La historia de la concesión de indulgencias no está exenta de sombras y de situaciones poco edificantes. La Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, continúa, a pesar de las críticas del pasado, precisando su doctrina, purificando su práctica e invitando a los fieles a acercarse a esta realidad de la «multiforme gracia de Dios» (1 Pe 4,10). De hecho, muchos católicos responden a este llamado, especialmente en los primeros días de noviembre, visitando los cementerios y orando por los difuntos. También hay períodos particulares para obtener la indulgencia, como los años jubilares, que la Iglesia instituye y anuncia regularmente desde 1300. En la bula de convocación del Jubileo ordinario del año 2025, Spes non confundit (SNC), el papa Francisco exhorta: «léanse algunos pasajes del presente Documento y anúnciese al pueblo la indulgencia jubilar, que podrá obtenerse según las prescripciones contenidas en el mismo Ritual para la celebración del Jubileo en las Iglesias particulares» (n. 6). No faltan diversos textos que explican detalladamente la historia y la disciplina relacionada con la indulgencia. En nuestra reflexión, queremos resaltar el aspecto existencial de las indulgencias, con el fin de fomentar una práctica piadosa e inteligente.
La esencia de la indulgencia
El Código de Derecho Canónico (CDC), siguiendo la Constitución Apostólica Indulgentiarum doctrina (1967) de san Pablo VI, define la indulgencia de la siguiente manera: «La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos» (can. 992). Esta afirmación podría alarmar a algunos. De hecho, se menciona una pena temporal que pesaría sobre nuestras cabezas, a pesar de que todos los pecados ya han sido perdonados. Las palabras que Jesús dirigió a sus discípulos: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les serán perdonados; a quienes no se los perdonen, no les serán perdonados» (Jn 20,22-23), plantean una cuestión evidente: si queda una pena temporal por «pagar», ¿deberíamos decir que el perdón no es completo? ¿En el sacramento de la penitencia –o mejor dicho, de la reconciliación– Dios no perdona verdaderamente los pecados hasta el fondo? ¡No! Dios perdona nuestros pecados tanto de manera sacramental como no sacramental, sin un «pero». Por lo tanto, si, a pesar de ello, sigue habiendo un «pero» o alguna objeción, esto ciertamente no proviene de Dios, sino de la realidad misma del pecado.
La «pena temporal» no significa que Dios nos perdone parcialmente y quiera prolongar el tiempo de castigo por el mal que hemos cometido, sino que el pecado, incluso cuando ha sido perdonado en cuanto a la culpa, deja en nuestra vida consecuencias más o menos graves. En la bula Spes non confundit, el papa Francisco explica claramente la complejidad de la situación del pecador perdonado: «el pecado “deja huella”, lleva consigo unas consecuencias; no sólo exteriores, en cuanto consecuencias del mal cometido, sino también interiores, en cuanto “todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar” […]. Por lo tanto, en nuestra humanidad débil y atraída por el mal, permanecen los “efectos residuales del pecado”» (n. 23).
El mismo tema fue abordado por Francisco en la bula Misericordiae Vultus (MV) de 2015: «En el sacramento de la Reconciliación Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados dejan en nuestros comportamientos y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto. Ella se transforma en indulgencia del Padre » (MV 22). En otras palabras, Dios misericordioso nos salva, pero su acción no es un automatismo, no opera con una varita mágica, porque no somos robots ni muñecas Barbie, sino personas, seres con personalidades irrepetibles, que necesitan tiempo para sanar y reparar las relaciones heridas y ofendidas. Esta visión no es meramente jurídica, sino profundamente existencial. La culpa puede ser perdonada, pero las diversas consecuencias del pecado solo se afrontan y resuelven en el camino, en la vida. El proceso de sanación suele ser doloroso; por eso hablamos de «pena temporal». En cualquier caso, esta no es impuesta por Dios, sino que deriva de la naturaleza del pecado, que «deja huellas».
