SOCIOLOGÍA

La violencia de género

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Desde hace algún tiempo, la crónica periodística está tristemente llena de crímenes horribles, perpetrados en particular contra las mujeres, por parte de maridos, compañeros, novios: acoso, violencia doméstica o sexual, lesiones graves o muy graves, incluso asesinatos, o más bien «feminicidios», según una expresión acuñada recientemente y que ya se ha convertido en lugar común. El fenómeno afecta a mujeres de todas las edades y condiciones sociales, tanto que parece endémico en nuestra sociedad, lo que lleva a muchos a reflexionar e interrogarse sobre algo que parece trascender el simple dato criminal, para desembocar en un análisis social y antropológico más profundo de nuestro sentir común.

En el principio era la Madre

En su ensayo Who Cooked the Last Supper? The Women’s History of the World, al igual que en otras de sus obras, Rosalind Miles retoma la tesis sugerida por Marilyn French, apoyada en numerosas pruebas de la historia comparada de civilizaciones y religiones, según la cual la sociedad humana estuvo constituida inicialmente por un matriarcado, en el que las mujeres tenían acceso al poder, en todas sus formas, con la independencia y libertad que ello conlleva, en los diversos aspectos de la vida comunitaria[1]. Sólo más tarde esto se vería socavado por la envidia masculina, que con su auge privaría a las mujeres de los roles de liderazgo típicos de aquellas sociedades protohistóricas e instauraría el dominio masculino, aún hoy dominante. Así, el aforismo «En el principio era la Madre», tomado de la obra de French, reescribe deliberadamente el conocido «En el principio era el Verbo» del Prólogo del Evangelio de Juan, que a su vez se basa en el primer versículo del Génesis: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra», en implícita – pero no excesiva – controversia con la tradición cristiana. Para estas autoras, de hecho, se trata de reescribir la historia, deformada por la dominación masculina y marcada precisamente por la violencia de género, a la que las mujeres han estado sometidas durante demasiado tiempo.

Las narraciones de los comienzos, presentes en todas las civilizaciones, son siempre muy interesantes, no tanto porque revelan lo que ocurrió al principio, en un pasado anterior a todos los tiempos y no fácilmente determinable, sino porque proyectan hacia atrás, precisamente desde el principio o comienzo de los tiempos, lo que parece ser la historia de todos los tiempos, implícita e incluida en ese archē que encierra virtualmente todo su desarrollo. Ese «al principio» se convierte en un «en principio»: siempre ha sido así, y siempre es así, como un horizonte insuperable. De hecho, situar la lucha entre el hombre y la mujer en el principio, cambiando sólo quién domina, es afirmar que en principio la historia, incluso la actual, es una guerra, es polemos, según lo que ya sugería Heráclito: «Polemos es el padre de todas las cosas, de todos los reyes; a unos los revela como dioses y a otros como hombres, a unos los hace esclavos y a otros libres»[2]. Implícitamente, no hay paz entre ninguno, porque cada uno está contra el otro: así los dioses están contra el hombre, y los hombres contra los dioses; los esclavos están contra los libres, y los libres contra los esclavos; los vencedores son sólo los más fuertes, y por eso prevalecen. «Por principio» el «yo» y el «tú» son enemigos.

Así, la guerra entre los sexos parece ser la transposición a la esfera privada, dada la creciente desafección de lo público y lo político, de la lucha de clases, de los proletarios contra los capitalistas, de la que se hablaba hasta hace muy poco, o de la lucha llevada adelante por Black Lives Matter, de la que se habla desde 2013, contra los blancos y la discriminación de los ciudadanos negros. Lo que uno constata es que la guerra es el hecho ineludible que siempre se repite, porque continuamente hace presente entre nosotros la estructura oposicional de nuestro vivir.

