Dirigiéndose a sus discípulos en el «discurso de despedida», Jesús afirma, en relación con el Espíritu Santo: «El mundo no puede recibirlo, porque no lo ve ni lo conoce» (Jn 14,17). Se trata, en definitiva, de un desconocido, y bastaría preguntar a cualquier cristiano de cualquier país quién es para él el Espíritu Santo para confirmarlo. Tal vez nos respondería como respondieron a Pablo los cristianos de Éfeso, cuando él les preguntó si, al momento del bautismo, habían recibido el Espíritu Santo: «Ni siquiera hemos oído decir que hay un Espíritu Santo» (Hch 19,2). Incluso los especialistas que presumen de conocer bien todo lo que se refiere al Espíritu Santo, si son sinceros, deberán admitir su escasa competencia en este tema.
Para buscar una respuesta a nuestra pregunta, podemos leer el Evangelio de Juan, en particular el «discurso de despedida», contenido en los capítulos 14–16 (a partir de Jn 13,31). Aquí, en lo que se conoce como su «testamento», que los discípulos deberán recordar para siempre, Jesús hace una revelación especial. Aunque en estos capítulos encontramos algunos temas centrales de la teología de Juan, como la parábola de la vid y los sarmientos, en la que Jesús exhorta a permanecer en su amor, nos concentraremos en los versículos en los que se presenta el discurso de Jesús sobre el Espíritu Santo. Para comprenderlo mejor, partiremos de una perspectiva que los conecta y les da sentido y coherencia: la de la «revelación». ¿Qué nos revela Jesús sobre el Espíritu Santo en estos versículos?
Un don permanente
«Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes» (Jn 14,15-16).
Una lectura atenta nos hace descubrir que en Jn 14,15-26 hay una perspectiva trinitaria: se habla del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Lo primero que llama la atención es el nombre que Jesús mismo da al Espíritu Santo: «Paráclito». Este término se usa solo en el «discurso de despedida» en el Evangelio de Juan, y en la Primera carta de Juan, donde Jesús es reconocido como nuestro intercesor ante el Padre (cf. 1 Jn 2,1). Según el texto, se trata de un don que el Padre concede a los discípulos gracias a la intercesión de Jesús. En realidad, en el Nuevo Testamento el Espíritu Santo es a menudo definido como un «don». Por ejemplo, en Hch 2,38: «Pedro les respondió: “Conviértanse y háganse bautizar en el nombre de Jesucristo para que les sean perdonados los pecados, y así recibirán el don del Espíritu Santo”»; y en la Segunda carta a Timoteo, san Pablo dice: «Porque el Espíritu que Dios nos ha dado no es un espíritu de temor, sino de fortaleza, de amor y de sobriedad» (2 Tm 1,7).
El don del que se habla en el texto de Juan está sujeto a una condición que se indica en el versículo anterior: el amor al Señor, que se manifiesta en la observancia de los mandamientos. Jesús afirma: «Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos» (Jn 14,15). El amor a Dios es un tema muy insistente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. En el Deuteronomio, debe manifestarse en la práctica de los mandamientos: «Y ahora, Israel, esto es lo único que te pide el Señor, tu Dios: que lo temas y sigas todos sus caminos, que ames y sirvas al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, observando sus mandamientos y sus preceptos, que hoy te prescribo para tu bien» (Dt 10,12-13).
En cambio, el amor de los cristianos por Jesús no es tan frecuente como la fe en Jesús mismo. En la Primera carta de Juan encontramos, sin embargo, un punto de contacto muy evidente: «El amor a Dios consiste en cumplir sus mandamientos» (1 Jn 5,3). El uso del plural, «mandamientos», alude al conjunto de la revelación y de la enseñanza de Jesús durante su misión y ministerio.
La importancia del don del Espíritu se deduce de la consecuencia, que parece causada por la intercesión de Jesús: «Yo rogaré al Padre» (Jn 14,16a). En su oración de despedida – la llamada «oración sacerdotal» – Jesús ya está realizando el acto de «rogar» por los suyos: «Yo ruego por ellos: no ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos» (Jn 17,9). También en el Evangelio de Lucas hay un pasaje en el que el don del Paráclito se asocia a la oración: «Les aseguro: pidan y se les dará, […] ¿Hay entre ustedes algún padre que da a su hijo una piedra cuando le pide pan? ¿Y si le pide un pescado, le dará en su lugar una serpiente? […] Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan» (Lc 11,9-13).
