PSICOLOGÍA

La soledad de los jóvenes

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Introducción

Frente al proceso de envejecimiento de la población que viven muchos países del mundo ¿podemos nosotros, esta aplastante mayoría de adultos, comprender el universo mental, las expectativas, los problemas de esta minoría de jóvenes, que vive las contradicciones e incertidumbres de un sistema que, considerado en su conjunto, ni siquiera existía cuando nosotros, los ancianos, teníamos su edad? Suena extraño, pero nuestra juventud era tan diferente de la suya. Sus fragilidades no son sólo las nuestras: son más, y diferentes; sus perspectivas son más tristes que las nuestras, porque nosotros vivimos nuestra madurez durante los años ochenta y noventa, en el hedonismo del que se hablaba y en un mundo que era más fácilmente inteligible, menos complicado; su mundo interior y exterior es sólo parcialmente comprensible desde nuestra propia experiencia.

Y esto hace extremadamente difícil intentar reflexionar sobre el hecho de que los jóvenes, estos últimos llegados al escenario de la vida, luchan por encontrar un lugar en el mundo, por orientarse en él. Privados de fe por el propio mundo que les rodea, parecen perderse: cargan con el peso, al fin y al cabo, de nuestra herencia. Nos vemos inducidos a volver a proponerles nuestras experiencias, los modelos que teníamos, acertados o equivocados; pero éstos eran modelos para aquel mundo, el nuestro, y ya no para el suyo, precisamente porque todo cambió, muy deprisa, y nos llevó por caminos que muy pocos podían prever. Y ahora, tanto nosotros como ellos nos encontramos en un callejón sin salida: nadie sabe exactamente qué camino tomar, y esto proyecta una sombra, una especie de hipoteca sobre toda investigación, predicción y programa.

El fin de los grandes relatos

La caída del Muro de Berlín en 1989 sigue siendo un hito que difícilmente podemos ignorar. Ella significó el colapso de las ideologías: los partidos políticos de muchos países cambiaron de nombre y así instituciones que eran por naturaleza convocantes acabaron perdiendo el pegamento que no sólo las mantenía unidas, dando un sentido más o menos cierto a su acción, sino que también atraía a nuevos reclutas y los empujaba a continuar la labor de sus predecesores. Los padres tenían hijos, y los hijos continuaban su obra; esta continuidad de vida es sumamente importante para crear identidad, cohesión, confianza, que, por el contrario, se han vuelto, en general, opacas en nuestra época contemporánea, al menos en Occidente.

Añádase a ello el derrumbe de la práctica religiosa y el verdadero vacío o salto en la transmisión de la fe, que, por otra parte, es anterior a 1989. No es ningún misterio que, para la inmensa mayoría de los jóvenes, las iglesias son no-lugares, a los que se entra como a un bar, habiendo perdido todo conocimiento del sentido mismo de lo sagrado. Son lugares extraños, en los que no se sabe muy bien qué hacer. Es cierto, y es muy significativo, que en general ni siquiera hay hostilidad: el mismo ateísmo «científico» y el anticlericalismo de bandera son narrativas fuertes, que pueden haber pertenecido a generaciones anteriores, pero de las que hoy pocos serían capaces. Hemos creado un mundo que no es ateo, sino, descriptivamente hablando, «sin Dios» (gottlos), ya que de hecho no suele habitar en la literatura, el cine, los periódicos, la televisión, las canciones o las redes sociales, representaciones del mundo que reflejan precisamente cómo nos percibimos a nosotros mismos y orientamos nuestra existencia. Con todo, no podemos olvidar que existen, incluso entre los jóvenes, numerosas historias de auténtica recuperación de la fe: cualquier sacerdote que sepa escucharlas podría contar episodios muy reconfortantes.

