FILOSOFÍA Y ÉTICA

Inmortalidad del alma y bien supremo

Sobre la metafísica práctica de Immanuel Kant

El pensador, Auguste Rodin (1903)

En un polémico escrito de 1766, Immanuel Kant habla de su destino como enamorado de la metafísica[1]. Pocos lectores del filósofo de Königsberg se han molestado en preguntarse seriamente en qué consiste esta fatídica pasión. Por el contrario, la imagen estereotipada de Kant como el que destruyó la metafísica escolástica sigue transmitiéndose de generación en generación. Kant habría discutido las pruebas de la existencia de Dios, negado la inmortalidad del alma y expuesto la hipótesis de la libertad humana como una ilusión cosmológica. Todo lo que habría quedado es el magro remanente de una fe práctica, mucho más filosófica que religiosa.

No cabe duda, sin embargo, de que el propio Kant veía las cosas de otro modo. Veinte años más tarde, en el prefacio a la segunda edición de la Crítica de la razón pura, el filósofo declara expresamente que tuvo que «dejar de lado el saber para dejar sitio a la fe»[2]. Por el saber que tuvo que dejar de lado, Kant no se refiere tanto a contenidos concretos como a los fundamentos de la metafísica tradicional. Los argumentos esgrimidos por Leibniz y Wolff a favor, por ejemplo, de la sustancialidad y, por tanto, también de la supervivencia del alma se habían vuelto cada vez más problemáticos para él. Al mismo tiempo atribuía un gran valor existencial a la doctrina de la inmortalidad, así como de la existencia de Dios y de la libertad de acción, de modo que se sentía muy orgulloso de haber depositado en la razón práctica una capacidad que hace accesible el conocimiento de aquellos ámbitos que permanecen cerrados al conocimiento teórico.

Dejemos a un lado el difícil problema de qué significa exactamente que los contenidos de la metafísica práctica de Kant no pueden ser conocidos, sino que deben ser creídos, y ocupémonos de los contenidos por cuya aceptación se esfuerza. Queremos dedicar aquí especial atención al primer postulado kantiano, la tesis de la inmortalidad del alma. Si los temas de la existencia de Dios y de la libertad humana tienen una relevancia considerable, incluso en la filosofía actual, no puede decirse lo mismo del de la inmortalidad. Ciertamente, la doctrina de la resurrección o eventualmente de la reencarnación pertenece al núcleo esencial de la fe de las distintas religiones, mientras que en el seno de la filosofía el alma inmortal pasa en silencio.

Ante este hecho, puede ser interesante reflexionar sobre las razones que llevaron a un filósofo como Kant a dedicar un amplio espacio a la inmortalidad en su metafísica. Anticipando ya los resultados de las consideraciones que siguen, consideramos que los argumentos de Kant a este respecto son fundamentalmente poco convincentes. Sin embargo, en su filosofía práctica encontramos muchas intuiciones que actualizan el tema de otro modo. Además, en el curso de nuestro razonamiento tocaremos una serie de cuestiones filosóficamente relevantes, como la idea del bien supremo, el grado de virtud que podemos alcanzar los seres humanos, el papel de la libertad en la moral y, por último, la relación entre virtud y felicidad.

La idea del bien supremo

Según una concepción bastante extendida, el mérito de Kant en filosofía práctica consiste sobre todo en la elaboración del llamado imperativo categórico. Este constituye para Kant la única base para determinar la bondad moral. Sólo puede considerarse que hace el bien quien ha decidido expresamente ajustar las máximas de su comportamiento a la ley moral. Así pues, la ética de Kant no presupone un concepto específico del bien, del que deban deducirse los deberes éticos, sino que Kant, por el contrario, establece primero el principio moral fundamental, del que se deriva a continuación la idea del bien. Su ética encuentra su origen en la conciencia individual, o más exactamente en la voz de la conciencia, que nos induce a no instrumentalizar a otro para realizar nuestros propios intereses, sino a considerar a cada persona como un fin en sí mismo, dotado de una dignidad absoluta.

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Pero Kant no se contenta con reflexionar sobre el deber moral. Impulsado por su amor a la metafísica, se pregunta además cuál es el objeto de la voluntad moral, es decir, cuál es el sentido del bien. En la segunda mitad de la Crítica de la razón práctica elabora la teoría del bien perfecto que debe guiar a quienes actúan moralmente. Aunque llama a este objeto de la razón práctica el «bien supremo», siguiendo a este respecto la tradición clásica, su idea se aparta considerablemente del summum bonum de Aristóteles o Tomás de Aquino. Lo que más le caracteriza es que para Kant el bien supremo contiene dos elementos distintos, a saber, la virtud, por un lado, y la felicidad, es decir, la dicha, por otro.