En Jn 14,16 Jesús se refiere a «otro Paráclito». ¿Quién es el primero? Es Jesús mismo, según se puede deducir de la Primera carta de Juan, en la que se habla de Jesús como Paráclito: «Tenemos un paráclito ante el Padre: Jesucristo, el Justo» (1 Jn 2,1), que intercede ante el Padre.
El nombre usado por Jesús, «Paráclito», es típico de los escritos joánicos. La tradición cristiana ha identificado a este personaje con el Espíritu Santo. Respecto al significado de la palabra, podemos distinguir, con el biblista Raymond Brown[1], dos acepciones de tipo forense: «abogado», del verbo «interceder», y «suplicante-intercesor»; y otras de tipo no forense: «consolador» y «quien exhorta».
Este Espíritu-Paráclito estará presente en los discípulos, pero no será visible materialmente, como lo fue Jesús. Su presencia consistirá precisamente en permanecer en los discípulos para siempre: «para que esté siempre con ustedes» (Jn 14,16). Este es el único rol que se le atribuye en este primer texto joánico. Así cumplirá la promesa del Emmanuel («Dios con nosotros») de Is 7,14. La presencia de Dios en medio de su pueblo significa ayuda, salvación, guía. Este es un motivo central en el Antiguo Testamento, como vemos en el libro del Éxodo: «[Moisés] dijo: “Si realmente me has brindado tu amistad, dígnate, Señor, ir en medio de nosotros”» (Ex 34,9), en el Deuteronomio: «Ya hace cuarenta años que el Señor, tu Dios, está contigo y nunca te faltó nada» (Dt 2,7), y en los Salmos: «El Señor de los ejércitos está con nosotros, nuestro baluarte es el Dios de Jacob» (Sal 46,8.12).
El Espíritu de la verdad
«… el Espíritu de la Verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no lo ve ni lo conoce. Ustedes, en cambio, lo conocen, porque él permanece con ustedes y estará en ustedes» (Jn 14,17).
El segundo texto que examinamos añade un atributo del Espíritu: «Espíritu de la verdad», expresión recurrente en los escritos de Juan (cf. Jn 15,26; 16,13; 1 Jn 4,6; 5,6). No se trata de una descripción esencial del Espíritu, sino de un «genitivo objetivo»: la expresión quiere decir que el Espíritu comunica la verdad. Con respecto al mundo, el Espíritu se encuentra en oposición: el mundo no puede recibirlo[2], porque el mundo es una realidad —ya sea social, política, religiosa, o simplemente una forma de actuar en la vida— contraria al Reino de Dios. Por eso se entiende que el «mundo» no puede recibir al Espíritu: simplemente no lo ve, no es capaz de percibirlo; en suma, no lo conoce. Sabemos que «conocer», en la Biblia, trasciende el ámbito del acto intelectual y se sitúa en el horizonte de la relación personal y de la acogida cordial.
Los discípulos, en cambio, conocen al Espíritu. La razón que Jesús da es, una vez más, la presencia: una presencia especial, destinada a durar. Se trata de una permanencia presente y futura. La presencia y el conocimiento se hallan, pues, en una relación recíproca. A propósito de esta presencia, el profeta Ageo, cuando exhortaba a reconstruir el templo, había escrito: «¡Animo, todo el pueblo del país! –oráculo del Señor–. ¡Manos a la obra! Porque […] mi Espíritu permanece en medio de ustedes. ¡No teman!» (Ag 2,4b-5).
