Cine

Federico Fellini

Viaje de un director en busca de sí mismo

© Patrizia Mannajuolo/Wikipedia

«Un día Pinelli me dijo: “¿Por qué no filmamos la historia de una joven novia que huye de casa para conocer a su estrella favorita?”, y yo, listo como un puma: “¡Pues hagamos que huya en plena luna de miel!”. A coro añadimos la audiencia con el Papa, los parientes amenazantes, el heroísmo cómico del novio abandonado que quiere ocultar su vergüenza…». Así recordaba Fellini el origen de la que sería, tras su larga actividad en el submundo del cine como guionista y libretista de películas ajenas, su primera película como director: Lo sceicco bianco («El jeque blanco»). En su reacción inmediata al estímulo de Pinelli, Fellini probablemente no se dio cuenta de cuánto se parecía a esta novia inquieta. Interpretada por Brunella Bovo, la novia de Lo sceicco bianco se mueve con pasos de baile entre dos mundos que corresponden a dos escenarios diametralmente opuestos: por un lado, la luna de miel con su ritualidad codificada por costumbres inveteradas y tradiciones familiares consolidadas, por otro, el ambiente destartalado de los escritores de tiras cómicas (vendedores de ilusiones baratas) que primero la atrae y luego la rechaza.

Inútil, jamás

Fellini ha contado muchas veces – en parte inventando desde cero y en parte modificando los datos de una autobiografía en construcción, siempre susceptible de nuevas aportaciones – la historia de su fuga juvenil de Rímini y de su desembarco en Roma, en el «puerto de mar» de la estación de Termini, seguida de una estancia en las pequeñas pensiones de los callejones que rodeaban la estación en los años de preguerra. Si es cierto que, como han intentado demostrar acreditados biógrafos, llegó a la capital con su madre, romana de origen, que había decidido trasladarse temporalmente a Roma (vivió algunos años cerca de Piazza Re di Roma) para poder seguir a sus hijos en los estudios, ¿qué necesidad tenía el ya no tan joven Fellini de inventar fugas para disfrazar lo que no había sido más que una mudanza normal? Probablemente se trataba de historias, que el director se contaba en primer lugar a sí mismo, para ocultar otras escapadas más modestas y menos aventureras, de las que quizás todavía se avergonzaba; un eco de las historias que le contaba a su madre cuando, fingiendo ser un estudiante modelo, salía de casa asegurándole que iba a la universidad a hacer cursos y exámenes, mientras hacía la ronda por las redacciones de los periódicos satíricos para ofrecer a comerciantes un poco turbios cuentos y viñetas para su publicación, o las mentiras que tenía que inventar cuando llegaba a casa a altas horas de la noche o, peor aún, cuando no llegaba. Los dos mundos entre los que el joven Fellini intentaba moverse con destreza no estaban físicamente distantes el uno del otro. La distancia era mental e interior. En aquellas circunstancias debió de aprender a su costa que la verdad es siempre esquiva y que la vida ofrece a cualquiera que se encuentre en dificultades una vía de escape real o imaginaria.

«Los protagonistas de I vitelloni (“Los inútiles”) – decía Fellini – son bastante mayores: 25, 28, 30 años. Yo salí de Rímini con 17. Ni siquiera los trataba. Sí, los veía en los billares o, en invierno, en el paseo marítimo, a esos jóvenes encapuchados que corrían cogidos del brazo, que se hacían pasar por conquistadores de chicas en verano, y volvían a casa juntos, sumidos en charlas sin sentido. Pero ese lento paso del tiempo de una buena estación a la siguiente, esa irresponsabilidad, esa vida de provincia inerte, somnolienta, estancada, brumosa, opaca, yo no tuve cómo vivirla». Los «inútiles» descritos por Fellini en la película son cinco chicos, ya no jóvenes, merodeando en una Rímini invernal, vacía de turistas. Cada uno de ellos tiene una chica a su lado. En una película como ésta, coral en la medida en que carece de un protagonista sobre el que gire la trama, cabría esperar que las chicas estuvieran dotadas de una individualidad que las equiparara a los chicos. Pero no; si se mira con atención, uno se da cuenta de que mientras los hombres alcanzan – unos más, otros menos – la dimensión de personajes, las mujeres desempeñan una función accesoria en la economía de la película con respecto al hombre que las flanquea.

Sin embargo, no todos los hombres están hechos de la misma pasta. Uno de ellos destaca sobre los demás: Moraldo, el menos masculino de todos, aunque sobre la virilidad de los demás – más nombrada que llevada al acto – habría algo que decir. Moraldo, interpretado por Franco Interlenghi, tiene, en esta película de hombres, rasgos marcadamente femeninos, no tanto en su fisonomía externa como en su psicología profunda: es sensible, delicado, vulnerable, recatado. Seducen a su hermana, y sufre como si él mismo hubiera sido seducido, tanto más cuanto que el seductor es un amigo, uno de la banda de la que forma parte. Cuando traicionan a su hermana, es él quien se siente traicionado. Se hace cargo de los problemas de Alberto (Sordi) y de su familia… Observada desde este punto de vista, su vida, marcada por una serie precisa y oportuna de sufrimientos morales, se asemeja a un via crucis interior, correspondiente a lo que será, en la película posterior de Fellini, el via crucis vivido en cuerpo y alma por Gelsomina, la protagonista de La strada. No es casualidad que uno de los momentos de mayor intensidad expresiva de I vitelloni esté representado por la aparición del rostro empolvado de Achille Majeroni, en el papel de un viejo actor, trombón y homosexual, que recorre los teatros de provincia con una compañía de bailarinas.

