FILOSOFÍA Y ÉTICA

La envidia

Hija de un dios menor

© joshua-earle / unsplash

Introducción

Vicio extraño el de la envidia, porque, a diferencia de los demás, no aporta ninguna ventaja a quien lo cultiva y, sin embargo, por él se está dispuesto a sacrificarlo todo. La envidia muestra cómo el comportamiento humano no obedece a las leyes de la lógica, ni siquiera a las aparentemente obvias del utilitarismo y el hedonismo: el placer aquí, si lo hay, es maligno y no aporta ningún tipo de disfrute a la propia vida.

La Biblia muestra cómo la envidia nace y se desarrolla en el seno de las relaciones íntimas y familiares, sin escatimar las más queridas: el libro del Génesis, por ejemplo, asocia a menudo fraternidad y envidia. Pensemos en el episodio de Caín y Abel (Gn 4), en la bendición arrebatada por Jacob a Esaú (Gn 27,1-46), en la relación resentida de los hermanos de José (Gn 37-50). Estos relatos parecen indicar que la envidia se hace más fuerte cuanto más estrechas son las relaciones entre las personas. En el Evangelio, lo que ocurre con el amado del Padre es emblemático: los prodigios que realizó despiertan rencor y resentimiento en sus interlocutores, que lo quieren muerto (Jn 12,37-40); Pilato reconoce claramente que Jesús le fue entregado por envidia (Mc 15,10).

Para Aristóteles, la envidia se siente sobre todo hacia personas con las que se puede competir, situadas de algún modo al propio nivel: «Envidiamos, efectivamente, a quienes nos son próximos en el tiempo, el lugar, la edad y la fama […]. Rivalizamos, desde luego, con los mismos que acabamos de citar, habida cuenta que nadie entra en competencia con los que vivieron hace diez mil años o vivirán en el futuro o están ya muertos ni con los que residen en las columnas de Hércules. En cuanto a aquéllos de los que uno cree, sea por su propia opinión o por la de otros, que le dejan a uno muy atrás o que uno supera en mucho, ocurre de la misma manera, tanto en lo que se refiere a las personas, como en lo que atañe a las cosas»[1]. Se requiere, pues, una cierta coincidencia de situaciones para envidiar a alguien; del mismo modo que el amor y el odio requieren un cierto conocimiento de la persona, una cercanía de algún tipo.

El psicoanálisis también ha explorado a fondo este estado de ánimo. Para M. Klein, la envidia surge muy pronto en el niño; le gustaría asimilar completamente a sí mismo el pecho de la madre, que es para él la fuente de alimento, consuelo, vida y calor: sin embargo, cuando la madre frustra sus expectativas, surgen en el niño una serie de sentimientos destructivos, ligados al hecho de no poder poseer lo que considera su derecho. Esta raíz de posesividad exasperada muestra cómo la envidia está estrechamente relacionada con la lujuria, los celos y, de forma más indirecta, con sentimientos más complejos y variados como la ira y la tristeza.

Para Klein, es precisamente debido a la presencia simultánea de la tríada codicia-ira-tristeza que la envidia no puede satisfacerse estructuralmente. De hecho, se alimenta y se desarrolla aún más cuando se alcanza el objeto codiciado, porque la ira que la alimenta no apunta tanto a éste como a la destrucción del «rival». Es este elemento de destructividad el que hace de la envidia un vicio capital, es decir, capaz de generar otras actitudes y comportamientos viciosos, en una espiral sin fondo, porque busca el placer en la destrucción del bien más que en su consecución, y ello conduce a la imposibilidad de experimentar relaciones afectivas significativas, que requerirían dedicación y cuidado del otro: «El hecho de que la envidia figure entre los siete “pecados capitales” tiene una razón psicológica muy concreta, es más, me atrevería a decir que existe un sentimiento inconsciente de que la envidia es el peor de los vicios, porque daña y estropea el objeto bueno que es la fuente de la vida»[2].

¿Qué significa realmente ser envidioso?

San Cipriano y San Gregorio Magno han descrito con precisión la fisonomía típica del envidioso: «Rostro amenazador, aspecto adusto, cara pálida, labios temblorosos, dientes castañeteantes, mejillas caídas, cejas contraídas, ojos abatidos y llorosos, manos listas para golpear, miembros fríos, mandíbulas secas: los signos externos de la envidia son numerosos, pero todos “débiles” […]. La envidia es transparente pero no se resuelve en el exterior, sigue siendo un dolor interno que se vislumbra a través de signos que revelan su presencia pero no constituyen un desahogo para ella»[3].