«Espíritu de la verdad» puede traducirse como «vida verdadera». Es el Espíritu que se opone al espíritu de la mentira, de donde provienen nuestros males. Es visible y reconocible en el Hijo. El mundo es incapaz de verlo y reconocerlo, porque no ha sido capaz de reconocer a Jesús. No debe confundirse la expresión «Espíritu de la verdad» con una doctrina, con una idea de verdad que pueda encontrarse en libros de teología o tratados científicos. Jesús afirma que el Espíritu «permanece» con nosotros y «estará» en nosotros. «Lo escuchamos dentro de nosotros y resplandece en la vida de quien sigue los pasos de Jesús con humildad, confianza y fidelidad»[3]. Además, estará siempre con nosotros como nuestro defensor. «No los dejaré huérfanos», dice Jesús (Jn 14,18). El Espíritu no puede ser asesinado, como lo fue Jesús. Una forma de describir lo que puede ser nuestra conversión hoy en día al vivir la experiencia de Dios es precisamente «la experiencia de vivir enraizados en su Espíritu de la verdad»[4]. Así, Klaus Berger completa el significado de esta expresión: «Aquí el Paráclito significa Espíritu de la verdad, porque el término “verdad” indica la realidad estable de Dios. Se puede, por tanto, traducir como “el verdadero y real Espíritu de Dios”. Nada, en efecto, puede ser más real que Dios»[5].
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Un Espíritu que enseña y ayuda a recordar
«Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho» (Jn 14,26).
En esta tercera mención, Jesús llama al Paráclito «Espíritu Santo», el nombre con el que será conocido en la comunidad cristiana. La invención de este término, por tanto, no es nuestra, sino que, según el Evangelio de Juan, proviene del mismo Jesús. Es el único caso en Juan en el que aparece la fórmula griega completa to pneuma to hagion, «el Espíritu Santo», y en el que el Paráclito es identificado con el Espíritu Santo. Tiene su origen en el Padre, porque procede de él («que el Padre enviará»); y el Padre lo enviará «en nombre de Jesús». Jesús añade aquí dos funciones del Espíritu, que son dos de sus actividades en favor de los hombres: enseñarles todas las cosas y recordarles todo lo que Jesús ha dicho. No se trata solo de un «recordar» como actividad de la memoria, sino de una verdadera enseñanza, que equivale a la revelación. Gracias al Espíritu Santo, los discípulos serán capaces de comprender las palabras de Jesús.
A propósito de esta actividad del Espíritu de enseñar a los discípulos todas las cosas, debe tenerse en cuenta lo que dice la Primera carta de Juan. Ella muestra que el Espíritu llevará a cabo esta actividad hacia los creyentes estando con ellos y en ellos: «Ustedes recibieron la unción del que es Santo, y todos tienen el verdadero conocimiento» (1 Jn 2,20); «La unción que recibieron de él permanece en ustedes, y no necesitan que nadie les enseñe» (1 Jn 2,27). Esta es la acción del Espíritu como «Maestro interior». En estos versículos resuenan las palabras de un salmo: «Guíame en tu fidelidad y enséñame» (Sal 25,5). Nos parece importante lo que escribe Xavier Léon-Dufour sobre este texto de la Primera carta de Juan: «A diferencia de otros autores del Nuevo Testamento, Juan no menciona un magisterio eclesiástico; subraya el don fundamental que marca (o debería marcar) toda conciencia creyente»[6]. Según la Biblia, «enseñar» significa interpretar auténticamente la Escritura. En Jn 6,45, cuando Jesús afirma: «Todos serán instruidos por Dios», cita un texto profético (Is 54,13).
Podemos decir que el Paráclito, con su enseñanza, completa la formación de los discípulos. El «recordar» en Juan, por tanto, no se limita a una actividad de la memoria, sino que se refiere a una ayuda del Espíritu para comprender mejor el significado de las palabras de Jesús. Afirma Léon-Dufour: «En el lenguaje bíblico, “recordar” implica no solo el recuerdo de un hecho pasado, sino una toma de conciencia de su significado; como cuando Jesús invita a los discípulos a recordar su gesto con los panes (Mt 16,9 = Mc 8,18-19)»[7].
