PSICOLOGÍA

El placer

¿Sinónimo de felicidad?

Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, Georges Pierre Seurat (1884-1886)

Los tiempos modernos presentan una gran diferencia respecto al pasado en la manera de considerar la felicidad[1]. Para los antiguos, y también en el cristianismo, esta era la recompensa del hombre virtuoso, estrechamente ligada a las buenas acciones, fruto del trabajo y de la educación. Además, estaba ligada a una dimensión religiosa, era un don de Dios. En la era moderna, la felicidad tiende a convertirse en sinónimo de emoción, de un «sentirse bien» subjetivo, un sentimiento que puede hacerse posible no tanto por la buena conducta (a menudo más bien lo contrario), sino por el cálculo, la técnica o las sustancias capaces de suscitar sensaciones de bienestar. En una forma tan distinta de concebir la vida, la felicidad se achata en el plano horizontal, empírico, se realiza de forma más precisa, pero también más reductora. Con consecuencias considerables, no sólo para nuestro tema.

Una nueva visión de la felicidad

La sensación de mayor bienestar y las prodigiosas posibilidades que ofrece la nueva ciencia afectan a la concepción de la felicidad. La exaltación de la actividad humana, posibilitada por la revolución científica y, un siglo más tarde, por la revolución industrial, conduce al «desencantamiento del mundo», según la evocadora imagen de Marcel Gauchet[2]. En esta nueva visión, ya no están presentes los seres y mediaciones que hablaban de un mundo «otro»; entre ellos había sin duda elementos encantados y folclóricos (magos, brujas, duendes, espíritus), pero también posibilidades de ayudar a la debilidad del hombre (sacramentos, milagros, intercesión de los santos), que ahora se encuentra abandonado a sus propias fuerzas. El mundo y los cielos se describen con mayor precisión, pero también se vuelven más fríos, oscuros, indiferentes a los asuntos humanos. La nueva ciencia ofrece una explicación material, matemática del mundo, pero lo vacía de un posible sentido espiritual, indispensable para la calidad de vida.

Uno de los autores que mejor ha analizado el desencanto provocado por el pensamiento moderno es el historiador estadounidense Lester G. Crocker. A propósito de la nueva visión que inspiró este proyecto grandioso y sin precedentes escribe: «Cuando la Cristiandad se derrumbó, fue necesario poner algo en su lugar, a menos que aceptáramos que el mundo moral humano sucumbiría a los embates de quienes insinuaban que no había derecho, sino sólo fuerza, ninguna ley válida, sino sólo tiranía, y ninguna esperanza de cambiar lo que no podía ser de otro modo. De alguna manera había que mantener encendida la luz en la casa del hombre, aunque fuera cierto que afuera no había más que la noche de un universo indiferente»[3].

Esta «noche» también pone en crisis la reflexión sobre la felicidad, una crisis tanto más significativa cuanto que simplemente se acepta como un hecho. Fulvia de Luise y Giuseppe Farinetti señalan en su investigación sobre el tema: «Si tuviéramos que definir la idea de felicidad en la cultura contemporánea, nos sentiríamos seriamente avergonzados. En el ámbito de la reflexión ético-política, el concepto parece aplanarse ante sus poderosos sinónimos, el placer y el interés, mientras que la obsolescencia de las pasiones y de los grandes valores colectivos sugiere una actitud de tranquila aceptación de la infelicidad del mayor número»[4]. Sin embargo, nadie se pregunta por las razones de una desaparición tan grave y repentina; incluso en la reflexión católica, el tema de la felicidad, sencillamente, cede el paso[5].

Este desplazamiento del interés tiene también consecuencias considerables en filosofía. Entre los dualismos introducidos por Descartes, los existentes entre razón y sentimiento, entre el mundo y Dios, son los que tendrán mayores consecuencias para nuestro tema: la actividad suprema del hombre ya no es la contemplación, la participación en la sabiduría divina, sino el ejercicio de una razón «pura», anclada en los datos de la sensibilidad (Kant) o al servicio del placer (Bentham, Sade). Dos corrientes muy diferentes, pero unidas por la misma oposición entre el mundo natural y el mundo sobrenatural.

