FILOSOFÍA Y ÉTICA

«De la razón al espíritu»

Una propuesta de metafísica integrada

© Pexels/Pixabay

El libro Dalla ragione allo spirito. La dinamica affettiva del conoscere umano, de Paul Gilbert, profesor de metafísica por muchos años en varias universidades, es digno de nota[1]. El recorrido especulativo del autor ha intentado siempre poner en diálogo el patrimonio de la tradición histórica con los desafíos de la modernidad, que ha cuestionado reiteradamente la legitimidad de tal saber para detectar los mayores problemas del ser[2].

Este libro retoma el último curso de metafísica impartido en la Universidad Gregoriana, y es un apasionante viaje para descubrir las peculiares características del ser humano, que se interroga sobre la verdad de las cosas, dando voz a sus facultades especulativas y a la dimensión práctica, y en particular, como dice el subtítulo, al papel de los afectos en relación con el conocimiento.

La metafísica está animada por el deseo de conocer el ser en su totalidad, más que las cosas individuales que lo manifiestan (entidades) y, para presentarlo de manera que respete su complejidad, el autor retoma la tríada hecha famosa por Paul Ricoeur, de «tener», «poder» y «valer», que el filósofo francés interpreta como conocimiento, práctica y creatividad artística. A ellas les corresponden las facultades cognitivas de la razón, el intelecto y las afecciones, que, tomadas en orden ascendente, revelan la peculiaridad del ser humano, que no se reduce a la posesión (razón) sino que sabe descender a las profundidades de las cosas (poder), mostrándose en su capacidad de trascenderlas como espíritu (valer). Al mismo tiempo, ninguna de estas facultades puede considerarse separada de las demás y contienen, como una cebolla, una enorme variedad de problemas y perspectivas diferentes[3].

Tener

Es la situación básica de todo ente para seguir viviendo, y, especulativamente, es el campo propio de la razón, entendida como «una manera de poseer el mundo, de quitarle sus misterios y sus amenazas para apropiárselo tranquilamente. La expresión “tener razón”, ¿no refleja acaso tal pretensión?» (25).

Sin embargo, el modo en que la razón se aproxima a la realidad no es aséptico ni distante; La propia investigación científica, por muy objetiva que sea, es siempre obra de un sujeto que tiene intereses selectivos que influyen en el campo de observación. Se apasiona si encuentra una explicación y se preocupa cuando su hipótesis no se sustenta. La misma palabra «objetivo» habla de la relación con un sujeto (ob-iectum): las cosas pueden ser detectadas y nombradas tal como se me aparecen, y yo considero un aspecto de ellas, que nunca es exhaustivo. No hay conocimiento sin el punto de vista de un observador. Repasando la historia de la ciencia, Karl Popper observó desconsolado: «Si tuviéramos que confiar en la imparcialidad de los científicos, la ciencia, incluso las ciencias naturales, sería completamente imposible»[4].

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Todo conocimiento, como conocimiento humano, es siempre mucho más que una mera recopilación de datos. Santo Tomás señaló que ubi amor, ibi oculus («donde hay amor, allí reposa la vista»[5]): el acto de ver, fijarse en algo y dejar lo demás en un segundo plano, manifiesta el deseo que habita en el corazón, el verdadero motor de atención. El propio Aristóteles comienza su Metafísica observando que todo hombre está movido por el deseo de saber (literalmente: «de ver con claridad»[6]). El conocimiento surge de un deseo, de un componente afectivo. A su vez, la observación influye en los hábitos y la personalidad de quien la lleva a cabo, moldeando su mentalidad y modus operandi.

El libro presenta críticamente las características de la razón. Aunque utilice los mismos términos que hizo famosos Kant, la «razón crítica» no es algo abstracto y aislado, sino que lo es en un recorrido histórico, gracias a una tradición que se manifiesta en la práctica (cfr. 38). El mismo término con el que los griegos designaban la razón – logos, «lo que se dice» – se refiere al lenguaje y a las relaciones. Este significado también está presente en la raíz del correspondiente término latino ratus (de donde ratio), que indica la ratificación de un acuerdo. Gracias al lenguaje es posible acceder a la realidad, al ser, que le da sentido. Sin esta conexión la palabra se vuelve vacía, se reduce a un eslogan manipulador, incapaz de dar cuenta de la complejidad de las cosas. Esto es lo que hicieron los sofistas, con una retórica carente de competencia sobre las cuestiones que se trataban, con consecuencias muy graves en términos de decisiones que atañen a la vida común.