Las narraciones bíblicas

En efecto, los relatos de las Escrituras que, con terminología posterior, podemos llamar de «pecado original», son narraciones actuales, que impregnan nuestra vida de hoy. Por ejemplo, Caín y Abel es un relato – paralelo a otros relatos extrabíblicos, como la conocida historia de Rómulo y Remo – de cómo la nuestra es una fraternidad interrumpida, es decir, de cómo nacemos: hermanos, sí, pero que sucumben unos a manos de otros. Así, es significativo que quien funda una ciudad, es decir, la convivencia, sea, como Caín y como Rómulo, un asesino; lo que significa que nuestro estar juntos está ahora marcado por la exclusión del otro, o sea, metafóricamente, por su asesinato. Y todos podemos comprender que se trata de una realidad trágica, expresada en términos de mito, esto es, un relato en el que la metáfora ocupa el lugar de la narración descriptiva, o sea, del «análisis científico», como lo llamaríamos hoy, o de la lógica. En este sentido, ya para Aristóteles nuestra búsqueda y expresión de la verdad puede tener lugar de las dos maneras de ser philomythos o ser philosophos, es decir, de ser amante del mito y su lenguaje o de la ciencia y la lógica que le pertenece.

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Así, en el relato por excelencia del «pecado original», el tercer capítulo del Génesis, Dios dice a Eva: «Sentirás atracción por tu marido, y él te dominará» (Gn 3,16b). No se trata de la narración de un acontecimiento pasado, sino de la retroproyección desde el principio de lo que siempre sucede, tal como es el mito, que trata de cosas que nunca sucedieron, pero que siempre permanecen vigentes: estamos frente a una narración del presente, del hoy, marcado precisamente por un desajuste, por una grieta, por un defecto en el funcionamiento de las cosas. Todo, leemos, fue creado bueno, es más, era «muy bueno» (Gn 1,31), y dentro de este todo «Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer» (Gn 1,27), haciendo así de la pareja la imagen de sí mismo. Sin embargo, algo se ha roto en el corazón mismo de la obra de Dios, haciéndola como un jarrón agrietado, una campana resquebrajada. ¿Cómo es posible?[3]

Estos relatos desempeñan, en cierto sentido, la función de lo que en Platón acostumbramos a llamar la «teoría de las ideas»: un mundo original, es decir, ideal, maravilloso, y luego una caída inicial, la realidad como imitación de un original del que nos hemos apartado.

Y, sin embargo, en la Escritura el principio, el principio de los principios, no es una guerra, sino una Palabra. Esto también es una proyección posterior de la fe histórica de Israel. El pueblo elegido, en su deportación a Babilonia, rodeado de pueblos paganos que poseían una riquísima mitología sobre el origen del mundo y de los dioses, elabora su propia narración cosmogónica; y, así como su relato estuvo marcado por la Palabra – y, en particular, por las «diez palabras», o «decálogo», con las que se completa el éxodo o salida de la esclavitud de Egipto y el pueblo se compromete a mantener la libertad que Dios le ha dado –, así se retroproyecta desde el principio hasta esas diez palabras, que se convierten en los diez «Dios dijo» con los que se hizo el mundo. La narración de los siete días significa precisamente la actual no observancia del sábado en la dispersión del exilio, el riesgo de la pérdida de la propia memoria histórica, de la propia identidad como pueblo; de ahí una narración que lo celebra y lo consagra: se celebra lo que no está, se recuerda y se vuelve a proponer.

Resulta muy interesante ver las diferencias entre los relatos bíblicos de la creación y los relatos contemporáneos de otras civilizaciones, que también se recogen en la obra de Miles ya citada. En particular, en los relatos bíblicos no hay ninguna guerra inicial, ningún enfrentamiento entre un principio bueno y otro malo, entre un dios o dioses buenos y otros malos. Ninguna lucha entre un principio masculino y otro femenino marca el comienzo y la génesis del mundo. Y si en todas las civilizaciones la divinidad masculina es el sol y la femenina la luna, en los relatos bíblicos no es el cielo, masculino, el que fecunda la tierra, femenina, con la lluvia o la semilla divina, sino que sólo un Verbo crea y establece las cosas. En el principio, precisamente, está la Palabra, no la guerra. Y es una Palabra de alianza.

Del lenguaje a la antropología

La referencia a la Palabra nos conduce al lenguaje y a su función constitutiva de comunión entre los hombres y, por tanto, de superación de la dinámica de la violencia como horizonte insuperable. «Para acceder al universo del sentido, el hombre debe renunciar a la pretensión de imponer su propio sentido al universo»[4]. Sólo podremos acceder a un sentido común del mundo si somos capaces de renunciar a nuestra propia cosmovisión y, por tanto, a un lenguaje que hable en términos contrapositivos. Es notable, por otra parte, que sea Alain Supiot, abogado laboralista, es decir, un profesional que desarrolla su trabajo en un mundo de oposiciones radicales entre una parte fuerte y otra débil, quien proponga esta perspectiva para recuperar el primer bien común, el del lenguaje, para reconstruir la dimensión comunitaria del vivir.