Fellini recordaba que, cuando la película estaba en fase de proyecto, había ofrecido a De Sica el papel que más tarde sería de Majeroni. El autor de Ladrón de bicicletas, que había debutado en los ya lejanos años veinte como «fine dicitore»[1] e intérprete de «macchiette musicali»[2] antes de los espectáculos, estaba en aquel momento ocupado en el rodaje de la película Stazione Termini. El encuentro tuvo lugar en un vagón de primera clase parado en un andén muerto. «En la oscuridad del compartimento – recuerda Fellini –, sentado frente a él en una atmósfera amortiguada e irreal, le hablé, algo excitado, del personaje que quería ofrecerle… De Sica, que tal vez se había quedado dormido durante una fracción de segundo, siguió sonriendo con benevolencia; de repente pareció comprender, me miró sorprendido, perplejo…». Fellini se divertía describiendo el desconcierto del actor y director «que conservaba intacto el encanto aterciopelado y plateado de su carácter», frente a la propuesta de interpretación del papel de un viejo dramaturgo de gustos excéntricos. A la sorpresa y la perplejidad se añadió una vaga sensación de espanto. La negativa fue cortés, pero categórica.

El inconfundible sentido de la presencia del mal está ligado, en Los inútiles, a la figura del viejo actor. En la escena que transcurre a la luz de las farolas oscilantes («Vento di mare… Vento notturno!»), cuando el comediante de cabecera intenta recluirse con Leopoldo (Trieste) en el muelle azotado por las olas, la situación adquiere aspectos grotescos que diluyen en el ridículo la sensación de tragedia inminente. Fellini es un maestro en la mezcla de tonos contrastados, pero bajo el barniz de comedia se siente el drama de las almas prisioneras del vicio. En el episodio del viejo actor, la estridencia de las cadenas toma cuerpo gracias a los recursos estilísticos expresionistas a los que recurre el director, pero la misma sensación aflora en otros momentos de la película. No se puede dejar de recordar, en este sentido, la secuencia de la fiesta de carnaval, cuando los «inútiles» parecen naufragar en el mar de la vacuidad y el aburrimiento. Al igual que la secuencia de la fiesta de los ladrones, que aparece en la película Il bidone («Almas sin conciencia»), también ésta puede considerarse una anticipación de los muchos «infiernos» que Fellini retratará en películas posteriores.

¿Partida desde dónde?

Terminada la fiesta, el viento helado del Miércoles de Ceniza se lleva, a la luz lívida del alba, lo que queda de una noche poblada de sueños que, como en tantas otras noches de Fellini, han resultado engañosos. Sólo Moraldo parece percibir en ese viento el anuncio de un ajuste de cuentas ya inevitable. Entre las películas de Fellini, Los inútiles es la única que debería haber tenido una secuela prevista por el autor. La partida de Moraldo de Rímini, con la que se cierra la película, tenía el aire de querer empezar un nuevo discurso justo donde terminaba el anterior. La continuación de Los inútiles debería haberse titulado Moraldo in città («Moraldo en la ciudad»), un proyecto que permaneció siempre en estado de «tratamiento», al que Fellini volvía a menudo cuando hablaba con amigos hacia finales de los años cincuenta. La película debía ilustrar la precaria situación en la que se encontraba Moraldo en los primeros días de su estancia en Roma, obligado a vivir de artimañas, a abrirse camino en ambientes que rozaban la legalidad, a aceptar la ayuda de personas desinteresadas que intentaban involucrarlo en actividades dudosas.

En Roma, Moraldo aprende lo que Rímini no le había enseñado: que para sobrevivir en la jungla, donde impera la ley del más fuerte, hay que dejar atrás el pudor y los excesos de sensibilidad ligados a la ingenuidad juvenil. Incapaz de competir ni con los duros ni con los listos, Moraldo acaba engrosando las filas de los derrotados, a quienes la vida no da lo que promete. Sólo encontrará la redención, en una dimensión totalmente interior, al final de la película, cuando el espectáculo del mundo, que antes le repugnaba, vuelva a despertar en él un interés similar a ese que conseguirá arrancar una sonrisa entre lágrimas a la protagonista de Le notti di Cabiria («Las noches de Cabiria»), poco antes del final. Aunque es uno de los proyectos que se quedaron definitivamente en el cajón, Moraldo in città representa una etapa importante en la evolución del cine de Fellini, porque contiene en ciertos aspectos el embrión de La dolce vita, la película que marca el paso de la producción juvenil del director a la de su madurez. A través de una evolución que se desarrolla en la mente de Fellini, Moraldo se convierte en Marcello. La época también cambia: ya no son los años de preguerra, sino un sentido preciso del paso de los años Cincuenta a los Sesenta, con lo viejo que sobrevive todavía mientras lo nuevo llega, y la confusión crece sin que se atisbe en el horizonte ninguna posibilidad de clarificación.