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Estas características somáticas, todas negativas, reflejan el dinamismo de la envidia, que crece restando, en una especie de negación afectiva del principio de no contradicción. Como un gas, se extiende por el alma y la envenena por completo, impidiéndole ver y hacer el bien.

La envidia tiene como signo inequívoco de reconocimiento una mirada malvada, perversa, pero también una mirada ciega porque es incapaz de advertir el bien, el propio y el ajeno: «La envidia es in-videre, mirar con mal ojo […]: el envidioso es alguien que no ve bien, que vive en la oscuridad, que se aleja de la luz buscando la sombra»[4].

También para Dante la envidia es ante todo una ceguera que impide reconocer el bien. Los envidiosos son retratados por él como una masa de gente obligada a apoyarse mutuamente porque sus ojos se han cerrado con el alambre de hierro de la amarga malicia: “Y como el sol no llega a los ciegos, / así a las sombras aquí, donde ahora hablo, / no quiere entregarse la luz del cielo; / que tiene todas las pestañas atravesadas con un alambre de hierro / y las cose, como lo hace un gavilán salvaje / que, sin embargo, no mora tranquilo”[5].

El Bosco, en su famoso cuadro sobre los pecados capitales, representa el vicio de la envidia mediante una secuencia de miradas llenas de concupiscencia y rencor que los personajes se dirigen unos a otros, como una cadena de ácido rencor que se persigue circularmente, animada por la imaginación: en el cuadro vemos a un hombre envidiando a la mujer de un mercader, que a su vez, lejos de ser feliz, envidia al halcón que reposa en la mano de un noble, y el noble a su vez le mira con igual envidia, codiciando tal vez a su mujer o su dinero. En todos los personajes, es la imaginación, el comentario interior que surge de lo observado, el motor que desencadena la cadena de miradas venenosas.

El envidioso, retomando el título de una película famosa, se siente «hijo de un dios menor». Advierte que su condición de fondo es radicalmente injusta, porque a otros se les concedió favores y bienes que a él le fueron negados, y esto alimenta su desdén y el deseo de venganza. Por eso, la envidia no debe confundirse con el deseo de los bienes ajenos; a ella le interesa, más bien, su destrucción. Santo Tomás reconoce esta característica interior de la envidia y la llama tristitia, una consecuencia de la perversión del juicio, por el cual el bien ya no suscita alegría sino tristeza, mientras que, por el contrario, uno se alegra cuando desaparece: «Pues la envidia es la tristeza por la alegría de los demás, en cuanto se percibe como un cierto mal, de lo que se sigue que el hombre envidioso tiende a hacer desordenadamente algunas cosas contra el prójimo; y por esto la envidia es un vicio capital»[6].

En consecuencia, el envidioso solo disfruta del mal de los demás, y le tiene sin cuidado que su propia situación mejore, porque se ha vuelto incapaz de gozar del bien. Esta característica paradójica de la envidia puede ilustrarse con una sabrosa historieta: «Uno de estos genios que tienen la irreprimible costumbre de surgir de una botella le concede un deseo a un soberbio, un lujurioso y un envidioso. El soberbio dice que un amigo suyo tiene una bonita casa sobre las colinas de los Cotswolds y que a él también le gustaría tener una, pero con dos dormitorios adicionales, un segundo baño y un riachuelo que fluya delante. El lujurioso dice que un amigo suyo tiene una amante rubia bellísima y que a él también le gustaría tener una, pero pelirroja, de piernas más largas, un poco más culta y más chic. El envidioso les habla de un vecino, que tiene una vaca que produce una gran cantidad de leche deliciosa, de la que el vecino obtiene la nata más rica y la mantequilla más delicada de la comarca, y dice al genio: “yo quiero que esa vaca muera”»[7].