Si las asociaciones juveniles de los partidos políticos, o en todo caso relacionadas con ellos, han experimentado una cierta contracción, lo mismo puede decirse, mutatis mutandis, del mundo eclesial: si ya desde los años sesenta el asociacionismo católico clásico ha comenzado a experimentar un fuerte declive, hoy los mismos movimientos que hasta hace poco parecían constituir un recurso inesperado y, al menos para algunos, el futuro de la Iglesia, parecen haberse reabsorbido según modalidades más suaves de su pensamiento y de su propuesta. Al fin y al cabo, todos ellos eran expresiones – del mundo laico o católico – de un pensamiento fuerte o al menos bien estructurado, que tomaba la forma de reflexiones alimentadas por un sólido contenido cultural, apoyadas en una escuela robusta y en referencias significativas, ahora sustituidas en gran medida por un pensamiento débil, no sólo en el sentido filosófico, sino también en el mediático: el like en su evanescencia ha sustituido a la pertenencia; la plaza y el debate se han vuelto virtuales, breves y esloganescos, y se consumen en el espacio de unos segundos, mientras que el tweet sustituye al argumento. El precio de todo esto es la multiplicación de infinitos pequeños yoes narcisistas, inflados sólo por una apariencia que cubre la nada.

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Es cierto que «la cultura posmoderna […] exalta la emoción, el eslogan gritado, se burla de la susceptibilidad y deprime el pensamiento reflexivo»[1]. Es necesario recuperar el gusto por la cultura auténtica, por el pensamiento articulado, espejo de una realidad compleja. Esta invitación podría extenderse a dimensiones mucho más amplias. El desarrollo de la personalidad, el crecimiento, y por tanto la alegría, pasan también por este camino, y los propios jóvenes lo saben, y lo desean: lo que les atrae es más, no menos, y pensar más es una anticipación de vivir más. Bajar la vara, en la escuela como en las propuestas – laicas o eclesiales – de nosotros los adultos, parece más cómodo, pero es una traición, y en el fondo un fracaso de nosotros mismos como adultos; y debemos tener el valor de reconocer que eso es lo que hemos hecho. Por el contrario, una disposición al heroísmo, a realizar grandes cosas, superiores a las propuestas de los adultos y de su mundo, es propia de la juventud; Jean Piaget habla incluso de un «misticismo» adolescente[2]. El impulso vital que recorre y desborda sus cuerpos y sus mentes exige no ser negado ni aplastado: eso sería envejecerlos prematuramente, es decir, matarlos espiritualmente.

Un mundo que se desmorona

El estar juntos, que es propio de la humanidad y en particular de los jóvenes, parece haber sido en gran medida redimensionado: el «ser juntos», en el sentido fuerte del término, está siendo sustituido, si acaso, por el «estar con», que es algo menos, porque no va más allá de la perspectiva individualista, que es, por otra parte, propia del mundo adulto. Permanecemos cerca, pero no juntos; podemos hacer cosas, bailar como ir al estadio, incluso hacer voluntariado, o incluso rezar, pero al final del día permanecemos casi siempre cada uno por su lado, partículas aisladas que luchan por salir de su propio yo. En cada clase hay una lista de correo, cada profesor tiene su propia página web donde sube sus diapositivas, pero a los chicos les resulta difícil estudiar juntos, y el sentido del cuerpo de una escuela o comunidad académica es aún más difícil de percibir. Hay muchos «buenos chicos», más de los que cabría esperar, pero es extremadamente difícil ofrecerles experiencias continuas, ya sean políticas, culturales o eclesiales, que se basen en un compromiso común y no individual.

Reflexionaremos sobre el papel de lo social en esta realidad, pero no podemos dejar de recordar el trauma – cuyo alcance aún no hemos sido capaces de medir – de la pandemia y el encierro. Las clases a distancia eran indispensables para garantizar la protección sanitaria, y de hecho eran un mínimo necesario, pero el aislamiento de unos y otros, prolongado durante mucho tiempo y provocado por el miedo, se instaló en la mente de los niños como el recuerdo de una guerra, y la reanudación de la normalidad no significó necesariamente para todos salir de esa perspectiva. No eran clases, salvo virtualmente, pero lo virtual no es real. Eran caras, rostros en la pantalla, y allí aparecían juntos, pero en realidad cada uno estaba solo, y la unificación en el vídeo era falaz; si seguían o no las lecciones, si contestaban o no a los exámenes guionizados, es difícil de decir, y todos simplemente pensaban que no se podía hacer de otro modo, haciendo la vista gorda, o ambas cosas, en base a consideraciones más políticas – aun en el sentido noble del término – que verdaderamente pedagógicas.

