santo esbozado a continuación exige prestar atención a las mociones interiores, a su origen, a su desarrollo, a su fin, a las huellas que dejan, para discernir la acción de Dios en ellos. En el contexto de los Ejercicios Espirituales, el discernimiento culmina en la «elección» (cfr. EE 169-189) como descubrimiento y elección de la voluntad de Dios. Tanto la práctica del examen diario (cfr. EE 24-43) como el discernimiento de espíritus sugieren el papel constante del Espíritu en la vida del discípulo.

Lallemant y su «Doctrina espiritual»

Lallemant fue maestro de novicios en Ruán de 1622 a 1626 e instructor de tercer año de 1628 a 1631[4]. Estos encargos demuestran la confianza que los superiores jesuitas depositaron en él, reconociendo su competencia espiritual. Sin embargo, no faltaron detractores, que le consideraban demasiado místico en aquella época llena de acalorados debates entre los jesuitas franceses sobre el lugar propio de la interioridad y la actividad en el espíritu de la Compañía de Jesús[5].

La Doctrina Espiritual, la obra fundamental de Lallemant, está constituida por notas tomadas por el estudiante Jean Rigoleuc, y apareció póstumamente en 1694. En 2016 se publicó una nueva traducción al inglés, basada en la edición francesa de 2011 de Dominique Salin[6]. La obra tiene su origen en la comunicación oral a un público específico: jóvenes sacerdotes jesuitas que atravesaban la última parte de su formación religiosa. El ideal que se les presentaba tenía como objetivo alimentar un espíritu de interioridad y una actitud contemplativa en hombres que llevarían una vida muy activa expuesta al riesgo del activismo.

Aunque claramente enraizado en la tradición ignaciana, Lallemant explica meticulosamente el modo en que el Espíritu – y la docilidad al Espíritu – es la fuerza motriz para alcanzar la madurez espiritual y la santidad (la «perfección», por utilizar el lenguaje ascético del siglo XVII). El cuarto y fundamental «principio» de su Doctrina está dedicado a la «docilidad a la guía del Espíritu Santo». La mayor atención al Espíritu no debe leerse independientemente del énfasis cristológico de los Ejercicios Espirituales, obra que es un requisito previo en la formación impartida por Lallemant. De hecho, sirve como contrapunto positivo al enfoque exclusivo sobre la segunda Persona de la Trinidad.

Así pues, si la Doctrina Espiritual no ofrece «la» pneumatología ignaciana, ciertamente ofrece una profundamente ignaciana, más explícita que la del propio Ignacio. La originalidad de la perspectiva de Lallemant reside en la integración de su tratamiento del Espíritu dentro de su enseñanza espiritual, como lo ejemplifica el constante retorno al tema de la pureza de corazón y el entrelazamiento de elementos clave: Espíritu Santo, corazón e interioridad.

El Espíritu consolador, orante y donador

Lallemant, a diferencia de Ignacio, describe con detalle la acción multiforme del Espíritu Santo. Lo muestra como una intervención directa en la vida de los creyentes como Consolador o Luz de los corazones, como promotor de la oración y dador de dones y frutos.

La primera tarea que el jesuita francés atribuye al Espíritu es la de Consolador (cfr. SD 125), lo que pone de relieve la intimidad de su acción. El Espíritu consuela en la incertidumbre de la salvación y durante las tentaciones (cfr. SD 125s), y en el destierro terreno (cfr. SD 126), cuando el alma siente más agudamente el peso del anhelo de ser colmada por Dios. Para mostrar la acción del Espíritu, Lallemant utiliza también otras imágenes directas. Evocando la secuencia Veni, Sancte Spiritus, que se canta en Pentecostés (cfr. SD 123, nota 13), observa que «el atributo [del Espíritu Santo] es iluminar, dirigir y encender» (SD 123).