El tema de la iniciación del joven provinciano inexperto en las peripecias de la vida urbana sería retomado por Fellini en otras películas ambientadas en la época que antes quiso retratar (1938-1940). Así, de las cenizas ahora enterradas de Moraldo nacieron algunas secuencias de Roma y Entrevista, en las que el interés por las anécdotas triviales, presente en el cine juvenil, es sustituido por la capacidad de concentrarse casi exclusivamente en la evocación de atmósferas y emociones, que caracteriza la producción madura de Fellini. Moraldo in città ayuda a comprender que con Los inútiles nace un elemento que pronto acabará ocupando un lugar central en el universo de Fellini: la posibilidad de hacer cuajar el componente autobiográfico en un personaje clave (entendiendo la autobiografía en un sentido más interno que externo) ya presente en muchos otros aspectos de la película. De Los inútiles, y sobre todo de su final abierto, nace ese personaje que Fellini considera como su alter ego, al que atribuye parte de sus cualidades y defectos, que acabará adquiriendo los rasgos fisionómicos y temperamentales de Marcello Mastroianni. Moraldo, Marcello, Guido (el protagonista de 81/2) son fases sucesivas de un único personaje que crece de película en película dentro de Fellini; fases a las que hay que añadir las relativas a ulteriores apariciones de Mastroianni, con una función similar, en las películas posteriores de Fellini, para marcar esta vez las etapas de un viaje que ya no es cuesta arriba, sino cuesta abajo: la crisis del varón en el umbral de la andropausia (La città delle donne, «La ciudad de las mujeres»), la entrada en la vejez (Ginger e Fred), sin excluir la irrupción de Marcello-Mandrake en Intervista («Entrevista»), con el intento mágico de bloquear el paso de los años, de hacer retroceder las manecillas del reloj para recuperar los buenos tiempos del pasado…

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Si todo esto es cierto, no se puede dejar de reconocer, en retrospectiva, la importancia del final de Los inútiles, con ese inicio de viaje que se identifica con toda la vida del director o con la que, en otro nivel, imagina haber vivido en sus películas. La partida de Moraldo en tren equivale a cortar un cordón umbilical. El significado del nacimiento de Moraldo a una nueva vida, ligado a su ruptura total con el pasado, queda subrayado al final de Los inútiles por la presencia del pequeño ferroviario, el niño que va a trabajar a las tres de la mañana y a quien Moraldo se encuentra volviendo a casa tarde en la noche. Sabemos por el resto de la historia (a partir de lo que debería haber sido Moraldo in città y de lo que Moraldo efectivamente llegó a ser, al pasar de película en película) que el segundo nacimiento no se produjo, si por segundo nacimiento entendemos el paso de la inmadurez psicológica de la adolescencia a la madurez típica de la edad adulta. De Rímini a Roma, Moraldo abandona un estrecho líquido amniótico para entrar en otro, más grande y más cómodo, donde le resultará fácil mezclarse con la masa anónima de quienes, como él, nunca han llegado a ser adultos.

El final de Los inútiles encierra un enigma que Fellini intentará aclarar en películas posteriores. Creer que su contenido simbólico remite, como todo indica, a un nacimiento, equivale a reiterar que el entorno evocado por la película durante su desarrollo y los hechos narrados en ella no corresponden a la idea de una vida auténticamente vivida, sino a la condición del embrión que vive encerrado en un mundo poblado de imágenes y sonidos, que le provocan sensaciones placenteras o angustiantes, sin poder percibir su significado. Si, en cambio, se prefiere pensar, a la luz de la evolución posterior del personaje (la falta de una transición real a la madurez), que no se puede hablar de un segundo nacimiento, hay que tener en cuenta la diferencia que existe entre vivir una condición de indeterminación y contarla, como hace Fellini en sus películas. La partida de Moraldo de Rímini equivale, desde esta perspectiva, al necesario alejamiento de un artista de su propia vida para poder crear una obra que de alguna manera está relacionada esa vida, pero que permanece separada de ella, condición indispensable para que el cine, entendido como lenguaje artístico, se convierta en una oportunidad para reflexionar sobre la vida y captar, más allá de las apariencias externas, sus impulsos secretos.

Trapos de colores

Las tres películas que Fellini realizó entre 1954 y 1957 (La strada, Il bidone [“Alma sin conciencia”] y Le notti di Cabiria, [“Las noches de Cabiria”]) son a veces denominadas la «trilogía de la gracia». Sin duda, existe un fuerte vínculo temático que conecta estas películas; un vínculo que se concreta en una tensión, en el seno de acontecimientos humildes e incluso sórdidos, hacia un horizonte de luz, en el que no es difícil percibir, aunque se indique de manera incierta y confusa, los rasgos de la redención cristiana. Los protagonistas de las tres películas son unas veces acróbatas, otras ladrones y prostitutas, ejemplos de una humanidad marginal y degradada, que lleva una existencia reducida a los términos mínimos. Su comportamiento refleja la condición del hombre sin recursos ni puntos de referencia, abandonado a pulsiones elementales: el instinto de supervivencia; la necesidad de aferrarnos a lo que nos permita salir adelante; el uso de la arrogancia o el engaño para obtener algún resultado modesto; la fuerza invencible de la imaginación que manifiesta su vitalidad incluso en ausencia de cualquier otro recurso; la capacidad de creer, más allá de toda evaluación realista, que es posible cambiar la propia condición, escapar de las humillantes garras de la necesidad o, al menos, abrirse al soplo de algo que lo impregna todo y se manifiesta en todos como la capacidad de participar, con actitud de contemplación asombrada, al «milagro» de la vida que se renueva perpetuamente.

