CIENCIA Y TECNOLOGÍA

¿Inteligencia? ¿Comprensión? ¿Sabiduría?

Temores y esperanzas frente a la Inteligencia Artificial

© iStock

«La inteligencia artificial tiene esta curiosa cualidad», reflexionaba mi amigo Jerry, un ingeniero que lleva muchos años trabajando con redes neuronales artificiales para desarrollar sistemas que permitan a los ordenadores hablar de la forma más natural posible. «Cada vez que produce algo realmente útil, todo el mundo deja de llamarla inteligencia artificial».

El reconocimiento y la generación del habla son cosas que a los ordenadores siempre les ha costado manejar, pero las diversas formas de inteligencia artificial (IA) – o mejor dicho, las redes neuronales y el aprendizaje automático, como prefieren llamarlas los ingenieros del área – han conseguido por fin hacer algunos progresos. Como puede atestiguar cualquiera que haya probado a hablar con los avatares de nuestros smartphones, Alexa o Siri, las mejoras son realmente notables, pero aún estamos lejos de la perfección. Hacerse entender por una máquina no es comparable a mantener una conversación con una persona real.

Ordenador vs cerebro humano

Cuando era novicio jesuita, trabajé en lo que se denominaba un «taller protegido», un lugar que ofrecía asistencia a hombres con graves discapacidades mentales y les permitía ganar dinero haciendo trabajos sencillos de acuerdo con sus capacidades. Me dijeron que el coeficiente intelectual (CI) típico de estos hombres sería de 50 o menos (recordemos que la media es 100). De hecho, los hombres con los que trabajé no sabían contar hasta tres, pero todos hablaban inglés con fluidez. Contar es el tipo de cosas que incluso los primeros ordenadores podían hacer bien; hablar, en cambio, sigue siendo un problema para ellos. ¿Mis conclusiones? Los ordenadores funcionan de forma muy diferente al cerebro humano.

Desde luego, las «redes neuronales» de los ordenadores toman su nombre de las redes de células neuronales que se han cartografiado dentro del cerebro humano, y se inspiran en ellas. Pero hasta ahora, lo que son capaces de hacer es muy diferente de lo que ocurre realmente cuando un ser humano piensa. Es cierto, no soy un experto en el campo de las redes neuronales u otras formas de lo que conocemos como IA; soy astrónomo y físico, y abordo el tema como usuario. Gracias a los avances en la tecnología de los telescopios, sobre todo en los detectores electrónicos y en la forma en que se procesan las señales de estos instrumentos, la astronomía está ahora sometida a una invasión de big data, tantos datos que las viejas formas de manejar los resultados simplemente ya no funcionan. Hoy en día, dependemos de algoritmos computacionales inteligentes para cribar lo que hemos observado. El algoritmo puede sugerir la hipótesis de que un objeto es una fuente de rayos X, otro un punto de formación de planetas, y así sucesivamente.

Datos y manipulación de datos

Ahora los invito a reflexionar sobre lo que hace realmente un ordenador dotado de lo que llamamos «inteligencia artificial». Empecemos con un problema sencillo y solucionable. Imaginemos que tenemos un objeto de cierto peso – un gran libro de física, por ejemplo – colocado a una determinada distancia del suelo. Tu objetivo es determinar cuánto tardará en tocar el suelo, si lo dejas caer, y dónde caerá exactamente. Este es el tipo de pregunta que puede responderse basándose en un puñado de ecuaciones proporcionadas por Isaac Newton. Podemos suponer que ciertos parámetros permanecen estables: por ejemplo, la masa del libro y la fuerza de gravedad que actúa sobre él. Lo que cambia, sin embargo, es la posición del libro en el espacio tridimensional y el momento en que se encuentra en una posición determinada. Hay, por tanto, tres dimensiones espaciales y una dimensión temporal: en otras palabras, cuatro variables. Por lo tanto, para responder a nuestra pregunta, debemos responder a cuatro ecuaciones distintas, una para cada variable. En este caso, los principios de la dinámica de Newton nos proporcionan tres de las ecuaciones necesarias – una para cada movimiento en las tres direcciones – y su ley de la gravitación universal nos proporciona la cuarta. Estas ecuaciones son tan sencillas que hasta un estudiante de bachillerato armado sólo con lápiz y papel podría resolverlas.