Al parecer, Juan tomó el tema de la «memoria» del Antiguo Testamento, donde está muy presente. «En particular, puede decirse que todo el Deuteronomio es una teología de la memoria»[8]. Con la ayuda del Espíritu Santo, el creyente es capaz de revivir la memoria de Jesús, no solo como recuerdo del pasado, sino como presencia viva y actual que inspira nuestra relación, afectiva y cordial, con él.
En el episodio de la purificación del templo, cuando Jesús se refiere al santuario de su cuerpo —«Destruyan este templo y en tres días lo volveré a levantar» (Jn 2,19)—, los discípulos no comprenden. Y el evangelista añade: «Pero él se refería al templo de su cuerpo. Por eso, cuando Jesús resucitó, sus discípulos recordaron que él había dicho esto, y creyeron en la Escritura y en la palabra que había pronunciado» (Jn 2,21-22). Y después del ingreso triunfal de Jesús en Jerusalén, Juan comenta: «Al comienzo, sus discípulos no comprendieron esto. Pero cuando Jesús fue glorificado, recordaron que todo lo que le había sucedido era lo que estaba escrito acerca de él» (Jn 12,16).
Un Espíritu que da testimonio
«Cuando venga el Paráclito que yo les enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad que proviene del Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15,26).
Esta nueva referencia al Paráclito presenta su venida como un acontecimiento aún no realizado («cuando venga») y asociada a la acción de Jesús de «enviarlo» a los discípulos desde el Padre («que yo les enviaré desde el Padre»). Aquí es Jesús quien lo envía. Es su promesa, que consuela a los discípulos, entristecidos por la próxima partida de su Maestro; es su herencia, prometida en este discurso-testamento. Con la venida del Paráclito, que cumplirá la función de Consolador, se llenará el vacío dejado por el Maestro. Así como Jesús es «enviado por el Padre», también el Paráclito es «enviado por el Hijo».
Vuelve aquí la expresión que identifica al Paráclito como el «Espíritu de la verdad», y que, al repetirse, refuerza un elemento característico de la persona o del sujeto en cuestión. También reaparece la idea de su proceder, que había sido afirmada previamente («que procede del Padre») y que se convertirá en parte de la profesión de fe cristiana, respecto al Espíritu («que procede del Padre y del Hijo»).
Al final del versículo, se indica otra función del Paráclito, que corresponde también a una misión de los discípulos: dar testimonio de Jesús («él dará testimonio de mí»). Aparece aquí, por primera vez en el «discurso de despedida», la expresión «dar testimonio». El contexto de los pasajes sinópticos paralelos (Mt 10,18.20; Lc 12,12) es el de «una situación procesal concreta»[9]. Raymond Brown afirma: «El papel de dar testimonio en tiempos de persecución, y hacerlo mediante el testimonio de los discípulos, es precisamente el papel atribuido al Paráclito en Juan 15,26-27»[10].
Sin embargo, hay una diferencia entre los destinatarios del testimonio del Paráclito y los del testimonio de los discípulos. El testimonio del Paráclito es dado a los discípulos en su interior: él testimonia en el corazón de los discípulos a favor de Jesús, para iluminar su misterio y confirmarlos en su verdad. El testimonio de los discípulos, en cambio, es ofrecido ante el mundo, que a menudo será un mundo hostil. El objeto común del testimonio es el Hijo con su misterio, que en definitiva concierne a la revelación del Padre.
Asimismo, los discípulos están llamados a dar testimonio de Jesús con sus palabras y sus acciones, e incluso con su vida. Encontramos un pasaje paralelo en Lucas: «porque el Espíritu Santo les enseñará en ese momento lo que deban decir» (Lc 12,12). En los Hechos de los Apóstoles, se recuerda el testimonio de los discípulos confirmado por el Espíritu Santo: «Nosotros somos testigos de estas cosas, nosotros y el Espíritu Santo que Dios ha enviado a los que le obedecen» (Hch 5,32). San Agustín, comentando este doble testimonio —el de los discípulos y el del Espíritu Santo—, escribía: «Puesto que él hablará, también ustedes hablarán: él en sus corazones, ustedes con las palabras; él con la inspiración, ustedes con la voz» (Comentario al Evangelio de Juan, 93,1). Así como el testimonio del Padre está relacionado con el testimonio de Jesús, también el testimonio del Espíritu Santo está relacionado con el de los discípulos.