La solución que Fellini ofrece a estos personajes miserables, al final de cada una de las tres películas, consiste en la posibilidad de acceder a un destino de salvación que nunca se realiza plenamente en esta vida, sino que se encuentra más allá de la barrera de la muerte. El final de La strada es particularmente ilustrativo a este respecto. No es necesario recordar aquí la historia de la película, cuyo núcleo esencial puede señalarse, en palabras de Fellini, como «el viaje de dos criaturas (Gelsomina y Zampanó) que se encuentran fatalmente unidas, sin saber por qué». El viaje, entendido como una historia externa narrada por la película, implica otro viaje, es decir, la evolución interna de los personajes, el camino espiritual que ambos deberán seguir para percibir lo que se esconde detrás de la fatalidad de su estar juntos, un por qué oculto más allá de la aparente ausencia de cualquier por qué. Gelsomina alcanza su verdad gracias a la revelación que le hace un tercer personaje (el Loco), al que vislumbra suspendido con alas de ángel entre la tierra y el cielo: es un malabarista que actúa en la cuerda floja. Zampanó la alcanzará, a su vez, a través del amor de Gelsomina, después de que su vida haya terminado de una manera que sugiere claramente la idea del sacrificio.

Abandonada por Zampanó, que ya no puede retenerla porque se ha vuelto loco, Gelsomina muere. No se la ve morir en la pantalla. Zampanó se entera de su muerte unos años más tarde, mientras deambula sin rumbo por los alrededores de una feria de pueblo, que tiene lugar en una estación balnearia. El anciano vagabundo oye a una mujer tararear, mientras tiende la ropa, la melodía que Gelsomina solía tocar con su trompeta. Por ella se entera de la muerte de su compañera. La cámara se detiene en el rostro de Zampanó mientras la mujer dice: «La pobrecita ha muerto…», y nos damos cuenta de que, al oír esas palabras, el hombre recibe un golpe en su interior que lo deja como aturdido. El número que repetirá poco después en una pista de circo, lo interpreta como si fuera un autómata, un muerto que se sobrevive a sí mismo. Cuando al anochecer se encuentra solo a la orilla del mar, tras una solemne borrachera y una furiosa reyerta, levanta el rostro hacia arriba y siente surgir en su interior, por primera vez en su vida, la fuerza del llanto, que sacude su carcasa hasta sus fibras más profundas y le impulsa a tenderse en la playa, encontrando una armonía con las olas, con el viento, con las fuerzas de la naturaleza, frente a las cuales, a diferencia de Gelsomina, había mostrado la más terca insensibilidad.

Si consideramos las tres películas en su conjunto, la referencia más explícita a la gracia ocurre al final de Il bidone («Alma son conciencia»), cuando Augusto, el maduro estafador protagonista de la película, revive una situación similar a la de Zampanó al final de La strada. Ambos personajes (interpretados por Anthony Quinn y Broderick Crawford) son doblados al italiano por Arnoldo Foà. También Augusto, como Zampanó, repite en el final un número que ya ha interpretado antes, cuando se disfraza de monseñor para extorsionar a unos campesinos desprevenidos. En la voz del embaucador, que repite las mismas palabras que los espectadores le habían oído decir antes, encontramos el mismo tono apagado, de cadáver andante, que tenía Zampanó cuando repitió su número tras conocer la noticia de la muerte de Gelsomina. ¿Qué fue lo que le ocurrió a Augusto? ¿Qué fue lo que le hizo morir «por dentro»? Alma sin conciencia es una película dominada por el sentimiento de vergüenza. En el lenguaje cotidiano se dice: «Avergonzarse como un ladrón», o «Morir de vergüenza», aunque luego uno se dé cuenta de que no se muere de vergüenza. Cuando Augusto, poco antes del final de la película, es arrestado ante los ojos de su hija, es como si realmente muriera de vergüenza. Cuando salga de la cárcel, se encontrará en la condición de alguien que tiene que pagar, a un ser querido a pesar de todo, una deuda que le costará la vida.

Probablemente Augusto espera redimirse con alguna maniobra que le permita ayudar económicamente a su hija y recuperar así su perdida dignidad de padre. Pero, en el fondo de su conciencia nublada, acaso asoma la convicción de que la única manera que le queda de hacerse útil a quien sólo puede quererle, es quitarse de en medio definitivamente. En este punto, Fellini ofrece a Augusto, un personaje que le gustaba especialmente, un calvario hecho a la medida, fruto de un hábil juego de dirección. El paisaje, cuidadosamente elegido, es árido, pedregoso, desolado. El burdo disfraz del estafador, que por última vez viste las ropas de monseñor, se vuelve de repente en su contra cuando una muchacha paralítica lo confunde con un auténtico hombre de Dios, y él no puede evitar complacerla, explicitando así el discurso sobre la gracia que ya circulaba implícitamente a lo largo de la película. Se trata de un raro caso de personaje felliniano que muere en escena. Augusto, tras intentar engañar a sus compañeros villanos y ser duramente golpeado por ellos, se arrastra a cuatro patas por una pendiente pedregosa. Muere en soledad, tras una penosa escalada que expresa con lacerante dramatismo su aspiración a redimir una vida, llena de infidelidades y traiciones, con un gesto en el que, en forma de imagen claramente referible a la iconografía de la Pasión, se realiza el don extremo de sí mismo.