El acceso al lenguaje, propio del hombre, es de hecho también la posibilidad de la apertura al delirio, ya que el lenguaje o el habla sólo es comprendido por aquel que lo pronuncia, que permanece encerrado en su propio yo o mundo interior. En griego, esto se llama «idiotismo», pues el término idiotes designa lo privado, el que nunca accede a la dimensión de lo público, lo común. «Un hombre alienado es aquel que, enjaulado en su propia visión del mundo, está ajeno al sentido que los demás hombres dan al mundo y, por tanto, es incapaz de comunicar esa visión»[5]. En este sentido, la institución de la Palabra es lo mismo que la institución de la razón: es una conquista frágil con respecto al posible delirio en el que podemos vernos envueltos. Al fin y al cabo, logos significa precisamente tanto «palabra» como «razón».

«La heteronomía del lenguaje se impone, pues, a todos; es una condición de la discusión, y como tal no puede ser cuestionada»[6]. Por eso, en el Crátilo, Platón habla del legislador del lenguaje como de lo más raro que se puede encontrar entre los hombres, semejante a un tejedor que reproduce en cada nombre la forma adecuada a cada cosa[7]. Podemos darnos cuenta de ello cuando hablamos de temas extremadamente controvertidos – como la familia, el nacimiento, el estado civil de las personas, la muerte –, es decir, las perspectivas actuales de la biojurídica. ¿Qué quiero decir cuando digo «familia», o «niño», o «marido»? El lenguaje común es la condición previa para el bien común, para ese bien común que es la ley.

Esto nos lleva directamente a la función antropológica de esa palabra que es el «derecho»[8] como técnica de prohibición. Es «una técnica, porque su sentido no está encerrado en la letra de un texto sagrado e inmutable, sino que procede […] de fines que le son asignados desde fuera, por el hombre: fines humanos, no fines divinos. Una técnica de prohibición, pues, porque en las relaciones que cada uno de nosotros mantiene entre sí y con el mundo, interpone un sentido común que nos sobrepasa y nos vincula a todos, haciendo de nosotros, individuos, meros eslabones de la cadena humana»[9]. Apartarse de esta prohibición implica «desfondar» nuestro ser; guardarla, en cambio, nos permite «fundarlo».

«La lengua, la costumbre, la religión, la ley, el rito son normas fundadoras del ser humano, necesarias para asegurarle la existencia de un orden, para darle la posibilidad de inscribir en él su propia acción, incluida la de impugnarlas»[10]. En efecto, puedo impugnar cualquier cosa, pero permaneciendo dentro del lenguaje hablado por todos; es decir, no puedo salir del sentido de la palabra, que es aquello a lo que se refiere el orden común.

El derecho es una técnica, pero una técnica muy especial: a diferencia de otras técnicas, en efecto, presupone sujetos, y no meros objetos, y los establece como tales, los funda en su subjetividad, reconociéndola. Por eso los aleja de la posibilidad de ser objetos de los que otros puedan disponer, es decir, los libera de la violencia siempre latente y posible. Este es el valor del constitucionalismo moderno, que no aparece en absoluto después de la cosificación del hombre por los regímenes totalitarios: el artículo 1 de la Constitución alemana y el artículo 2 de la Constitución italiana son expresión de ello. La palabra de la ley, como la palabra de Dios, de la que es una secularización evidente, realiza lo que dice, creando un mundo.

Aspectos fundacionales de la antropología

El punto de partida del derecho es, pues, la antropología constitutiva del hombre[11], que, además, repropone en términos adecuados el sentido de la lección clásica, no sólo cristiana sino también pagana, del derecho natural, que se enriquece así con significados no sólo metafísicos sino también psicoanalíticos.

En efecto, «todos debemos aprender a inscribir en el universo del sentido el triple límite que circunscribe nuestra existencia biológica: nacimiento, sexo y muerte. El conocimiento de estos tres límites es al mismo tiempo el aprendizaje de la razón. Dar sentido al nacimiento […] significa […] comprender la idea de causalidad. Reconocer nuestra naturaleza sexual es comprender que sólo encarnamos una mitad del género humano, que necesitamos la otra, y a través de ello comprender la idea de diferenciación, aprender a relacionar la parte con el todo. Introducir la idea de muerte significa reconocer que el mundo seguirá existiendo después de nosotros, que nuestra vida está sujeta a una instancia que nos sobrepasa, y a través de ello comprender la idea de norma»[12].

