HISTORIA

León XIII, el iniciador del magisterio social de la Iglesia

León XIII © Wikimedia

El pontificado de León XIII ha sido muy estudiado por los historiadores católicos, tanto porque en aquellos años de finales de siglo se produjeron cambios significativos en los ámbitos cultural, social y económico, a los que el Pontífice no fue insensible, como con ocasión del centenario de la encíclica Rerum novarum (1891), que brindó a los estudiosos la oportunidad de estudiar el pensamiento y la obra del Papa Pecci desde diversos puntos de vista de las fuentes. Nos parece interesante volver brevemente sobre algunos aspectos de aquel largo pontificado que no han sido estudiados con gran profundidad, en particular el pensamiento de León XIII sobre la cuestión de la unificación de Italia, muy debatida hoy, y sobre el concepto de democracia cristiana, con referencia a la organización de los católicos militantes.

León XIII y el problema de la unificación

Con la elección al trono pontificio de León XIII, tras el largo pontificado de Pío IX, muchos, incluso entre los católicos moderados, esperaban un cambio en la orientación política de la Santa Sede hacia el nuevo Estado unitario italiano, que, tras los sucesos de Porta Pía, había elegido Roma como capital del Reino. Los «papistas», en efecto, consideraban una verdadera ofensa a la persona del Pontífice y a todo el mundo católico haber trasladado la capital del nuevo Estado unitario – nacido de la revolución liberal, hija legítima, se decía, de la francesa – al lugar donde el Vicario de Cristo había ejercido su autoridad espiritual sobre todos los pueblos cristianos desde el origen de la Iglesia[1]. Sobre este delicado asunto, el nuevo Papa dijo estar dispuesto a abandonar, al menos por el momento, los proyectos «reivindicacionistas» (encaminados a recuperar al menos una parte del Estado de la Iglesia), que encontraban partidarios convencidos entre los intransigentes, y, como escribió Edoardo Soderini, a llegar a «un acuerdo con los poderes civiles, pero sobre una base que respetara aquellos límites que él consideraba indispensables en interés de la religión y que no eran ni los de la prensa católica intransigente, ni los preconizados por el P. Tosti o por Monseñor Bonomelli»[2].

El programa político que León XIII pretendía llevar adelante puede resumirse en pocos puntos: firmeza en los principios; atención a las nuevas urgencias sociales, en las que sobre todo el laicado católico estaba llamado a trabajar; ninguna insistencia en actitudes de ostentosa hostilidad hacia el nuevo Estado italiano. Esto no significaba, sin embargo, que el nuevo Papa quisiera simplemente abandonar las posiciones tradicionales de la Santa Sede en materia de poder temporal, ni mucho menos abrogar el Non expedit, como le habían pedido muchos; en realidad, pensó en darle un contenido nuevo, moderno, no meramente reivindicativo, y en hacer de él una «fuerza constructiva, cercana al pueblo y sensible a sus necesidades vitales»[3].

Según un historiador francés[4], la pérdida del poder temporal habría llevado a León XIII a trabajar con todas sus fuerzas para «sustituir» un «temporalismo démodé de soberanía política» por un «temporalismo social» más acorde con el espíritu de la época: el Papa, en definitiva, en lugar de un «territorio pontificio», habría comenzado a reclamar para su autoridad el liderazgo de todo el «movimiento católico», que se había organizado precisamente para defender los derechos inalienables del Papado frente al Estado «usurpador». Este punto de vista, aunque resume bien el núcleo del problema, en nuestra opinión no capta plenamente la complejidad de la realidad histórica que hay detrás. En efecto, si es cierto que el nuevo pontífice León XIII, como escribió Soderini, deseaba un acuerdo con los poderes civiles para establecer con ellos relaciones más distendidas y cordiales, también es cierto que tal acuerdo debería haberse producido sobre la base del respeto absoluto de los derechos inalienables de la Santa Sede. Esto no significaba en absoluto que el nuevo Papa ya no tuviera la intención de reivindicar el poder temporal, sino sólo que, por razones de conveniencia política, simplemente quería aplazar la solución «práctica» de este problema a un momento indeterminado[5].