Kant tendrá así la vía libre para mostrar cómo la moral debe estar completamente separada de cualquier referencia a la felicidad, porque sólo así se garantiza la pureza y la libertad de acción propias de los virtuosos: la virtud implica también dolor, y quien es feliz no es necesariamente también bueno, y viceversa. La felicidad y la acción humana acaban separándose cada vez más[6].

La felicidad como derecho

Los opuestos suelen coexistir en épocas de grandes transformaciones. En el curso de la modernidad, el desinterés por el estudio de la felicidad vio surgir otra gran vertiente, antitética a ella: la consideración de la felicidad como un bien garantizado para todos, que debía codificarse incluso a nivel constitucional. La Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América consagra por primera vez en forma jurídica que la búsqueda de la felicidad es un derecho inalienable de todo hombre: «Sostenemos que estas verdades son evidentes por sí mismas: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, que entre estos derechos están la Vida, la Libertad y la búsqueda de la Felicidad»[7]. En Europa, los autores de la Enciclopedia, Jean-Baptiste D’Alembert y Denis Diderot, escrita más o menos en la misma época, se preguntaban bajo la entrada «felicidad»: «¿No tenemos todos derecho a la felicidad?»[8].

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Pero cuando uno se toma la molestia de poner por escrito un valor o un derecho, es porque ya no forma parte habitual del imaginario de un pueblo. Como se ha observado acertadamente: «La felicidad se parece un poco al amor: si uno llega a preguntarse si está enamorado o no, lo más probable es que ya no lo esté»[9]. En el momento en que se intenta llevar la felicidad a un derecho, o a una reivindicación, se aleja poco a poco del horizonte, incluso especulativo, hasta disolverse. El nuevo saber, que investiga la psique humana con rigor científico, es una manifestación emblemática de esta nueva mentalidad. Para Freud, la característica definitoria de la civilización es la renuncia a la felicidad para obtener seguridad. El hombre moderno, experto en la duda, acaba por dejar de creer en ella, conoce su carácter ilusorio e intenta limitar el daño: «Podríamos decir que el plan de la Creación no incluye la intención de que el hombre sea feliz. Lo que en sentido estricto se llama felicidad surge de la satisfacción, casi siempre súbita, de necesidades fuertemente comprimidas y por su naturaleza sólo es posible como fenómeno episódico»[10].

La felicidad sale de escena y deja paso a otro término, más preciso y aparentemente más fácil de alcanzar: el placer.

¿Hace feliz el placer?

Hacer del placer el criterio de una vida feliz introduce una perspectiva completamente distinta de la que ha defendido hasta ahora el pensamiento occidental[11]. Y acaba cayendo en las derivas del subjetivismo. Los filósofos son los primeros en darse cuenta de ello.

John Locke (1632-1704) señala que la felicidad, entendida como la búsqueda del placer, es una mera cuestión de gustos: uno prefiere lo que el otro odia. Además, hay muchos tipos de placeres, difíciles de comparar porque no caben en una escala cuantitativa: comer un pastel, leer un libro, escuchar música son placeres no sólo subjetivos, sino también muy diferentes. Incluso para Hobbes, la búsqueda de la felicidad sólo acaba acentuando la inquietud sin llegar a nada seguro[12].

El intento de cuantificar el placer es también un ideal perseguido con ahínco por muchos pensadores de este periodo, pero todos ellos tienen que reconocer en última instancia el fracaso de la empresa. El siglo que siguió a Locke lo convirtió en el objeto ideal de una ciencia exacta y cuantitativa. Para Jeremy Bentham (1748-1832), la principal motivación de la acción, y al mismo tiempo su mayor obstáculo, es la polaridad placer-dolor, que debe calcularse matemáticamente, y el criterio para tal cálculo es el interés de la mayoría (utilitarismo). A este respecto, intenta concebir una especie de «cálculo felicista», una especie de algoritmo capaz de evaluar los efectos de las distintas actividades emprendidas sobre la felicidad del individuo, en función del dolor o del placer cuantificable a partir de cuatro criterios: intensidad, duración, certeza-incertidumbre, cercanía-distancia[13].