Más allá de los límites de la norma

Cuando, al final de Las noches de Cabiria, la protagonista se arroja al suelo invocando repetidamente la muerte, es como si, en cierto sentido, realmente muriera sólo para renacer a una nueva vida. «¡Mátame! ¡Mátame! No quiero vivir más…», grita desesperada al hombre que la ha engañado y la está robando después de haberle robado su confianza. Mientras la narración de la película avanza de modo lineal, sin desvíos, el director evoca en torno a la pequeña prostituta – que esperaba un matrimonio que la redimiera de su condición y que, en cambio, se ve arrojada a la cruda realidad tras la desaparición de sus sueños – una atmósfera mágica a la que no es ajena la naturaleza circundante: el espejo de un lago volcánico en el que se refleja la luz del sol poniente, el acantilado de una montaña, la sombra de un bosque poblado de presencias arcanas. El escenario parece preparado para acoger la ocurrencia de un milagro, no el invocado con ingenua fe por Cabiria y sus compañeras en una secuencia anterior de la película, la de la peregrinación al santuario de la Madonna del Divino Amore, sino el que se renueva cada mañana con la salida del sol, cuando un rayo de luz ilumina incluso los rostros de las criaturas más infelices. El misterio de la redención, que en el final de Il bidone adquiría connotaciones explícitamente cristológicas, se ve aquí relegado a la esfera de una religiosidad natural y pánica, en cuya evocación el director no excluye una referencia a los faunos y ninfas que, según una antigua leyenda pagana, pueblan los bosques inaccesibles a los humanos; los jóvenes festivos, que aparecen de repente entre el follaje del lugar inaccesible donde Cabiria ha pasado la noche, y la envuelven en su ronda, reavivando en ella el deseo de sonreír, podrían ser sus lejanos descendientes.

Fellini tenía conocimiento directo de algunos de los ambientes que describe en sus primeras películas, por haberlos frecuentado largamente durante los años de su aprendizaje, ya se tratara de las redacciones romanas de periódicos populares (Lo sceicco bianco), o de las compañías de revista (Luci del varietà), en cuyos eventos había participado escribiendo textos para algunos actores, como Aldo Fabrizi. Aunque dice no haber vivido personalmente el «ocio inútil», Fellini sabía que ese habría sido su final si no hubiera cortado en el momento oportuno las relaciones con el perezoso y somnoliento ambiente provinciano. El afecto con el que acompaña a un personaje como Augusto a lo largo de la película sugiere que no consideraba lejos de sí a aquel despojo humano, que tal vez se asemejaba a algún individuo turbio, pero no incapaz de tener un gesto generoso, al que pudo haber conocido en la época de su bohemia romana, un fracasado como él mismo podría haber llegado a ser si no le hubiera asistido una buena estrella.

Distinto es el caso de los ambientes descritos en La strada y Le notti di Cabiria: acróbatas que deambulan de feria en feria, prostitutas apostadas de noche en las avenidas adyacentes a las Termas de Caracalla… situaciones que están en las antípodas del nivel de vida de clase media en el que se desarrolló la vida del director (salvo algunos paréntesis esporádicos). Aquí, la búsqueda de lo lejano combinada con una inclinación hacia lo horrendo y lo monstruoso – inclinación que acompaña siempre al director – es evidente. Ambientes y personajes no alejados de la realidad – porque, cuando se trata de construir monstruos, la realidad supera incluso las fantasías más salvajes –, pero situados más allá de los límites de la normalidad. El itinerario seguido por Fellini en sus primeras películas sigue una trayectoria precisa, aunque no lineal, que podría describirse así: se parte de una situación de mediocridad amorfa (una de las formas más habituales y aparentemente inofensivas que lo monstruoso puede asumir en la vida) y se va luego en busca de algo auténtico que se manifiesta, en circunstancias dramáticas, justo allí donde la monstruosidad asume los aspectos más dilatados de lo sórdido y deforme. Gelsomina y Cabiria junto con Zampanò y Augusto ocupan, en el cine de Fellini, el nivel más bajo al que es posible llegar descendiendo todos los peldaños de la escala social; pero, por eso mismo, representan lo que queda de un ser humano cuando, despojado de lo superfluo, es reducido a lo esencial.

