En el mes de junio del año 325 tuvo lugar el primer Concilio ecuménico, el de Nicea, convocado por el emperador Constantino. Entre los muchos temas tratados, que intentaremos abordar brevemente, dos en particular han pasado a la historia: el Credo que, con varias modificaciones, se convirtió en la profesión de fe oficial de toda la cristiandad, y la decisión de unificar la fecha de la celebración de la Pascua. Esta conmemoración de los 1700 años del Concilio de Nicea se ha convertido en una ocasión para desarrollar nuevas líneas de estudio.
Según la historiografía tradicional, hacia el año 320 el presbítero Arrio, en un encuentro del clero alejandrino con su obispo Alejandro, habría negado la divinidad del Hijo de Dios, sosteniendo que había sido creado de la nada antes del tiempo y de la eternidad, como la primera y más excelsa criatura de Dios. Por lo tanto, también era mutable y podría haber pecado; sin embargo, no lo había hecho, porque Dios le había concedido la gracia de no pecar, conociendo de antemano su firmeza y piedad[1]. Al parecer, el contexto de la disputa lo constituía un problema que existía desde hacía tiempo en la Iglesia de Alejandría, a saber, el contraste entre los filo-monarquianos, preocupados hasta tal punto por no separar al Hijo del Padre que no lograban expresar la fe en la personalidad propia del Hijo, cayendo en un monoteísmo extremo, y ciertos teólogos, fieles a la tradición de Orígenes, que subrayaban la diversidad entre las Personas divinas, corriendo el riesgo de caer en el triteísmo.
Se discutió sobre este tema, y el obispo Alejandro pidió a Arrio que presentara su fe por escrito. Arrio redactó su propio Credo en forma de carta, que hizo llegar al obispo[2]. Este, con el sínodo de los obispos egipcios, tras el debido examen, excomulgó a Arrio y a un grupo de sus seguidores, entre ellos dos obispos. Posteriormente, Alejandro informó a los obispos de otras provincias de dicha condena[3], y Arrio, por su parte, escribió a sus amigos, entre ellos Eusebio de Cesarea y Eusebio de Nicomedia. La disputa, que al principio era de interés local, se difundió luego por todo el mundo, convirtiéndose así en un problema global. Por ello, el emperador Constantino intervino con una carta dirigida a Alejandro y a Arrio[4], pidiéndoles que se reconciliaran. La carta fue llevada por el obispo Osio de Córdoba, quien, al ver que no querían hacer las paces, regresó a Nicomedia, a la corte de Constantino. Entonces el emperador convocó el Concilio ecuménico para resolver tan importante cuestión.
La invitación al Concilio y la paz religiosa
La disputa podía realmente asumir esta forma, aunque parece excesivo considerarla la única causa de la convocatoria del gran Concilio. El emperador pudo escribir la mencionada carta solo después de haber concluido la guerra con Licinio, su excolega Augusto y cuñado, el mismo con quien firmó el llamado «Edicto de Milán» en el 313, antes de que sus caminos se separaran. Las divergencias entre ellos también se referían a la religión, porque, mientras Constantino aspiraba a la paz religiosa en el imperio apoyándose en la Iglesia, Licinio en cambio perseguía a los cristianos. La victoria de Constantino tuvo lugar el 18 de septiembre del 324, en la batalla cerca de Crisópolis, en Bitinia, cerca de Calcedonia. Licinio fue derrotado y poco después ejecutado. Constantino se trasladó al palacio imperial en Nicomedia, pudiendo disfrutar de la paz y del pleno poder como único emperador y celebrar la victoria. Había sido proclamado Augusto por el ejército el 25 de julio del 306. Así, en el mismo día del año 325 comenzaba el año jubilar, las vicennalia (veinte años) de su gobierno. En preparación para este evento, el emperador escribió varias cartas sobre el restablecimiento de la paz en la Iglesia, sobre el fin de las persecuciones y sobre las medidas a favor de los bienes eclesiásticos que habían sido confiscados en el pasado. Pero no todo era color de rosa, y en la Iglesia persistían fenómenos que oscurecían la atmósfera de paz. Escribía Eusebio: «Pero justo cuando [Constantino] se alegraba de estos hechos, le fue comunicada la noticia de que la Iglesia estaba desgarrada por un disturbio no menor, y cuando su oído fue alcanzado por esta noticia, se puso a pensar en una cura contra este mal» (VC II, 61,2); «Algunos en la misma Alejandría disputaban como niños sobre los temas más sublimes, otros en todo Egipto y la alta Tebaida discrepaban sobre una cuestión añeja que ya hacía tiempo se había presentado, y así las Iglesias se encontraban por todas partes divididas» (VC II, 62).