Este proceso no es inmediato para nadie, y puede no ser fácil, pero conduce precisamente al descubrimiento de nuestra humanidad, que es una humanidad finita, no imaginaria, sino real, como lo son nuestros cuerpos y nuestra historia. Dar sentido a la propia historia, o hacer las paces con ella, puede requerir un gran esfuerzo, y en cualquier caso exige alejarse de la lógica, propia de los niños, del principio del placer, para el que la realidad es lo que yo deseo que sea, y pasar al principio de lo real, para el que el sentido del mundo es el que es, y yo no puedo conferirlo. Por cierto, esto es precisamente lo que muchas personas no consiguen, permaneciendo prisioneras de sus propios delirios y, por tanto, ejerciendo la violencia, incluida la violencia de género. De hecho, nuestra historia también puede estar marcada por amores ofrecidos y no correspondidos, o por expectativas o pretensiones no correspondidas.

El mismo principio se aplica a la afectividad y la sexualidad: vivirla sana y plenamente es un proceso de aprendizaje, frente a falsas emociones o sugestiones, es decir, falsas representaciones de la realidad. En efecto, el sexo es una dimensión profundamente humana de la existencia, que exige aprender un sentido y una razón. Lo mismo puede decirse – manteniéndose en la misma línea, aunque sean realidades tan aparentemente distantes – del dolor y de la muerte, así como del propio nacimiento y, por tanto, de la historia personal y familiar: se trata de aprender a habitar esas experiencias dándoles un sentido, el verdadero, en medio de una espesura o laberinto de otros posibles falsos sentidos.

«Nuestra libertad viene dada originariamente por nuestro ser y sus límites. Nadie configura su conciencia arbitrariamente, sino que cada uno construye su propio yo a partir de un yo que nos ha sido dado. No sólo los demás son inasequibles para nosotros, sino que nosotros también somos inasequibles para nosotros mismos»[13]. La reflexión sobre el lenguaje y la ley – elementos propios del hombre – nos conduce al plexo teórico fundamental, la libertad del hombre, que, paradójicamente, accede a la autonomía, es decir, se hace libre, sólo introyectando el límite – o la prohibición – inscrito en su ser en el mundo. «Porque no hay identidad sin límites»[14]. Aprender el límite es la institución de la libertad y, por tanto, la salida de la violencia.

El patriarcado: una cuestión jurídica

Por eso es indispensable la acción jurídica – en primer lugar del legislador, pero también de los juristas, y de los jueces en particular – para afirmar, desarrollándolos desde los pliegues de la Constitución, esos principios de igualdad y libertad que obligan a todos, en esa labor de continua transformación de la sociedad en comunidad organizada y constituida según valores, que es precisamente la labor del derecho. De hecho, existe un círculo virtuoso entre el derecho y la sociedad, en el sentido de que uno influye en la otra, por lo que leyes más atentas a las mujeres y a sus necesidades – que pueden ser mejor comprendidas por ellas que por sus homólogos masculinos – contribuirán a una sociedad realmente más justa y libre de violencia. Un ejemplo interesante de esto puede ser una reciente ley española por la que se concede a las mujeres, cuando tienen el ciclo menstrual, el derecho a quedarse en casa, sin dejar de cobrar: probablemente en el pasado hubiéramos sido menos sensibles a estas cuestiones, atrapados en una mentalidad efectivamente masculina, o machista.

En este sentido, el patriarcado puede ciertamente seguir existiendo como mentalidad, como práctica, como (des)valor generalizado; en este sentido, como ya hemos dicho, esto repercute en el derecho, pasando del país real al jurídico, y será tarea de este último, especialmente a través de la legislación y la jurisprudencia, remodelar el país real sobre el modelo constitucional.

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Sin embargo, podemos observar que, al menos en dos ejemplos especialmente relevantes, no puede decirse que el patriarcado, que por su propia naturaleza aparece macroscópicamente en las instituciones de la filiación y el matrimonio, exista legalmente en un país como Italia, por ejemplo (y que se observa también en otros países). En efecto, la Ley 194 de 1978, de interrupción voluntaria del embarazo, no prevé en modo alguno la intervención del padre del concebido en la decisión sobre el aborto: el antiguo ius sublevandi del derecho romano arcaico queda enteramente en manos de la mujer. La ley de divorcio tampoco prevé ningún favor iuris en manos del marido, precisamente porque está excluido del principio de igualdad.