De ahí la tarea ética de la razón, llamada a investigar la verdad de las cosas y la responsabilidad de dar fe de ella públicamente, estando dispuesta, si es necesario, a pagar un costo personal (cfr. 46). Esta fue la batalla iniciada por Sócrates, retomada por Platón y perfeccionada por Aristóteles, especialmente en las obras lógicas, precisando las características del razonamiento que pretende ser correcto, riguroso y sobre todo verdadero: tres condiciones posibles gracias a los principios de identidad, no contradicción y tercero excluido (cfr. 48 s). Son nociones primarias, universales y necesarias, capaces de incluirlo todo en la unidad («universal» = «hacia uno»), y de no tener necesidad de premisas adicionales: de hecho, son la base de todo razonamiento. ¿Pero cómo se puede acceder a él?

Para los griegos, esta es la tarea del nous, el intelecto, entendido como la capacidad intuitiva de ver cómo son las cosas, sin argumentos previos[7]. El nous es el reino de lo razonable, de la sabiduría de la vida ordinaria, pero también de la ciencia (los descubrimientos son en su mayoría resultado de intuiciones). La sabiduría es esencial para tomar decisiones sensatas, coherentes con los múltiples elementos en juego en una situación determinada[8].

La crisis de la metafísica

La modernidad ha descuidado este aspecto del conocimiento: sobre la base de la revolución científica, ha intentado desarrollar conocimientos ciertos, «claros y distintos» (Descartes). Y así, incluso la reflexión metafísica se ha limitado cada vez más a lo dado, al ente, en detrimento de la investigación sobre el ser, dando lugar a esa disciplina conocida con el término «ontología». Influenciada por los sentimientos de la nueva era, la metafísica busca una precisión desconocida para los griegos, convirtiéndose en una disciplina sistemática. Francisco Suárez escribió el primer tratado verdadero de metafísica (el de Aristóteles es el resultado de notas de sus lecciones), las Disputas sobre Metafísica, señalando que se trata de un conocimiento científico que tiene como «objeto adecuado» el ente[9]. Se trata de aclaraciones significativas, que muestran el cambio de registro impuesto a esta disciplina: para Aristóteles, la investigación metafísica no se centra principalmente en los entes como objetos, y sobre todo como objetos adecuados, sino en el ser, y su enfoque es discursivo, dialéctico, carente de definiciones precisas, dejando así la investigación abierta a la variedad de enfoques posibles.

Este punto de inflexión tendrá importantes consecuencias metodológicas y, en última instancia, marcará la crisis de la metafísica. Por mucho que intentemos rigorizarla, esta disciplina nunca podrá competir con las ciencias exactas, reduciéndose a un intento cada vez más complicado de la mente humana por agotar todas las variantes de entidades reales, posibles, concebidas o imaginarias. Kant puso fin a estas complicadas disquisiciones con la famosa afirmación de que la existencia no es un predicado que se añade a los conceptos. Se pueden comprender, ciertamente, las serias reservas del filósofo de Königsberg respecto de esta metafísica (que él define como «un campo de batalla sin fin»), considerándola completamente inútil para el progreso del conocimiento.

Pero si la metafísica no puede competir con las ciencias exactas, eso no significa que esté destinada a desaparecer del horizonte cognitivo. El propio Kant reconoce que los problemas metafísicos (Dios, mundo, alma), aunque no tengan respuesta científica, no pueden eliminarse de la vida del hombre, y cierra su investigación con tres famosas preguntas: «¿Qué puedo saber? ¿Qué debo hacer? ¿Qué se me permite esperar?»[10]. Para responderlas, la razón debe encontrar otros métodos para su investigación.

El poder

En el sentimiento común, el poder remite inmediatamente a la dimensión política, que sin embargo Gilbert, en línea con Ricoeur, considera sobre todo en su aspecto de capacidad y de relacionalidad, por lo tanto en su dimensión afectiva, en su dinámica de actividad y pasividad que lo caracteriza: «El “tener” puede apropiarse de lo que está a la mano. El “poder” no tiene esta habilidad; depende de las circunstancias que acompañan su ejercicio; necesita un mundo y una comunidad humana cohesionada, aunque sea indefinidamente compleja» (138). Aquí emerge nuevamente, bajo otra forma, la diferencia entre razón e intelecto: la primera apunta a la posesión (y su lugar natural es el cosmos); el intelecto, en cambio, al constatar la capacidad de acogida esencial para la relación, se sitúa en un lado puramente antropológico.