En aquella época, en efecto, la sociedad civil se veía sacudida por problemas urgentes, incluso graves, sobre los que la Iglesia se sentía llamada a intervenir: ante todo, la «cuestión social», que se había hecho grave y acuciante con el paso de los años, y con ella también la «cuestión obrera», agitada amenazadoramente en aquellos años por los socialistas, sobre todo en las zonas industriales. En efecto, la Iglesia no podía desentenderse de estos problemas, que implicaban directamente a una gran parte de las masas populares tradicionalmente leales a ella y a la causa papal, arriesgándose así a perderlas definitivamente. Por ello, bajo León XIII se produjo una sustitución parcial, en la estrategia sociopolítica que adoptó, de la primacía de la «cuestión romana» por la de la «cuestión social». Así, el ataque antiliberal (que implicaba sobre todo al establishment burgués dominante), llevado a cabo por el Papa con sus encíclicas sociales y, en particular, con la Rerum novarum, abandonó definitivamente el medio ideológico-doctrinal en el que había crecido, y dentro del cual se había desarrollado en la época del pontificado de Pío IX, y se cargó progresivamente de un contenido social más amplio[6].

De este modo, el Estado liberal, junto con su clase dirigente, se convirtió en objeto de contestación no sólo por sus rasgos abiertamente anticlericales y antirreligiosos, sino como expresión de intereses económicos antitéticos a los de las masas populares. Así, también bajo el estímulo de las nuevas encíclicas sociales de León XIII, el movimiento integrista católico adquirió aquellos rasgos populares y sociales que desde una perspectiva histórica representan la gran novedad del movimiento católico en su conjunto. En resumen, escribe Francesco Traniello, «se trataba de recalificar la ideología güelfa e integrista del “intransigentismo temporalista” en un sentido popular y, a su manera, democrático. Esta recalificación se basaba en la consideración de la ineluctable convergencia de las instancias e intereses populares, y a veces más específicamente proletarios, con las instancias e intereses de la Iglesia y del catolicismo»[7]. De este modo, la reivindicación de los derechos legítimos e inalienables de la Santa Sede pasó a ser sólo una parte (ya no prioritaria y, sobre todo, ya no condicionante) de un programa de acción política más amplio y articulado, que ciertamente tenía como objetivo último la solución definitiva de la «Cuestión Romana», pero sin prejuicios puramente temporalistas.

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El nuevo Pontífice, además, tenía ideas nuevas sobre el tema de la implicación de los católicos en las realidades «temporales», completamente distintas de las de su Predecesor: ante todo, no quería un laicado católico atrincherado en viejas posiciones intransigentes-reivindicacionistas y obstinado en una estéril oposición de principio contra todo y contra todos, sino un laicado maduro, dispuesto a luchar por la libertad de la Iglesia y del Papa; es decir, dispuesto a secundar su grandioso programa de reintegración de la Iglesia en el mundo contemporáneo y de adaptación del catolicismo militante a los nuevos métodos de agregación e intervención propios de las sociedades civiles modernas[8]. En otras palabras, lo que el Papa deseaba básicamente por encima de todo era la constitución de un laicado católico disciplinado, atento y sensible a las directrices papales y, por tanto, dispuesto en todo momento, tanto en la acción social como en la política, a apoyar sus grandiosos designios de reconquista cristiana del mundo moderno[9].