Nadie discutiría, desde luego, el hecho de que la idea del bien tiene que ver con la moralidad. Para Kant, «la perfecta adecuación de la intención a la ley moral es la condición suprema del sumo bien»[3]. Esta afirmación, sin embargo, puede dejar abierto, en primer lugar, si la virtud debe entenderse ante todo como una intención irreprochable, o si debe entenderse como las acciones individuales que cada persona realiza sobre la base de sus buenas intenciones. A fin de cuentas, una cosa condiciona la otra, pues así como sólo se alcanza la virtud si se realizan constantemente buenas acciones, así también la intención, si está animada por la virtud, se manifiesta siempre en buenas acciones. A pesar de cierta oscuridad en los detalles, que discutiremos en la próxima sección, el primer elemento del bien supremo encaja así bien con la imagen tradicional de Kant como defensor del deber moral absoluto.

Más difícil de entender es por qué el bien supremo para Kant tiene que ver necesariamente con la felicidad humana. A primera vista, con el discurso sobre la dicha parece introducir un elemento extraño en su filosofía práctica, basada exclusivamente en el concepto del deber moral. Y, en efecto, la felicidad no debe entenderse como algo cuya consecución nos haga actuar moralmente. Lo que es bueno en el plano moral sólo debemos hacerlo porque es bueno o, como dice Kant, «por deber». Tanto más sorprendente es la naturalidad con la que habla de la felicidad como uno de los elementos que constituyen el objeto de la razón práctica.

En este punto, debemos remitirnos a la tradición. A partir de Aristóteles, los filósofos han considerado la eudaimonia como una de las tendencias esenciales del hombre. Mientras que los antiguos y los medievales situaban la felicidad a alcanzar en un plano espiritual, los empiristas ingleses la hacían consistir en el placer sensible. Desde entonces, suele predominar una concepción según la cual los esfuerzos por satisfacer nuestros deseos y necesidades constituyen un elemento esencial de la naturaleza humana. Aunque no es nuestra intención negar que estas fuentes influyeron en la concepción de la felicidad de Kant, creemos que hay una razón mucho más plausible para que el bien supremo contenga una especie de sentimiento de satisfacción.

Para simplificar las cosas, recordemos la figura del Buen Samaritano en el Nuevo Testamento. Sin que nadie le haya obligado y sin pensar en ningún beneficio personal, este samaritano socorre al judío atacado por ladrones que yace herido en el camino, y lo lleva a la posada más cercana. El objeto al que tiende la voluntad del samaritano, según la parábola de Jesús, es sin duda el bien moral. Pretende hacer precisamente lo que prescribe la ley moral, es decir, ayudar al necesitado. Sin embargo, el objeto de su voluntad no termina con que él reavive su buena intención y la ponga en práctica. El samaritano quiere hacer algo más: busca, en particular, que el herido no sucumba a sus heridas, sino que se cure. Por supuesto, que este objetivo se consiga depende sólo en parte de la buena voluntad del samaritano y, por tanto, tiene una importancia secundaria a la hora de juzgar moralmente su acción. Un médico experimentado, por ejemplo, puede prestar un socorro más eficaz que un viajante de comercio. Y el resultado de la ayuda prestada dependerá también de la gravedad de las lesiones. Pero no sería razonable pensar que el samaritano no tiene al menos el deseo de que la persona herida pueda realmente ser ayudada por su intervención.

Por nuestra parte, llamamos a esto el aspecto pragmático de la buena acción moral, y sostenemos con ello que toda intención moral implica por necesidad lógica la voluntad de producir realmente el efecto que corresponde a esa intención. Para alcanzar plenamente la virtud, es ciertamente suficiente que el samaritano haga todo lo que esté en su mano para salvar al hombre herido, pero el «bien supremo» implicado en esta situación es obviamente perfecto si el hombre atacado por los ladrones está realmente mejor. La consecución de este fin, es decir, el éxito de la acción moral, provocará un sentimiento de satisfacción tanto en el hombre herido como en el samaritano: en el primero porque se siente mejor, en el segundo porque su acción ha logrado el resultado que pretendía. En nuestra opinión, es tal experiencia la que Kant describe con el concepto de bien. Define la felicidad como «la condición de un ser racional en el mundo, al que, en toda su existencia, todo le ocurre según su deseo y voluntad»[4]. Si un sujeto actúa según principios morales, el concepto de bien incluye claramente el éxito de sus buenas acciones. Si el concepto de bien supremo sólo abarcara el elemento de la moralidad, sería claramente incompleto.