Pero además de la dificultad de verificar esta concepción (en el origen de la mayoría de las aporías con las que tendrían que lidiar los discípulos de Bentham), este nuevo enfoque, al hacer de la sensación el criterio de verdad, acaba confundiendo el plano psicológico con el filosófico, marcando la crisis irreversible de esta disciplina en la ética: «[Bentham] hace la transición de la tesis psicológica de que la humanidad tiene dos y sólo dos motivos [placer-dolor], a la tesis moral de que entre las acciones o estrategias alternativas entre las que debemos elegir en un momento dado, siempre debemos realizar aquella acción o llevar a cabo aquella estrategia que produzca la mayor felicidad (es decir, la mayor cantidad posible de placer con la menor cantidad posible de dolor) para el mayor número de personas»[14].

Incluso a nivel psicológico es muy difícil diferenciar los posibles niveles de placer y relacionarlos con la sensibilidad de los sujetos que los persiguen. La tarea más difícil sigue siendo, sin embargo, medir el significado y la variedad del placer-dolor, sabiendo que no son comparables y que difieren de una persona a otra. Limitarse al subjetivo «me gusta o no me gusta» lleva a meter en el mismo saco experiencias muy diferentes: «El placer de beber una Guinness no es el placer de nadar en Crane’s Beach, y beber y nadar no son dos medios diferentes de alcanzar el mismo estado final. La felicidad propia de la vida monástica no es la felicidad propia de la vida militar. Dado que los diferentes placeres y la felicidad son en gran medida inconmensurables, no existen escalas cualitativas o cuantitativas con las que medirlos. En consecuencia, el recurso a criterios de felicidad no puede guiarme a la hora de elegir entre la vida de un monje y la de un soldado»[15]. Además, el valor de los dos ejemplos no es en absoluto universal, sino que está ligado a la personalidad de quien los propone: el placer de beber una cerveza no es en absoluto tal para un abstemio, del mismo modo que el placer de zambullirse en el mar sólo es válido para quien sabe nadar.

Sin embargo, la medida del placer sigue siendo un ideal indiscutible, hasta el punto de convertirse en algo corriente, aunque sea imposible de poner en práctica. Bentham admite honestamente esta imposibilidad: «La felicidad de un hombre nunca será la felicidad de otro: la ganancia de uno nunca será la ganancia de otro: sería como sumar 20 manzanas y 20 peras»[16]. Y así, el placer sigue siendo una sensación nebulosa, sin objeto, sin búsqueda, sin camino, siempre evocado, pero cada vez más inalcanzable.

El discípulo más brillante de Bentham, John Stuart Mill (1806-1873), reconoció que el concepto de placer, y más aún el de felicidad, son demasiado vagos y ambiguos para incluirlos en una propuesta moral. Aunque la libertad ocupa para él un lugar privilegiado, hasta el punto de dedicarle una obra entera en 1859, no precisa cómo puede conducir a la felicidad, ni por qué debe considerarse el valor supremo, el criterio para la posible elección del bien: «Mill abogaba por una sociedad más libre, más diferenciada, incluso podemos decir que por una sociedad mejor. Pero es difícil decir si ésta sería también una sociedad más feliz. La “liberación” de un hombre, por desgracia, puede fácilmente alimentar la infelicidad de otro o el dolor de una madre»[17].

La deriva totalitaria del placer

Otra grave consecuencia de tal planteamiento es que, si todo se deja en manos del individuo, se cae irremediablemente en la dictadura del subjetivismo: es imposible, pues, establecer criterios de elección. También hay que tener en cuenta el coste humano de tal intento. La tarea de maximizar el placer, al igual que la de minimizar el dolor, acaba reduciendo aspectos esenciales de la vida, como la tristeza, la fatiga, el sacrificio, la lealtad, la renuncia, extinguiendo el propio placer y la alegría de vivir. En el momento en que se examina el placer, hace su aparición su inseparable compañero, el dolor, igualmente difícil de medir y sobre todo de valorar en sus ramificadas relaciones, no sólo con el placer (como demostrará Sade), sino también con otros sentimientos y actitudes complejos y difíciles de leer, como la tristeza, la soledad, la ansiedad. Erigir el placer en norma y criterio de vida se revela así como un proyecto imposible de concebir, incluso antes de lograrlo, y es el presagio, a pesar de sí mismo, de múltiples dolores y penas. Sobre todo, es un proyecto profundamente egoísta, presupone la incapacidad de amar a otro ser, es decir, de sacrificarse y sufrir por él, especialmente en ausencia de gratificación posible.