Podemos ilustrar la pena temporal con algunos ejemplos sencillos. Imaginemos a un hombre que traiciona a su esposa y que ella llega a enterarse. El hombre se arrepiente sinceramente, pide perdón a su esposa, se confiesa. Aunque reciba la absolución del pecado en la confesión y el perdón de su esposa, las consecuencias de la traición permanecen. Los cónyuges necesitan tiempo para reconstruir la confianza y la ternura en su vida matrimonial. En otras palabras, la culpa es perdonada, pero quedan las heridas causadas por el pecado, que requieren tiempo para sanar. Estas heridas constituyen la pena temporal. La indulgencia, entonces, es la gracia que ayuda a sanar las consecuencias de los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa. Se habla de «pena temporal» porque también existe la «pena eterna», es decir, la condena eterna debida al «no» definitivo que el hombre le dice a Dios. Tanto la pena temporal como la pena eterna no son consecuencia de un acto vengativo por parte de Dios, sino que representan las consecuencias del actuar consciente y libre del hombre. En este contexto, la palabra «pena» podría ser engañosa e inducir una imagen distorsionada de Dios; sin embargo, seguimos utilizándola porque ha sido heredada de la Biblia y la Tradición, pero con la conciencia de que Dios, por su parte, busca siempre redimir y sanar al hombre.
La indulgencia parcial y plenaria en el contexto histórico
La doctrina de la indulgencia distingue entre indulgencia parcial e indulgencia plenaria, «según libere de la pena temporal debida por los pecados en parte o totalmente» (CDC, can. 993). Esta distinción expresa el hecho de que la gracia divina actúa en el hombre de manera gradual, y dicha gradualidad no alude en absoluto al actuar de Dios, en el sentido de que Él no quiera sanar al pecador de inmediato y completamente, sino que incide en lo más profundo del hombre, cuya finitud limita la abundancia de la gracia y requiere tiempo para progresar en el bien.
Por otro lado, hay que decir que la doctrina de la indulgencia parcial y plenaria ha estado expuesta a cierto «mercantilismo» religioso, como lo muestran los numerosos ejemplos históricos de abusos en la gestión de las indulgencias, que han llevado a considerar esta práctica como una mercancía de intercambio, una ritualidad «comercial» en lugar de una expresión eclesial de la gracia de Dios. Desafortunadamente, se ha difundido una mentalidad «pagana» según la cual se pueden recibir múltiples perdones – e incluso obtener la vida eterna – «calculados» en función de limosnas entregadas, etc., olvidando por completo el objetivo de la llamada a la conversión personal.
A principios del siglo XI, las indulgencias eran administradas de manera aún moderada por pontífices y obispos, pero pronto la práctica comenzó a corromperse, utilizándose, por ejemplo, para movilizar a hombres e inducirlos a participar en las cruzadas, o como fuente de financiación para sostenerlas. El Estado Pontificio, las Iglesias locales, las órdenes religiosas y las diversas fraternidades sintieron la presión de una necesidad – que respondía a una verdadera demanda social – de algo que tuviera la apariencia de indulgencia, y al mismo tiempo percibieron cómo la concesión de tales perdones constituía una fuente considerable y real de ingresos. No solo eso, sino que estas prácticas indulgenciales se ajustaban a la religiosidad «del miedo» que se había extendido en la primera mitad del segundo milenio.
Como consecuencia, se multiplicaron diversas prácticas, oraciones, misas, limosnas y peregrinaciones vinculadas a la obtención de indulgencias. Esta piedad denominada «mercantil» fue reforzada por concepciones tan pintorescas como ingenuas del mundo del más allá y, en particular, del purgatorio. Según la visión imaginaria de la época, aquellos que permanecían en el purgatorio tenían un período finito – medido temporalmente en días o años – que debían cumplir antes de poder entrar en el paraíso. Basándose en esta creencia, a las distintas indulgencias se les asignaba un número preciso de días o años, con el fin de cuantificar el tiempo de la pena temporal que podría ser remitida mientras se estaba en el purgatorio, gracias a una indulgencia.
La práctica de la indulgencia no fue, por tanto, adecuadamente acompañada de una reflexión teológica, la cual solo comenzó a desarrollarse a partir del siglo XIII, cuando los teólogos empezaron a dedicarle un estudio más minucioso. A este respecto, santo Tomás de Aquino propuso una teoría positiva, que reconocía la indulgencia en general, pero esta no fue suficiente para purificar la corrupción de prácticas cada vez más extendidas. Es más, la costumbre de medir la indulgencia derivó en una auténtica inflación, pasando de un período de días y años a uno de cientos e, incluso, miles de años. La «contabilidad» de la indulgencia dio un impulso decisivo al auge de charlatanes y embaucadores que recaudaban dinero a cambio de falsas promesas sobre indulgencias parciales y plenarias.