La perfectibilidad moral

La metafísica práctica de Kant parte de la idea del bien supremo. Esta idea es un pensamiento metafísico porque en ella no sólo se vinculan los elementos de virtud y felicidad, sino porque la razón sostiene que ambos elementos y su conexión se elevan a la más alta perfección. Casi como si llevara a cabo una especie de experimento mental, Kant reflexiona sobre el problema de cómo debe representarse el objeto último o supremo de la razón práctica que está sujeto a las exigencias de la ley moral. Además, se pregunta en qué condiciones se puede suponer realmente tal objeto. En resumen, la idea de un bien supremo significa que la virtud perfecta puede pensarse en conjunción con la felicidad perfecta de un modo perfecto. Para comprender el argumento de Kant sobre la inmortalidad del alma, todo depende de la primera parte de esta afirmación, a saber, la perfección de la virtud. ¿En qué consiste, pues, la mencionada «perfecta adecuación de la intención a la ley moral»?

El propio Kant identifica repetidamente la perfección moral con la santidad de la intención. Pero al mismo tiempo subraya continuamente que el hombre como ser sensible nunca puede alcanzar completamente el ideal de la santidad. No queremos insistir aquí en que la afirmación de Kant es aplicable más allá de toda excepción, porque como premisa de su razonamiento basta con que el lector esté de acuerdo en que su propia virtud no es perfecta y tampoco lo será en el futuro. Llegados a este punto, podría parecer apropiado abandonar por completo la idea de perfección moral. En lugar de esforzarnos por alcanzar la santidad de la voluntad, deberíamos contentarnos con nuestras limitadas posibilidades. Sin embargo, Kant toma otro camino. Llama a adoptar «un proceso hacia el infinito, hacia esa completa adecuación», es decir, la fe en «una existencia, y una personalidad del propio ser racional, perdurables hasta el infinito»[5]. Con este postulado de la inmortalidad del alma, Kant crea la posibilidad de acercarse infinitamente al ideal de una voluntad santa, sin vaciar por ello el concepto del bien supremo a sus ojos.

El postulado de inmortalidad de Kant tiende, pues, a suponer un tiempo de prueba moral prolongado indefinidamente. En este punto, la concepción de Kant difiere significativamente de la concepción cristiana, para la que la muerte representa el último punto posible para la conversión. Ante todo, hay que preguntarse si el postulado realiza lo que Kant promete. Examinemos, pues, más de cerca la idea del progreso moral infinito. Como ya hemos dicho, entre los presupuestos del razonamiento de Kant está el de que nadie alcanza nunca el estado de virtud perfecta. Esto significa, en primer lugar, que todo hombre, en cualquier momento de su existencia, puede hacer el mal. Incluso un alto grado de virtud no impide transgredir la ley moral, al menos en algunos casos. Muy al contrario, un elemento esencial de la moral es que todas las acciones morales son libres y, por tanto, en un instante puedo hacer el mal. Por tanto, el progreso infinito no quita nada a la posibilidad de caer en el vicio. El crecimiento de la virtud no elimina en absoluto la libertad hacia el mal. Incluso si en un sentido kantiano fuéramos inmortales y progresáramos constantemente a mejor, estrictamente hablando esta condición nunca cambiaría.

La suposición kantiana de una aproximación asintótica a la perfección también conduce a otra consecuencia no deseada. Si es cierto que mis acciones no se corresponden en ningún momento con el ideal de santidad, entonces cada día aumenta la cantidad de mal que cometo. Cuanto más me acerco a la virtud, menor es ciertamente mi parte relativa de malas acciones; pero el inconveniente del progreso infinito consiste en que la cantidad de mal del que soy responsable crece cada vez más. Ahora bien, Kant cree expresamente que, al menos a los ojos de Dios, el progreso continuo hacia lo mejor aparece como virtud perfecta. Dios «ve en esta serie, infinita para nosotros, toda la adecuación a la ley moral»[6]. Con el mismo derecho se podría concluir que Dios abarca la totalidad de nuestras obras malas y, por tanto, la inadecuación de la intención a la ley moral con una sola mirada. La suposición de la inmortalidad no cumple, por tanto, la función para la que Kant introduce el postulado. No se comprende cómo la existencia que perdura indefinidamente puede resolver la dificultad de la imperfección moral del hombre. La hipótesis de la inmortalidad no ayuda, por tanto, a concebir la virtud perfecta como primer elemento del bien supremo.