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Pero ¿y si, en lugar de un libro, el objeto es un meteoro que golpea la capa superior de la atmósfera terrestre desde el espacio? Este se incendia y cambia de peso al caer. La fricción con la atmósfera no sólo lo hace arder, sino que también lo frena, porque la energía de la caída se convierte en luz y calor. El viento de la atmósfera superior puede empujarlo en direcciones siempre cambiantes. Por supuesto, podemos simplemente seguir la trayectoria del meteoro mientras arde en la atmósfera superior, y quizás, si deja caer un meteorito, encontrar el lugar donde aterriza. Pero, en realidad, es una posición muy difícil de calcular: aún tenemos que organizar una expedición para encontrar el meteorito.

¿Y si, en cambio, quisiéramos utilizar la trayectoria y el brillo del meteoro para determinar la velocidad, dirección y tamaño originales de la roca antes de que el meteorito chocara contra la Tierra? De repente, el número de variables ha crecido más rápido que el número de ecuaciones fiables que podemos plasmar sobre el papel. Esto no significa que el problema no tenga solución: al fin y al cabo, la naturaleza lo ha resuelto. Pero es más complicado de lo que un estudiante de bachillerato puede calcular. Por lo tanto, el siguiente paso consiste en establecer todas las ecuaciones que conocemos, no sólo para el movimiento, sino también para la fricción del aire, el efecto del viento que cambia constantemente, la velocidad a la que arden y brillan distintos materiales con densidades diferentes, etcétera. No podemos resolver el problema al revés, intentando remontarlo a un único conjunto de condiciones iniciales, como, por ejemplo, la velocidad del meteoro antes de entrar en la atmósfera.

Si intentamos imaginar varias condiciones iniciales posibles, quizá podamos hacer conjeturas y ver si producen un resultado parecido al que hemos observado. Evidentemente, como las variables son mucho más numerosas que las ecuaciones de que disponemos, pueden ser válidos muchos conjuntos diferentes de condiciones iniciales. Así que empezamos a tirar los dados, haciendo conjeturas aleatorias para cada una de las condiciones iniciales, y examinamos el problema una y otra vez – aquí es donde los ordenadores resultan útiles –, para ver qué conjunto de variables resulta ser el «ganador». Al final, podemos observar regularidades con respecto a qué condiciones iniciales proporcionan respuestas similares a las que hemos observado. Por supuesto, esto no equivale a probar que alguna de esas condiciones corresponda realmente a los hechos ocurridos, pero es una pista significativa.

Esta técnica, consistente en lanzar metafóricamente los dados para hipotetizar posibles respuestas, se denomina «simulación de Montecarlo». Uno de los problemas de este enfoque es que la mayoría de los lanzamientos revelan resultados muy alejados del fenómeno observado. Sin embargo, si observamos detenidamente cómo cambian los resultados al cambiar cada variable, podemos empezar a entender qué variables tienen mayor efecto y, en última instancia, cómo manipular los dados para obtener respuestas utilizables lo antes posible. Todo esto puede hacerlo un ordenador, que puede determinar si el cambio de una determinada variable mejora o empeora las cosas, así como qué conjunto de posibles respuestas nos está llevando en la dirección correcta, acercándonos así a lo que observamos. Este es un ejemplo del tipo de proceso que podemos empezar a llamar «aprendizaje automático». Por supuesto, es importante recordar que las respuestas no son más que las más probables, y no necesariamente correctas; y es importante recordar que el «aprendizaje» sólo se produce en la medida en que los algoritmos son cada vez más eficientes.

Imaginemos que se ejecuta este tipo de simulación para miles de meteoritos y que, a partir de los resultados, se aprende qué parámetros y qué opciones tienden a aparecer con más frecuencia junto con los resultados observados. Dado que estas decisiones las calcula el ordenador – sin que nosotros, los usuarios, sepamos exactamente en qué se ha basado para realizar los cálculos –, todo el proceso puede parecer algo mágico. En realidad, esta «inteligencia artificial» no es más que un ejemplo de programación inteligente al que se aplica una definición más de moda. Se trata de datos y manipulación de datos.

Ordenadores y sabiduría humana

En lugar de imitar la inteligencia humana, los sistemas de IA acaban haciendo un trabajo de manipulación de datos que a un humano le resultaría extremadamente tedioso. Somos demasiado inteligentes para perder el tiempo con esas operaciones. Como me dijo una vez Cliff Stoll, un viejo amigo – y experto en informática – que conocí en mis tiempos de estudiante de astronomía: «Los datos no son información, la información no es conocimiento, el conocimiento no es comprensión, la comprensión no es sabiduría». Los ordenadores todavía están en el primer paso: sólo tratan con datos; están muy lejos de la sabiduría. Pensemos en los bots de IA más populares – como ChatGPT –, que responden a preguntas recuperando información en Internet, pero que son más «humanos» que los motores de búsqueda, cuyo trabajo consiste simplemente en informar sobre sitios web relevantes. En realidad, estos bots de IA nos devuelven una versión muy nebulosa del contenido de dichos sitios. De hecho, parecen humanos, porque introducen en los resultados inexactitudes y errores típicos de los humanos. Lo que hacen no es más que desordenar – y confundir – los datos. No parecen humanos por su inteligencia artificial, sino por su estupidez artificial.