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Uno de los motivos que desató la reacción de Lutero y condujo a la Reforma protestante fue precisamente la «contabilidad» de la indulgencia, en particular la vinculada a la recaudación de fondos para la construcción de la basílica de San Pedro. Entre las 95 tesis de Lutero, muchas se refieren al «escándalo» de la indulgencia[1]. En la tesis 34, afirma que las «gracias indulgenciales se refieren únicamente a las penas de la satisfacción sacramental, establecidas por el hombre». Por ello, la predicación de las indulgencias es calificada de «escandalosa» (cf. tesis 81). Luego, plantea una pregunta irónica: «¿Por qué el papa no vacía el purgatorio por la santísima caridad y el gran sufrimiento de las almas, que es la razón más justa de todas, en lugar de liberar un número infinito de almas por el tristísimo dinero para la construcción de la basílica, que es una de las razones más débiles?» (tesis 82).
La Iglesia respondió a estas críticas tratando de eliminar los abusos relacionados con las indulgencias y proponiendo nuevamente una doctrina más profunda y ordenada. El Concilio de Trento, en el Decreto sobre las indulgencias (1563), declara: «El poder de conceder indulgencias ha sido otorgado por Cristo a la Iglesia, la cual, desde tiempos antiguos, ha hecho uso de esta facultad que le ha sido divinamente concedida [cf. Mt 16,19; 18,18]. Por esta razón, el santo sínodo enseña y manda que se mantenga en la Iglesia este uso, muy saludable para el pueblo cristiano […]. Sin embargo, desea que al conceder estas indulgencias se actúe con moderación […]. Asimismo, queriendo corregir y enmendar los abusos que se han introducido en esta práctica»[2]. Se buscó, por tanto, una solución equilibrada para no «tirar al niño con el agua sucia», es decir, para eliminar las prácticas erróneas y perjudiciales sin perder el núcleo beneficioso de la indulgencia.
Un paso importante en este proceso fue dado por san Pablo VI con la ya mencionada Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina. Al final de este documento encontramos una lista de 20 normas, de las cuales la n.º 4 establece que «la indulgencia parcial, de ahora en adelante, será indicada exclusivamente por las palabras “indulgencia parcial”, sin añadir ninguna determinación de días ni de años». Además, en la norma n.º 6 leemos: «La indulgencia plenaria solamente se puede ganar una vez al día […]. En cambio, la indulgencia parcial se puede ganar muchas veces en un mismo día, a no ser que se advierta expresamente otra cosa». La norma n.º 7 nos ayuda a comprender la importante diferencia entre la indulgencia parcial y la plenaria: «Para ganar la indulgencia plenaria se requiere la ejecución de la obra enriquecida con la indulgencia y el cumplimiento de las tres condiciones siguientes: la confesión sacramental, la comunión eucarística y la oración por las intenciones del Romano Pontífice. Se requiere además, que se excluya todo afecto al pecado, incluso venial. Si falta esta completa disposición, y no se cumplen las condiciones arriba indicadas, salvo lo prescrito en la norma 11 para los impedidos, la indulgencia será solamente parcial»[3].
La condición más difícil de cumplir para una indulgencia plenaria es la exclusión de «cualquier afecto al pecado, incluso venial». El hombre es capaz de colaborar con la gracia divina para alcanzar tal libertad, pero dado que esto es, de hecho, una actitud bastante rara, podríamos afirmar que la indulgencia plenaria no ocurre con frecuencia. Sin embargo, en este asunto interviene la intimidad de la relación entre Dios y el hombre, la cual escapa a toda opinión o intento de objetivación. La misma intimidad caracteriza la indulgencia parcial. No tenemos ningún medio para medir la gracia recibida y realmente acogida. Lo que sí podemos hacer es confiar en que ella, a pesar de nuestra debilidad, actúa en nosotros progresivamente, incluso a través de la indulgencia, conduciéndonos a una regeneración plena. Mons. Krzysztof Nykiel, regente de la Penitenciaría Apostólica, señala: «En este sentido, entre la indulgencia plenaria y la parcial hay una diferencia como entre el fruto y la flor: ambas surgen de la caridad de Cristo, pero una es, en cierto modo, el anticipo, y la otra es la consumación»[4]. En cualquier caso, como ya hemos señalado, es extremadamente difícil hablar de cantidades cuando se trata de cuestiones espirituales, que además ni siquiera son «cosas», sino relaciones, es decir, la vida en el Espíritu de la persona con Dios.