Otra cuestión, que el mismo Constantino menciona en la carta a Alejandro y a Arrio, concierne al donatismo, el cisma de los «puros», katharoi, quienes, después de las persecuciones de inicios del siglo IV, fundaron una Iglesia paralela a la católica. El emperador escribía así: «En efecto, cuando se difundió por toda África una locura inaceptable a causa de quienes habían osado, con una ligereza imprudente, dividir en distintas sectas los cultos religiosos de los pueblos, yo, queriendo contener esta enfermedad, no lograba encontrar otro remedio adecuado a la circunstancia más que, una vez destruido el enemigo común del imperio que había opuesto su impía doctrina a vuestros santos sínodos, enviar a algunos de vosotros en auxilio para restablecer la concordia entre las facciones opuestas» (VC II, 66).
El donatismo ya existía desde hacía tiempo, y el emperador había convocado sínodos en Roma (313) y en Arlés (314) para buscar la reconciliación, pero sin éxito. También entonces, es decir, después de la victoria sobre el enemigo, Constantino envió delegados para intentar una solución[5].
En lo que respecta a la parte oriental del Imperio, se manifestaban dos problemas: el primero, considerado por Constantino como poco serio —«de niños», como él escribía—, estaba relacionado con las disputas inútiles que tenían lugar en Alejandría; el segundo, más grave, que afectaba a todo Egipto y a la Tebaida y que ya se prolongaba desde hacía años, se refería al cisma meleciano. El obispo Melecio, en Egipto, a comienzos del siglo IV, había fundado una Iglesia paralela a la católica: una Iglesia de «puros», intransigente con los «pecadores», especialmente con aquellos que durante las persecuciones se habían mostrado débiles; una Iglesia similar a la de los donatistas en África. Esta se había difundido tanto durante el siglo IV que llegó a constituir la mitad de las Iglesias egipcias[6]. Este tema era tan importante que el Concilio tuvo que ocuparse necesariamente de él, dedicando a este asunto y a los demás «puros» (katharoi) el canon octavo.
A los ojos de Constantino, en cambio, la disputa alejandrina no merecía más que una advertencia, por tratarse de un obstáculo para la paz. Basta leer algunas frases de su carta para darse cuenta de la poca importancia tenía para él dicha controversia: «Reflexionemos, entonces, con mayor atención y con más aguda comprensión sobre lo que se ha dicho: si es conveniente que una contienda verbal banal y de escasa importancia lleve a unos a oponerse a sus hermanos, y que a causa de una impía discordia se divida la preciosa unidad del sínodo, por culpa nuestra, que discutimos entre nosotros sobre cuestiones insignificantes y nada necesarias. Tal actitud, además, resulta vulgar y conviene más a mentes infantiles que a la inteligencia de sacerdotes y hombres sabios» (VC II, 71,3). Y también: «La causa que ha provocado entre vosotros esta disputa mezquina, dado que no afecta a la autoridad de la ley en su conjunto, no debería suscitar entre vosotros división ni rebelión alguna» (VC II, 71,5).
Constantino consideraba la controversia tan poco seria porque, probablemente, había sido informado sobre ella por Eusebio de Nicomedia, quien defendía a Arrio, sosteniendo que la sentencia de condena que le había impuesto Alejandro era demasiado severa y que, por una cuestión de tan poca importancia, Arrio no debía haber sido expulsado de la Iglesia. Constantino creyó fácilmente este informe, porque, a sus ojos, la unidad de la religión no debía basarse en la unidad del pensamiento, sino en la unidad del culto y de la práctica religiosa. Las disputas teológicas no tenían gran relevancia para él: para una cuestión tan poco importante habría bastado con una advertencia y una exhortación a la concordia.
¿Podía el emperador sospechar desobediencia por parte de súbditos de los que se sentía jefe en cuanto legítimo pontifex maximus, y por tanto responsable de la pacífica convivencia entre todas las religiones del imperio? Es difícil creerlo. Pero, incluso si esto hubiese sido cierto, no habría preocupado demasiado a Constantino, dado el escaso valor que la controversia tenía a sus ojos y la gravedad de los cismas presentes en África y Egipto, que él consideraba mucho más serios. Osio de Córdoba, una vez conocida la intransigencia de Alejandro, no habría podido informar a la corte sobre lo ocurrido, ya que en ese momento no había ningún barco que pudiera llevarlo de regreso a Nicomedia, pues durante la estación invernal los puertos permanecían cerrados[7]. Atanasio, entonces diácono en Alejandría, escribirá más tarde que Osio había participado en un sínodo en Alejandría, celebrado entre 324 y 325, dedicado al cisma meleciano[8]. Por ello habría tenido aún menos tiempo para trasladarse.