En las elecciones políticas que tuvieron lugar en el verano de 1900, el Non expedit (entendido como Non licet) fue, aparte de algunos casos esporádicos, plenamente observado por los votantes católicos. La Civiltà Cattolica, que desde la época de Pío IX era «el órgano teórico por excelencia del intransigentismo católico»[10], señalaba al respecto en su «Cronaca Contemporanea»: «Menos mal que en las últimas elecciones generales la mayoría de los católicos de Italia fueron obedientes a los deseos del Sumo Pontífice, absteniéndose de acudir a las urnas políticas. Nobles ejemplos de firmeza y valentía leemos en los periódicos, de personas notables que desdeñosamente se negaron a presentarse a las elecciones verbalmente o por escrito en deferencia al veto papal»[11]. El mismo medio, en su «Revista de Prensa», volvía de nuevo sobre el tema del Non expedit y, haciendo suya la reflexión expuesta al respecto por el periódico franco-italiano L’Italie, sostenía abiertamente que la reconciliación entre el Quirinal y el Vaticano, esperada y deseada por muchos, parecía por el momento no sólo imposible, sino que para los católicos ni siquiera deseable. No sería posible, escribía el columnista, porque tal reconciliación exigiría que la Santa Sede abandonara todas sus pretensiones sobre la Ciudad Eterna, es decir, la renuncia pura y simple a cualquier reivindicación territorial, aceptando así definitivamente la inicua política de hechos consumados; y nosotros «respondemos que no a esto: por tanto, la reconciliación no es posible»[12]. Tal reconciliación ni siquiera sería deseable, continuaba, porque causaría confusión y sospecha por parte de otros gobiernos y colocaría tanto a la Santa Sede como al Estado italiano en una posición muy falsa con respecto a los católicos de otros países. Mantengámonos, pues, firmes en el principio, concluía la revista jesuita: «La conciliación entre el Palacio del Quirinal y el Vaticano no es posible ni deseable [….] y el Papa tiene toda la razón para comportarse como lo hace con el gobierno italiano, a la manera de los que se encuentran en estado de hostilidad»[13].

León XIII y la democracia cristiana

Mientras tanto, tras las elecciones políticas de 1900, una nueva y más abierta interpretación del Non expedit y, al mismo tiempo, la posibilidad de su uso estratégico en el campo político se abría paso en la mente de algunos exponentes del mundo católico comprometidos con las cuestiones sociales. El anciano Pontífice también estaba de acuerdo con ello. A la rígida fórmula de Margotti de «ni elegidos ni electores» pretendían sustituir una nueva fórmula programática propuesta por el Osservatore Cattolico de Milán: la de la «preparación para la abstención» en la lucha política, cuando «el supremo jerarca de la Iglesia» lo considerase necesario y oportuno. Aunque entre los dirigentes del movimiento católico italiano no hubo unanimidad de criterio tanto en la recepción como en la interpretación de esta nueva fórmula[14].

Don Romolo Murri, que era el líder carismático de la Democracia Cristiana, es decir, el componente juvenil del movimiento católico italiano, creía que el Non expedit no debía considerarse simplemente como una norma autoritaria dictada por la suprema autoridad eclesiástica a los católicos italianos para limitar su acción política, sino más bien como «una ley interna del movimiento de acción católica», es decir, como una decisión tomada por la Santa Sede «para una especie de representación y protección provisionales que había asumido, hasta que los católicos italianos pudieran valerse por sí mismos en la vida pública»[15]. Esto significaba que esta medida debía permanecer en vigor hasta que los católicos hubieran madurado una plena conciencia política; pero que, una vez emancipados de la protección eclesiástica, debían actuar autónomamente en la esfera política[16]. En estos términos, Murri trabajaba desde aquellos días por la creación de un Partido Demócrata Cristiano independiente de las directrices de la Curia vaticana en materia de acción política.

Esta postura, desagradable para la jerarquía eclesiástica e incluso para aquellos numerosos católicos que por entonces se habían adaptado a cómodas alianzas clericales-moderadas a nivel administrativo-local, tuvo seguidores sobre todo entre los partidarios del movimiento demócrata-cristiano, especialmente entre los jóvenes, y desembocó en la creación en 1905 de la Liga Democrática Nacional. Sin embargo, esta nueva formación política encontró una fuerte oposición tanto en la Curia romana como en los obispos. Según la perspectiva de Murri, en definitiva, el Non expedit, como el conjunto de la llamada «Cuestión Romana», debía ser utilizado instrumentalmente para garantizar la supervivencia y la unidad del movimiento intransigente, y al mismo tiempo para empujarlo hacia una oposición democrática y reformista al Estado liberal, intentando así concretar la enseñanza social de las grandes encíclicas leonianas en términos de lucha política[17]. Esta dirección, empero, no era del agrado de la autoridad eclesiástica, que tras la crisis de 1898 buscó por todos los medios una vía de diálogo y distensión con las autoridades civiles[18]. Estas, a su vez, necesitaban el apoyo de todas las fuerzas conservadoras, en particular de los católicos, para combatir el temido «peligro rojo».