Por último, si todo se deja a la voluntad del individuo, ¿por qué habría que elegir ser feliz en lugar de infeliz? Y si el «bien» a perseguir fuera sufrir, o hacer sufrir, ya que proporciona mayor placer (como argumentaría Sade), ¿por qué no perseguirlo?

La imposibilidad de responder a tales preguntas marcaría la crisis del utilitarismo y de la propia reflexión moral, incluso para aquellos – como Mill y la Ilustración francesa – que seguían creyendo en la existencia de valores universales (libertad, derechos humanos, progreso), sin poder sin embargo justificarlos. Así, la generación de Bentham y Mill vio pronto surgir nuevas e inquietantes corrientes como el nihilismo, el sadismo, el culto a lo horrible y el kitsch. En un mundo en el que ya no hay lugar para la dimensión espiritual y trascendente, resulta difícil no considerar también al hombre como un mero agregado de materia como cualquier otro elemento de la naturaleza, manipulable a voluntad.

Con el materialismo mecanicista, estas tendencias se exasperan. Es significativo lo que escribió el médico Julien Offray de La Mettrie (1709-51) en plena Ilustración: «La felicidad es individual y particular, y puede encontrarse en la ausencia de virtud e incluso en el crimen […]. Húndete en el barro como un cerdo y serás tan feliz como ellos»[18].

Poco queda de la célebre razón, pues es la caprichosa sensibilidad la que domina. Los escritos de La Mettrie tienen un valor emblemático, porque marcan un giro radical en la historia del pensamiento, hasta el punto de erosionar los propios pilares sobre los que se había asentado hasta entonces la cultura occidental, destruyendo el propio utilitarismo, entendido como la búsqueda del bien de la mayoría: «Si los seres humanos sólo se movían por sentimientos de placer y dolor, no estaba nada claro por qué los individuos debían sacrificar el primero y soportar el segundo en aras del prójimo […], no estaba nada claro por qué la virtud debía ser siempre placentera, por qué ser bueno debía coincidir con sentirse bien»[19].

El principio del placer como criterio exclusivo de vida no conduce a una vida plena, sino a la autodestrucción. La historia de La Mettrie es emblemática a este respecto: murió de indigestión, al parecer de paté de faisán y trufas, con sólo 42 años.

Bajo el placer como norma absoluta subyace una visión egocéntrica y narcisista de la vida, que rechaza la norma moral como un legado inútil del pasado, considerado un obstáculo para el placer. El criterio es el propio sentimiento, que se pone en práctica en las esferas más diversas, sin preocuparse de las posibles consecuencias: «Si no estás contento con tu mujer, dale una patada y deshazte de ella, sin importarte el efecto que tendrá en tus hijos. Si estás enamorado de la mujer de tu vecino y quieres iniciar una relación, no te dejes frenar por estrecheces morales o consideraciones éticas que puedan impedirte experimentar la vida en plenitud. El hecho de que tu egoísmo cause sufrimiento y daño a los demás no debe detenerte […] porque cada uno de nosotros es el centro del mundo, del mundo que nos importa»[20].

Además de las posibles perplejidades morales, este modelo conduce a la pérdida de cualquier tipo de valor y vínculo que requiera abnegación o compartir la propia fragilidad, creando en última instancia un desierto de soledad y alimentando ese malestar de vivir que la búsqueda espasmódica del placer querría contrarrestar.

Redescubrir el placer auténtico

La importancia del placer no era desconocida para los antiguos. Aristóteles lo reconoce claramente en su Ética, pero precisa su alcance: nunca es un fin en sí mismo. Por eso, sólo el sabio puede conocer el auténtico placer, fruto de la armonía interior entre la razón y el deseo. En este caso, el placer tiene una función importante, la de hacer más incisiva la acción (cfr. Gran Ética 1206a 13).