Dado que, como hemos dicho, para Constantino la idea de la paz religiosa debía basarse en la unidad del culto más que en la igualdad de las creencias teológicas, podemos afirmar que el tema más importante para él era la fecha de la Pascua, que hasta ese momento no había sido unificada en la Iglesia. Eusebio dedica todo el capítulo quinto del libro III de la Vita Constantini a este problema. El propio Constantino, en la carta dirigida a todos los obispos tras el Concilio[9], presenta la decisión sobre la fecha de la Pascua como el fruto más importante del Concilio. Recordemos también que el emperador ya anteriormente había pedido a los obispos de Arlés que fijaran dicha fecha[10], pero no había recibido de ellos más que el deseo de establecerla.
Así, a fines del 324, Constantino esperaba resolver estos problemas mediante delegados y cartas. Sin embargo, se acercaba el jubileo, que debía celebrarse solemnemente. En Roma, en el año 315, se había celebrado la conmemoración del décimo aniversario (decennalia) con la construcción del Arco de Constantino. El jubileo sería una buena ocasión para proclamar la victoria de Constantino, la reconciliación de todos los disidentes o cismáticos y establecer el calendario para los cristianos, como indican algunas fuentes.
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La carta de Constantino —conservada en siríaco— con la invitación al Concilio contiene un párrafo introductorio en el que se lee que el emperador había invitado a los obispos para el 19 de junio, con el fin de celebrar el vigésimo año de su gobierno (vicennalia)[11]. Eusebio alabó al emperador, que «fue el único emperador de todos los tiempos que, tejiendo por Cristo una corona con los lazos de la paz, la ofrecía a su Salvador como un don de agradecimiento verdaderamente digno de Dios, realizando en nuestra época una imagen análoga a la del colegio apostólico» (VC III, 7,2). Puede pensarse, entonces, que Constantino juzgaba oportuno invitar a los obispos y con ellos declarar solemnemente la paz universal tras sus victorias, la reconciliación de todas las partes en conflicto, una sola fe y una única fecha de Pascua para toda la Iglesia. Este parece ser un motivo suficiente para convocar a tantos ilustres invitados, sin reparar en gastos. De hecho, para celebrar el inicio del jubileo, se ofreció al término del Concilio un gran banquete, al cual fueron invitados todos los participantes[12].
Pero si los trabajos terminaron el 25 de julio, ¿con cuánta antelación debía haber invitado el emperador a los obispos al Concilio? Según el historiador Sócrates[13], el Concilio habría comenzado el 20 de mayo; en cambio, la carta mencionada de Constantino habla del 19 de junio[14]. La primera fecha parece descartable, porque sería solo un mes después de la Pascua (18 de abril), y por tanto el tiempo para la llegada de todos los invitados habría sido demasiado breve. Si la invitación se hubiera hecho en primavera, su llegada habría sido demasiado tardía. Por lo tanto, la carta de invitación habría sido escrita, probablemente, en el mismo período en que el emperador enviaba su carta a Alejandría, es decir, entre octubre y noviembre del 324. Así, cuando, un siglo más tarde, Teodosio II invite al Concilio de Éfeso para el 7 de junio del 431, enviará las cartas el 19 de noviembre del 430, y el obispo de Cartago escribirá que solo la recibió en los días de Pascua, y que por tanto ya no había tiempo para elegir a los delegados que debía enviar[15]. Por otra parte, los obispos de Antioquía no lograron llegar a tiempo, y tampoco lo consiguieron los legados del obispo de Roma. Esto parece demostrar que Constantino no podía esperar el resultado de la misión de Osio, sino que tuvo que actuar mucho antes.
La apertura del Concilio
Para hacernos una idea de la importancia de la asamblea conciliar, leamos lo que escribe Eusebio: «Se reunió allí lo mejor del ministerio de Dios de todas las Iglesias que se encontraban en toda Europa, en Libia y en Asia. Un único lugar de oración, como si se hubiera ampliado por obra divina, acogía en su interior y en una misma sede a sirios y cilicios, fenicios, árabes y palestinos y, además de estos, también a egipcios y tebanos, libios y a cuantos se habían puesto en camino desde Mesopotamia. Participaba en el sínodo un obispo persa, y tampoco faltaba el de Escitia; también el Ponto y Galacia, Capadocia y Asia, Frigia y Panfilia enviaron a sus hombres más ilustres. También se presentaron los tracios y macedonios, los griegos y epirotas, y entre ellos incluso quienes habitaban en regiones más lejanas» (VC III, 7,1).