Filippo Meda, por su parte, líder del movimiento milanés de Acción Católica, daba a la abstención de los católicos en las urnas políticas el valor de una simple prohibición pontificia, es decir, de una prohibición excepcional, ya que «la norma común sería que los católicos acudieran a las urnas y votaran»[19]. Para él, como para todo el grupo milanés, el Non expedit no tenía carácter dogmático ni absoluto, y su supervivencia estaba exclusivamente ligada a la voluntad «privada» del Pontífice, que en cualquier momento podía hacerlo decaer[20]. Por esta razón los católicos, según Meda, deberían haberse organizado y preparado inmediatamente para una futura acción política. Esto parece sorprendente si pensamos que estas ideas eran expresadas y difundidas en aquellos años por el heredero de uno de los líderes más autorizados del movimiento intransigente italiano, el padre Davide Albertario, fundador y director del periódico integrista milanés L’Osservatore cattolico. Filippo Meda, en efecto, era partidario de un intervencionismo político que ya no se movía en la línea del simple apoyo a los liberales ni en la del rechazo a priori de las instituciones liberales, sino que preludiaba la reivindicación de una libertad de acción política más amplia que debía ganarse «luchando contra el Gobierno junto con otras fuerzas políticas por el desarrollo democrático de las instituciones parlamentarias»[21]. A diferencia del cura de Las Marcas, en definitiva, para Meda el abstencionismo no era simplemente una forma de custodiar el voto católico, a la espera del momento oportuno para derrotar a las fuerzas burguesas conservadoras, sino una prohibición real, estratégicamente utilizada por la Santa Sede para una solución justa de la cuestión romana, a la que el Papa podía poner fin en cualquier momento[22]. Al final, fue la posición del teórico milanés la que se impuso y acabó imponiéndose como realidad política en el movimiento católico[23]. Y fue la posición que más tarde, por sugerencia de Pío X, adoptaría también La Civiltà Cattolica.

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Mientras tanto, el 18 de enero de 1901 apareció la encíclica de León XIII Graves de communi sobre la Acción Católica. El propósito era claro: precisar el sentido en que la Santa Sede quería que se entendiera la democracia cristiana, darle una definición precisa e indicar sus límites de acción. La encíclica aceptaba, sin imponerlo, el nombre de «democracia cristiana» que debía darse a la acción social de los católicos. Este término, afirmaba la encíclica, no pretendía, sin embargo, avalar ningún «empeño político por llevar al pueblo al poder, promoviendo esta forma de gobierno en lugar de otras, que de este modo, pretendiendo el bien de la plebe, y dejando de lado los intereses de las demás clases, parece disminuir la acción de la religión cristiana, y que finalmente bajo la especiosidad del nombre se pretende en cierto modo ocultar la intención de eludir las autoridades legítimas en el orden civil y eclesiástico». De hecho, esta denominación, en algunos sectores del mundo eclesiástico (incluido el jesuita), era rechazada o vista con recelo por peligrosa y contradictoria. El jesuita Giuseppe Chiaudano, de la Provincia de Turín, que había escrito un panfleto contra el concepto moderno de democracia, consideraba inútil y equívoca la denominación de democracia cristiana, ya que «amenazaba con la desintegración del haz de fuerzas católicas»[24].

La encíclica subrayaba también que el movimiento de la democracia cristiana debía desarrollar su acción exclusivamente en el ámbito religioso y social (no político), bajo la dirección de los obispos, es decir, ser una actio benefica christiana in populum. Además, la dirección de todo el movimiento católico organizado se confió por completo al Comité Nacional de la Opera dei Congressi, fiel ejecutor de las directrices papales, presidido en aquel momento por el conde Giovanni Battista Paganuzzi[25]. Este último era un hombre conservador e «intransigente», y en varias ocasiones se mostró incluso más papista que el propio Papa y siempre se opuso a las corrientes más abiertas e innovadoras dentro del movimiento católico, en particular al movimiento murriano[26].