Esto nos dice cuan perverso puede resultar el mecanismo de la comparación, la verdadera razón que impide a la persona estar contenta. A propósito de los obstáculos que se oponen a la felicidad, el psicólogo Legrenzi observa que, por extraño que parezca, la frustración causada por no haber sido capaz de obtener algo es mucho más grande y duradera que la satisfacción experimentada por aquello que efectivamente obtuvimos. Esto resulta evidente cuando nos dejamos llevar por el afán comparativo, una actitud mental perversa, pero extremadamente difundida y practicada, de la que a menudo no somos conscientes. Considérese, por ejemplo, la siguiente situación: «El señor Rossi está haciendo la fila para el cine. Cuando llega a la caja, le dicen que es el cliente número cien mil, y por lo tanto gana 100 euros. El señor Bianchi está haciendo la fila en otro cine. La persona delante de él gana 1.000 euros, porque es el millonésimo cliente del cine y él 200 euros porque viene justo después. ¿Quién, creen ustedes, es más feliz, el señor Rossi o el señor Bianchi? El dato curioso de esta historieta es que, si la hacen leer a sus amigos, a menudo emerge la siguiente reflexión: “Rossi estará más feliz que Bianchi, porque este último sabe que perdió por un ápice 1000 euros”»[8]. Por esto, la envidia y la felicidad se excluyen mutuamente.

El envidioso, un atormentador de sí mismo

De este modo, la envidia parece contradecir la visión hedonista de la vida y la idea de que toda acción se realiza por placer. Hay un apólogo que muestra hasta qué punto el envidioso puede llegar a perjudicarse: «Un día Dios dijo a un envidioso que le concedería todo lo que pidiera, advirtiéndole que, sin embargo, concedería el doble a su vecino. Éste, después de pensarlo mucho, dijo: “Pues bien, quiero que me saques un ojo, así que tendrás que sacarle los dos al otro”»[9].

Por eso tal vicio no encuentra atenuantes entre los Padres, porque su única finalidad es el mal ajeno, revelándose pura maldad: «Extraño pecado este de la envidia, que no trae placer y alegría, sino sólo dolor e infelicidad. Los otros pecados traen algún placer, aunque temporal e ilusorio: la avaricia tiene en sí el placer de la posesión, la ira el de la venganza, el orgullo el placer de la autosatisfacción, la vanagloria la alabanza de los hombres, la acedia el recreo del cuerpo y del alma, la gula y la lujuria saben ofrecer diversos placeres de la carne. La envidia no, es puro dolor, pecado sin placer»[10].

El castigo de la envidia reside en esta especie de autoculpabilidad, una especie de movimiento perpetuo de maldad y dolor; por eso es un castigo terrible, que no da escapatoria porque, como su propia sombra, acompaña continuamente a quien es afligido por ella. Es una auténtica anticipación de la condición infernal; de hecho, la envidia no disminuye, sino que sigue creciendo y atormentando, como la condenación eterna de la que habla el Evangelio cuando subraya, a propósito de los condenados, que «su gusano no muere» (Mc 9,48): el envidioso no se da cuenta de que las flechas que lanza a los demás, como una especie de boomerang emocional, vuelven a desgarrarlo sin piedad.

La envidia como vicio político y social

El peso de la envidia en las relaciones internacionales es considerable: a menudo se la ha reconocido como la principal causa de las guerras. Otros componentes de la vida pública, aparentemente más inocuos y pacíficos, también se basan en los mismos mecanismos emocionales que la envidia. Pensemos, por ejemplo, en la publicidad; ésta, exactamente igual que la envidia, apela a lo que uno no tiene y tal vez ni siquiera desearía si no lo viera aplicado en su amigo, vecino, pariente, conocido, sociedad, Estado vecino: «Toda la industria publicitaria puede verse como una gran y compleja máquina de generar envidia […]. Yo creo que la envidia empieza en los sueños, y a menudo cuando soñamos con los ojos abiertos. Uno de los temas más importantes de nuestros sueños son las cosas que no tenemos, no podemos tener y – podría ser – no deberíamos tener. Son las cosas que suelen tener los demás. ¿Por qué ellos? ¿Por qué no nosotros?»[11].

En la sociedad actual, altamente competitiva, que selecciona sin piedad en la carrera por el éxito, la envidia encuentra un terreno fácil para desarrollarse y prosperar; los medios de comunicación ponen a la gente en el punto de mira para ser envidiada por su edad, belleza, celebridad, dinero, cónyuge, premios. Como confiesa un actor: «La envidia es un componente típico del entorno que frecuento: el del mundo del espectáculo. En efecto, los índices de taquilla de las películas, los índices de audiencia de la televisión que se publican en todos los periódicos provocan una gran rivalidad y una terrible envidia entre los actores. He aquí la cuestión: mi envidia sólo surge cuando mis colegas consiguen tener más éxito que yo. De hecho, no puedo sentir envidia de quienes no hacen el mismo trabajo que yo»[12].