Con tanta variedad geográfica, cultural y de tradiciones, cabe preguntarse con razón de qué manera y en qué medida logró el emperador alcanzar su objetivo. Desafortunadamente, sobre el desarrollo de los trabajos tenemos una documentación muy escasa y parcial. Sabemos que, en la apertura del sínodo, uno de los obispos saludó oficialmente al emperador. Según Sozomeno, este obispo habría sido Eusebio de Cesarea[16]; según Teodoreto de Ciro, en cambio, Eustacio de Antioquía[17], pero la cuestión permanece incierta.
Después de las palabras del obispo, el emperador expresó su gratitud a Dios y exhortó a los obispos a suspender todas las controversias[18]. Constantino llamaba a los obispos «sacerdotes de Cristo» y hablaba en latín, que era traducido simultáneamente al griego, ya que quienes comprendían el latín eran una clara minoría. Este hecho resulta extraño, porque, como afirma Eusebio, durante las discusiones «Constantino se expresaba en griego, porque no ignoraba en absoluto esta lengua» (VC III, 13,2). Se podría suponer que su discurso debía entenderse como una intervención oficial, en calidad de pontifex maximus, dirigida al colegio sacerdotal. Cada culto tenía su propio colegio sacerdotal, pero el cristianismo, oficialmente, aún no lo tenía, así como tampoco tenía un calendario litúrgico establecido. El pontifex maximus habría hablado en la lengua oficial, instituyendo a los obispos como el «colegio sacerdotal» del cristianismo, con la intención de proclamar el calendario y la fórmula de fe. En épocas anteriores, los obispos y los presbíteros rara vez eran designados como sacerdotes. Esto sucedía cuando un homileta interpretaba los textos veterotestamentarios sobre el sacerdocio y trataba de actualizarlos, como hacía, por ejemplo, Orígenes, al explicar el libro del Levítico[19]. El cristianismo ya había sido reconocido oficialmente como religio licita en el año 313; ahora los obispos eran equiparados a los colegios sacerdotales de las religiones, por lo que podían esperar recibir los mismos privilegios.
La formulación del «Credo» y la decisión sobre la fecha de Pascua
Parece que Constantino había previsto que los obispos querrían tratar diversas cuestiones importantes para ellos, y tal vez por eso los había invitado con un mes de antelación respecto al inicio del jubileo. Y así fue, pero resulta que exageraron en la presentación de cuestiones: las peticiones, de hecho, fueron tan numerosas que, al final, el emperador ordenó recogerlas y quemarlas todas[20]. Eusebio de Cesarea se muestra más moderado y, aunque recuerda el gran número de peticiones y las disputas entre los obispos, subraya la calma y la atención prestada por Constantino a todos[21]. Luego pasa a hablar del acuerdo alcanzado sobre el Credo y el calendario. También nos informa de las (al menos) dos facciones o agrupaciones que se establecieron entre los obispos[22].
La escasez de fuentes podría inducirnos a error respecto al desarrollo del Concilio. Ya hemos mencionado la carta de Constantino enviada a todos los obispos y distribuida a los participantes al final de la asamblea, de la cual se deduce que ciertamente se había discutido sobre la unidad de la fe, pero que el tema principal fue la fecha de la Pascua. A este tema, en efecto, el emperador dedicó gran parte de su escrito. Conservamos también la carta que Eusebio de Cesarea envió a su Iglesia después del Concilio, para justificar su actuación dentro de la asamblea, es decir, su adhesión al nuevo Credo elaborado allí[23]. Puesto que escribe solo sobre este tema podríamos pensar que el tema principal del Concilio fue la redacción del Credo. Sin embargo, el emperador, en su carta, parece despachar este asunto con pocas frases: «Todo aspecto del culto fue sometido a una investigación adecuada, hasta que salió a la luz una conclusión grata al Dios que todo lo gobierna, en la dirección de un acuerdo unitario, hasta el punto de que ya no quedó margen para divergencias de opinión ni disputas sobre la fe» (VC III, 17,2).
Según la carta de Eusebio, fue él quien presentó el borrador del Credo, que fue aceptado por el emperador, aunque criticado por los demás. Se llegó a una fórmula consensuada con las precisiones aportadas por el mismo Constantino, quien habría sugerido el término homoousios, «consustancial», atribuido al Hijo en relación con el Padre. Es posible que haya sido así, ya que el emperador no estaba al tanto del pasado «herético» de dicho término, que aún no había sido utilizado por ninguno de los Padres que conocemos. De hecho, hicieron falta varios años para que, gracias a las explicaciones ofrecidas entre los años 350 y 380, sobre todo por Atanasio, Basilio de Cesarea y Gregorio de Nisa, el término pudiera ser aceptado. Quizás el emperador fue tan conciso porque estaba convencido de que, con su carta, todos los obispos llevarían consigo el texto del Credo y los cánones, los cuales debían bastar para esclarecer la cuestión. En cuanto a la fecha de la Pascua, en cambio, quiso informarles personalmente, porque para él era mucho más importante.