Tras la encíclica sobre la democracia cristiana, La Civiltà Cattolica publicó una serie de artículos sobre la llamada Cuestión Social y la democracia cristiana. Siguiendo las directrices del Graves de communi, escribió que el principio de la democracia cristiana no tenía un significado político preciso y, por tanto, no implicaba en modo alguno la soberanía del pueblo; sólo quería promover el orden social cristiano, es decir, «un organismo social tendente al provecho común de todos, especialmente de las clases populares según los principios proclamados por el Evangelio»[27]. Al no estar vinculada a ninguna forma de gobierno en particular, la democracia cristiana no tiene preferencias políticas: «Su acción – continúa el artículo – es posible bajo todos los gobiernos y es independiente de cualquier forma de poder civil, como la ley de la que deriva y la Iglesia en cuyo seno se desarrolla»[28]. La democracia cristiana, a diferencia de la democracia liberal o socialista, concluía, está destinada a adaptarse a todos los tiempos y a todas las vicisitudes políticas, porque no se funda en el egoísmo burgués ni en la lucha de clases, sino «en el amor y la concordia de clases». El cuarto y último artículo sobre el tema tenía como subtítulo La falsa democracia cristiana[29], y trataba de aquellas experiencias europeas en las que el movimiento social de los católicos se había organizado de forma no perfectamente sintonizada con las directrices de Roma, especialmente en Bélgica y Holanda. Los demócratas cristianos de estos países declaraban de hecho, escribía el artículo de La Civiltà Cattolica, que la Iglesia sólo era infalible en materia religiosa y que nada tenía que ver con otros asuntos, llegando incluso a afirmar que era bueno para la Iglesia católica que se hubiera abolido el poder temporal del Papa, porque no podía exigirle obediencia en asuntos que le eran completamente ajenos. En definitiva, todo lo contrario de lo que se había afirmado recientemente en Graves de communi sobre el sometimiento del movimiento de la democracia cristiana a las directrices papales.

El Papa quería que todo el movimiento católico europeo caminara según las directrices que él había fijado, y que se presentara en todas partes como un frente homogéneo y compacto, capaz de derrotar a los enemigos de la fe católica también en el plano político. La situación italiana en este punto, sin embargo, presentaba características particulares, debido a la abstención de los católicos de la vida política como medio de defender los derechos inalienables del Romano Pontífice contra los llamados «hechos consumados». Un artículo de La Civiltà Cattolica todavía de marzo de 1901 insistía en defender la postura adoptada por los católicos italianos en las anteriores elecciones políticas, reiterando que la abstención de los católicos en las urnas no había estado motivada tanto por razones políticas como religiosas. La revista insistía en que los católicos, al optar por tal actitud, no hacían sino cumplir las directrices del Papa en esta materia, y que con ello no pretendían oponerse a las instituciones como tales, sino exclusivamente al espíritu con que los liberales las animaban poniéndolas en contra de las libertades de la Iglesia. «Para los católicos, el contraste con los liberales – se leía – no está en la forma de gobierno, está en los principios»[30]. De este modo, la revista se defendía de la acusación que a menudo lanzaba la prensa liberal – que era entonces la acusación que se hacía en general a los católicos italianos y a toda la prensa integrista – de carecer de «conciencia civil» y de conspirar conta las instituciones del Estado.