Puede que este estado de cosas se esté amortiguando, pero mientras tanto las heridas siguen siendo visibles y se suman a la fragilidad propia de su edad y a las hostilidades y durezas de la vida que les han dejado los adultos. Existe sin duda un problema generalizado de fragilidad psicológica, que la pandemia ha exacerbado sobre todo en los jóvenes y los muy jóvenes. En un mundo de aislamiento, los más débiles son aplastados: el acoso escolar ha existido siempre, pero hoy adquiere connotaciones dramáticas. El deseo natural de expandir la propia personalidad impulsa a crecer, a desarrollar el propio potencial; las escuelas en general, y las universidades en particular, lo promueven acertadamente a través del mérito. Sin embargo, la competitividad agresiva y malsana no ayuda, sino que mata[3]. En este sentido, no podemos ocultar una dramática realidad, a saber, el asombroso aumento de los suicidios entre los estudiantes, incluso en los institutos, algo de lo que también se habló en la reunión de rectores de universidades italianas celebrada el año pasado en Padua. El modelo de éxito fácil de los influencers impide convivir con los inevitables fracasos que la vida depara a todos y, en un contexto, como el nuestro, de individualismo exasperado, bloquea la capacidad de resiliencia.

La incapacidad de aceptar el límite, de soportar un rechazo, una confrontación a veces desfavorable para nosotros, en la escuela como en el trabajo, en el aspecto físico como en el cuaderno de examen, no es un problema de los jóvenes, sino de sus padres, o, más bien, de un mundo que hace del ser inteligente una obligación, olvidando aún la realidad, de la que también forma parte la debilidad que habitamos. Hemos quitado a los jóvenes la fe, el sentido de la vida que va más allá de la vida misma, pero también les hemos quitado el sentido de la vida misma, de la realidad y de las proporciones, confundiéndola con nuestros sueños o delirios. En ellos se manifiesta el conflicto con el propio cuerpo, que también habla sin decirlo, en la anorexia o la bulimia, en la geografía que dibujan los tatuajes y los piercings: son todos mensajes que se gritan, y que con demasiada frecuencia encuentran nuestro silencio como respuesta. No podemos confiar la vida de nuestros hijos a los psicofármacos, antidepresivos y ansiolíticos, hoy ampliamente consumidos incluso por menores, y muy a menudo por imitación: la química no resuelve los problemas íntimos, y crea nuevas adicciones. No se habla mucho de ello, pero es una realidad que todo el mundo puede constatar a diario, incluso en lo que antes se llamaban las «mejores familias». Desde luego, no afecta a todo el mundo, pero sí a un número cada vez mayor de jóvenes, e incluso a los más jóvenes.

El mundo de los afectos

El desmoronamiento del mundo, el desmoronamiento de los grupos en el aislamiento de los individuos, la lucha por salir del propio caparazón reverberan y se prolongan en la experiencia misma del amor. Si los sitios de citas se multiplican, es un claro indicio de que uno no se encuentra realmente: uno espera hacerlo, pero no lo consigue, porque, de nuevo, un encuentro virtual no sale de la falsedad de una identidad que no es real, sino construida, de una imagen de sí mismo que no es la propia verdad. Además, si los padres, que son nuestra primera imagen del mundo y de sus posibilidades, no mantuvieron una relación constante, es decir, no habitaron un amor fuerte y estable, no es psicológicamente concebible que los hijos puedan hacerlo.

«Nosotros amamos porque Dios nos amó primero» (1 Jn 4,19): esta afirmación joánica no es sólo teológica, sino también antropológica. El amor no se aprende en un libro, ni siquiera es un deber que deba cumplirse a cierta edad, sino que sólo se aprende experimentándolo en la propia piel, y siempre de otro que lo inicia primero. Sin esta experiencia, es humanamente imposible entablar una relación estable y profunda que perdure a través de las dificultades, es decir, el amor mismo. Para demasiados, esto se convierte en un deseo invencible, continuamente frustrado por la supuesta imposibilidad de conseguirlo realmente: después de todo, no es posible empezar a pensar en dos, cuando todo nuestro mundo nos ha enseñado a pensar sólo contando hasta uno, el yo. Debemos admitir que hemos enseñado a nuestros hijos a anteponer el «yo» al «nosotros»; pero el amor es fruto del olvido, de encontrar en el «dos» lo que cada uno tuvo que perder para encontrarse con el otro. Es todo un mundo el que me ha enseñado que mi tiempo, mi espacio, mis deseos, mis ambiciones están antes que tú, y que por tanto eres prescindible. Vienen a la mente estas palabras de la Escritura: «Sacrificarán a sus hijos e hijas a dioses falsos» (Sal 106,37).

También podemos observar que en todos los tiempos y en todas las culturas ha existido siempre un tiempo amoroso de noviazgo, distinto del tiempo del matrimonio. De hecho, esta palabra ha desaparecido en gran medida, porque su realidad misma casi ya no existe. Lo cual es una novedad importante, y es la razón más profunda por la que el matrimonio como tal se desplaza sin plazo, o no es comúnmente deseado: se vive en pareja, aunque la pareja misma no esté aún verificada y madura. No hay que olvidar, pues, el papel que la precariedad laboral y la ausencia de salidas profesionales debidamente remuneradas desempeñan en el favorecimiento de tales situaciones.

La revolución sexual nos enseñó a separar la sexualidad de la fecundidad, y ello condujo inevitablemente a separarla también del amor: una esquizofrenia en la raíz de nuestro yo. Más de cincuenta años después – es decir, en perspectiva, en el transcurso de dos generaciones – podemos comprender realmente el profundo significado de la Humanae vitae, que en su momento no fue comprendida ni aceptada por muchos. Evidentemente, es muy difícil para todos reconocer que estaban equivocados y replantear los términos de nuestra cultura en un sentido más personalista. Y así hemos consumido el presente y nos encontramos con un futuro en peligro.

La teatralización del mundo: las redes sociales

Nuestros ojos ya no ven la realidad, sino una imagen de ella: el hechizo primero del cine, y luego de la televisión, se ha replicado, y ésta es la diferencia epocal que se ha producido, escindiendo el mundo en una realidad, por un lado, y en una imagen, una fantasía, por otro. Así, nuestras vidas se han proyectado dentro de esa misma fantasía, haciéndonos vivir una existencia que no es real, sino encantada, brillantemente coloreada, un cuento de hadas que todos estamos dispuestos a creer. A través de la pantalla del móvil estamos continuamente conectados a una galería de imágenes del mundo que no son el mundo, sino fantasmas, persuasivos y atrayentes, una especie de publicidad no de productos, sino de la vida como producto o mercancía, que nos hacen entrar en ese doble mundo; posteamos, luego somos[4].

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El ser se desdobla: hay una existencia opaca, con una realidad a veces desfavorable para nosotros, con nuestros cuerpos no siempre tan bellos como quisiéramos, con nuestras vidas no siempre exitosas; pero hay otro mundo, un paraíso, el que nos permiten el photoshop y el nickname: una reconstrucción, para uso público, de nuestra imagen, a estas alturas confundida con nosotros mismos. Y es interesante que todos sepamos que no se trata de una identidad, pero nos comportemos como si lo fuera: se podría decir que vivimos en un mundo als ob, «como si», aunque sabemos que no es así. A través de la pantalla, vemos el mundo bajo una luz diferente[5], más deseable, más dorada, más rosada: mi pánico, mi soledad, mi trabajo precario ya no existen. Ahora sólo existe el «yo», que se ha convertido en un icono de sí mismo, fijado en una imagen que lo consagra, lo pinta y lo (re)presenta en una playa, en un día soleado, con un drink[6]: todo el mundo puede convertirse en actor, y en cierto sentido lo es. Uno puede representarse a sí mismo ante sí mismo, y luego presentarse así ante los demás, sabiendo al mismo tiempo que se está fingiendo, que uno se está convirtiendo en la estrella de un sistema inventado por nosotros mismos, por nuestro propio cine. Es el malentendido, ya denunciado por los pintores del Renacimiento en sus tratados[7], pingo-fingo: la pintura es una ficción, y no la realidad; adquiere dimensiones insólitas, absolutamente nuevas en Occidente[8].

En este mundo de partículas aisladas, es necesario desconectar el pensamiento para sobrevivir; encender el móvil y conectarse para no sentir el vacío, porque detrás de esta pantalla todos están al abrigo de un mundo indiferente u hostil: los likes nos reconfortan, no hay enemigo, y cada uno puede decir lo que quiera, al abrigo de cualquier consecuencia[9]. Afortunadamente, los mismos iconos del mundo juvenil, como Jannik Sinner, advierten a menudo contra tales comportamientos, aunque sus llamamientos sean inmediatamente reabsorbidos por lo efímero que constituye estructuralmente este mundo. Es necesario aprender a utilizar estos modos de comunicación, se requiere una auténtica educación: el lassez faire, lassez passer también es destructivo en este ámbito y crea muchas víctimas. A este respecto, parecen muy pertinentes las palabras de Luigi Zoja: «Después de la muerte de Dios, la muerte del prójimo es la desaparición de la segunda relación fundamental del hombre. El hombre cae en una soledad fundamental. Es un huérfano sin precedentes en la historia»[10].

Hacia una reconstrucción

Hay que admitir que el mundo ha sido deconstruido por el individualismo, propio de toda la cultura occidental y llevado ahora a consecuencias verdaderamente radicales en el mundo virtual en el que vivimos: desde las estructuras históricas de nuestra sociedad, con instituciones políticas y sociales en las que cada vez se cree menos, hasta el propio cuestionamiento de la familia y de las relaciones estables. Por primera vez, los jóvenes de los años sesenta disfrutaron de una circunstancia histórica singular: la deslegitimación de sus padres y de lo que habían construido en nombre de una renovación o actualización para la que todo era prescindible, como si fueran los primeros en habitar el mundo y darle sentido. Muchos experimentos han resultado ser fracasos, tanto en el mundo secular como en el eclesial; pocos parecen haber tenido el valor de admitirlo, y los errores, por desgracia, los han pagado otros. Habiendo perdido así el sentido de la continuidad histórica y el tesoro de la experiencia pasada, estas personas han podido beneficiarse de una prolongación de la misma vida física, que les ha permitido quemar a las generaciones siguientes, dejadas a la postre, por así decirlo, sacrificadas a lógicas de celos y envidia: los mediocres han sabido aprovecharse de ello, pero esto ha empobrecido no poco a nuestras comunidades. La precariedad del trabajo, que obliga a muchos a no poder pensar en su futuro; la «fuga de cerebros», que disipa nuestras mejores fuerzas; las propias perspectivas de una Tercera Guerra Mundial a pedazos, que amenazan con hacerse cada vez más grandes, enmarcan un paisaje que parece verdaderamente sombrío.

Sólo rompiendo la dinámica regresiva de nuestro propio narcisismo, aprendiendo a dar cabida y a enfrentarnos a la realidad en sentido estricto, y a los demás con sus expectativas, necesidades, dificultades, podremos esperar empezar a salir de ese impasse o sombra a la que aludíamos. Esto implica necesariamente recuperar el sentido de la palabra, como representante de la res externa a mí, y no de las proyecciones de mi ego, mis imágenes del mundo y mis delirios. La palabra, que no por casualidad en las narraciones bíblicas se sitúa al comienzo, como principio de orden en el caos del mundo, es estructurante, y hace frente a una deconstrucción siempre abierta y posible como la que estamos viviendo. Esto constituye también el sentido de la experiencia de los adultos, como autoridad no autoritaria, encargados de entregar a sus sucesores en la cadena de la vida un itinerario de realización auténtica y plena. Al principio, está siempre la escucha: de la palabra de los demás, de la Palabra, que es Cristo, camino, verdad y vida, proclamada por la Iglesia y celebrada en los sacramentos, alianza verdadera y eterna para cada generación, incluida la nuestra.

  1. M. Delpini, Autorizzati a pensare. Visione e ragione per il bene comune, Milán, Centro Ambrosiano, 2018, 9.

  2. El académico observa que «los sistemas o planes de vida de los adolescentes están llenos de sentimientos generosos y altruistas o de fervor místico, y llenos de megalomanía consciente y egocentrismo» (J. Piaget, Lo sviluppo mentale del bambino, Torino, Einaudi, 1967, 75).

  3. Cfr. M. J. Sandel, La tiranía del mérito. ¿Qué ha sido del bien común?, Debate, 2020. El autor observa que la ideología del mérito, y no el mérito como tal, acaba por culpabilizar a los que no tienen éxito, sin saber cómo tratar las desigualdades de partida. Además, es significativo que el mismo lenguaje escolar se clone ahora del lenguaje económico, mostrando así un aplanamiento evidente del alumno a la dimensión cuantificadora y evaluadora, por tanto económica, de su performance: beneficio, rendimiento, créditos, deudas.

  4. Un grupo alemán, ok.danke.tschüss, expresa este sentimiento, sobre todo entre los jóvenes, en una letra bastante significativa cuyo título es precisamente Ich poste, also bin ich («Yo posteo, luego existo»).

  5. El grupo arriba mencionado afirma: «A través de la pantalla ves el mundo bajo una luz diferente».

  6. Schau mal: ich bin am Strand («Mírame, estoy en la playa»). Schreib mal in die Kommentare, aber bitte ruf nicht an («Escribe en los comentarios, pero por favor no me llames»). El aislamiento, la soledad, son coextensivos con este mundo, le pertenecen estructuralmente. El texto continúa así: Doch von über 1000 facebook Freunden hab ich keinen ja gesehen («Pero de los más de mil amigos de facebook, nunca he visto a ninguno»).

  7. Cfr. P. Legendre, Della società come testo. Lineamenti di un’antropologia dogmatica, Turín, Giappichelli, 2005, 150.

  8. Además, el derecho, con la creación de la persona jurídica, ya había sentado las bases de esta escisión del mundo, siendo la persona jurídica una entidad que no existe en la naturaleza: una invención perteneciente al mundo cristiano, que tiene su princeps analogatum en la Iglesia como cuerpo místico de Cristo, tan real como el creyente individual. Así, Sinibaldo Fieschi, que llegó a ser papa con el nombre de Inocencio IV, llegó a la creación de un sujeto artificial, una persona ficta, que sólo existe en el mundo del derecho, pero que aquí tiene una existencia perfecta e independiente: cfr. P. Grossi, L’ordine giuridico medievale, Roma – Bari, Laterza, 1996, 221.

  9. La letra de la banda alemana continúa: Ich will nicht hören was mein Kopf denkt. Er denkt mich ins Grab («No quiero escuchar lo que piensa mi cabeza. Me lleva a la tumba»); Er ist nur still, wenn ich ihn ablenk. Darum lenk ich ihn ab («Ella, mi cabeza, sólo calla cuando la desprendo. Por eso la distraigo»); Es ist 4 Uhr in der Nacht, und ich bin noch wach. Ich schalt dich ein und ich schalte ab («Son las cuatro de la mañana y todavía estoy despierto»). Ich schalt dich ein und ich schalte ab’; Hinter diesem Bildschirm kommt keiner an mich ran. Endlich mal ein Ort, an dem ich alles sagen kann («Detrás de esta pantalla nadie puede llegar hasta mí: por fin un lugar donde puedo decirlo todo»).

  10. L. Zoja, La morte del prossimo, Turín, Einaudi, 2009, 13. El autor ve la muerte del prójimo precisamente en el mundo virtual, en las imágenes que sustituyen a la realidad.

Ottavio de Bertolis
Sacerdote de la Compañía de Jesús, actualmente es el capellán de la Sapienza Università di Roma. Es autor de numerosas publicaciones sobre Filosofía del Derecho y espiritualidad, que representan sus principales intereses. Entre ellas: Elementi di antropologia giuridica (Esi, 2010); L'ellisse giuridica (Cedam, 2011); La moneta del diritto (Giuffrè, 2012).

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