Hasta qué punto la envidia constituye un peligro sutil e inestimable incluso en las elaboraciones más cuidadosas de la justicia social puede demostrarse con el análisis que hace el filósofo J. Rawls en su obra Una teoría de la justicia. En este texto, esboza de forma compleja y brillante una sociedad capaz de permitir a todos sus miembros la igualdad de oportunidades y de trato, ya que ninguno de los miembros puede conocer su posición real en la sociedad: es la famosa hipótesis del «velo de ignorancia», característica del contrato que cada miembro celebra con la sociedad antes de incorporarse a ella[13]. Y, sin embargo, al final de la obra, Rawls reconoce cómo la envidia también puede aparecer dentro de una sociedad así, porque es un sentimiento que no surge de una deficiencia objetiva, sino de una mala valoración del (supuesto) bienestar de los demás: «Podemos considerar la envidia como la propensión a ver con hostilidad el mayor bien de los demás, aunque el hecho de que sean más afortunados que nosotros no reste valor a nuestras propias ventajas. Envidiamos a las personas cuya situación es superior a la nuestra, y nos empeñamos en privarlas de sus mayores beneficios, aunque para ello tengamos que renunciar a algo nosotros mismos»[14].

Rawls reconoce que, ciertamente, la envidia no puede ser erradicada por una construcción igualitaria de la sociedad y de los bienes, porque surge del interior de la naturaleza humana y se encuentra en todo tipo de sociedad; de hecho, una concepción igualitaria de la vida, como hemos visto, puede encontrar su fuente de inspiración precisamente en la envidia: «Sin duda puede haber formas de igualdad que se originen en la envidia. El igualitarismo estricto, la doctrina que insiste en una distribución equitativa de todos los bienes importantes, deriva probablemente de esta propensión»[15]. Se trata de una objeción notable, sobre todo para quienes consideran que la justicia es la virtud fundamental de la vida moral y de la sociedad y que, si se lleva a sus consecuencias extremas, podría conducir a la disolución del tejido social: «La envidia es desventajosa para la comunidad; quien envidia a otro está dispuesto a actuar de tal manera que ambos estén peor, siempre que la discrepancia entre ellos se reduzca lo suficiente […]. La envidia es un problema para cualquier sociedad que quiera considerarse justa, un problema que no es precisamente irrefutable y del que no es fácil defenderse»[16].

En efecto, imaginemos cómo sería un mundo formado sólo por envidiosos, empeñados únicamente en destruir el bien ajeno: ¿en qué se convertiría la vida social? Sería sin duda muy miserable, triste y solitaria: «En un universo de puros envidiosos, nadie aprende nada, nadie se doblega para admitir la superioridad de un pensamiento, de una técnica. Cada uno habla sólo para afirmarse, escucha a los demás sólo para descubrir cómo valorarse a sí mismo»[17].

Para una terapia de la envidia

Por lo que se ha dicho, parece bastante evidente el alcance destructivo de la envidia y lo saludable que es, en primer lugar, reconocerla humildemente en uno mismo y eliminarla de los propios criterios de evaluación, para poder apreciar la belleza de la vida. Ya es importante admitir que no se gana nada con ser envidioso, y que es insensato, aunque sea espontáneo, alimentarla. El «no codiciar» bíblico significa propiamente «no sentir envidia», porque matará a quien la cultive. No es casualidad que este modo envidioso de desear se mencione dos veces en la lista de las diez palabras de la vida: «Sea lo que sea, la envidia es ante todo un inmenso derroche de energía mental […]. Sea lo que fuere, nadie puede ver claramente el objeto de su envidia porque oscurece el pensamiento, vence la generosidad, impide toda esperanza de serenidad, marchita el corazón – hay, pues, buenas razones para combatirla y librarse de ella con todas las fuerzas de la mente»[18].

Sin embargo, es difícil combatir la envidia sin cuestionar también sus presupuestos básicos. Una visión de la vida basada en una concepción puramente humanista, del tipo «haz lo que sientas y estarás bien», es impotente ante este vicio; de hecho, tiene dificultades para reconocerlo primero como un mal desde el punto de vista de la vida psíquica.