La democracia política, en definitiva, era concebida por el magisterio de León como una de las formas posibles de gobierno; una forma lícita y en algunas situaciones concretas incluso oportuna, pero en cualquier caso no privilegiada en términos de valores y no necesariamente vinculada a los objetivos de justicia social que la Iglesia señalaba como esenciales. Según Pietro Scoppola, la legitimidad de un gobierno era proporcional «a su capacidad de realizar el bien común, concebido en términos abstraccionistas, deducible de una naturaleza también en gran parte abstraccionista, definible según criterios de racionalidad abstracta»[31], típicos de la doctrina social tomista tan querida por el Pontífice. Esta racionalidad objetiva además, proseguía el estudioso, no estaba confiada «a la investigación individual, a la dialéctica, a la conflictualidad, en cierto modo a la historia, sino interpretada y garantizada por la Iglesia»[32]. El futuro magisterio papal sobre la democracia también se movería en esta dirección. La encíclica social Quadragesimo anno (escrita por Pío XI en mayo de 1931 para conmemorar el 40º aniversario de la Rerum novarum), por ejemplo, definiría ciertos principios sobre las relaciones entre las clases y sus derechos y deberes recíprocos, ignorando por completo el problema de traducir estas exigencias en términos políticos. Hubo que esperar al radiomensaje de Navidad de 1942 de Pío XII sobre el «Orden interno de las naciones» para que el magisterio pontificio reconociera los elementos de valor del principio de la democracia representativa; no lo hizo directamente (lo que habría creado una discontinuidad en la enseñanza magisterial de la Iglesia), sino implícitamente, es decir, estableciendo como gozne y criterio de todo el ordenamiento jurídico nacional e internacional el principio de la dignidad de la persona humana, entonces negado en los regímenes totalitarios y reconocido en los democráticos. Sobre esta base, el pensamiento político de los católicos dio pasos significativos, superando la tradicional desconfianza (cuando no franca hostilidad) hacia los órdenes políticos representativos y aceptando la democracia política como el sistema más adecuado para garantizar los derechos del individuo y de las comunidades intermedias, así como para promover las relaciones de solidaridad y amistad entre los Estados. Esto, de hecho, tras la caída del fascismo, fue realizado por Alcide De Gasperi en su propuesta política de crear un gran partido interclasista de católicos en Italia, fundado sobre el principio de la libertad política y la plena aceptación del sistema de la democracia representativa.

El reciente Magisterio de los últimos Papas ha ayudado ciertamente a los católicos de todos los países a apoyar sin ambigüedades el principio de la democracia política y a aceptar su sistema articulado de valores, subrayando, sin embargo, que en definitiva es el reconocimiento y la protección de los «valores fuertes» (es decir, los de la persona humana y los relativos a la justicia social) lo que sostiene y fundamenta un auténtico orden político. De hecho, hay países que formalmente se proclaman democráticos, pero de hecho ni protegen los derechos fundamentales de las personas ni aplican políticas de distribución justa de la riqueza.

La encíclica social de Benedicto XVI, Caritas in veritate, que sigue la estela de la Popolorum progressio de Pablo VI en los años postconciliares, es una prueba del largo camino recorrido por el Magisterio pontificio en materia social y política; pone de relieve la gran atención que la Iglesia muestra ahora hacia el problema de la integración de los derechos personales, políticos, económicos y sociales en un contexto solidario e internacional orientado a la consecución de un «nuevo orden económico-productivo» socialmente responsable y a escala humana. Lo que cuenta para la Iglesia, en una sociedad compleja y global como la actual, no es la forma externa que pueda adoptar un orden, sino el sistema de valores que promueve y protege, y que son esencialmente los de una democracia realizada. En el párrafo 41, la encíclica dice:

«No es necesario que el Estado tenga las mismas características en todos los sitios: el fortalecimiento de los sistemas constitucionales débiles puede ir acompañado perfectamente por el desarrollo de otras instancias políticas no estatales, de carácter cultural, social, territorial o religioso. Además, la articulación de la autoridad política en el ámbito local, nacional o internacional, es uno de los cauces privilegiados para poder orientar la globalización económica. Y también el modo de evitar que ésta mine de hecho los fundamentos de la democracia»[33].

  1. En Il Secolo de Milán, en octubre de 1900, el diputado socialista Gustavo Chiesi escribía un artículo titulado Las dos Romas, en el que criticaba la ineficiencia de la capital italiana en comparación con la perfecta organización de la Corte pontificia: «La antítesis entre las dos capitales que están más allá y más acá del Tíber no podría aparecer más evidente que en estos días en los que la capital italiana está ausente. En el palacio y en la basílica que condensan esta capital espiritual, hay una corte que nunca la abandona; hay una mente, individual o colectiva, cuyo pensamiento vibra reflejado en millones y millones de mentes […]; hay una organización que no tiene igual en competencia y experiencia».