Por los vivos y por los difuntos en el purgatorio
El Código de Derecho Canónico afirma: «Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias» (can. 994). Por lo tanto, no es posible obtener una indulgencia para otra persona viva. ¿Cómo se explica esto? ¿Por qué es posible la indulgencia para los difuntos, es decir, para aquellos que, después de la muerte, están en el purgatorio, pero no para quienes aún están vivos? Las almas en el purgatorio ya no pueden actuar por sí mismas, excepto sometiéndose a la gracia de la purificación, es decir, a la preparación para el cielo. Los vivos, en cambio, todavía tienen la posibilidad de elegir el camino de la conversión, la penitencia y las buenas obras. También pueden obtener la indulgencia para sí mismos, mientras que carecería de sentido que alguien intentara obtener una indulgencia para otra persona que no desea abrirse personalmente a la gracia divina. No es posible cumplir las condiciones de la indulgencia por una persona viva que podría hacer ese camino por sí misma. Estamos llamados a orar por los demás, pero no podemos sustituirlos en su decisión de volverse a Dios y recibir su gracia. De hecho, la indulgencia para los vivos depende de un acto de voluntad personal, además del cumplimiento de las obras prescritas[5].
En cuanto a las personas en el purgatorio, ellas ya han elegido la vida eterna con Dios, pero no pueden realizar obras piadosas y, en ese sentido, viven en un estado pasivo, abiertas a la obra purificadora de Dios. El cardenal Mauro Piacenza ofrece esta explicación: «Quien está en el purgatorio (homo purgans) tiene la certeza de la salvación eterna, pero ya no posee el don de la libertad, por lo que no puede merecer más»[6]. En cambio, los fieles (homo viator) pueden unirse activamente a la obra de Dios y contribuir, precisamente a través de la indulgencia, a la purificación que ocurre en la otra vida.
Debemos notar que las almas en el purgatorio pueden orar por nosotros. De este modo, se realiza, en parte, lo que llamamos la «comunión de los santos». Nadie es una isla, nadie se salva solo. Dios, que es el único salvador, quiere incluir a los hombres en su obra de salvación. La indulgencia aplicada a uno mismo forma parte del proceso de purificación existencial de las consecuencias del pecado (pena temporal), ya perdonado en lo que respecta a la culpa. Es necesario subrayar nuevamente que, como dijo san Juan Pablo II, «las indulgencias, lejos de ser una especie de “descuento” con respecto al compromiso de conversión, son más bien una ayuda para un compromiso más firme, generoso y radical. […] Por eso, erraría quien pensara que puede recibir este don simplemente realizando algunas actividades exteriores»[7]. Las obras prescritas son más bien una expresión de conversión. De manera similar, la indulgencia para los difuntos que están en el purgatorio se inserta en el proceso de purificación previsto por el Dios misericordioso para preparar al hombre para la gracia de la vida eterna en el cielo. En esta acción divina, no debemos pensar en un rescate directo; es decir, la indulgencia por los difuntos no actúa de manera «mecánica», no produce una eficacia automática e infalible, sino que es un acto de sufragio que siempre depende del beneplácito de Dios.
Para comprender más profundamente el tema de la purificación a la que pueden ser sometidos los difuntos, nos detenemos ahora en el sentido existencial de la doctrina del purgatorio. Aquellos que están en el cielo no necesitan nuestras oraciones; al contrario, son ellos quienes interceden por nosotros. En cambio, para quienes han rechazado a Dios eligiendo lo que llamamos «infierno», la oración ya no será de ayuda. Por otro lado, los condenados, que se hunden en su orgullo, ya no esperan ningún apoyo o auxilio de nuestra parte, mientras que hay quienes todavía están en peregrinación hacia el paraíso, habiendo ya cruzado el umbral de la muerte.