En cambio, es importante prestar mucha atención al curso de los pensamientos, porque la envidia es una planta que se expande cuanto más se tiende a replegarse sobre sí mismo y a cavilar, a murmurar maliciosamente sobre los demás; de este modo, ese pensamiento tiende a expandirse hasta la obsesión. Exactamente como en el caso de la ira[19], cuanto antes se reconozca el veneno que penetra en el alma, más fácilmente se podrá combatir. La situación de los demás, además, es a menudo mucho más compleja y extraña de lo que los juicios apresurados de la envidia nos quieren hacer creer; quién sabe entonces si esas personas son realmente tan felices y están tan realizadas como uno piensa, o si tal vez no desean recuperar lo que han perdido por el camino, especialmente en lo que se refiere a afectos, relaciones, intereses y posibilidades.

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Es un pensamiento que no tiene nada de extraño ni de visionario: piénsese, por ejemplo, en el fenómeno conocido como down-shifting, surgido hace unos años en Gran Bretaña y Estados Unidos y cada vez más extendido entre altos ejecutivos y directivos. Quiere proponerse como una alternativa concreta al arribismo desenfrenado, una verdadera forma de anti-huppies: se trata en realidad de preferir niveles de empleo más bajos, trabajar en profesiones peor pagadas que antes, pero más humanas, libres de esas pesadas cargas que suelen acompañar a quienes buscan una carrera a toda costa, como depresión, ansiedad, insomnio, falta de interés, conflictos conyugales[20]. Es como si uno reconociera que las cosas realmente importantes para su vida siempre han estado al alcance de la mano y se han dejado de lado para perseguir modelos propuestos por la opinión común, la publicidad, los medios de comunicación, pero no realmente deseados por la persona. Reconocer lo esencial lleva, frente a la envidia, a cultivar el sentido de la sobriedad, evitando perder tiempo, energía y afecto en lo que no se quiere.

La actitud interior de sobriedad es, pues, otro remedio eficaz contra la envidia, una vuelta a la verdad del ser: distinguir lo esencial de la vida de lo que es superfluo y sólo sirve para alentar la vanidad. La sobriedad ayuda a vencer la envidia porque combate los otros vicios que la alimentan: «La envidia muere cuando mueren las otras pasiones de las que se nutre: cuando ya no estamos apegados a los placeres, al dinero, a las comodidades materiales, desaparece aquello por lo que antes luchábamos y sentíamos lujuria y envidia»[21].

El antídoto de la envidia: la gratitud y el agradecimiento

Si la envidia es, en el fondo, una enfermedad de la mirada, es sobre todo en esta dirección en la que debe proceder su cura, reconociendo el verdadero punto en cuestión: mejorar uno mismo en lugar de codiciar la ruina de los demás. De hecho, la envidia puede transformarse, puede convertirse, como reconocían los autores espirituales, en una «santa envidia». En la Retórica, al distinguir entre envidia y celo, Aristóteles ya hablaba de la emulación, de actuar para hacer más y mejor que el otro como característica de la envidia «buena», es decir, la que lleva a salir de uno mismo y apreciar el bien: la emulación, a diferencia de la envidia pura, no paraliza, sino que se convierte en un estímulo para el bien[22]. Santo Tomás retoma la distinción de Aristóteles en el mismo sentido: «Quien está animado por el celo se prepara para la emulación, a fin de obtener cosas buenas; el envidioso, en cambio, se esfuerza para que su prójimo no las tenga, a causa de la envidia. Pues es envidia cuando alguien se aflige porque su prójimo tiene bienes que él mismo no tiene; es emulación, en cambio, cuando alguien se aflige porque él mismo no tiene bienes que su prójimo tiene»[23]. Sin embargo, esta observación también es importante desde el punto de vista terapéutico: la proximidad entre ambos sentimientos dice que pueden transformarse el uno en el otro, convirtiéndose en un valioso aliado y en una ayuda positiva.

Para dar este paso, sin duda ayuda una perspectiva espiritual y religiosa. En la relación con Dios, se invita en primer lugar a reconocer que los bienes esenciales que garantizan la calidad de vida nos han sido asegurados gratuitamente, y que la autoestima no hay que buscarla en el reconocimiento de los demás, sino en el testimonio de confianza que Él siempre nos ha manifestado, por el mero hecho de habernos creado. Al afirmar esto, no se pretende en absoluto afirmar que la envidia esté ausente de las personas religiosas (piénsese en lo observado anteriormente en la Biblia), sino que éstas tienen una oportunidad más de reconocerla como veneno destructor y, sobre todo, de recibir una ayuda extra para contrarrestarla.