  2. E. Soderini, Il pontificato di Leone XIII, Milán, Mondadori, 1923, 80.

  3. Gabr. De Rosa, Storia del movimento cattolico in Italia, vol. I, Bari, Laterza, 1966, 260.

  4. Cf. E. Poulat, Catholicisme démocratique et socialisme, París, Casterman, 1977, 78.

  5. Para una bibliografía completa sobre este tema, véase: D. Veneruso, «Stato e Chiesa», en Bibliografia dell’età del Risorgimento, vol. 2, Florencia, Olschki, 1971; C. A. Jemolo, Chiesa e Stato in Italia negli ultimi cento anni, Turín, Einaudi, 1972; P. Scoppola, Chiesa e Stato nella storia d’Italia, Bari, Laterza, 1967; F. Traniello, Questione Romana, en N. Tranfaglia (ed.), Il mondo contemporaneo, vol. 3° de la Storia d’Italia, Florencia, La Nuova Italia, 1978.

  6. Cf. F. Fonzi, I cattolici e la società italiana dopo l’unità, Roma, Studium, 1977, 79 s.

  7. F. Traniello, «Movimento cattolico e questione romana», en Dizionario storico del movimento cattolico in Italia: 1890-1980, vol. I/2, Casale Monferrato (Al), Marietti, 1982, 48.

  8. Cf. Gabr. De Rosa, Storia del movimento cattolico in Italia, cit., 260.

  9. Cf. ibid., 262.

  10. Ibid., 253. Para hacerse una idea de las relaciones que existían en aquel tiempo entre Pío IX y los jesuitas de La Civiltà Cattolica basta con leer el diario de las consultas, donde anotaciones de este tipo no son en absoluto infrecuentes (recordemos que cada número de la revista, antes de ser impreso, era llevado por el director, o por otro padre, al Papa para su revisión final): «El padre Piccirillo presenta al Santo Padre el fascículo 303 y, después, Le origini della sovranità ecc. del padre Brunengo, recientemente publicado, que Su Santidad acogió con benigna satisfacción. En la misma audiencia, el Santo Padre encargó a La Civiltà Cattolica dos trabajos que debían realizarse cuanto antes, a saber: 1º un artículo en el que se desarrollaran los principios inmutables y las razones de la política de la Santa Sede en la actual crisis de la Cuestión Romana, para responder de antemano a las nuevas propuestas conciliadoras que, tras el reciente cambio de ministerio francés y de embajador, se dice que quiere hacer el emperador, y que no son otra cosa que una nueva trampa; dicho artículo debería luego servir como norma para los nuncios. 2º un catecismo popular en el que se expliquen las diversas cuestiones sobre el dominio temporal del Papa y se refuten las objeciones corrientes. Estos dos trabajos, una vez publicados en La Civiltà Cattolica, deberían imprimirse también por separado. En una conferencia extraordinaria se decidió quién debía realizar dichos trabajos. El primero fue asignado al padre Liberatore, el segundo al padre Curci o al padre Oreglia, pero este, excusándose, lo transfirió inmediatamente al padre Curci» (Archivo de La Civiltà Cattolica, Giornale della Civiltà Cattolica, 28 de octubre de 1862). Después de la caída del poder temporal de los Papas, en 1870, correspondió todavía a la revista de los jesuitas defender con firmeza los derechos violados de la Santa Sede y del Romano Pontífice; se convirtió así (más que otros periódicos igualmente comprometidos en esta tarea) en el símbolo mismo de la lucha de los católicos intransigentes contra un Estado que profesaba abiertamente el liberalismo político e ideológico y la laicidad.