Al parecer el Credo universal servía más al emperador que a los obispos. En aquel tiempo, en cada Iglesia se proclamaba un propio Credo trinitario, utilizado en el catecumenado y en la administración del bautismo, y ningún obispo sentía la necesidad de unificarlo. La fecha de la Pascua sí interesaba a las Iglesias, pero, después de las discusiones del siglo II y tras muchos sínodos en los que se trató el tema[24], parecía que todos se habían adaptado a la situación, aceptando la solución propuesta por Ireneo, según la cual la tradición de los apóstoles permitía utilizar tanto el calendario judío como otros calendarios. Este problema concernía más bien al emperador, quien, en cuanto pontifex maximus, se sentía obligado a unificar el calendario y la fórmula de fe.
No sabemos nada sobre las discusiones al respecto. Solo Constantino nos informa, en la carta postsinodal, que «cuando se abordó la cuestión relativa a la fecha de la santísima Pascua, por decisión unánime pareció oportuno que todos, en cualquier lugar, la celebraran el mismo día» (VC II, 18,1), porque ya no había ninguna costumbre en común con los judíos y porque era más razonable y conveniente seguir «la norma que es respetada con un ánimo único y concorde» (VC II, 19,1) en la mayoría de las Iglesias.
Los cánones conciliares
El Concilio formuló 20 cánones de indudable autenticidad, ninguno de los cuales menciona ni la Pascua ni el Credo[25]. Sin duda, reflejan el desarrollo del debate, ya que los cánones nunca se formulaban sin alguna discusión previa. Estos pueden indicarnos mejor que las cartas monotemáticas el contexto eclesial, es decir, los problemas que vivía la Iglesia y que el emperador quería resolver. Ya hemos señalado cómo muchas propuestas o solicitudes presentadas por los obispos fueron dejadas de lado e incluso quemadas. Podemos suponer, por tanto, que las que se conservaron eran las más importantes para amplias regiones de la Iglesia, y como tales fueron consideradas por el emperador.
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Daremos ahora un breve vistazo a los cánones aprobados. En los primeros se establece que quienes se castran no deben ser admitidos en el clero (canon 1); lo mismo vale para los neófitos (canon 2), y se prohíbe a los clérigos «convivir con una mujer, a menos que se trate de su propia madre, una hermana, una tía o una persona que esté por encima de toda sospecha» (canon 3). Dado que aquí se trata de todos los miembros del clero, incluso del clero inferior, que podía casarse —es decir, ostiarios, lectores y acólitos—, parece que vivir con la esposa no estaba prohibido. Los cristianos podían ser ordenados diáconos y presbíteros aun estando casados, pero no podían volver a casarse. Varias décadas más tarde, el sínodo de Cartago de 390 establecerá, en el canon 2, la obligación de continencia para ellos.
El canon 4 trata de la consagración del obispo, la cual debía ser realizada por al menos tres obispos de la provincia. No sabemos cómo se organizaba la Iglesia anteriormente en este punto: probablemente se procedía a la elección, y el nuevo elegido asumía sus funciones en virtud de esa elección eclesial, incluso sin la imposición de manos por parte de otros obispos.
En el canon 5 se habla de los excomulgados y se prohíbe reconciliarlos fuera de la Iglesia que los había condenado. Debemos notar que este canon será retomado en varias ocasiones posteriormente[26]. Esto indica que las situaciones en las que los excomulgados, sintiéndose quizá injustamente perseguidos, buscaban la reconciliación fuera de su propia Iglesia, eran frecuentes. Para evitar injusticias, el canon recomienda que los sínodos provinciales se celebren dos veces al año, para discutir juntos los problemas. Es posible que la ocasión inmediata para la formulación de este canon haya sido el caso de Arrio. De hecho, no se habla de él en ningún documento contemporáneo; incluso Atanasio de Alejandría, en De decretis Nicaenae synodi, se limita a presentar la interpretación antiarriana del Credo, sin mencionar a Arrio. Es posible que alguien —por ejemplo, Eusebio de Nicomedia, u otro en su nombre— haya pedido a la asamblea la reconciliación con Arrio. El canon lo prohíbe, y el mismo Constantino, después del Concilio, pidió a Alejandro —y más tarde a Atanasio— que reconciliaran a Arrio, ya que él era el único capaz de hacerlo, por ser obispo de Alejandría[27]. Tampoco se habla de la condena de Arrio en Nicea, porque habría sido contraproducente excomulgar a alguien que de hecho ya estaba excomulgado.