El purgatorio es una verdad de fe. Por un lado, no rechazamos a Dios y queremos estar en su Reino, pero, por otro, nos reconocemos pecadores, débiles, e impreparados para atravesar las puertas del cielo y gozar plenamente en el Espíritu Santo. En esta situación precaria, Dios mismo, por iniciativa gratuita, nos purifica y nos hace capaces de acoger la vida celestial. No debemos considerar el purgatorio como un lugar de tortura, pensado para pagar las deudas causadas por los pecados cometidos, ni debemos creer que Dios no pueda introducirnos directamente en su morada divina o que desee castigarnos, reteniéndonos allí por un tiempo.
El purgatorio no es necesario para Dios, sino para nosotros. Estamos manchados, fragmentados, perdidos; entonces, Dios mismo nos lava, nos viste con ropas hermosas y nos muestra el camino para entrar en el banquete eterno de bodas. En el purgatorio, la persona ya sabe que irá al paraíso, pero comprende que, aunque lo desee, aún no está completamente preparada para la bienaventuranza eterna. El purgatorio podría compararse con la situación de un niño que, después de haber hecho una travesura, sabe que su madre lo perdonará y lo abrazará, pero, a pesar de esta certeza, siente vergüenza y huye de la mirada de su madre. Se esconde, porque no logra de inmediato acurrucarse en los brazos de su madre y quedarse allí tranquilo y contento. Del mismo modo, en el purgatorio, la persona se siente amada por Jesús, pero aún no está completamente lista para apoyar su cabeza sobre su pecho. Nuestra solidaridad con las almas del purgatorio, nuestras oraciones y las indulgencias ayudan a nuestros seres queridos a superar aquello que todavía les impide acoger plenamente el amor de Dios.
Si bien en la Biblia no se encuentra una enseñanza explícita sobre el purgatorio, sí tenemos varios indicios al respecto. En el Segundo libro de los Macabeos (12,39-45) se menciona una oración por los soldados caídos, quienes habían cometido un pecado al llevar amuletos paganos bajo sus vestiduras. Se trata, por tanto, de una purificación después de la muerte del pecado y sus consecuencias. En esto consiste el purgatorio. En la Primera carta a los Corintios encontramos un pasaje misterioso que nos hace pensar en una purificación tras la muerte: «Si la obra construida sobre el fundamento resiste la prueba, el que la hizo recibirá la recompensa; si la obra es consumida, se perderá. Sin embargo, su autor se salvará, como quien se libra del fuego» (1 Cor 3,14-15).
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Ya en la Iglesia antigua se rezaba por los difuntos, como lo atestigua un fragmento de Las Confesiones de san Agustín, donde él ora por su madre fallecida. No obstante, hasta el siglo XII el término «purgatorio» no fue utilizado en los textos del magisterio de la Iglesia. Fue en el II Concilio de Lyon, en 1274, donde se incorporó a la enseñanza oficial de la Iglesia. Posteriormente, el Concilio de Florencia formuló la doctrina del purgatorio en la bula Laetentur caeli (1439), la cual fue retomada y confirmada por el Concilio de Trento en el Decreto sobre el purgatorio (1563).
La descripción literaria más famosa del purgatorio se encuentra en la Divina Comedia de Dante. El poeta lo representa como una montaña con su base sumergida en el océano y su cima alcanzando el cielo. El purgatorio se compone de nueve partes. En el vestíbulo, se encuentran las almas que fueron perezosas en hacer penitencia. Luego siguen siete niveles, donde las almas se purifican de los pecados capitales: soberbia, envidia, ira, avaricia, gula, lujuria y pereza. En la cima de la montaña, es decir, en el noveno nivel, las almas beben de dos fuentes: una para olvidar sus errores y otra para recordar sus méritos. La parte superior está rodeada de un éter puro, a través del cual el alma asciende al cielo. Desde el punto de vista teológico, el purgatorio no es un conjunto de niveles sucesivos de pruebas, sino el encuentro con Jesucristo, cuyo amor nos purifica de todo lo que se opone al verdadero amor. Jesús invita a los fieles a participar en este encuentro, es decir, a tomar parte del tesoro de la Divina Misericordia y de la comunión de los santos.