Dar testimonio es una actividad que aparece con frecuencia en las páginas del cuarto Evangelio. Dan testimonio: Juan el Bautista; Jesús; la samaritana; Dios; las obras de Jesús; las Escrituras; la multitud; el Paráclito; los discípulos; el autor del Evangelio.
Un Espíritu enviado por Jesús a los discípulos
«Les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se lo enviaré. Y cuando él venga, probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio» (Jn 16,7b.8).
En la segunda parte de este pasaje se indica una relación misteriosa entre la partida de Jesús y la venida del Paráclito: esta última no está condicionada al cumplimiento de los mandamientos, sino al «paso» de Jesús (su Pascua), a su retorno al Padre: «… porque si no me voy, el Paráclito no vendrá a ustedes». Sigue otra condición, esta vez formulada en positivo: «Pero si me voy, se lo enviaré». El Paráclito es comprendido como la presencia de Jesús ausente. Ya en Jn 7,39 se leía: «El se refería al Espíritu que debían recibir los que creyeran en él. Porque el Espíritu no había sido dado todavía, ya que Jesús aún no había sido glorificado». Estas palabras implican que es Jesús glorificado quien da el Espíritu y que la tarea misma del Espíritu-Paráclito es conducir a Jesús glorificado. Esta condición, sin embargo, no elimina una duda fundamental: ¿por qué conviene a los discípulos que Jesús se vaya? La respuesta es que, mediante la presencia interior del Paráclito y su acción en el corazón de los discípulos, estos aprenderán a comprender a Jesús. La expresión «les conviene» es la misma que pronunció Caifás cuando profetizaba la reunión de los hijos de Dios dispersos («Conviene que un solo hombre muera por el pueblo» Jn 11,50).
Entonces el Paráclito vendrá con una triple función, que resulta igualmente enigmática: «probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio» (Jn 16,8). No por casualidad los exégetas han considerado siempre este pasaje como uno de los más difíciles de interpretar[11]. El verbo usado por el autor significa «argumentar», «convencer», «advertir a alguien de un error». Por tanto, el Paráclito asume el papel de alguien que viene a demostrar algo. La TOB (Traduction Œcuménique de la Bible) traduce: «Y cuando él venga, [el Paráclito] convencerá al mundo respecto al pecado, a la justicia y al juicio». La condena y la muerte humillante de Jesús deberían haber sido, a ojos del mundo, una prueba de su culpabilidad y falsedad, así como una demostración de la legitimidad del proceso llevado a cabo por las autoridades. Sin embargo, el Espíritu viene a demostrar exactamente lo contrario, como lo reafirma la misma TOB: «Pero la intervención del Espíritu (que se manifiesta sobre todo en el testimonio de los discípulos: 15,26) dará un vuelco completo a la situación: al manifestar que, después de la muerte, Jesús fue glorificado por Dios, mostrará la justicia de su causa, su derecho, y afirmará así, de manera irrefutable, el pecado del mundo y la condena del que lo gobernaba»[12].
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Por lo tanto, en lo que respecta al mundo, no se trata solo de su incapacidad para ver y conocer, lo que podría interpretarse como simple indiferencia, sino de una auténtica hostilidad. El mundo, entonces, no pudo ser convencido por el Espíritu de la verdad, precisamente porque había rechazado esa misma verdad. En el «discurso de despedida», el sustantivo «mundo» sustituye a «los judíos». El juicio del mundo no tiene lugar en una sede pública, sino en la mente, en la comprensión o en la dimensión interior de los discípulos. Y en todo caso, más que contra el mundo, es contra su príncipe.