El canon 6 establece la precedencia de las sedes episcopales: la primera sigue siendo la de Roma, seguida por la de Alejandría y la de Antioquía. Este canon resultará ser una piedra de tropiezo para la Iglesia de Constantinopla, que en las décadas siguientes querrá asumir el primer puesto en Oriente, lo cual causará gran irritación en las otras dos sedes orientales mencionadas. También se reconoce la posición privilegiada de Jerusalén (canon 7), pero sin atribuirle la jurisdicción metropolitana.
El canon 8 aborda un tema delicado para la Iglesia: la reconciliación de los cátaros, divididos en varios grupos. No hay argumentos convincentes para limitarla únicamente a los novacianos, como se ha repetido durante siglos[28]. Los clérigos cátaros —ya sean novacianos, donatistas, montanistas, melecianos u otros— pueden permanecer en el clero, ya que sus ordenaciones son válidas, pero deben comprometerse por escrito a observar la práctica de la Iglesia respecto a los pecadores arrepentidos, ya sean lapsi (quienes habían apostatado durante las persecuciones) o digamoi (personas casadas dos veces): después de una debida penitencia, tienen derecho a la comunión de la Iglesia, y quien se la niegue será excomulgado. No se especifica si se trata de viudos/as vueltos a casar o de divorciados/as, pero dado que la ley estatal permitía el divorcio, estos también debían ser considerados dentro de la práctica penitencial[29].
El canon 9 trata el tema de los clérigos promovidos demasiado pronto al sacerdocio. El canon 10 se refiere a quienes han sido ordenados a pesar de haber renegado de la fe y haber ocultado ese hecho. El canon 11 habla de los fieles que renegaron de la fe y quedaron entre los laicos, y de las penitencias que se les deben imponer. Se puede observar cómo, después de la persecución ocurrida en tiempos de Licinio, habían quedado diversas heridas en el cuerpo de la Iglesia: era necesario restablecer una serie de reglas para que estas pudieran cicatrizar.
El canon 12 también se refiere a ese periodo y habla de «quienes renunciaron al mundo y luego regresaron a él». Aquellos que en un principio se habían mostrado valientes y habían abandonado el servicio militar (durante el cual se exigía participar en sacrificios a los dioses), pero que más tarde, por ambición profesional, volvieron atrás y buscaron ser reintegrados en el servicio abandonado, debían hacer penitencia; el canon recomienda tratarlos con discernimiento, pero con seriedad.
El canon 13 se refiere a «aquellos que, en el momento de la muerte, piden la comunión». También en este caso se trata de la penitencia de los lapsi desde los tiempos de Licinio. Recordemos que Cipriano no permitía privar de la comunión a quien ya la había recibido una vez, durante una enfermedad[30]. Ahora, en cambio, para el mismo caso, se prescribe que el penitente curado debe continuar su penitencia, aunque de forma atenuada: «Si luego no muere después de haber sido perdonado y admitido a la comunión, sea acogido entre los que participan solamente en la oración (hasta que haya transcurrido el tiempo establecido por este gran concilio ecuménico)».
¿Significa esto que se habían producido abusos más frecuentes que los de setenta años antes en África? Es posible, pero en tal caso habría que suponer también que la gravedad de las transgresiones era mayor, que la Iglesia unificada por Constantino tras los años de guerras civiles presentaba un perfil moral bastante bajo y que el número de lapsi era incluso superior al del año 250. El canon 14 también aborda este tema, concentrándose en los catecúmenos que habían renegado de la fe.
Los cuatro cánones siguientes tratan sobre el clero. Los cánones 15 y 16 hablan de aquellos que, abandonando la Iglesia para la cual habían sido ordenados, se trasladan por iniciativa propia de una ciudad a otra. El hecho de que este tema reaparezca en tantos sínodos nos indica que se trataba de un problema recurrente. En efecto, si el propio Eusebio de Nicomedia, obispo de la capital y sede del emperador, actuaba así y, tras haber sido ordenado en Berito (Beirut), se había trasladado a Nicomedia y, algunos años después, a Constantinopla[31], ¿qué se podía esperar del clero inferior? Podemos suponer que para el emperador —quien evidentemente aprobaba los traslados de Eusebio y de otros— esta era una cuestión de poca importancia. A sus ojos, el traslado de un funcionario de una sede a otra podía ser señal de prestigio y de promoción si la nueva sede era más grande y más rica que la anterior; en caso contrario, se interpretaba como signo de decadencia o castigo. Tal vez haya sido precisamente la falta de respaldo imperial lo que provocó el fracaso de este canon y la necesidad de que fuera retomado varias veces[32].