Retomando lo que Dante observó en el Paraíso, cuando uno ha encontrado su lugar en la vida no siente la necesidad de envidiar el modo de vida de los demás, porque está contento con lo que es y hace, y ayuda a los demás a estar contentos. Si la envidia surge de un corazón vacío, que insinúa a quienes la padecen que son «hijos de un dios menor», al responder a la propia vocación uno consigue lo que deseaba, alcanzar el propósito de su vida: como señala Dante, uno se vuelve como una flecha que ha dado en el blanco[24]. Hablar de vocación significa reconocer que la propia existencia no es fruto del azar, de la mala suerte o del capricho de los acontecimientos, sino que a todo ser humano le es concedido encontrar lo que busca, hallando así la armonía entre sus disposiciones naturales y lo que el entorno le ha ofrecido en bienes y posibilidades; pero si falta esta respuesta, de nada sirve, es como una semilla arrojada fuera de su tierra: «Siempre que la naturaleza se subleva / contra su ley, como cualquier simiente; / fuera de su región, la ruina lleva. / Si el mundo no apartara de su mente / del proceder nativo las razones, / siguiéndolo tendría buena gente»[25].

Incluso a nivel psicológico, se reconoce que la gratitud es una actitud estructuralmente abierta a la vida. Para M. Klein, la gratitud está de hecho estrechamente relacionada con el amor y el reconocimiento de la bondad de las cosas, una mirada gratuita y complaciente hacia ellas sin querer necesariamente apropiárselas. La gratitud y el agradecimiento, también relacionados entre sí por una similitud etimológica, enseñan a disfrutar de las cosas, ayudan a vivir relaciones estables y profundas porque presentan una actitud de benevolencia hacia ellas[26]. En efecto, la gratitud afina la capacidad de amar, es decir, de apreciar la belleza y la bondad de una cosa en sí misma, actitud opuesta a la envidia: «El amor es ciertamente la medicina que expulsa del corazón el veneno de la envidia»[27].

Bonum diffusivum sui, decían los escolásticos, la bondad no puede estar sola, su característica esencial es que quiere comunicarse al mayor número posible de personas, y cuanto más se difunde, mayor es el deleite. En el reino de los cielos uno se alegrará de la alegría de los demás, no tanto de la propia, así que no tiene sentido envidiar lo que ya nos pertenece, porque la verdadera alegría consiste en ver feliz al otro. Por eso esa alegría será infinita, porque participaremos de la propia dicha de Dios: «La vida eterna consiste en la alegre fraternidad de todos los santos. Será una comunión de espíritus sumamente deliciosa, porque cada uno tendrá todos los bienes de todos los demás bienaventurados. Cada uno amará al otro como a sí mismo y, por tanto, gozará del bien de los demás como del suyo propio. Así, la alegría de uno solo será tanto mayor cuanto mayor sea la alegría de todos los demás bienaventurados»[28].

La única cura eficaz contra la envidia es, pues, el amor y el compartir, que nacen de la gratitud. Ellas, como un colirio, pueden curar la mirada enferma y distorsionada, recordándonos el poder del bien dado a cada uno, un poder capaz de curar el veneno del enfrentamiento y devolver el color de la vida al corazón herido.