La confianza en la Divina Misericordia: el testimonio de sor Faustina
El papa Francisco señala de diversas maneras el vínculo entre la indulgencia y la Divina Misericordia. En la bula Spes non confundit, leemos: «La indulgencia, en efecto, permite descubrir cuán ilimitada es la misericordia de Dios. No sin razón en la antigüedad el término “misericordia” era intercambiable con el de “indulgencia”, precisamente porque pretende expresar la plenitud del perdón de Dios que no conoce límites» (SNC 23). La misericordia está completamente alejada de la idea de una «contabilidad» espiritual, que a veces oscurece el mensaje evangélico predicado por la Iglesia. Es, en cambio, absolutamente gratuita, aunque esta gratuidad no excluye la necesidad de ciertas condiciones para poder recibirla plenamente.
La condición fundamental es la actitud de confianza, que permite abrirse de manera eficaz al bien ofrecido con misericordia. Este concepto queda claro en el Diario de sor María Faustina Kowalska, la apóstol de la Misericordia[8]. En una aparición, Dios mismo le explica que «las gracias de Mi Misericordia se obtienen con un único recipiente, y este es la confianza»[9]. Las diversas prácticas devocionales que se mencionan en el Diario tienen como finalidad suscitar, fortalecer y profundizar la confianza del creyente en Dios. No se trata de una confianza depositada en fórmulas piadosas y en obras prescritas, sino de una relación personal con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En otras palabras, la sensación de amparo, ese refugio espiritual del que hablan los textos de Faustina, no se «adquiere» simplemente recitando oraciones, sino que se arraiga en la confianza en Dios. Lo mismo podemos decir de la indulgencia, administrada por la Iglesia según ciertos procedimientos y normas, pero cuyo núcleo esencial es suscitar la confianza en la Divina Misericordia.
Este acto de confianza debe ir acompañado de misericordia hacia el prójimo. En una de sus visiones, Jesús le dice a Faustina: «Tú debes ser la primera en distinguirte por la confianza en Mi Misericordia. […] Debes mostrar misericordia siempre y en todo lugar hacia el prójimo […]. Te presento tres formas de demostrar misericordia hacia los demás: la primera es la acción, la segunda es la palabra, la tercera es la oración»[10]. La confianza, por tanto, no se identifica con una actitud pasiva de quien espera recibir una gracia desde lo alto. «Si un alma no practica la Misericordia de alguna manera, no obtendrá Mi Misericordia en el día del juicio»[11], nos advierte Jesús.
Para sor Kowalska, la perspectiva más importante de la práctica de la misericordia es la vida eterna. La confianza cristiana en la Divina Misericordia no se refiere simplemente al deseo de que todo «salga bien» en nuestra vida terrena, sino que nos abre a los horizontes infinitos y eternos del amor misericordioso de Dios. Con este espíritu, Faustina practicaba las indulgencias con la íntima convicción de que era Jesús mismo quien la invitaba a hacerlo, escuchando las palabras que el Señor le dirigía en referencia a las almas del purgatorio: «Está en tu poder aliviar su sufrimiento. Toma del tesoro de Mi Iglesia todas las indulgencias y ofrécelas por ellas»[12].
Así llegamos a lo que consideramos el concepto más importante de la doctrina de la indulgencia: el «tesoro de la Iglesia», ligado a la doctrina de la comunión de los santos. El Catecismo de la Iglesia Católica (CIC) presenta la indulgencia dentro de la perspectiva de la «comunión de los santos». Con esta expresión se aluden dos aspectos: la comunión en los bienes sagrados (sancta) y la comunión entre las personas santas (sancti) (cf. CIC, n. 948). La palabra sancti no se refiere solo a aquellos que ya gozan de la gloria del cielo, sino también a los fieles que aún peregrinan en la tierra y a los que se encuentran en el purgatorio. Estas tres dimensiones —militante, purgante y triunfante— conforman la comunión de la Iglesia. El Concilio Vaticano II enseña que «todos, en forma y grado diverso, vivimos unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo. […] Esta unión […] se robustece con la comunicación de bienes espirituales»[13]. En otras palabras, los fieles del cielo, del purgatorio y de la tierra, unidos de diferentes maneras a Cristo, se relacionan entre sí y comparten las gracias recibidas de Dios.