Virtud y felicidad

A pesar de este juicio desencantado, sería un error considerar totalmente fracasado el proyecto de Kant de construir una metafísica práctica. Por el contrario, conviene reflexionar de un modo nuevo sobre el concepto de bien supremo. El propio Kant dio el título de «Dialéctica» a la sección correspondiente de la Crítica de la razón práctica, porque en ella trata de las contradicciones y tensiones que existen entre la virtud y la felicidad. Mientras que la moralidad sólo depende del libre albedrío del sujeto, cuando se trata de la felicidad, parece ser algo que el hombre sólo puede alcanzar por su propio esfuerzo de manera condicional. Esto se debe a varias razones. En primer lugar, nuestra felicidad depende de muchos factores externos que escapan a nuestro control. A pesar de todos los avances de la ciencia y la tecnología, la humanidad está aún muy lejos de poder dominar e influir en el curso de la naturaleza para evitar el dolor y el sufrimiento. A menudo es la propia humanidad la que se interpone en el camino de la felicidad de los demás. Las malas acciones de unos tienen inevitablemente consecuencias para el bienestar de los demás. Kant menciona también otra razón que a menudo se pasa por alto: el hecho de que normalmente no sabemos lo que necesitamos para ser felices un momento después. Aunque pudiéramos realizar indefectiblemente todas nuestras intenciones, nuestra felicidad seguiría sin ser perfecta. El bienestar duradero del hombre naufraga no sólo por sus limitadas posibilidades físicas o su falta de buena voluntad, sino también porque no puede saber qué condiciones le permiten ser verdaderamente feliz y estar satisfecho.

Ante este hecho, la idea del bien supremo vuelve a resultar problemática. ¿Qué nos autorizaría a suponer que existe alguna relación entre felicidad y moralidad? ¿Quién o qué podría asegurarnos que nuestras buenas acciones alcanzan realmente su propósito? ¿Cómo puede descartarse que quienes no se preocupan por la virtud tengan éxito en última instancia? Para Kant, la felicidad y la moralidad sólo pueden pensarse en unidad a condición de que exista un Dios «que contenga el fundamento de esa conexión, es decir, de la exacta adecuación de la felicidad a la moralidad»[7]. Sólo Dios es capaz de crear el mundo con su orden natural y, al mismo tiempo, de ayudar a los hombres a alcanzar la felicidad según sus buenas intenciones. Por tanto, no es la razón teórica, sino la razón práctica la que fundamenta nuestras convicciones metafísicas.

La metafísica práctica de Kant se basa en el supuesto de que existe una correspondencia total entre el orden físico de la naturaleza y el orden moral de la voluntad y el deber. La tesis de la armonía está en la raíz de la idea del bien supremo y, a los ojos de Kant, sólo puede apoyarse en el hecho de que la razón reconoce a Dios como creador del mundo y del hombre. A diferencia de las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, el postulado de Kant no se basa en principios teóricos, como el de causalidad, sino que deriva de la reflexión sobre el sentido último de actuar por deber. Si no hubiera esperanza en una compensación entre felicidad y virtud, sino que dependiera sólo del azar que nuestra acción moral se viera coronada por el éxito, esto no perjudicaría ciertamente al deber moral, sino que revelaría que el concepto de bien supremo es una ilusión. En la metafísica de Kant no se trata, pues, de algunas convicciones más o menos arbitrariamente elegidas, sino de la conformidad de la razón práctica consigo misma.

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Partiendo de la tesis de la armonía, merece la pena volver a examinar los dos elementos que constituyen la idea del bien supremo. ¿Cómo debe reaccionar la razón ante el hecho de que la virtud humana nunca es perfecta? La reflexión sobre el postulado kantiano de la inmortalidad ha llegado a la conclusión de que una existencia que se prolonga indefinidamente agrava el problema, en lugar de resolverlo, puesto que el hombre posee en todo momento la libertad de volver a elegir el mal, y puesto que la cantidad de malas acciones que se acumulan a lo largo de la vida crece continuamente. Por estas dos razones, se podría incluso considerar un privilegio que el hombre no exista eternamente, sino que el tiempo de las elecciones moralmente relevantes termine con la muerte. Sin embargo, puesto que la muerte no hace inexistente el mal realizado durante la vida, es evidente que el hombre no puede realizar por sí mismo la pretensión kantiana de la perfecta adecuación de la intención a la ley moral.