De nuevo, yendo al terreno de la mentalidad y no de las leyes, no podemos dejar de observar que el movimiento que ha atravesado todo el mundo occidental desde finales de los años sesenta ha sido esencialmente una impugnación del principio de autoridad, es decir, del padre como tal. La figura paterna, indicada freudianamente con la expresión das Vatertum, ha sufrido una radical reducción, tanto en la familia como en la sociedad, en todas sus encarnaciones: la escuela, la ley, la Iglesia, Dios mismo como princeps analogatum. La paradoja a la que asistimos es precisamente ésta: persisten en nuestra sociedad formas de posesión patológica de la mujer por parte del hombre, o el patriarcado como mentalidad y práctica, y sin embargo es evidente una crisis endémica del modelo masculino en su identidad y valores. Recuperar esta realidad significa recuperar la verdad de las relaciones humanas, recuperar la dignidad y la libertad tanto de las mujeres como de los hombres, y redescubrir la alianza entre los sexos constitutiva del ser humano.

Redescubrir la alianza

Reconstruir la alianza, rota en la historia que vivimos y narrada por el mito originario de la guerra, supone recuperar un tercero que la establece y garantiza: de nuevo, la palabra de la ley, lo mejor de nuestra cultura y herencia occidentales. Al fin y al cabo, es la ley, y por tanto el juez, como tercero de las partes en conflicto, lo que las constituye en una relación simétrica, enderezada respecto a las distorsiones de los intereses contrapuestos y las perspectivas divergentes. En la parábola evangélica del «hijo pródigo» (cfr. Lc 15,11-32)[15], los dos hermanos están en disputa, y no consiguen entrar en una relación sanada precisamente porque no conocen a su padre, cuya figura intercambian o por la del dinero o por la del amo: de nuevo, se trata de una cuestión de palabras, o de lenguaje. Por lo demás, el relato queda abierto, sin llegar a un final, o a una reconciliación que, siendo posible, no se hace explícita.

Igualdad es la traducción jurídica de lo que dice San Pablo: «ya no hay judío ni pagano, esclavo ni hombre libre, varón ni mujer, porque todos ustedes no son más que uno en Cristo Jesús» (Gal 3,28). Ese eis, que aquí se traduce como «uno», no indica unidad numérica, sino unidad de género. Es una palabra totalmente contracultural, porque el mundo antiguo experimentaba profundas diferencias, considerándolas absolutamente naturales, y, aunque inventó el término «democracia», ciertamente no la realizaba, al menos en la forma en que la concebimos hoy, estando el poder político dominado por un pequeño grupo de terratenientes varones optimo iure. Realmente el polemos era consustancial.

Así, el cristianismo, como la levadura en la masa (cfr. Mt 13,33; Lc 13,20-21), transformó la sociedad que llamamos antigua, y desde entonces, según la lección de Hegel, la libertad pertenece a todos, porque a todos se les da el Espíritu, y tanto el judío como el griego, el esclavo como el libre, el hombre como la mujer son dignos de la sangre de Cristo[16]. Así, en Occidente, el derecho, alimentado por la reflexión griega y sobre el esqueleto de aquella gramática social elaborada por los romanos, se cargó de nuevos contenidos. La reflexión sobre la violencia de género sería impensable sin esta aportación. De hecho, no se planteó así entonces, pero sí hoy, en un mundo que olvida el cristianismo. La alianza – concepto típicamente veterotestamentario – cumplida en Cristo, que es la alianza nueva y eterna, remodela las estructuras mismas de la sociedad. Baste pensar en lo que supuso la elaboración de la institución jurídica del sacramento del matrimonio: la liberación de la mujer, que pasó de estar a disposición del padre primero, o del marido después, como ocurría esencialmente en el derecho germánico, a ser objeto de un consentimiento libre y personal. Del mismo modo, el esfuerzo de la Iglesia – casi nunca plenamente exitoso – por imponer la monogamia, sustancialmente dirigido a limitar la libertad sexual masculina, llevó a la mujer a un papel superior al de mera concubina.