«Poder» significa estar expuesto a la elección, lo que pone en juego la voluntad, la libertad y el riesgo de tener caminos diferentes por delante. Por mucho conocimiento que se acumule, el momento de la decisión siempre constituye un salto de calidad respecto a los datos disponibles, y sobre todo no es seguro que las consecuencias sean las esperadas. Aquí se manifiesta una de las características peculiares del ser humano: su apertura indefinida, expresión de su libertad. En ello reside su grandeza, pero también es la raíz de su sufrimiento. En una página célebre, Friedrich Nietzsche envidia la condición del animal, anclado a la necesidad del momento, sin tener que plantearse el problema de las elecciones: la oveja pasta, bebe y duerme; este es todo su mundo; ella realmente no necesita mucho para estar satisfecha[11].

Como había señalado Aristóteles, el hombre se guía más por el deseo que por la necesidad, e incluso cuando se limita a la posesión, no puede experimentarla como un animal. La suya es una búsqueda cultural; por eso muchas veces anhela cosas inútiles, sólo porque las ve poseídas por otros. Éste es el mecanismo de la imitación, demostrado elocuentemente por la moda. La necesidad se orienta hacia el tener, hacia la posesión, y cesa una vez alcanzado su objeto. El deseo no conoce esta satisfacción total, vive de una carencia que lo estimula y lo abre a nuevas empresas. Si la voluntad es el motor de la decisión, el deseo es su combustible. En palabras de un psicólogo: «El deseo aporta calidez, contenido, imaginación, juego infantil, frescura y riqueza a la voluntad. La voluntad da la autodirección, la madurez del deseo. La voluntad protege el deseo, permitiéndole continuar sin correr riesgos excesivos. Pero sin deseo, la voluntad pierde su savia, su vitalidad y tiende a extinguirse en la autocontradicción. Si sólo tienes voluntad sin deseo, tienes al hombre victoriano neopuritano y estéril. Si sólo tienes deseo sin voluntad, tienes a la persona cautiva, infantil, que, como un adulto que sigue siendo niño, puede convertirse en el hombre robot»[12].

A menudo, precisamente la falta de deseo constituye el punto de inflexión entre un proyecto exitoso, coherente y duradero, y las mil ambiciones y buenas intenciones teóricas, de las que, como dicen, está pavimentado el infierno… Lo que las deja en la fase de puro boceto es precisamente la falta de un deseo real de llevarlas a cabo. Los cambios profundos se vuelven fácilmente realizables cuando son atractivos: «La buena conducta es válida en la medida en que es fruto del deseo de bien. Más que ser bueno, es importante tener el deseo de ser bueno»[13].

Este «deseo de llegar a serlo» es en sí mismo indefinido, no encuentra plena realización, pero nos permite darle gusto a la vida. El término «deseo» indica literalmente una falta: la falta de la estrella (de-sidus), de un punto de referencia. Una carencia dinámica, que te pone en movimiento, te invita a emprender un viaje. Los antiguos reconocían en la metafísica el itinerario de este camino, la búsqueda de ese astro, el divino, que nos invita a ascender de las cosas sensibles a las inmateriales y de la dimensión temporal a la eterna, «hasta las ideas luminosas y la conciencia de una actividad del pensamiento que es tan feliz, decía Aristóteles, que no podemos dejar de reconocer en nosotros una huella de lo divino» (158). El mismo deseo de saber, si se acepta con docilidad, lleva a ir más allá de uno mismo, es relacional y no se limita a acumular nociones, sino que produce alegría. Porque el deseo tiene un componente afectivo. Cuando reflexiona sobre la belleza del conocimiento, el frío, científico e impasible Aristóteles parece conmoverse: si el hombre es tan feliz y está tan contento con el conocimiento limitado y efímero, ¿qué alegría debe sentir Dios, que lo sabe todo y para siempre?

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El afecto, por tanto, más que la política, es capaz de expresar la totalidad del poder de que dispone la persona, porque lo revela en su totalidad. Cuando me siento feliz digo: «estoy feliz», y cuando siento tristeza, digo: «estoy triste»[14]. Esta riqueza semántica está en consonancia con el término con el que los griegos indicaban el dinamismo de las posibilidades disponibles (thymos). Un capítulo entero del libro está dedicado al reconocimiento de este término (cfr. 183-218), como para enfatizar su importancia y la función mediadora que desempeña en relación con la tríada tener-poder-valer.