Antes de debutar como director, Fellini había participado como guionista, ayudante de dirección y actor de Rossellini en una de sus «fantasías» ambientada en la costa Amalfitana (Il miracolo, segundo episodio de la película de dos episodios L’amore). Una pobre loca (Anna Magnani), borracha y preñada por un vagabundo de paso (Federico Fellini), se cree una mujer milagrosa y, tras soportar paciente y valientemente la incomprensión de los aldeanos, emprende una extenuante escalada para dar a luz a su criatura en el campanario de un aislado santuario de montaña. Unos años más tarde, Pasolini, que fue colaborador de Fellini en Las noches de Cabiria, también tomaría la cámara para transformar los desdichados asuntos de un modesto explotador de mujeres (Accattone) y una pobre prostituta (Mamma Roma) en las estaciones de un via crucis cinematográfico, inspirado en la iconografía religiosa de Giotto y Masaccio, antes de llevar a un pobre estudiante – que para alimentar a su familia hace de extra en una película sobre la Pasión (le dan el papel del buen ladrón) – a morir en la cruz junto a Jesús (La ricotta).

Hay un parentesco que une a la paria de Il miracolo con los lumpen-proletarios de Pasolini a través de los personajes límite descritos por Fellini en las películas anteriores a La dolce vita. Los cuerpos maltrechos de estas películas pueden verse como caparazones dentro de los cuales luchan almas sedientas de redención. Mientras que Rossellini y Pasolini llegaron a hacer explícitas las metáforas espirituales contenidas en sus películas sobre los marginados, abordando directamente el tema religioso en obras como Francesco giullare di Dio («Francisco, juglar de Dios») e Il Vangelo secondo Matteo («El Evangelio según Mateo»), Fellini nunca cruzó el umbral que separa lo implícito de lo explícito en la dimensión religiosa de sus películas. Al contrario, existe una verdadera resistencia por su parte al discurso espiritual directo, a la argumentación teológica propiamente dicha. El diálogo de Gelsomina con el Loco y el de Augusto, vestido de monseñor, con el paralítico, representan momentos excepcionales, desde este punto de vista, por su claridad, y sirven para iluminar otros no tan explícitos.

Confesión de un pecador arrepentido

Fellini decía que La dolce vita había nacido, en lo que se refiere a la formación de las imágenes, de las páginas de los rotograbados que, en la segunda mitad de los años cincuenta, proponían el espectáculo de la vida como una sucesión insensata de pasarelas en las que se turnaban aristócratas, estrellas de cine y supervivientes del régimen pasado. «Con su manera de fotografiar las fiestas, con su maquetación estetizante – decía el director – las revistas fueron el espejo inquietante de una sociedad que no cesaba de autocelebrarse, de representarse, de premiarse; de una nobleza retrógrada […]. Una vieja Italia del siglo XVII que se cruza con la de las Cintas de Plata y sobre la que me gustaba ejercer mi propia propensión a la burla». Las imágenes que Fellini deducía de los rotograbados se referían a una sociedad que, aunque deformada por llamativas falsificaciones, existía realmente: un modo de vida que cambiaba la sustancia por las apariencias y que hacía de este equívoco su razón de ser. Al mismo tiempo, el director declaró que, al describir ese mundo, no le movían intenciones despectivas ni moralistas. Al respecto afirmaba: «No creo haber tenido nunca la intención de denunciar, criticar, flagelar o satirizar; no me hervía la impaciencia, la indignación o la cólera; no quería acusar a nadie».

La imagen que las revistas ofrecían de la sociedad que deambulaba entre los bares de Via Veneto y los de Piazza del Popolo era ciertamente deformada, una imagen doblemente falsa porque falseaba algo que ya era de por sí inauténtico. Probablemente Fellini estaba más fascinado por el aspecto irreal de aquel mundo, fruto de falsificaciones superpuestas, que por la realidad que se escondía detrás de tantas apariencias hechas humo. Nacida sobre la base de un proyecto de contornos poco claros, la película fue creciendo en sus manos a medida que acumulaba notas. Cuestiones tomadas de diversas fuentes, todas más o menos relacionadas con una realidad de contornos evanescentes, se tamizaban a través de una imaginación que no atenuaba, sino que, por el contrario, exageraba los aspectos de inautenticidad. Las fotografías de las revistas eran redibujadas, como hacía siempre Fellini con rotuladores, reducidas a siluetas que insinuaban otros significados más allá de los inmediatamente perceptibles. Basta pensar en Anita Ekberg que, con un vestido de estilo vagamente eclesiástico, sube a la cúpula de San Pedro a una velocidad increíble, perdiendo por el camino a Marcello y a sus amigos «paparazzi». La secuencia contiene elementos simbólicos cuyo significado se aclarará en la secuencia de la Saraghina de Otto e mezzo.

En comparación con las películas anteriores, La dolce vita está dotada de una estructura abierta, así como de una mayor duración. La película se desarrolla en bloques, cada uno de los cuales podría constituir un episodio autónomo respecto a los demás. Flanqueados por un prólogo y un epílogo con connotaciones altamente simbólicas (el vuelo en helicóptero de la estatua de Cristo Obrero; la pesca de un monstruo marino en la playa de Fregene), los episodios individuales, que transcurren en Roma y sus alrededores, representan cada uno una solución equivocada a los problemas existenciales en los que se debate el protagonista. Siguiendo a la rica y aburrida Maddalena en una excursión nocturna, Marcello sale de un night club de moda y llega a casa de una prostituta que vive en un sótano inundado. El violento contraste entre la riqueza de los privilegiados y la pobreza de los desposeídos muestra que el dinero puede comprarlo todo, pero no la felicidad. Emma, la compañera de Marcello, le espera en un piso destartalado en el que se están llevando a cabo interminables obras de renovación. Sylvia, una diva de asombrosa belleza (Anita Ekberg), le atrae a su órbita gravitatoria durante una noche y se revela ante él como un inaccesible objeto de deseo.