En el mismo Evangelio de Juan, poco después, se da una explicación: «El pecado del mundo – afirma la TOB – consiste ante todo en el rechazo de creer en Jesús, en el rechazo de la luz»[13]. El pecado, en el Evangelio de Juan, consiste en negarse a creer. Desde el principio, en su primer discurso, Jesús había dicho: «En esto consiste el juicio: la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). Al final de su ministerio público, el evangelista, casi a modo de evaluación, escribe: «A pesar de los muchos signos que hizo en su presencia, ellos no creyeron en él» (Jn 12,37). Si se examinan los pecados individuales, en el fondo todos son una manifestación de la incredulidad, que alcanzará su grado extremo en la condena a muerte de Jesús. Y sabemos que los responsables –y, por tanto, en un sentido amplio, todos los que participaron de esa incredulidad– fueron mucho más numerosos que los que tomaron parte en el proceso contra Jesús. En cierto modo, puede decirse que todos los creyentes de todos los tiempos –nosotros incluidos– estamos implicados en ello.
Y el «discurso de despedida» de Jesús continúa así: «Y cuando él venga [el Paráclito], probará al mundo dónde está el pecado, dónde está la justicia y cuál es el juicio. El pecado está en no haber creído en mí. La justicia, en que yo me voy al Padre y ustedes ya no me verán. Y el juicio, en que el Príncipe de este mundo ya ha sido condenado» (Jn 16,8-11). Aunque esto ya puede parecer una explicación, permanece aún —como sucede a menudo en el Evangelio de Juan— un trasfondo de misterio. ¿Qué quiere decir el autor cuando afirma que el Espíritu Santo «probará al mundo dónde está el pecado […] [respecto a] la justicia, porque voy al Padre y ustedes ya no me verán» (Jn 16,8-9)? Jesús quiere decir que la posibilidad de verlo, de la cual los discípulos han gozado, desaparece con su retorno al Padre. Además, respecto al paso de Jesús al Padre a través de la cruz, la TOB afirma que este «atestigua definitivamente la inocencia y el justo derecho de Jesús (cf. Jn 8,46) y, por tanto, también la verdad de su enseñanza»[14]. «Con “justicia”, Juan no se refiere a la rectitud moral, sino, en conformidad con el contexto procesal, a aquello que es reconocido en favor de una de las partes»[15]. Las palabras de Pablo a Timoteo confirman la idea de la exaltación como una manifestación de la justicia de Dios: «Él se manifestó en la carne y fue justificado en el Espíritu» (1 Tm 3,16). Es precisamente el Espíritu quien permite «ver» la victoria de Jesús, como lo atestigua el libro de los Hechos de los Apóstoles en el episodio en que Esteban, «lleno del Espíritu Santo», testifica que Jesús se encuentra a la derecha del Padre (cf. Hch 7,55).
Al final de este comentario sobre la intervención del Espíritu Santo, encontramos una declaración de victoria: «El Príncipe de este mundo ya ha sido condenado» (Jn 16,11),
que explica definitivamente en qué consiste este juicio: «La victoria de Jesús implica necesariamente la derrota y la condena sin apelación de quien gobernaba el mundo (cf. Jn 12,31-32; 14,30; 16,33; 1 Jn 2,13)»[16]. La muerte de Jesús es su victoria definitiva sobre el príncipe de este mundo.
El contexto del testimonio del Paráclito es el odio del mundo, como se deduce del marco histórico de los enfrentamientos entre la Iglesia naciente y la Sinagoga o las autoridades del Imperio romano, que perseguían a los seguidores de Jesús.
Un Espíritu que guía hacia la verdad y anuncia las cosas futuras
«Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes» (Jn 16,13-14).
Este es el último pasaje que menciona al Paráclito en el «discurso de despedida». Por segunda vez, Jesús habla de la venida del Paráclito con una proposición —«cuando venga»— que puede evocar el juicio final. Llama la atención la repetición, por tercera vez, de la expresión «el Espíritu de la verdad», lo cual indica sin duda algo especial. Es el elemento más repetido en la enseñanza sobre el Espíritu en esta revelación de Jesús. Se comprende ahora que, siendo «el Espíritu de la verdad», él puede guiar a los discípulos hacia la verdad. Hacia la verdad completa: «los guiará a toda la verdad».