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También para Santo Tomás el placer ocupa un lugar importante para la bondad del acto. Contrariamente a la perspectiva estoica y puritana, su ausencia no se considera positiva para la moralidad de la acción; los desafectivos, los flemáticos, los tibios, los insensibles no pueden ser considerados hombres virtuosos, porque carecen de la energía para hacer el bien, indispensable para la templanza; de hecho, la templanza no es una inclinación espontánea, sino un acto deliberado que requiere autogobierno[21].

La dimensión ética del placer está ligada al hecho de que para Tomás es un bien propio del alma, una especie de confirmación de haber alcanzado un bien objetivo (cfr. Sum. Theol., I-II, q. 2, a. 6; q. 4, a. 2). En efecto, el placer es inasible, gratuito y paradójico, una consecuencia indirecta del valor alcanzado, nunca un fin en sí mismo. Su carácter irreductible a la sensibilidad se muestra por el hecho de que cuando, como en Bentham, se hace de él el criterio y el fin de la acción, nunca se alcanza. Freud llegaría a la misma conclusión en Más allá del principio del placer: cuando se convierte en un fin en sí mismo, el placer muere. Una conclusión compartida por la investigación psicológica posterior[22].

Y siendo un bien del alma, el placer tiene una dimensión intelectual, y puede ser fomentado por la virtud. Aristóteles especifica que el placer de un acto virtuoso es cualitativamente diferente del placer vicioso: el placer del vicio es aparente, porque el bien buscado era aparente (cfr. Ética a Nicómaco III, 6, 1113a 39-40; X, 2, 1173b 27-30). El recto ordenamiento de las acciones tiene siempre una dimensión placentera: puede ser el trabajo manual, el estudio, el deporte, una relación, el servicio al prójimo.

Contrariamente a lo que supone la modernidad, el trabajo y el sacrificio no desmienten el placer genuino, ligado a la satisfacción de haber realizado una buena obra. Tomás aclara aún más el discurso al distinguir el placer de la alegría: el primero es propio de los sentidos externos, la alegría está vinculada a los sentidos internos (como la memoria y la imaginación) y a la voluntad guiada por la virtud, considerada una forma anticipada de dicha, que permite disfrutar de lo que se hace[23].

Una advertencia preciosa, capaz de dar cuenta de situaciones de la vida que ciertamente no son agradables, pero que, misteriosamente, en la perspectiva cristiana son fuente de alegría, como indican las bienaventuranzas evangélicas y muestra el ejemplo de los mártires[24].