El canon 17 amenaza con la reducción al estado laical a los clérigos usureros.
El canon 18 recuerda que los diáconos deben estar subordinados a los presbíteros también en el momento de recibir la comunión: los diáconos pueden recibirla de los sacerdotes, pero no pueden dársela a ellos, porque no tienen el poder de consagrar. Hoy esta prescripción podría parecer banal, pero refleja la disciplina de la época, dado que el rol de los diáconos variaba según las distintas Iglesias. En Roma eran solo siete y ocupaban puestos de autoridad junto al obispo. En Oriente, como testimonian las Constitutiones Apostolicae, se los consideraba en segundo lugar después del obispo, y estaban junto a él como Cristo está junto al Padre, mientras que los presbíteros eran considerados sucesores de los apóstoles. Como consecuencia, en ciertos lugares y circunstancias, los diáconos podían sentirse más importantes que los sacerdotes.
El canon 19 establece cómo recibir en la Iglesia a los herejes seguidores de Pablo de Samosata. En el canon 8 se prescribía que los clérigos cismáticos podían ser aceptados con una simple bendición; aquí, en cambio, se prescribe que sean bautizados y, si un clérigo es considerado digno de su cargo, debe ser ordenado de nuevo. En este contexto encontramos la única mención de las diaconisas: deben permanecer entre los laicos, ya que no han recibido la imposición de manos.
La diferencia en el tratamiento de los cismáticos es importante y merece ser mencionada; ignorarla, de hecho, provocó muchos problemas en la Iglesia tras el Concilio. Atanasio, que se convirtió en obispo de Alejandría en el 328, comenzó a tratar a los cismáticos melecianos como si fueran herejes, y no reconocía la validez de sus ordenaciones, exigiendo que recibieran la ordenación de parte suya. Esto provocó la indignación de Constantino, quien lo condenó al exilio.
Al término del Concilio, tal vez ninguno de los participantes podía imaginar el significado que tendría en el futuro. En los 20 años siguientes, casi no se hablaba de él, pero cuando las discusiones entre las diversas facciones teológicas continuaron creciendo, poco a poco el Credo niceno fue ganando cada vez más adeptos, y la «consustancialidad» del Padre y del Hijo, proclamada por el Concilio, se reveló como la fórmula más adecuada para expresar la fe de la Iglesia. Con las precisiones aportadas por los Padres Capadocios y con el apoyo de los emperadores, la profesión de fe de Nicea se volvió comprensible para la mayoría y, finalmente, se convirtió en un canon de la ortodoxia. En cuanto a la celebración común de la Pascua por parte de todos los cristianos, sigue siendo un deseo, y podemos esperar que las celebraciones del aniversario del Concilio en 2025 ayuden a superar todos los obstáculos.
- Cf. Ario, Thalia, en Atanasio de Alejandría, s., Apologia contra Arianos, I, 6; Epistula encyclica ad episcopos Aegypti et Libyae, II, 12. ↑
- Carta citada por Atanasio de Alejandría, s., De Synodis, 16; Epifanio de Salamina, Panarion, 69, 7. ↑
- Alejandro de Alejandria, s., Carta a todos los obispos; Sócrates, Historia Ecclesiastica, I, 6. ↑
- Eusebio de Cesarea, Vita Constantini, II, 64-72; en el texto, esta obra será citada con la sigla VC. Cf. H. G. Opitz, Athanasius Werke, III, 1, Berlin – Leipzig, Walter de Gruyter and Co, 1934, 32 ss.; H. Pietras, Concilio di Nicea (325) nel suo contesto, Roma, Gregorian & Biblical Press, 2021, 85-110. ↑
- Cf. S. G. Hall, «Some Constantinian Documents in the Vita Constantini», en S. N. C. Lieu – D. Montserrat (edd.), Constantine. History, Historiography and Legend, Londres – New York, Routledge, 1998, 86-103. ↑