El autor ve la máxima expresión del thymos en la compasión y la donación: ellas, partiendo del reconocimiento de la dimensión de fragilidad del ser humano, no lo consideran un mal, sino su proprium, la condición para vivir las relaciones de la manera más elevada y bella, a nivel interpersonal y social. Siempre que nos guíe la empatía, la capacidad de advertir y perseguir el bien del otro, descubriendo para encontrar en él nuestro propio bien verdadero, a menudo buscado en vano por otros caminos[15].

Valer, o del espíritu

Siguiendo a Ricœur, el libro no ofrece una definición de esta dimensión del ser humano, porque eso significaría establecer limitaciones (de-finir), que el espíritu rehúye. Cuanto más se aleja uno del tener, más inciertos se vuelven los contornos: era el caso de la inteligencia (que la modernidad ha aplanado erróneamente sobre la razón) y lo es aún más de la valía, el lugar que más puede ser atravesado por la duda: no la duda cartesiana, sino la duda existencial sobre el sentido del propio ser. Reflexionar sobre el valor de uno mismo remite a las heridas de los afectos, negando cualquier respuesta posible que se limite al plano empírico. Ningún título académico, ninguna promoción laboral, ninguna relación afectiva, ninguna terapia, ningún bien económico y ninguna experiencia son capaces de dar respuesta a la fatídica pregunta: «¿Dónde se fundamenta el valor de mí mismo?». ¿Es entonces cierto que el hombre «vale» algo, o es una mentira conveniente – una ilusión, como diría Freud – para hacer frente a la dureza de la vida que no deja escapatoria? Esta pregunta atraviesa indistintamente todos los estratos sociales, todos los niveles posibles de educación, la diversidad de personas, edades, culturas y pertenencias.

Hablar de valía es difícil, entre otras cosas porque muestra la singularidad y la diferencia de cada persona, que se expresan en la diversidad de deseos que la atraviesan y en la múltiple variedad en que pueden realizarse (cfr. 228). Valer algo, ser digno de estima, sólo puede manifestarse en la dimensión gratuita propia del espíritu: se vale porque se «es», simplemente, por el hecho mismo de existir. Sin esta dimensión, todo intento de respuesta es vano. Es significativo que John Rawls no considere a los retrasados mentales sujetos de derecho a los que haya que hacer justicia; al carecer de capacidad racional y productiva, no tienen voz contractual y deben ser considerados al mismo nivel que los animales[16].

Brad Gregory señala a este respecto: «Los derechos y la dignidad sólo pueden tener un estatus de realidad si los seres humanos son algo más que materia biológica. El discurso secular moderno sobre los derechos humanos depende de que se preserve de algún modo (pero no se reconozca) la creencia de que todo ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios […]. Los fundamentos intelectuales de la modernidad están fallando porque los supuestos metafísicos que los rigen, combinados con los descubrimientos de las ciencias naturales, no ofrecen ninguna razón para creer en sus afirmaciones morales, políticas y normativas más básicas»[17].

En una perspectiva metafísica, la dignidad y la dimensión espiritual se refieren a la capacidad – presente en todo hombre, aunque no todos la ejerzan – de poder elevarse por encima de las cosas y no quedar aprisionado por ellas. Como señaló Blaise Pascal: «No debo pedir mi dignidad al espacio, sino al buen uso de mi pensamiento. No obtendría nada más de la posesión de la tierra; por el espacio, el universo me rodea y me envuelve como un punto; por el pensamiento, yo lo comprendo»[18]. La capacidad de llevar el todo a la unidad y la conciencia de trascenderlo, éstas son las dos características del espíritu, desde un punto de vista filosófico, en la base del valor (cfr. 236).

El espíritu presenta esta doble característica: la reflexividad, la capacidad de volver sobre sí mismo, y la salida de sí mismo, que se manifiesta en la relación. Por eso Ricœur prefiere utilizar el término «sí» (o sí mismo), en lugar de «yo», para destacar la peculiaridad que caracteriza al sujeto: se conoce a sí mismo entrando en relación con los demás[19]. Esta dinámica está en la base del conflicto, pero también de la aceptación gratuita del otro en su limitación, atestiguando que no excluye sino que manifiesta su propio valor, desligándolo del tener y del poder. Y encuentra su máxima expresión en la misericordia y el perdón: «El término “misericordia” significa literalmente “un corazón sensible a la miseria ajena”. Hay dos términos en esta definición: “corazón” y “miseria” […], la originalidad más profunda de la persona, la fuente más íntima de su vitalidad y socialidad» (260).