Por tanto, la única salida sigue siendo la esperanza de que Dios perdone al hombre su culpa. Kant no pretende resignarse en absoluto a tal solución, porque en su opinión cualquier tipo de indulgencia y perdón entraría en conflicto con la justicia divina[8]. El fracaso de su argumentación sobre la inmortalidad del alma debería ser, sin embargo, razón suficiente para considerar seriamente la alternativa que él excluye. ¿Es realmente más «razonable» pensar en el continuo progreso moral del hombre que confiar en que la justicia de Dios pueda subsistir junto a su misericordia? Incluso si, por hipótesis, no se pudiera dar una respuesta filosófica definitiva a esta pregunta, debería quedar claro que la idea de perfección moral no conduce necesariamente a creer en la inmortalidad, pero sí puede provocar una reflexión profunda sobre el hecho de que el hombre está sujeto al perdón y sobre la existencia de un Dios misericordioso.

Si consideramos ahora el otro elemento del bien supremo, la felicidad, se nos presenta un cuadro casi opuesto. Como hemos visto, Kant postula la existencia de Dios como condición necesaria para que haya correspondencia entre el orden físico y el moral. Si no existiera Dios, no habría razón para creer que nuestras acciones morales ejercen una influencia decisiva sobre el bien de la humanidad. Es extraño que Kant tenga tan poco en cuenta el hecho de que la armonía entre moralidad y felicidad, inherente al concepto de bien supremo, encuentre tan poco reflejo en nuestra experiencia cotidiana. Como muestra suficientemente la larga historia del debate sobre la teodicea, la realidad ofrece numerosos ejemplos que llevan a dudar no sólo de la misericordia de Dios, sino también de su justicia. La admisión de la existencia de Dios no basta en absoluto para garantizar que la virtud y la felicidad se correspondan siempre. Lo que conocemos del mundo físico va en contra de la suposición de que todos los hombres alcanzan realmente un grado de felicidad correspondiente a su intención moral.

Como en el caso de la perfección moral, también aquí se ofrece la solución de dejar completamente de lado la idea del bien supremo y abandonar la esperanza en la felicidad. Quien, por el contrario, persiste en creer que el bien supremo es alcanzable y con Kant sigue suponiendo que la felicidad es el estado de un ser racional «al que, en toda su existencia, todo le ocurre según su deseo y voluntad», debe pensar que su existencia en su totalidad no se limita a la vida terrena. En lugar de recurrir a la inmortalidad como condición para el progreso moral, es mucho más obvio ver en ella la condición para la verdadera felicidad. Esta propuesta no es un magro consuelo proyectado sobre el más allá, sino un intento de arrojar luz sobre el objeto de nuestro razonamiento práctico.

Puesto que el hombre no sólo está obligado moralmente a hacer el bien, sino que también quiere alcanzar realmente este bien, se plantea el problema de lo que queda más allá del deber moral y de las condiciones metafísicas que subyacen a nuestras posibilidades físicas para que este bien se realice. La consideración que Kant propone a este respecto suena así: la correspondencia entre moralidad y felicidad, inherente a la idea del bien supremo, sólo puede pensarse como posible si suponemos que existe un Dios personal. Sin embargo, dado que la dicha no siempre es alcanzada en este mundo físico por quien actúa moralmente, la continuación de la existencia más allá de la muerte también va en el sentido de lo pensable a nivel filosófico. Si se asume la inmortalidad del alma, no se obtiene, como creía Kant, una nueva oportunidad de demostrar la propia virtud, sino que se revela posible el segundo elemento del bien supremo, la felicidad. De este modo, podemos ver una vez más cómo las reflexiones de Kant sobre el concepto del bien supremo conducen realmente a perspectivas metafísicas válidas. Incluso quienes no estén de acuerdo con sus conclusiones se verán al menos confrontados con los argumentos que hemos presentado aquí. En cualquier caso, debe quedar claro que el tema de la inmortalidad del alma no puede permanecer ajeno al problema de la vida buena.

  1. Cfr. I. Kant, «Sogni di un visionario chiariti con i sogni della metafisica», en Scritti precritici, Roma – Bari, Laterza, 1982, 399.

  2. Id., Critica della ragion pura, Milán, Bompiani, 2004, 51.

  3. Id., Critica della ragion pratica, Milán, Bompiani, 2004, 261.

  4. Ibid., 267.

  5. Ibid., 261.

  6. Ibid., 263.

  7. Ibid., 267.

  8. Cfr. Ibid., 265.

Georg Sans
Es un jesuita alemán. Luego de sus estudios en filosofía y teología, ha enseñado historia de la filosofía contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana. Desde 2014 es profesor de Filosofía de la religión y de Teología filosófica de la Hochschule für Philosophie de los jesuitas en Múnich, Baviera. Su área de investigación abarca la filosofía clásica alemana, en particular la de Kant y Hegel.

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