El término «inteligencia» es insidioso en sí mismo. Utilizamos tests de CI – con una media fijada en 100 – en un intento de medir un supuesto «CI». Pero estos tests asumen que la «inteligencia» es algo unidimensional, objetivamente medible. Un escéptico podría decir que lo único que un test de CI es capaz de medir es tu rendimiento en un test de CI.

Durante el período en que trabajaba con personas con discapacidad mental, tuve la oportunidad de pasar un tiempo en el Goddard Space Flight Center de la NASA. Era una oportunidad para mantenerme al día con la investigación en astronomía mientras me formaba para ser jesuita. Recuerdo estar sentado en la cafetería, reflexionando sobre el hecho de que normalmente a esa hora habría estado almorzando en el taller protegido, rodeado de hombres con coeficientes intelectuales de 50 puntos o algo más, con ropa que no siempre les quedaba bien; hombres que a veces hablaban solos, que vivían en un mundo que la mayoría de la gente no podía seguir ni entender. Y entonces miré a los brillantes astrónomos sentados a mi alrededor. Empecé a reírme. Me acordé de un comentario de alguien que visitaba Cal Tech: «¿Todos estos tipos se visten a oscuras?». (Créanme, yo no me vestía mejor cuando estaba en el MIT…). Hay más de un tipo de inteligencia.

De hecho, mi primera experiencia con la inteligencia artificial se remonta a la época de mis estudios en el MIT. En el verano de 1973, estaba ocupado escribiendo un código informático para hipotetizar la evolución en el tiempo de la parte interna de una luna helada de Júpiter. Mi compañero de habitación, Paul, estudiaba matemáticas con Seymour Papert y Marvin Minsky, pioneros en la materia, en los laboratorios de IA del MIT, en la zona este del campus. Nuestros horarios eran los típicos de cualquier estudiante. Por la noche, mientras esperaba a que funcionara un nuevo modelo informático, me quedaba en el laboratorio de Paul y me hacía amigo de la gente que estaba inventando la IA. Hacia medianoche íbamos a cenar a una charcutería que abría toda la noche. En esos mismos años, Hans-Lukas Teuber enseñaba lo que entonces se llamaba «Introducción a la Psicología» en el MIT. Sus clases se impartían en el auditorio más grande del campus, porque la mitad de los asistentes, entre los que me encontraba, no lo hacían por los créditos, sino porque estaban embelesados. Su versión de la psicología era muy diferente de la que se enseñaba en otras universidades. No es de extrañar que entonces adoptara el nombre de «ciencias cognitivas y del cerebro», una definición mucho más acertada.

Hoy, el MIT tiene un Departamento de Ciencias Cognitivas y del Cerebro, con una página web en la que se afirma que estas ciencias someten al cerebro a un proceso de ingeniería inversa. Es cierto que han hecho un trabajo extraordinario al trazar el mapa del funcionamiento del cerebro, pero ese mapa no puede recrearse simplemente con un conjunto de chips de silicio. La ciencia cognitiva es un departamento aparte, con un conjunto de tareas diferentes a las de la IA. Y aunque los neurocientíficos y los programadores de IA se comunican entre sí, no es en absoluto seguro que estén haciendo realmente lo mismo.

¿Qué es la inteligencia?

Hay un aspecto que me gustaría subrayar. Las personas que conocí en aquella época, hace unos cincuenta años, eran maravillosas, pero no eran creadores divinos: eran simplemente personas muy inteligentes y muy comprometidas. Lo que se estudia en la ciencia cognitiva, lo que se crea en los laboratorios de IA, es un mapa de cómo funciona el cerebro, cómo lo hace y qué hace. Pero el «cómo» es diferente del «qué».