  1. Cfr. G. Cucci, L’arte di vivere. Educare alla felicità, Milán – Roma, àncora – Civiltà Cattolica, 2019, 24-61.
  2. Cfr. M. Gauchet, Le désenchantement du monde, París, Gallimard, 1985 (en es. El desencantamiento del mundo, Trotta, 2005); Ch. Taylor, L’età secolare, Milán, Feltrinelli, 2009, 967-968; 224-230.
  3. L. G. Crocker, Nature and Culture: Ethical Thought in the French Enlightenment, Baltimore, The John Hopkins Press, 1963, XII; cfr. Ch. Taylor, L’età secolare, cit., 109.
  4. F. de Luise – G. Farinetti, Storia della felicità. Gli antichi e i moderni, Turín, Einaudi, 2001, XI.
  5. «Las obras críticas y dogmáticas del siglo XIX guardan silencio sobre el tema de la felicidad. El debate sobre las ideas relativas al objetivo de una vida buena no está relacionado con el concepto de felicidad» (J. Lauster, Dio e la felicità, Brescia, Queriniana, 2006, 117).
  6. «En efecto, vemos que cuanto más se consagra una razón cultivada al objetivo del goce de la vida y de la felicidad, tanto más se aleja el hombre del verdadero contento» (I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, I, Bari, Laterza, 1988, 14); cfr. también la sección II, 45: Desgraciadamente, el concepto de felicidad es indeterminado hasta tal punto que, a pesar del deseo de todo hombre de alcanzarla, nadie es capaz de establecer y decir con coherencia lo que realmente quiere y desea.
  7. Cfr. Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América, 4 de julio de 1776.
  8. A. Pestré, «Bonheur», en Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, vol. 2, París, Briasson, 1752, 322.
  9. D. Nettle, Felicità. I segreti dietro al tuo sorriso, Florencia, Giunti, 2007, 17; cfr. Th. Carlyle, Past and Present, New York, New York University Press, 1965, 157.
  10. S. Freud, Il disagio della civiltà, en Id., Opere, vol. X, Turín, Einaudi, 1978, 568; cfr. 602.
  11. «A pesar de las innegables similitudes y rasgos comunes, la felicidad del siglo XVIII no era la eudaimonia clásica. En primer lugar, los ilustrados tendían a dar mucha más importancia al placer y a las sensaciones placenteras que los clásicos. Para Platón, Aristóteles y los estoicos, el placer tenía relativamente poca importancia en el cultivo de una vida buena, que se consideraba compatible con una buena dosis de sufrimiento y sacrificio. Incluso Epicuro era en el fondo un asceta, que intentaba minimizar el dolor en lugar de maximizar el placer» (D. M. McMahon, Storia della felicità. Dall’antichità a oggi, Milán, Garzanti, 2007, 237).
  12. Cfr. J. Locke, Saggio sull’intelletto umano, vol. I, Bari, Laterza, 2006, 283; Th. Hobbes, Leviatano, Florencia, La Nuova Italia, 1987, parte I, cap. 11 y cap. 6.
  13. Cfr. J. Bentham, An Introduction to the Principles of Morals and Legislation, Londres, Athlone, 1970, 38-40.
  14. A. MacIntyre, Dopo la virtù. Saggio di teoria morale, Roma, Armando, 2007, 98. Cfr. J. Bentham, Un’introduzione ai principi della morale e della legislazione, cit., 420-422.
  15. A. MacIntyre, Dopo la virtù…, cit., 99. Cfr. J. Curthoys, «Thomas Hobbes, the Taylor thesis and Alasdair Macintyre», en British Journal for the History of Philosophy 6 (1998/1) 1-24.
  16. J. R. Dinwiddy, Bentham: Selected Writings, Stanford, Twining, 2004, 49; cfr. R. Harrison, Bentham: A Fragment on Government, Cambridge, Cambridge University Press, 1988, 138-141.
  17. D. M. McMahon, Storia della felicità…, cit., 395.
  18. J. O. de La Mettrie, Anti-Sénèque ou le souverain bien, en Id., Oeuvres, vol. 2, París, Fayard, 1987, 263; 286.
  19. D. M. Mcmahon, Storia della felicità…, cit., 261.
  20. S. Schimmel, The Seven Deadly Sins: Jewish, Christian, and Classical Reflections on Human Psychology, New York, Oxford University Press, 1997, 37 s.
  21. «La naturaleza ha vinculado el placer a las funciones necesarias para la vida humana. Por lo tanto, el orden natural exige que el hombre haga uso de estos placeres tanto como sea necesario para el bienestar humano, tanto para la preservación del individuo como para la preservación de la especie. Por lo tanto, si uno se abstuviera de estos placeres hasta el punto de descuidar lo que es necesario para la preservación de la naturaleza, estaría cometiendo pecado, violando así el orden natural» (Sum. Theol., II-II, q. 142, a. 1; cfr q. 153, a. 2, ad 2um).
  22. Viktor Frankl habla de una «adicción al placer» y de una «caída del deseo» cuando se les considera como motivo exclusivo de la acción (V. Frankl, Psychotherapy and Existentialism, Nueva York, Simon & Schuster, 1967, 5). El mismo autor demuestra, en un estudio más detallado, que quien busca el placer como fin en sí mismo nunca lo encuentra (cfr. Id., The Will to Meaning, Nueva York, Penguin Books, 1970, 31-49). Mihály Csíkszentmihályi vincula el placer a una experiencia de compromiso en la que no se siente el paso del tiempo, la llamada «Teoría del flujo»: cf. M. Csíkszentmihályi, «Play and Intrinsic Rewards», en Journal of Humanistic Psychology 15 (1975/3) 41-63.
  23. Cfr. Sum. Theol., I-II, q. 5, a. 5; G. Cucci, Le virtù cardinali. E altri scritti, Roma, AdP, 2022.
  24. Cfr. Sum. Theol., I-II, q. 31, aa. 3-4; II-II, q. 141, a. 4, ad 3um; R. Cessario, Le virtù, Milán, Jaca Book, 1994, 194 s.
Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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