Además, para explicar el papel del Espíritu en la oración, Lallemant se refiere a la mística carmelita Teresa de Ávila, en particular para el lenguaje de la contemplación, que es un «acto de esas vestiduras sobrenaturales que se llaman dones del Espíritu Santo» (SD 269). La voluntad absorbe todas las fuerzas del alma, porque está poseída por el Espíritu de Dios (cfr. SD 271). En el rapto, o éxtasis, la fuerza del Espíritu Santo produce un transporte repentino, que provoca, en vocabulario teresiano, una «vuelo del espíritu» (SD 271). Frente a tales fenómenos extraordinarios, que no deben esperarse, deben exigirse los dones y la guía del Espíritu Santo, las virtudes sólidas y la oración excelente (cfr. SD 273), porque constituyen el fundamento de una vida de perfección. Pragmáticamente, Lallemant recomienda pedir al Espíritu Santo la ayuda de su gracia al comienzo de la oración (cfr. SD 240). Esta petición fundamenta en cualquier caso el marco pneumatológico de la oración, ya que el Espíritu Santo no es un simple visitante, sino que «habita» en el corazón del orante (cfr. SD 263). En la oración silenciosa, nunca hay que resistirse a las mociones del Espíritu (cfr. SD 257), a los santos impulsos, que hay que seguir con gran fidelidad (cfr. SD 263). La persona que asiente a esta guía en la oración está dispuesta a dejarse conducir por ella en todo momento.

Partiendo de una teología tradicional, Lallemant dedica muchas páginas de su cuarto principio – sobre la docilidad al Espíritu Santo – a la presentación de los siete dones del Espíritu (cfr. SD 131-161): sabiduría, intelecto, ciencia, consejo, piedad, fortaleza y temor de Dios. Su tratamiento de los mismos combina definiciones y explicaciones escolásticas con consejos prácticos, remontándose a menudo a la pureza de corazón. Los dones del Espíritu Santo se apoyan en las virtudes y las superan (cfr. SD 128). Crecen junto con la caridad (cfr. SD 128), que es también el primer fruto y la naturaleza misma del Espíritu. Cuando uno no está plenamente dotado de estos dones, es particularmente importante practicar la virtud (cfr. SD 129), en la que encuentran su terreno fértil. Toda persona en estado de gracia posee los dones del Espíritu Santo (cfr. SD 130); sin embargo, los actos que deberían producir pueden verse obstaculizados por los pecados veniales que los atan (cfr. SD 131). Por eso es fundamental el examen de la pureza del corazón. Los dones ayudan a los santos a liberarse de las ataduras de las criaturas, de los afectos y de las distracciones (cfr. SD 129), para alcanzar esa paz y libertad soberanas que les pertenecen propiamente como hijos de Dios. Las «grandes conversiones de altas personalidades» muestran la rapidez y la fuerza de la acción del Espíritu, que puede romper ataduras y reorientar a las personas hacia la cruz (cfr. SD 128s).

Al presentar los dones del Espíritu Santo, Lallemant tiene especial cuidado en referirse a los ejemplos de los santos, tanto desde el punto de vista de la interiorización como del fortalecimiento. Reflexionando sobre el don de sabiduría – destinado al conocimiento de Dios (cfr. SD 132) –, expresa la profunda e insospechada intimidad que el espíritu humano puede alcanzar con Dios en el conocimiento y el movimiento (cfr. SD 133). La potenciación – e, incluso, la sobreabundancia – de los dones del Espíritu, está orientada a sostener la calidad apostólica exterior de la acción del Espíritu a través de las personas. Lallemant cuenta una anécdota de uno de sus santos predilectos, Vicente Ferreri (1350-1419), dominico conocido por su capacidad de predicación. Un día había preparado cuidadosamente su sermón, pero el que pronunció al día siguiente tuvo mucho más éxito, cuando lo dejó en manos del Espíritu (cfr. SD 142s).

El Espíritu actúa. Su acción puede reconocerse a través de las huellas que deja como «frutos»: caridad, alegría, paz, paciencia, mansedumbre, bondad, longanimidad, fe, modestia, templanza y castidad (cfr. SD 162-166). Son el punto de conexión natural con el concepto ignaciano de «consolación espiritual». Los indicios pueden servir para el discernimiento, como hace Lallemant en las páginas siguientes, dedicadas a los «Obstáculos opuestos por el demonio» (SD 166-170). El jesuita hace hincapié en «la paz y la tranquilidad interiores», porque «Dios ha unido la felicidad y la santidad, de modo que sus gracias no sólo santifican el alma, sino que también la consuelan y la llenan de paz y dulzura» (SD 168), es decir, precisamente lo que el diablo intenta arrebatarnos.