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¿Qué es la inteligencia? Esta es una pregunta para filósofos y, quizás, para teólogos. A este respecto, creo que podemos partir de Tomás de Aquino, que subrayó la importancia del intelecto y del libre albedrío en el ser humano. En otras palabras, se puede pensar en el alma como una entidad capaz de ser consciente tanto de sí misma como de las cosas fuera de sí; y entonces es libre de elegir qué hacer con el conocimiento acumulado, y cómo interactuar con otras entidades. Nótese que esta «alma» no tiene masa, no ocupa espacio. A diferencia del libro del ejemplo anterior, el alma no está sujeta a las leyes de Newton, pero es muy real.

Para entender mejor hasta qué punto es real, hagamos una analogía con un ordenador. Imaginemos un par de ordenadores portátiles idénticos: mismo modelo, mismo sistema operativo, incluso el mismo color físico. La diferencia – aparte de varios arañazos en la superficie – radica enteramente en los archivos almacenados en el interior de cada uno. Éstos no contribuyen a la masa del ordenador, y un ordenador cargado de datos no ocupa más espacio que otro con el disco duro casi vacío. Pero es precisamente en estos archivos donde radica la diferencia entre un ordenador y otro. ¡Ahora reflexionen! Los archivos se almacenan de alguna forma electrónica: por ejemplo, mediante la orientación de granos magnéticos, que en última instancia representa un conjunto de opciones binarias. Sin un sistema operativo capaz de leerlos e interpretarlos, la manifestación física de los datos en el soporte electrónico sería indistinguible de cualquier ruido aleatorio. Es el sistema operativo el que convierte esos bits en texto. Pero no cometan el error de pensar que eso denota la inteligencia del sistema operativo. Porque, en realidad, lo único que hace es crear una serie de puntos de colores en la pantalla del ordenador. Y si no sabes leer las letras y palabras formadas por esos puntos – es decir, si no reconoces el alfabeto o cualquier otro sistema de escritura utilizado por el idioma que se muestra en la pantalla –, todo parecerá simplemente un desastre.

Conclusión

¿Qué nos enseña todo esto? Que lo que el ordenador contiene y muestra carece por completo de sentido sin alguna entidad fuera de él que sea capaz de dar sentido a lo que ve en la pantalla. Y esa entidad debe tener conciencia, intelecto, libre albedrío, alma. Los datos no son información, no son conocimiento, no son sabiduría. Una programación hábil puede permitir a los ordenadores igualar, y a veces superar, a los seres humanos en algunos casos. Pero los propios programadores, como mi amigo ingeniero Jerry, saben muy bien que lo que hacen los ordenadores no tiene nada que ver con la inteligencia.

La pregunta sigue siendo: ¿podrá el ser humano construir algún día algo con inteligencia? ¿Algo capaz de ser sabio? De hecho, lo hacen, ocurre todos los días. Los niños, gramo a gramo, son más poderosos que cualquier ordenador. Y, a diferencia de los ordenadores, pueden fabricarse en cualquier parte con mano de obra no cualificada. Pero aunque podemos crear nuevas personas – y nuevos ordenadores –, nuestra inteligencia humana nunca ha sido capaz de inventar un nuevo pecado. El mal es simplemente la ausencia de un bien que debería existir en el mundo. La avaricia, la envidia, la gula, la lujuria y todo lo demás tentarán a cualquier entidad dotada de libre albedrío. Y cualquier entidad dotada de intelecto y autoconciencia siempre se preguntará sobre las «grandes cuestiones», y se verá tentada por el señuelo de algún conocimiento secreto, o por la búsqueda desesperada de alguna certeza. Los pobres siempre estarán entre nosotros, porque siempre estaremos tentados de empobrecer a nuestro prójimo, de enseñorearnos de él. O tendremos la tentación de empobrecernos a nosotros mismos, mostrando miedo a confiarnos a Dios. Pero, al mismo tiempo, las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad siempre serán posibles.

Incluso si un día las máquinas alcanzaran una cierta conciencia de sí mismas, ¿habría realmente motivos para tener miedo? Si efectivamente desarrollaran los rasgos del alma humana, inteligencia y libre albedrío, ello no las haría ni mejores ni peores que cualquier otra alma, humana o no. Serían capaces de pecar y de amar. ¿Por qué temer lo peor?

Guy Consolmagno
Es un astrónomo estadounidense, científico planetario y religioso de la Compañía de Jesús. Desarrolla su actividad en el Observatorio Vaticano, en sus dependencias del Observatorio Steward de la Universidad de Arizona (Estados Unidos), como portavoz del Grupo de Investigación del Observatorio Vaticano (VORG). Actualmente vive en los cuarteles generales del Observatorio Vaticano que se encuentran en el Palacio de Castel Gandolfo.

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