- Cf. A. Martin, Athanase d’Alexandrie et l’Église d’Égypte au IVe siècle (328-373), Roma, École française de Rome, 1996, 303-312. ↑
- Cf. Centro Italiano di Studi sull’Alto Medioevo, La navigazione mediterranea nell’Alto Medioevo, Spoleto, Fondazione Cisam, 1978; R. Chevallier, Voyages et déplacements dans l’Empire romain, París, Armand Colin, 1988. ↑
- Atanasio de Alejandria, s., Apologia contra arianos, 76; H. Pietras, Concilio di Nicea…, cit., 58 s. ↑
- Costantino, Carta a todas las Iglesias, en VC III, 17-20. ↑
- El sínodo de Arlés tuvo lugar el año 314. Cf. A. Di Berardino (ed.), I canoni dei concili della Chiesa antica, Roma, Institutum Patristicum Augustinianum, 2010, 38; Id., «L’imperatore Costantino e la celebrazione della Pasqua», en G. Bonamente – F. Fusco, Costantino il Grande dall’Antichità all’Umanesimo, t. I, Macerata, Università degli Studi di Macerata, 1992, 363-384. ↑
- Cf. F. Nau, «Littérature canonique syriaque inédite», en Revue de l’Orient chrétien 4 (1909) 5 s. ↑
- Cf. VC III, 15-16. ↑
- Sócrates, Historia Ecclesiastica, I, 13,13. Lo siguen M. Simonetti, La crisi ariana nel IV secolo, Roma, Istituto Patristico Augustinianum, 1975, 38; G. Alberigo (ed.), Storia dei concili ecumenici, Brescia, Queriniana, 1990, 26. ↑
- Cf. F. Nau, «Littérature canonique syriaque inédite», cit., 6. Se muestran de acuerdo con él N. P. Tanner, Decrees of the Ecumenical Councils, vol. I, Londres – Washington, Sheed & Ward – Georgetown University Press, 1990 y los comentaristas de Sócrates en Sources Chrétiennes, n. 477. ↑
- Cf. G. CAPRÈOLO, «Epistula “ad concilium Ephesinum”», en Acta Conciliorum Oecumenicorum I-II, 64 s; Patrologia Latina Supplementum, 3, 259 s. ↑
- Cf. Sozomeno, Historia Ecclesiastica, I, 19, 2. ↑
- Sobre las discusiones en torno al orador que habría tenido este honor, cf. la nota 2 en Teodoreto de Ciro, Histoire Ecclésiastique, París, Cerf, 204 s. ↑
- Sobre la intervención de Constantino, cf. VC III, 12. Para lo que sigue, cf. H. Pietras, Concilio di Nicea…, cit., 133 s. ↑
- Cf. H. Pietras, «Od prezbiteratu do kapłaństwa: ewolucja pojęć i urzędu», en Studia Bobolanum 3 (2002) 5-17. ↑
- Cf. Sócrates, Historia Ecclesiastica, I, 8, 19; Rufino de Aquilea, Historia Ecclesiastica, X, 2. La escena está ilustrada en un fresco del baptisterio lateranense. ↑
- Cf. VC III, 13. ↑
- Cf. VC III, 13, 1. ↑
- Cf. Eusebio de Cesarea, Lettera alla Chiesa di Cesarea, en Atanasio de Alejandría, Il credo di Nicea, apéndice; Sócrates, Historia Ecclesiastica, I, 8. ↑
- Por ejemplo, Roma (154 y 193), Mesopotamia (196), Osroene (196), Pont (197), Lyon (197), Cesarea de Palestina (198). ↑
- Sobre ellos, cf. H. Pietras, Concilio di Nicea…, cit., cap. 5. ↑
- Cf., por ejemplo, Antioquía (341), c. 6; Sérdika (343), c. 53; Cartago (390), c. 7 etc. ↑
- Atanasio de Alejandria, s., Apologia contra Arianos, 59. Cf. H. Pietras, «Fonti sulla condanna di Ario a Nicea nel 325», en Gregorianum 104/3, 2023, 491-493. ↑
- Para el examen de la cuestión, cf. H. Pietras, «Fonti sulla condanna di Ario a Nicea nel 325», cit., 493-496; Id., Concilio di Nicea…, cit., 144-149. ↑
- Cf. G. Cereti, Divorzio, nuove nozze e penitenza nella Chiesa primitiva, Roma, Aracne, 2013. ↑
- Cf. Cipriano de Cartago, s., Epistula, 64, 1. ↑
- Cf. Sócrates, Historia Ecclesiastica, II, 7. ↑
- Entre los Concilios y los Sínodos más importantes que lo trataron, recordamos: Ankara (314), c. 18; Arlés (314) I, 2; II, cc. 2; 21; 27; Antioquía (341), cc. 3; 16; 21; Cartago (ca. 348), cc. 5; 7; Roma (376-377), 9 (Tomus Damasi); Calcedonia (451), cc. 5; 10; 20; Quinisexta (692), cc. 17-18; Nicea (787), cc. 10; 15. ↑
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