  1. Aristóteles, Retórica, Madrid, Gredos, 1999, II, 10, 1388 a, 369.
  2. M. Klein, Invidia e gratitudine, Florencia, Martinelli, 1985, 32.
  3. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali. Storia dei peccati nel Medioevo, Turín, Einaudi, 2000, 39; cfr. Cipriano, s., De zelo et livore [CCL III A, 8]; Gregorio Magno, s., Moralia, Roma, Città Nuova, 2001, l. V, 46, 84. En la antigüedad pagana, los rasgos son bien descritos por Ovidio (cfr. Metamorfosi, Milán, Garzanti, 2008, l. II, 775-782.796).
  4. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali…, cit., 38.
  5. Dante, Purgatorio, XIII, 67-72. En la versión original: E come alli orbi non approda il sole, / così all’ombre quivi, ond’io parlo ora, / luce del ciel di sé largir non volir; / ch’ha tutti un fil di ferro i cigli fora / e cuce sì, come a sparvier selvaggio / si fa però che queto non dimora.
  6. Tomás de Aquino, s., De malo, q. 10, a. 3; cfr. Summa Theol., II-II, q. 32, a. 1.
  7. J. Epstein, Invidia, Milán, Cortina, 2006, 38. Texto ligeramente modificado.
  8. P. Legrenzi, Felicità, Bolonia, il Mulino, 1998, 28.
  9. Cfr. Juan de Salisbury, Policraticus, Milán, Jaca Book, 1985, l. VII, 24.
  10. C. Casagrande – S. Vecchio, I sette vizi capitali…, cit., 38.
  11. J. Epstein, Invidia, cit., 15 s.
  12. P. Villaggio, en Gente Mese, n. 5, mayo 1988.
  13. Cfr. J. Rawls, Una teoria della giustizia, Milán, Feltrinelli, 1984, 125-129.
  14. Ibid., 436.
  15. Ibid., 439; cfr. también 438.
  16. J. Epstein, Invidia, cit., 71 s.
  17. F. Alberoni, Gli invidiosi, Milán, Garzanti, 2000, 44.
  18. J. Epstein, Invidia, cit., 119 s.
  19. Cfr. G. Cucci, «La ira. Un reclamo pasional de justicia», en La Civiltà Cattolica, 19 de enero de 2024: https://www.laciviltacattolica.es/2024/01/19/la-ira/
  20. «El término “downshifting” fue utilizado por primera vez en 1994 por el Trends Research Institute de Nueva York para referirse al comportamiento de las personas que cambiaban incluso una reducción sustancial de su salario por más tiempo a su disposición. Hoy también figura en el New Oxford Dictionary, para el que significa “cambiar una carrera económicamente satisfactoria pero estresante por un estilo de vida menos agotador y peor pagado, pero más gratificante personalmente […]. Para el downshifter, el tiempo es más importante que el dinero, el ocio un momento creativo que no debe desperdiciarse en consumo inútil”» (M. Cavallieri, «“Downshifting”, la carriera può attendere», en la Repubblica, 23 de abril de 2007, 25). Sobre este tema existe una literatura cada vez más vasta: cfr. entre otros, V. Forrester, L’orrore economico. Lavoro, economia, disoccupazione: la grande truffa del nostro tempo, Milán, Ponte alle Grazie, 1997; T. Hodgkinson, L’ozio come stile di vita, Milán, Rizzoli, 2006; P. Sansot, Sul buon uso della lentezza, Milán, Net, 2003; C. Baker, Ozio, lentezza e nostalgia, Bolonia, Emi, 2006; D. De Masi, Ozio creativo, Milán, Bur, 2002.
  21. D. Tessore, I vizi capitali, Roma, Città Nuova, 2007, 53.
  22. Aristóteles, Retórica, cit., II, 11, 1388a.
  23. Tomás de Aquino, s., De malo, Milán, Bompiani, 2001, q. 10, a. 1, ad 11.
  24. «El bien que alegra y mueve estas regiones, / en que feliz te elevas, providente / difunde en estos cuerpos, grandes, dones: / y no vela por ellas solamente / en su mente, por siempre en sí perfecta, / sino también por salud inmanente; / pues lanzada de su arco la saeta, / predestinada hacia su fin se inclina, / como flecha que al blanco va directa». En su versión original: «Lo ben che tutto il regno che tu scandi / volge e contenta, fa esser virtute / sua provedenza in questi corpi grandi. / E non pur le nature provedute / sono in la mente ch’è da sé perfetta, / ma esse insieme con la lor salute:/per che quantunque quest’arco saetta / disposto cade a proveduto fine, / sì come cosa in suo segno diretta» (Dante, Paradiso, VIII, 97-105).
  25. Ibid., VIII, 139-144. Versión original: Sempre natura, se fortuna trova / discorde a sé, com’ogne altra semente / fuor di sua regïon, fa mala prova. / E se ‘l’mondo là giù ponesse mente / al fondamento che natura pone, / seguendo lui, avria buona la gente.
  26. M. Klein, Invidia e gratitudine, cit., 29. Cfr. E. Emmons – M. E. McCullough (eds.), The Psychology of Gratitude, New York, Oxford University Press, 2004.
  27. G. Chaucer, I racconti di Canterbury, Milán, Mondadori, 2000, 360.
  28. Tomás de Aquino, s., Conf. sul Credo, en Id., Opuscola theologica 2, Turín, Marietti, 1954, 217; cfr. Summa Theol., II-II, q. 36, a. 2.
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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