La vida cristiana podrá describirse, a lo largo de la historia, como una vida «guiada por el Espíritu», porque el don del Espíritu conduce al creyente a la comprensión de la verdad, que se revela de manera plena en el Hijo encarnado[17]. Ya san Pablo había escrito, al respecto, una frase magistral: «Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios» (Rm 8,14). En la tradición bíblica, esta función de guía se atribuía en primer lugar a Dios y a su Espíritu. El salmista expresaba su fe en esta guía del Espíritu en forma de súplica: «Que tu buen espíritu me guíe por tierra llana» (Sal 143,10b); «Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón, pruébame y conoce mis pensamientos; mira si voy por mal camino y guíame por el camino eterno» (Sal 139,23-24).
El hecho de que el Espíritu guíe a los discípulos hacia «toda la verdad» no significa solo que los conduce a una comprensión intelectual más profunda de lo que Dios les ha enseñado, sino que también los guía hacia un «nuevo modo de vivir» más coherente con las enseñanzas de Jesús. Cuando se habla de «toda la verdad», no debe entenderse en sentido cuantitativo, sino cualitativo. En el Antiguo Testamento, era tarea de la sabiduría guiar a los hombres (cf. Sab 9,11); ahora le corresponde al Jesús de Juan, figura que encarna la Sabiduría divina, asumir este papel, que luego será continuado por el Paráclito[18].
El Paráclito hablará, pero su voz ya no resonará como las palabras de Jesús, porque hablará al corazón de los discípulos, continuando la comunicación de la revelación del Hijo que ha escuchado de él. No solo los conducirá a «toda la verdad», sino que también les anunciará «las cosas futuras», es decir, probablemente, la interpretación que cada generación futura deberá dar a lo que Jesús dijo e hizo, anticipando quizás la actitud que los cristianos deberán asumir ante la historia.
En este texto, es notable la densidad con que aparece el elemento de la revelación, como se muestra en el uso de ciertos verbos[19]: «Cuando venga el Espíritu de la Verdad, él los introducirá en toda la verdad, porque no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que ha oído y les anunciará lo que irá sucediendo. El me glorificará, porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes». Es necesario notar el tipo particular de revelación: el Espíritu «no hablará por sí mismo, sino que dirá lo que haya oído». Esta frase nos remite al misterio inescrutable de las relaciones entre las Personas divinas, a algo que para nosotros es absolutamente inimaginable: un Espíritu que no nos anunciará las cosas partiendo de sí mismo, sino que nos anunciará lo que ha escuchado. ¿De quién? El texto no lo dice, pero puede suponerse, dado el contexto, que la fuente del anuncio es el Padre, aunque del versículo inmediatamente siguiente se deduce que la fuente es también Jesús: «porque recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes».
Este «anunciará» remite a las «cosas futuras», expresión típica del estilo enigmático de Juan. En el cumplimiento de esta función de «anunciar», el Paráclito «glorificará a Jesús», porque recibirá de él lo que anunciará a los discípulos. Entre esas «cosas futuras», santo Tomás incluye el pleno conocimiento de la verdad de Dios; la inteligencia espiritual de las Escrituras; los sufrimientos y las pruebas que esperan a la comunidad cristiana[20].
Conclusión
Las referencias al Paráclito en este «discurso de despedida» de Jesús no contienen toda la pneumatología (es decir, el tratado teológico sobre el Espíritu Santo), ni siquiera la del Evangelio de Juan. No se dice nada acerca de otras acciones atribuidas al Espíritu en otros pasajes del Evangelio de Juan: por ejemplo, hacer renacer (Jn 3,3-8), dar vida (Jn 6,63), perdonar los pecados (Jn 20,22–23). Sin embargo, estas acciones enriquecen el conocimiento que tenemos de él y tienen en común el hecho de estar en relación con el Hijo. Escribe Léon-Dufour: «Corriendo el riesgo de simplificar los datos textuales, la misión que el Paráclito recibe del Padre y del Hijo puede resumirse en tres funciones: 1) estar con y en los discípulos; 2) enseñarles; 3) dar testimonio a favor de Jesús»[21].
Brown resume estas funciones de modo similar: «En síntesis, el concepto de Paráclito, como el del amor, es el de una realidad multiforme: el Paráclito es un testigo en defensa de Jesús y su portavoz en el contexto del juicio al que Jesús es sometido por sus enemigos. Y sobre todo, es su maestro, su guía y, por tanto, en un sentido más amplio, su ayuda. Ninguna traducción logra captar la complejidad de tales funciones»[22].