En definitiva, el Espíritu es quien hace a los fieles partícipes de la santidad de Dios. «Participar de la santidad de Dios es participar de lo que es, por así decirlo, más esencial en Él; pues los otros atributos, como la ciencia o el poder, pueden ser comunicados a los hombres de tal modo que sólo sean naturales; mientras que sólo en ellos la santidad nunca será natural» (SD 163). Entre los frutos del Espíritu que demuestran esta participación, «la caridad ocupa el primer lugar, porque tiene una fuerte semejanza con Él, que es Amor personal, y, por consiguiente, porque nos acerca a la felicidad verdadera y eterna; además, porque nos comunica una alegría más sólida y una paz más profunda» (SD 163). El Espíritu está cerca.

La guía del Espíritu Santo y la «custodia del corazón»

La gran originalidad de la espiritualidad de Lallemant reside en la doble atención que presta a la pureza del corazón y a la guía del Espíritu Santo[7]. Él mismo aclara que son los dos polos de la vida espiritual (cfr. SD 120). Estas realidades están intrínsecamente unidas, ya que la primera permite y facilita una guía más profunda de la tercera Persona de la Trinidad. También ilustran esa interacción y cooperación entre la acción humana y la divina que se encuentra en el corazón del pensamiento de Lallemant.

La pureza de corazón permite al Espíritu Santo guiar a la persona para dirigir su acción (cfr. SD 121). El objetivo, por tanto, es que el hombre logre una perfecta correspondencia con los movimientos del Espíritu en su interior, para dejar que Él tome el control y le conduzca a la vida en Cristo. Por parte del individuo, una cierta «desnudez de espíritu» (nudité d’esprit), en la que Dios «nos priva de sus consuelos y del fervor sensible en la oración y en otras buenas prácticas para probar nuestra fidelidad» (SD 100), crea un espacio en el alma que el Espíritu Santo puede llenar con sus dones. La pureza de corazón radica también en el «conocimiento de nosotros mismos y de nuestras miserias» (SD 145), que es el fundamento de todo el edificio de la perfección.

Lallemant define la «custodia del corazón» (garde du cœur) como «la atención que debe prestarse a cada movimiento del corazón y a todo lo que ocurre en su interior, para que nuestra conducta esté regulada por el Espíritu de Dios y esté en armonía con los deberes y obligaciones de nuestro estado» (SD 107s). Esta atención constante a las mociones interiores del corazón se justifica por el deseo de beneficiarse de la ayuda sobrenatural del Espíritu, porque «nuestro corazón se mueve constantemente hacia el bien, pero, sin embargo, siempre hacia algún bien natural, a menos que el Espíritu Santo lo eleve a un orden superior. Por eso debemos vigilar todas las mociones de nuestro corazón, no sea que sigamos sólo las sugeridas por el Espíritu Santo» (SD 102).

En la introducción a la Doctrina Espiritual, Salin compara la noción de Lallemant de custodiar el corazón con el examen ignaciano, sugiriendo un desarrollo dentro de una tradición. Habla de la innovación de Lallemant como la de un discernimiento en tiempo real[8]. De hecho, afirma que la garde du coeur, a diferencia del examen, se hace instantáneamente y no en un momento fijo, se refiere a acciones presentes (no pasadas), considera los detalles (y no es meramente superficial) y requiere una aplicación moderada (no cansa la memoria: cfr. SD 108). Esta custodia tiende a convertir la atención a las mociones del Espíritu en el corazón en una segunda naturaleza. Como fuente constante de inspiración, el Espíritu debe ser captado en su comunicación inmediata.

La «segunda conversión» como inmersión en el Espíritu

El tema de la «segunda conversión», a veces identificado como franchir le pas, «dar el salto» (SD 57), es uno de los rasgos centrales de la espiritualidad de Lallemant, también reconocido como tal por Henri Brémond[9]. Lallemant introduce este tema en su segundo principio – sobre la idea de perfección – al lamentar nuestra larga lucha contra Dios y la «resistencia a los impulsos de su gracia» (ibid.). «Debemos, pues, renunciar de una vez por todas – escribe – a todos nuestros intereses, a todas nuestras satisfacciones, a nuestros planes y deseos, para no depender en adelante más que de la buena voluntad de Dios y confiarnos plenamente a Él» (ibid.). Conviene recordar que en este escrito el jesuita francés se dirigía a sacerdotes jesuitas en su último período de formación espiritual; su exhortación pretendía inducirles a rechazar las medias tintas, aprovechando las oportunidades para dar ese paso más y renovar su vocación de forma madura.

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Lallemant ve la segunda conversión como un rasgo distintivo de la vida espiritual en figuras ejemplares en la línea de santa Teresa de Ávila. Los santos y los grandes religiosos pasan de una primera conversión al «servicio de Dios» a una segunda conversión, en la que se consagran completamente a la perfección (cfr. SD 81). En los religiosos, la culpa de no haber logrado esta conversión se atribuye claramente a ellos mismos, a su «negligencia». Un elemento muy importante para nuestra investigación pneumatológica es la analogía utilizada por Lallemant para las dos conversiones: la llamada de los apóstoles por Cristo y el envío del Espíritu. La llamada de Cristo introdujo a los apóstoles en un camino de vida diferente, mientras que el envío del Espíritu Santo los abrió a la guía de este último. Con tal conexión, el tema de la segunda conversión se vuelve eminentemente pneumatológico. Este cambio constituye un giro radical hacia la guía del Espíritu: depender del Espíritu, equivale a concederle el pleno uso de las propias facultades y del propio ser (cfr. SD 213). La segunda conversión es, por tanto, la de la inmersión en el Espíritu.

El Espíritu que conduce a los fieles a Cristo

La espiritualidad ignaciana, a través de los Ejercicios Espirituales, tiene un fuerte marco cristológico. Para Lallemant, el Espíritu no está separado de Cristo y conduce esencialmente a Él, conformando a los fieles con Él. El amor que el Espíritu enciende en los corazones es el amor a Cristo (SD 208).

En su concepción dogmática, la pneumatología de Lallemant es tradicional, conforme a las fórmulas del Credo. Jesucristo es el «principio del Espíritu Santo» (SD 192), porque la plenitud del Espíritu divino fue dada a la Iglesia después de la venida de Cristo al mundo. Sin detenerse en estas afirmaciones doctrinales, Lallemant desarrolla la relación entre el Hijo y el Espíritu a través de la vida de Cristo y la vida de los creyentes.

La orientación de docilidad al Espíritu, que toma la forma de atención a sus mociones, se dirige a la interioridad y conduce en última instancia a la acción. Si Lallemant criticaba la acción, era para prevenir contra un activismo que no estuviera enraizado en una vida interior profunda. La imitación del Señor es ante todo imitación de su vida interior (cfr. SD 231), no mera reproducción de sus acciones. En su tratamiento del don de ciencia, Lallemant propone a Jesucristo como «nuestro modelo», porque «pasó treinta años en la vida contemplativa, dedicando sólo tres o cuatro de ellos a lo que es una combinación de acción y contemplación» (SD 144). Además, el jesuita francés señala que los Evangelios muestran la conexión entre los dones del Espíritu Santo y las acciones del Señor (cfr. SD 129). Por tanto, en la propia vida de Cristo, el impulso interior del Espíritu determinó la acción exterior.

La imitación del Señor es, pues, coherente con la atención al Espíritu. Ser dóciles al Espíritu Santo significa vivir en Cristo: «Ya no viviremos en nosotros mismos, sino en Jesucristo, mediante una fiel correspondencia a la operación de su divino Espíritu y la perfecta sumisión de todas nuestras rebeldías al poder de su gracia» (SD 121). La «libertad de espíritu», que se consigue despojándonos de todo apego y abriéndonos a la guía del Espíritu Santo, «hace que nuestro interior se conforme con el de Jesucristo» (SD 212). No se desea otra cosa que la voluntad de Dios: «Cuando el corazón está ocupado exclusivamente por el amor de Jesús, esta caridad ya no permite un sentimiento y una voluntad personales» (ibid.). Cuando nuestras acciones están animadas «por su Espíritu», entonces «llevan el sello de la semejanza con nuestro Señor» (SD 213), en contraste con el amor propio. Puesto que Cristo en su acción está animado por el Espíritu, también los fieles deben dejarse guiar por el mismo Espíritu en su acción, y Cristo debe ser su modelo (cfr. SD 196). Guiados por el Espíritu, llegan a parecerse a Cristo.

Conclusión

La pneumatología de Lallemant no es una mera repetición del pensamiento de Ignacio. Ambos tienen en común la dimensión práctica de la espiritualidad: la suya es una teología no simplemente profesada, sino puesta en práctica y alimentada por el ejercicio. Ambos exaltan la dimensión individual sobre la colectiva. Sin embargo, mientras que los Ejercicios Espirituales ponen el acento en el discernimiento a la luz de la elección, la Doctrina Espiritual hace hincapié en la guía constante del Espíritu Santo a lo largo de la vida del individuo.

La pneumatología de Lallemant es a la vez desafiante y vívida. Destaca la presencia desbordante y la cercanía del Espíritu en la vida del creyente. Centra la atención en los movimientos del Consolador en el alma e invita a la docilidad a su meticulosa guía, que lleva de la inspiración a la acción. Se centra menos en la decisión, coherente con una elección ya implícita en la garde du coeur y la docilidad al Espíritu. Hace hincapié en el alineamiento y la conformidad con la voluntad de Dios.

Además, esta pneumatología no se construye según los términos de lo que es necesario para la salvación, sino que se ve a través de la lente de la perfección, del crecimiento espiritual. La deseada «segunda conversión» es una conversión que lleva al creyente a la inmersión en el Espíritu. El Espíritu es de Cristo y conduce a Cristo. La configuración con Cristo se logra mediante la pureza interior del corazón en la cooperación humana que refleja la vida interior de Jesús, porque el Espíritu está presente en el corazón humano. Habitados por el Espíritu, los discípulos de Cristo pueden entonces permitir que la novedad que el Espíritu quiere traer al mundo anide y florezca en ellos[10].

  1. Cfr. Ignacio de Loyola, s. Ejercicios Espirituales, nn. 263; 273; 304; 307; 312. En el artículo aparecerá con la sigla EE, seguida del número del párrafo.
  2. Cfr. V. Codina Mir, A Silent Presence: The Holy Spirit in the Ignatian Exer­cises, Barcelona, Cristianisme i Justícia, 2016.
  3. Ignacio de Loyola, s., Opere, Turín, Utet, 1977, 193.
  4. El tercer año corresponde al período conclusivo de la formación de los jesuitas, antes de los últimos votos.
  5. Cfr M. de Certeau, «Crise sociale et réformisme spirituel au début du XVIIe siècle: une “nouvelle spiritualité” chez les jésuites français», en Revue d’ascétique et de mystique 41 (1965) 339-386.
  6. Cfr. L. Lallemant, Doctrine spirituelle, al cuidado de D. Salin, París, Desclée de Brouwer, 2011; Id., The Spiritual Doctrine, Boston, Institute of Jesuit Sources, 2016 (en adelante, citaremos con la sigla SD, seguida por el número de página). Cfr. también T. Bartók, Un interprète et une interpretation de l’identité jésuite. Le père Louis Lallemant et sa Doctrine spirituelle au carrefour de l’histoire, de l’analyse institutionnelle et de la pensée d’auteurs jésuites antérieurs et contemporains, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2016. En español, existe una versión basada en la francesa de D. Salin: Id., Doctrina espiritual, Mensajero, 2017.
  7. Henri Brémond identifica en garde du coeur y en la guía del Espíritu Santo dos de las cuatro características principales de la espiritualidad de Lallemant: cfr H. Brémond, Histoire littéraire du sentiment religieux en France: Depuis la fin des guerres de religion jusqu’à nos jours, Tome V: La conquête mystique: L’ école du père Lallemant et la tradition mystique dans la Compagnie de Jésus, París, Bloud et Gay, 1920, 36 e 46, nota.
  8. Cfr. D. Salin, «Introduction», en L. Lallemant, Doctrine spirituelle, cit., 38.
  9. H. Brémond, Histoire littéraire du sentiment religieux en France…, cit., 13.
  10. Este escrito es una adaptación del artículo homónimo, publicado en Perspectiva Teológica 53 (2021) 397-417.
André Brouillette
Sacerdote jesuita originario de Rivière-du-Loup (Québec, Canadá), André Brouillette se licenció en filosofía, historia y teología en Europa y Norteamérica. Enseñó filosofía e historia de la Iglesia durante dos años en Port -au-Prince (Haití), antes de incorporarse al cuerpo docente de la Facultad de Teología y Ministerio del Boston College. Ha sido profesor visitante en la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, España, y titular de la Cátedra Anna y Donald Waite de Educación Jesuita en la Universidad de Creighton, en Omaha, Nebraska, así como profesor visitante en la Escuela Carmelita de Teología Teresianum de Roma. Desde 2021, es el editor general de Classics of Western Spirituality (Paulist Press).

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