El perdón, a su vez, no borra el sufrimiento y la ira, no es una alternativa a la justicia, no disipa las dudas sobre la conveniencia de concederla: los opuestos no se excluyen aquí, porque el principio de no contradicción no se aplica en el campo de los afectos. Al perdonar, el espíritu puede dar un salto cualitativo incluso en relación con la lógica y hacer posible lo que parece imposible al tener, al poder y a la propia inteligencia, experimentando por adelantado esa plenitud buscada por el deseo. Esta plenitud no puede ser reclamada: es un don libremente ofrecido, pero de algún modo intuido por el conocimiento de la propia metafísica, y presente en la experiencia de la conversión religiosa[20].

Un deseo que no se extingue nunca

Si la metafísica nace del deseo de conocer la «Estrella» que atrae y da sentido a todas las cosas, no puede dejar de interrogarse sobre la posibilidad de reconocer su presencia también en la razón. En la conclusión del libro, Gilbert recuerda con acierto la tercera forma de analogía, la eminencia, la capacidad de expresar lo que existe en plenitud y da vida a todas las cosas. Esta plenitud del ser, retomando el pasaje de Éxodo 3,14 («Yo soy el que soy»), no puede ser propiamente dicha – es la conocida teología negativa de Santo Tomás –, sino acogida y compartida en la comunión propia del espíritu (cfr. 336-338)[21].

La metafísica encuentra en su camino límites que no puede franquear, pero que muestran un más allá, como había reconocido agudamente Pascal: «El último paso de la razón es reconocer que hay una infinidad de cosas que la superan […]. Y si las cosas naturales la superan, ¿qué decir de las sobrenaturales?»[22].

  1. Cfr. P. Gilbert, Dalla ragione allo spirito. La dinamica affettiva del conoscere umano [DRS], Roma, Stamen, 2023. Los números entre paréntesis corresponden a las páginas del libro.

  2. Cfr. Id., La semplicità del principio. Introduzione alla metafisica, Bolonia, EDB, 2014; Id., Le ragioni della sapienza, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2010; Id., La pazienza d’essere. Metafisica. L’analogia e i trascendentali, ibid., 2015.

  3. «“Tener”, “poder” y “valer” indican modos diferentes de relacionarse con realidades distintas, de establecer relaciones adecuadas primero con el mundo disponible y manipulable, luego con el mundo construido en común a través de instituciones intersubjetivas y, por último, con el mundo de los valores, que, sin embargo, nunca se apropian ni se institucionalizan. A cada nivel de reflexión atenta a la totalidad sistémica de la persona corresponderán actitudes específicas […], modos diferentes de ser en relación con las cosas, con los demás y con la realidad» (DRS 21 s; cfr. P. Ricœur, Finitudine e colpa, Brescia, Morcelliana, 2021, 194-216).

  4. K. Popper, Miseria dello storicismo, Milán, Feltrinelli, 1984, 136.

  5. Tomás de Aquino, s., 3 Sent., d. 35, 1, 2, I.

  6. Aristóteles, Metafisica I, 1, 980 a 20.

  7. «También será necesario que la ciencia demostrativa se constituya sobre la base de premisas verdaderas, primeras, inmediatas» (Aristóteles, Analitici Secondi, I, 2, 71b; cfr. también II, 19, 100b: «Puesto que no puede haber nada más verdadero que la ciencia excepto la intuición, será la intuición la que tendrá por objeto los principios»). Es significativo el comentario de Giovanni Reale a estos textos: «El conocimiento discursivo presupone un conocimiento no discursivo anterior, la posibilidad de un conocimiento mediato presupone necesariamente un conocimiento inmediato» (G. Reale, Introduzione a Aristotele, Bari, Laterza, 1977, 159).

  8. Cfr. G. Cucci, Le virtù cardinali, Roma, AdP, 2022, 33-46.

  9. «El objeto adecuado de esta ciencia es el ente » (F. Suárez, Disputationes metaphysicae, I, s. 1, n. 26).