Todos estos aspectos del Paráclito pueden reconducirse a tres dimensiones: 1) la revelación; 2) la herencia que Jesús deja a los discípulos; 3) la fortaleza que se necesita cuando se es puesto a prueba.
Si intentamos ser fieles a la concepción del Paráclito propuesta por Juan, no podemos dejar de tener en cuenta la enorme importancia que el Espíritu tiene en la vida cristiana, con la tarea de mantener viva la presencia de Jesús entre los creyentes. Las dificultades y persecuciones sufridas por la primera comunidad joánica continúan en las comunidades cristianas. Jesús prometió a los suyos que el Paráclito los sostendría en los momentos de crisis, pero esta no era la promesa de un don limitado en el tiempo y en el espacio, sino de una ayuda de la que se beneficiarían sus seguidores de todas las épocas. Es a través de ellos y de su testimonio que el Paráclito realiza su misión.
El Paráclito, Espíritu desconocido para el mundo y probablemente aún para muchas personas, vive en nosotros. Su presencia es un don que reaviva en nosotros la fe. Como Espíritu de la verdad, hace presente constantemente en nosotros el estilo nuevo de Jesús, en la práctica de su mandamiento; como Maestro interior, continúa enseñando, recordando, haciendo vivo y actual el mensaje de Jesús. Sigue guiándonos en lo secreto de nuestra conciencia como Espíritu de fortaleza, de caridad y de prudencia (cf. 2 Tim 1,7), y nos alienta en nuestra misión de testigos: en nuestra natural debilidad e inseguridad, entre todas las adversidades que encontramos en nuestro camino, podemos ser fuertes, sentirnos confiados y vivir en la alegría y la esperanza, como fruto de la presencia del Espíritu en nosotros.
- Cf. R. E. Brown, Giovanni, vol. 2, Asís (Pg), Cittadella, 1979, 1491 s. ↑
- El «mundo» es un tema al que los escritos joánicos dedican especial atención. Puede designar: 1) la tierra de los hombres en contraposición al reino de Dios; 2) el conjunto de fuerzas hostiles a Dios, el «lugar» espiritual del rechazo a Dios; en este sentido, Satanás es el príncipe de este «mundo»; 3) la humanidad amada por Dios y salvada por Cristo. En los pasajes del «discurso de despedida», el término «mundo» debe entenderse en el segundo sentido. Para una visión más completa, me permito remitir a mi tesis, titulada El tema del Ágape en la Primera Carta de san Juan, Roma, Pontificia Universidad Gregoriana, 2004, 35. ↑
- J. A. Pagola, El camino abierto por Jesús. Juan, Madrid, PPC Editorial, 2012, 193. ↑
- Ibid. ↑
- K. Berger, Commentario al Nuovo Testamento. Vol. 1: Vangeli e Atti degli apostoli, Brescia, Queriniana, 2014, 504. ↑
- X. Léon-Dufour, Lettura dell’Evangelo secondo Giovanni, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1990, 943. ↑
- Ibid., 855. ↑
- O. Michel, en Theologisches Wörterbuch zu Neuen Testament, vol. 4, Stuttgart, Kohlammer, 1942, 678-687; W. Schottroff, Gedenken im Alten Orient und im Alten Testament, Neukirchen, Neukirchener Verlag, 1964; X. Léon-Dufour, La fracción del pan, Madrid, Cristiandad, 1983, 139-156. ↑
- X. Léon-Dufour, Lettura dell’Evangelo secondo Giovanni, cit., 907. ↑
- R. E. Brown, Giovanni, cit., 847. ↑
- Cf. Biblia Tob, Leumann (To), Elledici, 1992, 2461. ↑
- Ibid. ↑
- Ibid. ↑
- Ibid. ↑
- X. Léon-Dufour, Lettura dell’Evangelo secondo Giovanni, cit., 930. ↑
- Biblia Tob, cit., 2461. ