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Instancias internacionales en riesgo

© mathias-reding / unsplash

Instancias internacionales como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) cumplen el sueño del filósofo Immanuel Kant, quien, ya en el siglo XVIII, afirmaba que la paz entre los pueblos no sería posible ni sostenible a menos que las naciones se pusieran de acuerdo sobre instituciones que trascendieran la estricta soberanía de los Estados individuales. Estas instancias internacionales no sólo han contribuido a evitar ciertos conflictos, sino que también han favorecido la limitación de la posesión de armas, especialmente las nucleares. También han apoyado la atención sanitaria de los pueblos, su mejor alimentación, una mayor distribución de la riqueza, la promoción de acuerdos comerciales, intercambios de todo tipo entre culturas y naciones que no podían sino favorecer la conciliación entre los pueblos, la coordinación de las telecomunicaciones y el tráfico aéreo. En 1948, con la Declaración de los Derechos Humanos, las Naciones Unidas repudiaron también por completo los comportamientos inhumanos, como la tortura y otras prácticas contrarias a la dignidad humana, que se presentaron claramente desde el principio como una referencia indispensable. La creación de la Corte Penal Internacional (CPI) en 1998 en Roma, con sede en La Haya, encargada de juzgar a los acusados de genocidio, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra, complementó adecuadamente estas instituciones, aunque sólo 124 Estados de los 193 miembros de la ONU que la habían firmado han ratificado el Estatuto de Roma.

Críticas justificadas

Por supuesto, estos objetivos teóricos pueden contrastarse con las tristes realidades de la historia: desgraciadamente, hay que constatar un abismo entre el ideal profesado en su momento y los hechos concretos, pues a pesar de las declaraciones teóricas, las torturas, las guerras, los arsenales nucleares y la carrera de armamentos, las condenas a muerte y las dictaduras no han dejado de proliferar. Es inútil multiplicar ejemplos demasiado conocidos, incluso en la actualidad más inmediata… Por ello, es difícil ignorar todas las misiones de paz que han fracasado, debido a múltiples factores, entre ellos la voluntad política del país o del gobierno de acogida.

También se puede objetar – y no se deja de hacerlo – la burocracia que asumen estas instituciones, costosas financieramente, capaces de mucho palabrerío e ineficaces, bloqueadas por un aparato administrativo invasivo. Por no hablar de un Consejo de Seguridad que representa a los «vencedores» del último conflicto mundial, injusto en su constitución, sobre todo en su duración, pero también bloqueado por ciertas potencias cuando están en juego sus intereses, o los que consideran tales (el «veto» sistemático, que impide cualquier resolución que surta efecto). Y aunque hasta la fecha se han presentado numerosas propuestas de reforma, ninguna de ellas ha logrado resultados satisfactorios.

Es cierto, como señala el Papa Francisco en su exhortación apostólica Laudate Deum (LD) de 2023, que «tantas agrupaciones y organizaciones de la sociedad civil ayudan a paliar las debilidades de la Comunidad internacional, su falta de coordinación en situaciones complejas» (LD 37). Pone como ejemplo el proceso de Ottawa contra la producción y fabricación de minas antipersonales, o incluso las Conferencias sobre el Clima (cfr. parte 4), las 27 Conferencias de las Partes (COP) después del Protocolo de Kyoto en Japón (que entró en vigor en 2005), hasta la última Conferencia en Sharm el-Sheikh en Egipto (2022)[1]. Sin embargo, el Papa añade que, no obstante, es necesario dotar a las organizaciones internacionales «de una autoridad real para asegurar la realización de ciertos objetivos irrenunciables», de los que surgirá lo que él llama «un nuevo multilateralismo» (LD 35; 37).

No hay que tirar el bebé con el agua de la bañera

De hecho, debemos darnos cuenta de hasta qué punto la desaparición de tales instituciones sería un desastre y una regresión de la humanidad[2]. Volveríamos a caer en nacionalismos cerrados en sí mismos, con todos los riesgos de confrontación que conlleva la ausencia de lugares o espacios comunes de discusión y debate. Por eso vale la pena defender estas instancias, reconociendo al mismo tiempo que necesitan urgentemente una reforma profunda y radical. Ahora bien, parece que, más allá de las reformas institucionales y, por tanto, jurídicas (o administrativas), falta actualmente un consenso sobre los valores comunes. Este consenso estaría representado por un acuerdo muy amplio sobre los principios enunciados en la Declaración de los Derechos Humanos. Es cierto que este acuerdo de principio estaría abierto a interpretaciones divergentes; por otra parte, los países de inspiración comunista, así como los definidos como «musulmanes», promulgaron su propia Carta[3], que difería sustancialmente de la de la ONU[4]. A pesar de todo, seguían convencidos, al menos en teoría, de la importancia de la dignidad humana, y sobre todo coincidían en el rechazo de cualquier conflicto abierto (a pesar de lo que se ha dado en llamar la «Guerra Fría»). Esto, sin embargo, no ayudó a evitar los difíciles procesos de descolonización, que conllevaron muchas pérdidas humanas y a veces profundas enemistades entre los pueblos, que han llegado hasta nuestros días, con las aparentemente insuperables acusaciones de «neocolonialismo».

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Ahora bien, todo lleva a pensar que en la actualidad es la falta de este acuerdo o confianza mutua lo que paraliza a estas instituciones internacionales: la crítica que a menudo se hace a los principios de la ONU de ser de inspiración «occidental» (o, digámoslo sin ambages, judeocristiana) surte efecto. Además, numerosos Estados profesan principios calificados de «antiliberales» o rechazan abiertamente toda forma de democracia. Estos Estados ven los regímenes democráticos como algo parecido al mal o al diablo, o creen que el debate, la discusión y el lugar que se da a la oposición abren el camino al relativismo y a la decadencia de la moral, y por tanto a la ruina de las sociedades. Entonces, ¿cómo fundar instituciones internacionales, y sobre qué principios, si se establecen desacuerdos fundamentales, con profundas divergencias, sobre esta cuestión? ¿Cómo cooperar eficazmente, cuando se identifica la Carta de los Derechos Humanos con un origen extranjero (occidental) que no tiene valor para una determinada tradición o cultura?

Causas de la pérdida de confianza

¿Se conocen realmente las causas de esta pérdida de confianza entre los pueblos y los Estados? La crítica ya sistemática a Occidente no es sólo una cuestión de propaganda o de política mezquina, sino que se deriva de un conflicto entre civilizaciones, ya que se culpa de todos los males a esa realidad – insaciable, por cierto – que es «Occidente». Los ecos que nos llegan de países como Rusia, pero también de algunos Estados africanos, acusan a este «Occidente» no sólo de una hegemonía arbitraria, sino sobre todo de haber cometido crímenes imperdonables con el pretexto del colonialismo: este «Occidente» experimentaría una decadencia fatal, que se manifestaría en la aceptación de costumbres inconfesables (homosexualidad, wokismo, deconstrucción de los géneros y los sexos, etc.) o en alimentar diversos conflictos aquí y allá[5]. Ciertamente, uno se pregunta por los modelos de sociedad que ofrecen los opositores, y puede dudar de que sean propuestas creíbles para una civilización alternativa. Sin embargo, lo cierto es que estas críticas a las instancias internacionales, por descabelladas que sean, crean oposiciones entre los pueblos que, a primera vista, parecen insuperables o presagian un futuro poco envidiable.

Por otra parte, se observa que, poco a poco, se producen nuevos acercamientos entre Estados o «coaliciones» de países llamados «emergentes», como los BRICS (Brasil, Rusia, India, China, Sudáfrica y, a partir de enero de 2024, Irán, Egipto, Etiopía, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos). Hay que tener en cuenta que estos países representan una cuarta parte de la riqueza mundial y reúnen al 42% de la población del planeta. No ocultan que quieren fundar un nuevo «orden mundial inclusivo y próspero», ya que están decepcionados con la forma en que Occidente ha gestionado las crisis económicas y financieras, su indiferencia hacia los más pobres durante la epidemia de Covid-19 y, en particular, su incapacidad para distribuir vacunas. Por ello critican a las instituciones financieras internacionales. El actual secretario de la ONU, António Guterres, se hizo eco en parte de estas críticas al admitir que las instituciones actuales «necesitan reformarse para reflejar las realidades económicas y las lógicas de poder contemporáneas». Además, varios países llamados «emergentes», principalmente africanos, se negaron a votar a favor de las sanciones contra Rusia cuando invadió Ucrania en febrero de 2022.

Desde luego, muchos cuestionan la eficacia real de los BRICS, especialmente a la luz de las fuertes divergencias entre los países implicados: ¿cómo podrían países con intereses y visiones tan divergentes constituir una referencia creíble y sostenible? Pero también se puede y se debe considerar que tales críticas a las instancias internacionales representan un reto que hay que afrontar y un signo de un malestar muy profundo hacia las actuales instituciones internacionales. Indican que se ha creado una especie de competencia entre instituciones internacionales que corre el riesgo de aumentar la parálisis y las divisiones actuales en un mundo que pretende ser «globalizado».

Si, a pesar de todo, queremos seguir siendo optimistas, debemos admitir que nos enfrentamos a una insuperable diversidad de culturas o civilizaciones, dado que el mundo actual es multicultural. También debemos admitir que, si bien esta diversidad puede dar lugar a conflictos o malentendidos importantes entre los pueblos o entre las religiones, como ya se ha dicho, tampoco debemos sobrestimar los riesgos ni dejarnos engañar por discursos incendiarios e ideológicos de pura propaganda. A pesar de los excesos, cuya importancia real no debe sobrestimarse, esta diversidad constituye también una riqueza de humanidad que sería muy imprudente querer ignorar, por no decir suprimir, teniendo en cuenta la tentación de los nacionalismos extremos. A pesar de los discursos propagandísticos, la «globalización» no ha borrado en absoluto las diferencias entre lenguas, culturas y tradiciones, aunque contribuya a atenuarlas.

¿Redescubrir el derecho natural?

Sin embargo, esta feliz diversidad no borra lo que constituye la unidad del hombre, de la naturaleza humana. Y, en consecuencia, quizá resurja la idea de un derecho o ley natural: más allá de nuestras diferencias y divergencias, hay un fondo común que nos une. Un núcleo que se descubre más en lo negativo que en lo positivo, o en reglas formulables de este derecho natural[6]: hay actitudes injustificables en las relaciones humanas, hay por tanto actos totalmente reprobables, que, si se plantean, son la negación misma de la humanidad en nosotros. A este respecto, el antiguo Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan (1938-2018), expresó muy bien este destino común[7] cuando dijo que toda madre africana, asiática, europea, americana, toda madre cristiana, budista, musulmana o no creyente, sabe lo que es sufrir al ver a uno de sus hijos torturado, asesinado, burlado o muerto de hambre.

Nos comunicamos a través de nuestros cuerpos sufrientes y sensibles. He aquí, pues, una base común, apta para fundar declaraciones que prohíban, de hecho y de derecho, los comportamientos indignos. Así pues, las diferencias culturales no son tales que puedan borrar lo que nos une y constituye nuestra humanidad común; ciertamente, las culturas pueden manifestar el dolor y el sufrimiento de maneras diferentes y sorprendentes, en ritos y celebraciones característicos de cada una; estas formas pueden divergir mucho en el fundamento de la relación entre el hombre y la mujer en el matrimonio; pero una mirada sagaz sabrá discernir, en estas costumbres heredadas de largas tradiciones, comportamientos en los que cada uno puede reconocerse efectivamente, porque todos y cada uno de nosotros experimentamos lo que significa vivir, amar, ser humillado, sufrir y morir. Sin duda, la idea de fraternidad podría arraigar aquí, aunque, sin admitirlo siempre, una fraternidad presupone una paternidad que es la fuente de un vínculo tan fundamental.

Si bien no hay que subestimar lo que podríamos llamar el carácter negativo de este «derecho natural», también hay que destacar un carácter positivo: todo ser humano es capaz de lenguaje, puede expresar en su propia lengua las emociones, sentimientos, afectos que siente. Este acceso al lenguaje convierte al ser humano en algo completamente distinto de lo que los materialismos dicen de él, porque dicho acceso pasa por una multiplicidad de expresiones: desde el grito ronco de quien se ve afligido por el sufrimiento o la tortura hasta la poesía o el canto en que los pueblos han condensado sus experiencias de amor, soledad, solidaridad, belleza y muerte. Estos concentrados de sabiduría constituyen tantos lugares de encuentro y entendimiento entre los hombres, si se hace un pequeño esfuerzo por escuchar, descifrar, estar atento a la riqueza de las experiencias que así se transmiten.

Esto impide cualquier forma de desprecio o subestimación de los pueblos llamados «primitivos», como ha querido considerarlos cierta filosofía de la Ilustración, tan ensalzada en nuestra época y, sin embargo, ¡tan arrogante frente a los oscurantismos de los que esos pueblos son supuestamente víctimas, y de los que los llamados «ilustrados» han tenido la misión de liberarlos! No hay «buenos salvajes», como tampoco hay «burdos primitivos», sino seres humanos que intentan decirse a sí mismos y a los demás lo que la vida sencilla les hace sentir. Por lo tanto, también son seres de relación y comunicación.

Cristianismo y relaciones humanas

Un cristiano añadiría también que, si esto es así, es porque la humanidad está hecha a imagen de un Dios de relaciones, el Dios trino, cuya esencia está constituida por el intercambio en el amor comunicado y siempre reanudado en un fuego eterno. Un Dios obstinadamente solitario sería un Dios de exclusión, que se niega a comunicarse, que permanece en una soledad inaccesible, por tanto en una trascendencia cruel, capaz sólo de dictar a un profeta su voluntad soberana, ante la cual el hombre no podría hacer otra cosa que someterse. El Dios trino no conoce otra ley que la que vive y se da a sí mismo: una ley de amor y de sobreabundancia en el don, una ley que nos pide que respetemos si queremos ser dignos de él y de su misericordia.

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Por supuesto, ninguna institución humana puede presumir de estar a la altura de ese amor: a lo sumo, puede «significarlo», allanando así el camino a esa actitud de amor, abriendo paso a un Espíritu de amor, porque las instituciones humanas históricas tienen la misión de ayudar a los hombres a reconocerse, en lugar de ignorarse, y mucho menos de combatirse y destruirse. Por tanto, serían siempre demasiado pobres e insuficientes en relación con el Reino anunciado y encarnado por Cristo, pero precisamente porque se saben pobres e insuficientes, son capaces de reformarse y transformarse para responder mejor a su finalidad. Y es evidente que no escapan a tal exigencia las instituciones internacionales, que, más que muchas otras, son signo de que la humanidad está llamada no al miedo y al temor mutuos, sino a la relación enriquecedora y a la paz plena.

Sin embargo, también hay que admitir que las instituciones internacionales siempre serán frágiles, susceptibles de ser cuestionadas, tan fuerte es el espíritu nacionalista, sobre todo cuando las naciones y las tradiciones se sienten o se creen amenazadas por la nivelación de la «globalización». Los repliegues hacia el nacionalismo político o el fundamentalismo religioso que pueden observarse hoy en día en todas partes del mundo son obstáculos permanentes para un orden mundial fuerte y eficaz. «Orden mundial» no significa en absoluto «gobierno mundial», que sería la base de un totalitarismo cerrado y encerrado en sí mismo, sino la extensión de un derecho que todos estarían llamados a respetar y que se haría respetar por tribunales y una fuerza de intervención capaz de aplicar cualquier sanción a los recalcitrantes.

Hay que ponerse manos a la obra, cada uno según sus capacidades, y a ello están llamados tanto el «simple» ciudadano, invitado a abrirse a lo universal y a lo internacional, como el jurista, el político, el intelectual, es decir, toda persona interesada, consciente o inconscientemente, en el destino de la «casa común». Pero esto demuestra también la importancia del Derecho como regulador de las relaciones humanas y baluarte de defensa contra la injusticia y la violencia de todo tipo. Tal referencia puede parecer fría y vacía, e incluso se podría llegar a decir que si nuestras instituciones internacionales, tal y como existen, son deficientes e ineficaces, con poco o ningún margen para la reforma, la existencia del Derecho internacional, junto con instituciones capaces de aplicarlo, es un logro importante que debe ser mejorado, llevado a término y, sobre todo, respetado por todas las naciones y todos los líderes mundiales. También es necesario que cada ciudadano sea consciente de la importancia fundamental de estas realidades políticas que, sin el apoyo de la voluntad de los pueblos, son cáscaras vacías y no cumplen funciones esenciales para la vida común de los pueblos.

  1. En noviembre de 2023 se celebró en Dubai la COP28, con la ambición de proponer una evaluación global de los esfuerzos climáticos.
  2. «Las dificultades encontradas por la ONU son más una prueba de su necesidad que de su supuesta inutilidad», argumentó Amy Sayward, profesora de Relaciones Internacionales en la Middle Tennessee State University (cfr. Le Figaro, 21 de septiembre de 2023).
  3. Véase la Declaración de El Cairo sobre los Derechos Humanos en el Islam, adoptada el 5 de agosto de 1990 durante la 19ª Conferencia Islámica. Las Constituciones de los países comunistas, por su parte, añadieron algunos derechos a la lista, pero nunca los respetaron. Así, la Constitución soviética de diciembre de 1936 multiplicó las listas de derechos de los ciudadanos, y ya se sabe lo que fue en realidad…
  4. Europa tiene su propio Convenio Europeo de Derechos Humanos, que no difiere sustancialmente del de la ONU.
  5. Así, se acusaría a Occidente de querer desmantelar a Rusia, que sólo actualmente solo se estaría defendiendo en Ucrania.
  6. Se convendrá en que una comprensión adecuada del concepto de derecho o ley natural se ha visto comprometida por el deseo de ciertos filósofos o teólogos de enumerar con detalle y precisión una lista de preceptos derivados de esta referencia. Se corre entonces el riesgo de introducir un contenido arbitrario que, al mismo tiempo, devalúa una referencia tradicional de vasta significación intelectual y política.
  7. Durante la LIV sesión de la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, en Ginebra, el 16 de marzo de 1998 (véase Le Monde, 18 de marzo de 1998).
Paul Valadier
Jesuita, Doctor en Filosofía, Doctor en Teología. Ex director de los Archives de philosophie y ex redactor jefe de la revista Etudes, Paul Valadier enseñó en el Institut d'Etudes politiques de París durante 10 años y en la Université Catholique de Lyon (9 años), donde impartió cursos de filosofía política y filosofía moral, así como sobre Nietzsche.

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