  10. I. Kant, Critica della ragion pura, Bari, Laterza, 1981, l. II, cap. II, sec. II; l. II, cap. III, sec. VII; Id., Prolegomeni ad ogni futura metafisica che potrà presentarsi come scienza, ibid., 2006, n. 57.

  11. «Contempla el tropel pastando a tu lado: no sabe lo que es el ayer y el hoy, corre de un lado a otro, pasta, descansa, digiere y vuelve a correr. Así continúa, de la mañana a la noche, de día a día. Así, con la gana y el desgano amarrado al poste del instante, no siente melancolía ni tedio. Esta observación resulta dura al hombre que, mientras se jacta de su humanidad ante el animal, anhela celosamente obtener su dicha. Es eso lo que desea: cual el animal, vivir sin hastío y dolor. Pero lo anhela en vano, porque no lo desea del mismo modo que el animal», F. Nietzsche. Segunda consideración intempestiva, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006, 13.

  12. R. May, L’amore e la volontà, Roma, Astrolabio, 1971, 213.

  13. A. Manenti, Vivere gli ideali/1. Fra paura e desiderio, Bolonia, EDB, 1988, 200.

  14. Esta frase pierde fuerza en español, que distingue entre los verbos “ser” y “estar”. En italiano, idioma del texto original, solo existe el verbo “ser”, que da cuenta de un estado integral del individuo y no pasajero (Nota del traductor).

  15. Edith Stein expresó este concepto de forma magnífica en su tesis doctoral: «Como empatía con “naturalezas afines”, es decir, con personas de nuestro tipo, conduce al desarrollo de lo que está “latente” en nosotros y, como empatía de estructuras personales de otro tipo, nos aclara lo que no somos y lo que somos más o menos que los demás» (E. Stein, L’empatia, Milán, Angeli, 2002, 201; cfr DRS 210).

  16. «No estamos obligados a hacer justicia de manera rigurosa a las criaturas que carecen de estas capacidades [racionales]; tal cuestión debería ser más bien una de las tareas de la metafísica» (J. Rawls, A Theory of Justice, Milán, Feltrinelli, 1984, 418).

  17. B. S. Gregory, Gli imprevisti della Riforma. Come una rivoluzione religiosa ha secolarizzato la società, Milán, Vita e Pensiero, 2014, 434.

  18. B. Pascal, Pensieri, n. 265, ed. Chevalier.

  19. «Decir no es decir yo. El yo se plantea – o es planteado. El está implicado como reflexivo en aquellas operaciones cuyo análisis precede al retorno sobre sí mismo. Sobre esta dialéctica del análisis y la reflexión se injerta la del ipse y el idem. La dialéctica de lo mismo y lo otro corona finalmente las dos primeras dialécticas» (P. Ricœur, Sé come un altro, Milán, Jaca Book, 1994, 94).

  20. Edith Stein lo expresó con palabras deslumbrantes: «Hay un estado de reposo en Dios, de suspensión total de toda actividad de la mente, en el que uno ya no puede trazar planes, ni tomar decisiones, ni siquiera hacer nada, sino en el que, habiendo entregado todo su futuro a la voluntad divina, uno se abandona a su destino. He experimentado un poco este estado, tras una experiencia que, superando mis fuerzas, consumió totalmente mis energías espirituales y me quitó toda posibilidad de acción. Comparado con el cese de la actividad por falta de impulso vital, el descanso en Dios es algo completamente nuevo e irreductible. Antes era el silencio de la muerte. En su lugar viene una sensación de íntima seguridad, de liberación de todo lo que es preocupación, obligación, responsabilidad por la acción. Y al entregarme a este sentimiento, poco a poco una nueva vida comienza a llenarme y – sin tensión de mi voluntad – a empujarme hacia nuevas realizaciones […]. El único requisito necesario para tal renacimiento espiritual parece ser esa capacidad pasiva de aceptación que se encuentra en el fondo de la estructura de la persona» (E. Stein, Psicologia e scienze dello spirito. Contributi per una fondazione filosofica, Roma, Città Nuova, 1996, 115 s.). Este texto fue publicado originalmente en 1922, un año después del bautismo de Stein, en los Anales, de Husserl.

  21. Cfr G. Cucci, «Come parlare di Dio?», en Id., Esperienza religiosa e psicologia, Turín, Elledici, 2017, 293-339.

  22. B. Pascal, Pensieri, n. 466.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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