En un episodio posterior de la película, Marcello sufre las embestidas de una multitud que busca con rabia el espejismo de un falso milagro. Luego asiste a una reunión de intelectuales, cada uno de los cuales cultiva, con obsesión monomaníaca, una rareza particular. Ni siquiera le satisface la sensatez de su padre, que ha venido a visitarle desde provincias, y que dedica una velada a la vana búsqueda del espíritu despreocupado que marcó los años de su lejana juventud. Una espeluznante fiesta en el castillo de un noble y una deprimente orgía entre artistas enamorados cierran el espectáculo de estos cuadros de la vida contemporánea. Cual un enxiemplo medieval, como en una representación cuaresmal del siglo XVII, los vicios desfilan uno tras otro acompañados de la corte de halagos, espejismos y seducciones con que intentan atraer a los hombres rendidos hacia el camino de la perdición. En este repaso actualizado de los vicios capitales, nos encontramos con el ansia de riqueza, el apego a los privilegios de casta, la adoración idolátrica de la belleza, la lujuria combinada con diversas formas de perversión, el intelectualismo fútil y esnob, el fanatismo pseudorreligioso y la mediocridad burguesa.

Hemos mencionado en desorden los que podrían ser los núcleos temáticos de las principales secuencias de la película. Por encima de todos ellos se cierne, como si fuera el vicio de los vicios, la indeterminación en la que se arrastra Marcello, la indolencia que le impide decidir, de una vez por todas, de qué lado estar.

Las incursiones de Fellini en los distintos ambientes evocados en La dolce vita, con secuencias que a veces adquieren el aspecto de auténticas películas dentro de la película, pueden compararse a las que el director había realizado con sus películas anteriores, en las que, sin embargo, se había limitado casi siempre a ilustrar un único ambiente para cada una. La dolce vita representa en cierto modo un equilibrio de todo lo que Fellini había hecho hasta entonces. Hay personajes que sólo aparecen en la secuencia que les concierne. Marcello, presente en todas las secuencias, es como el hilo que une mundos separados. Encarna tal vez una presencia que estaba ahí en las otras películas, pero que no se veía. Si las películas anteriores pueden compararse a otros tantos via crucis de «sucios crucifijos sin espinas» – en términos de Pasolini – también La dolce vita lo es a su manera: contemplamos las etapas del doloroso viaje de un pecador que reflexiona sobre su propio fracaso en el cumplimiento de los deberes que la vida le propone. ¿Qué puede hacer un pecador sino confesar sus pecados en público, con lágrimas derramadas? Después de La dolce vita, viene 8 ½, donde las estaciones del via crucis se convierten en etapas de un itinerario totalmente interior.

Sin principio no hay final

Guido, el protagonista de 8 ½, ha llegado a un punto de su vida en el que lo único que puede hacer es notar la desorientación en la que se encuentra: la aspiración hacia la unión con una mujer ideal (Claudia) que se le aparece en sueños, los juegos infantiles con una enfermera (Carla), la difícil relación con su mujer (Luisa), que se comporta con él como una madre severa, la religiosidad natural asimilada durante la infancia, las estancias en una masía rural, donde pervive el recuerdo de los ritos paganos de la fertilidad, la educación sexofóbica que recibió en un internado regentado por religiosos, la tentación de dejarse llevar como hacen otros que viven en su entorno sin sentirse ligados por principios morales o criterios de coherencia, la insuficiencia que siente en la gestión de su papel (Guido es un director de cine de éxito, asediado por una falta temporal de inspiración), una conciencia hipercrítica que derriba sistemáticamente las motivaciones en las que debería basarse su trabajo, la temeridad del niño que afortunadamente sobrevive en él y lo empuja a enfrentar, a pesar de todo, las aventura de la vida.

Si al final de La dolce vita Marcello permanece esencialmente solo – como Zampanó y Augusto, en los respectivos finales de La strada e Il bidone –, mientras Paolina (una niña inocente), sonriéndole desde lejos, sugiere que un rayo de luz (listo para brillar incluso en una vida inconclusa como la suya) nunca lo abandonaría del todo, en el final de 8 ½ Guido vuelve a la vida, como lo había hecho la protagonista de Las noches de Cabiria, después de su muerte (en este caso un suicidio con un arma), representada simbólicamente en la película. La hipotética muerte de Guido marca un límite cuyo cruce permite ver en blanco todo lo que de este lado se veía negro. Las diferentes realidades que antes le parecían hostiles y mutuamente irreconciliables, ahora le presentan un rostro amistoso, dispuesto a unirse a una ronda sonriente a su primera insinuación.