Conclusión: el derecho no basta

El derecho es una técnica social, aunque muy especial en comparación con otras, y figura entre los mejores frutos de nuestra civilización. Sin embargo, no queremos caer en el error de Rousseau: la educación, las reformas y las intervenciones de un poder ilustrado bastan para sacarnos de la violencia entre nosotros. Es una forma subrepticia de decir que el hombre no necesita un Redentor, ya que puede redimirse a sí mismo. Sería repetir la historia del barón Münchhausen, que quiso salir del pantano tirándose de los pelos.

La violencia que está en nuestras manos, los «amores tóxicos», como se les llama, las distorsiones de una mentalidad marcada todavía por la utilización del cuerpo de las mujeres exigen ciertamente una acción a muchos niveles. Pero sólo pasando de la palabra de la ley – el tercero que establece y es garante de los súbditos – a la Palabra, que es la alianza entre Dios y el hombre (de la que la primera es una secularización) aprenderemos a reconstruir esa alianza entre hombres y mujeres que hoy parece más indispensable que nunca. Con esa Palabra volvemos a entrar en el paraíso perdido, la relación original entre el hombre y la mujer como iguales en dignidad, diferentes y complementarios, que el cono de sombra de nuestra historia ha oscurecido.

Las «historias del pecado original», como se las llama, siguen en el texto bíblico a las de una creación original en la que todo es muy bueno, un paraíso perdido, nunca vivido históricamente, pero ahora reabierto. El presente es la guerra de una fraternidad rota, de relaciones que nacen torcidas, deformadas por la violencia que habita en nuestros corazones: también el amor, como toda realidad humana, necesita ser redimido. El texto bíblico nos abre al futuro, sacándonos de los bajíos de nuestra historia, que aprendemos a habitar activando todas nuestras capacidades humanas en respuesta a esa Palabra original.

  1. Cfr. R. Miles, Chi ha cucinato l’ultima cena? Storia femminile del mondo, Roma, Elliot, 2009, 81.
  2. Heráclito, Fragmento 53.
  3. San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica Mulieris Dignitatem, nº 10, subraya que liberarse de las consecuencias del pecado original es un desafío permanente en las relaciones entre hombres y mujeres.
  4. A. Supiot, Homo juridicus. Saggio sulla funzione antropologica del Diritto, Milán, B. Mondadori, 2002, 26.
  5. Ibid.
  6. Ibid., 27.
  7. Cfr. ibid., 38. La lengua, en efecto, es el primer recurso dogmático al que accedemos.
  8. Supiot utiliza el término «derecho» en mayúsculas para distinguirlo del derecho entendido como la suma de derechos individuales garantizados por una ley inmutable.
  9. Ibid, 19. El eslabón es aquí una bella metáfora que el autor utiliza para indicar el paso de lo individual, es decir, de lo que ya no es divisible, desligado, absoluto, al vínculo constitutivo de unos con otros, sin el cual la sociedad no puede existir.
  10. Ibid., 27.
  11. Desarrollamos de manera más extensa estas reflexiones en nuestro libro Elementi di antropologia giuridica, Nápoles, Edizioni Scientifiche Italiane, 2010.
  12. A. Supiot, Homo juridicus…, cit., 28.
  13. Benedicto XVI, Caritas in veritate, n. 68.
  14. A. Supiot, Homo juridicus…, cit., 18.
  15. Esta parábola es otro ejemplo de fraternidad bloqueada, e inevitablemente sigue siéndolo, si no se accede a la figura del padre como institución de la fraternidad, que se revela como una relación de tres y no de dos.
  16. «Entre las tres religiones del libro, el cristianismo en su versión occidental es, pues, la única que ha conferido plenamente a los individuos la calidad de sujetos, que según la tradición musulmana sólo pertenece a Dios y según la tradición judía pertenece, en la Tierra, exclusivamente a Israel» (A. Supiot, Homo juridicus…, cit., 40).
Ottavio de Bertolis
Sacerdote de la Compañía de Jesús, actualmente es el capellán de la Sapienza Università di Roma. Es autor de numerosas publicaciones sobre Filosofía del Derecho y espiritualidad, que representan sus principales intereses. Entre ellas: Elementi di antropologia giuridica (Esi, 2010); L'ellisse giuridica (Cedam, 2011); La moneta del diritto (Giuffrè, 2012).

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