  11. Crónica Contemporánea, en Civ. Catt. 1900 I 215. Continúa así: «Es más, en algunos lugares no se encontró ni un solo católico que se atreviera a quebrantar la severa prohibición; y en Carpineto, patria de León XIII, ni siquiera se pudo constituir la mesa electoral, porque todos aquellos buenos ciudadanos, sin excepción, fueron un solo corazón al sostener con valentía la abstención». Más adelante se lee: «Sin embargo, y con dolor debemos registrarlo, tanto en el sur de Italia como en algunas zonas del norte, se vieron católicos —no solo laicos sino incluso eclesiásticos— acudir a las urnas políticas con enorme escándalo» (ibid).

  12. Civ. Catt. 1901 IV 883.

  13. Ibid., 885.

  14. Cf. A. Fantetti, «La questione temporale: Murri, Toniolo e Meda», en Il movimento politico dei cattolici, Roma, Civitas, 1969.

  15. La cita la tomamos de Gabr. De Rosa, Storia del movimento cattolico in Italia, cit., 298; P. Scoppola, Dal neoguelfismo alla Democrazia Cristiana, Roma, Studium, 1979, 89. Inclusi don Luigi Sturzo compartía las ideas de Murri en lo que se refería al Non expedit. Véase L. Bedeschi, Murri, Sturzo, De Gasperi. Ricostruzione storica ed epistolario, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1994.

  16. Estas ideas eran compartidas también por el joven Alcide De Gasperi. Cf. L. Bedeschi, Il giovane De Gasperi e l’incontro con Romolo Murri, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1974, 110.

  17. Cf. F. Traniello, Movimento cattolico e questione romana, cit., 49.

  18. En esa fecha, en muchas partes de Italia hubo levantamientos populares; las autoridades civiles (y al parecer también algunos católicos transigentes) pensaban que estos eran fomentados no solo por los socialistas, sino también por las asociaciones católicas integristas, enemigas del Estado liberal. Por ello fueron duramente reprimidos.

  19. Gabr. De Rosa, Storia del movimento cattolico in Italia, cit., 299.

  20. Cf. ibid.

  21. La cita fue tomada de O. Confessore Pellegrino, «Transigenti e intransigenti», en Dizionario Storico del movimento cattolico, cit., 25.

  22. ibid., 300. Al respecto, F. Meda, «Las elecciones políticas en Italia: nuestra abstención», en La scuola cattolica e la scienza italiana, marzo de 1985, p. 227. El artículo se publicó bajo el seudónimo de Civis; P. Scoppola, Dal neoguelfismo alla Democrazia Cristiana, cit., p. 90.

  23. Gabr. De Rosa, Filippo Meda e l’età liberale, Florencia, Le Monnier, 1959.

  24. G. Chiaudano, Democrazia cristiana e movimento cattolico, Turín, Bona, 1897.

  25. El Papa somete todas las asociaciones católicas a la dirección de la Obra de los Congresos, porque «se debe procurar más bien concretar y promover obras útiles para el bienestar religioso y social del pueblo que enredarse en vanas disputas y discusiones teóricas, las cuales por lo general producen malentendidos y desacuerdos, y hacen imposible esa perfecta unidad de sentimientos y de acción que el Santo Padre ha inculcado repetidamente a quienes dirigen el movimiento católico»: E. Momigliano, Tutte le encicliche dei Sommi Pontefici. Graves de communi, Milán, dall’Oglio, 1990, p. 489.

  26. Cf. F. Fonzi, I cattolici e la società italiana dopo l’unità, cit., 65 s.

  27. Civ. Catt. 1901 III 657.

  28. Ibid., 654.

  29. Ibid., 1901 IV 677-690.

  30. R. Ballerini, «Del voto obbligatorio nelle elezioni», en Civ. Catt. 1901 I 641.

  31. P. Scoppola, La protesta politica di De Gasperi, Bolonia, il Mulino, 1977, 47.

  32. Ibid.

  33. Benedicto XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, n. 41.

Giovanni Sale
Después de realizar estudios en derecho en 1987 ingresó a la Compañía de Jesús, en la cual fue ordenado presbítero. Desde 1998 es parte del Colegio de Escritores de La Civiltà Cattolica. Enseña, además, Historia de la Iglesia Contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Ha trabajado durante años en el Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, del que fue su último director.

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