El Catecismo añade: «Estos bienes espirituales de la comunión de los santos, los llamamos también el tesoro de la Iglesia» (n. 1476). San Pablo VI, en la constitución Indulgentiarum doctrina, subraya que este tesoro consiste, ante todo, en el «valor infinito e inagotable que las expiaciones y méritos de Cristo tienen ante el Padre». Pero a los méritos de Cristo se unen «las oraciones y las buenas obras de la bienaventurada Virgen María y de todos los santos» (n. 5). Jesús, el único Salvador, nos invita a participar en su obra redentora, y una de las formas de hacerlo es a través de las indulgencias. De este modo, nos servimos del tesoro de la Iglesia, que es una manifestación de la comunión de los santos y que también puede llamarse el «tesoro de la Misericordia de Dios», del cual brotan nuestras obras de misericordia y al cual se suman, incluidas las indulgencias.
Todo esto no tiene nada que ver con una falsa religiosidad «mercantilista», legalista y marcada por el temor. Se trata, más bien, de la verdad de que, en Cristo, nuestra vida está conectada con la vida de otros cristianos que nos han precedido, de manera que podemos ayudarnos mutuamente, incluso cuando nos separa la distancia entre la tierra y el purgatorio.
Una indulgencia siempre actual
Debido a los abusos cometidos en relación con la indulgencia y a la dificultad de la Iglesia para abordarlos durante mucho tiempo, la doctrina de las indulgencias fue motivo de división entre la Iglesia católica y otras confesiones cristianas, en particular las comunidades protestantes. No han faltado quienes han considerado que su desaparición era solo cuestión de tiempo, afirmando arbitrariamente que las indulgencias se convertirían en una práctica del pasado.
Sin embargo, desde una perspectiva existencial y cristocéntrica, podemos redescubrir la perenne actualidad de la práctica de las indulgencias. Por ello, la Iglesia sigue proponiéndolas a los fieles, convencida de su fundamento en el misterio de la Misericordia y en la verdad de la comunión de los santos. El cardenal Piacenza afirma que «el tesoro de las indulgencias […] no puede ser descuidado, ya que, al no haber sido ganado por los hombres, sino gratuitamente otorgado por Cristo y por sus infinitos méritos ante el Padre, nunca podrá perderse»[14]. El Jubileo ordinario del año 2025 constituye una invitación para que los fieles renueven su comprensión del sentido de las indulgencias y las practiquen con confianza, abriéndose así a la esperanza. Spe salvi facti sumus.
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Cf. las 95 tesis de Lutero, en https://iglesialuterana.cl/doctrina-luterana/martin-lutero/95-tesis/ ↑
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H. Denzinger – P. Hünermann, Henchiridion Symbolorum, Bolonia, EDB, 1995, n. 1835. ↑
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Pablo VI, s., Constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, en https://www.vatican.va/content/paul-vi/es/apost_constitutions/documents/hf_p-vi_apc_01011967_indulgentiarum-doctrina.html ↑
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K. Nykiel, Il Sacramento della Misericordia. Accogliere con l’amore di Dio, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2019, 269 s. ↑
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Ibid. ↑
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M. Piacenza, «Il grande tesoro delle indulgenze», Lectio Magistralis, 9 de marzo de 2015, en www.penitenzieria.va/content/dam/penitenzieriaapostolica/indulgenze/Pia-cenza20%20Lectio%20magistralis%20Indulgenze%202015.pdf ↑
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Juan Pablo II, s., «El don de la indulgencia», Audiencia general, 29 de septiembre de 1999. ↑
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Cf. D. Kowalczyk, Il perché della Trinità. Dodici questioni scelte di teologia trinitaria, Venecia, Marcianum, 2024, 279-281. ↑
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F. Kowalska, Diario. La Misericordia Divina nella mia anima, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2010, n. 1578. ↑
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Ibid., n. 742. ↑
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Ibid., n. 1317. ↑
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Ibid., n. 1226. ↑
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Concilio Ecuménico Vaticano II, Lumen gentium, n. 49. ↑
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M. Piacenza, «Il grande tesoro delle indulgenze», cit. ↑
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