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Después de 8 ½ Fellini atraviesa un período de crisis creativa. Es como si con esa película el director hubiera vaciado el saco y no tuviera nada más que decir. Julieta de los espíritus, Toby Dammit, Block de notas de un director son títulos que denotan un impasse. La película que al director le hubiera gustado rodar en aquella época es El viaje de G. Mastorna. Idealmente, coincidiendo con el final de 8 ½, la película debería haber narrado la continuación del viaje (o no-viaje) iniciado con Los inútiles: la llegada del personaje con el que Fellini ya se había identificado plenamente (interpretado una vez más por Mastroianni) en la otra vida. El proyecto era demasiado ambicioso. Aunque las imponentes estructuras escenográficas erigidas para su creación permanecieron expuestas durante años a la lluvia y al sol cerca de las fábricas De Laurentiis en Via Pontina, la película nunca se rodó.

«En mis películas, desde Satyricon en adelante – dice Fellini –, siempre hay un poco de Mastorna, como una fuerza radiactiva irresistible, un fluido mastorniano que flota aquí y allá». Estas palabras equivalen a admitir que, al realizar las películas de su plena madurez (a partir de 1966), Fellini siempre estuvo un poco de este lado y un poco del otro lado de la línea que separa el final de 8 ½ del resto de la película. La dimensión onírica se acentúa, la visión de la realidad es cada vez más impalpable y evanescente, los territorios que explora el director se configuran más bien como lugares de la mente. Amarcord habla del regreso a la adolescencia de un adulto que nunca se ha alejado definitivamente de ella. Casanova narra la vida de un hombre que nunca nació… Otras películas realizadas por Fellini en este período recuerdan descensos a los círculos del infierno: Satyricon, Roma, La ciudad de las mujeres. Una investigación «geológica» sobre la Roma de la decadencia realizada tras las huellas de Petronio, los vicios de La dolce vita capturados en su esencia original, antes de que la llegada del cristianismo pusiera freno a la expansión de las pasiones.

Cuando en la película Roma Fellini resurge del subsuelo de épocas sepultadas, encuentra una ciudad desgarrada en sus entrañas por el «topo» que excava los túneles del metro, desgarrada en la superficie por el delirio del tráfico, habitada por una población harapienta, codiciosa e indolente. Un olor sulfuroso impregna la secuencia del burdel con la increíble tipología del bestiario humano, que se retuerce allí en una orgía de guiños, llamadas, gestos obscenos, insultos, burlas, en una atmósfera de agresión mutua entre mujeres-objeto y clientes. ¿Se puede caer más bajo que esto? La ciudad de las mujeres da una respuesta afirmativa a esta embarazosa pregunta. Pero de nada serviría esforzarse tanto con la imaginación si, una vez llegado al fondo, no se abriera desde allí una rendija hacia una posible recuperación. Y la nave va, aunque también es un viaje al más allá siguiendo los restos de una gran cantante muerta, que pidió que sus cenizas fueran esparcidas en alta mar, de vez en cuando se abre algún rayo de luz aunque el horizonte permanezca oscuro. Ginger y Fred, Entrevista, La voz de la luna son películas en las que Fellini vuelve a bailar, y para él, como ya había sucedido en Los clowns, la danza se transforma fácilmente en vuelo.

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No sólo Ginger y Fred, bailarines ancianos de la película del mismo nombre, se transfiguran en la danza; no sólo Mastroianni y Ekberg, que en la película Entrevista se retratan en el umbral de la vejez, encuentran en la danza la magia que detiene el paso del tiempo y lo hace retroceder; incluso un personaje torpe como el ex prefecto Gonnella, interpretado por Paolo Villaggio en La voz de la luna, la última película de Fellini, pasa de ser una cucaracha en vida, obsesionada por la manía persecutoria, a una libélula bailando. «¡Silencio!», grita Gonnella con la fuerza de la desesperación al entrar en un hangar transformado en salón de baile, donde una horda de jóvenes metaleros se agitan bailando como monos al ritmo ensordecedor de la música rock. «¿Has oído alguna vez el sonido de un violín?», pregunta Gonnella. «¡No! – continúa – porque si hubieras escuchado la voz de los violines como la escuchamos nosotros, no tendrías el descaro de pensar que ahora estás bailando. El baile es un bordado, es un vuelo, es como vislumbrar la armonía de las estrellas, es una declaración de amor…». De repente se hace el silencio en el salón de baile. Los violines tocan un vals de Strauss. Gonnella baila con la mujer de sus sueños. Sus movimientos se vuelven cada vez más elegantes hasta provocar el aplauso de los jóvenes, a quienes la expansión del consumismo no ha extinguido por completo la capacidad de imaginar que, más allá de lo que se puede captar con los sentidos, hay algo más por lo que luchar con las energías del espíritu.

  1. En el teatro italiano de principios de 1900, el «fine dicitore» era quien leía canciones como si se tratara de poemas, es decir, sin atender a la melodía sino a la musicalidad de las palabras.
  2. Es un tipo de canción cómica napolitana en que se recita una canción en lugar de cantarla para provocar un efecto cómico burlesco entre los espectadores.
Virgilio Fantuzzi
Fue un sacerdote jesuita, escritor de nuestra revista. Entre sus numerosos escritos, destacan indudablemente sus críticas de cine, que dan cuenta no solo de su erudición en al arte cinematográfico, sino también de la cercanía que mantuvo con directores de la talla de Fellini y Pasolini.

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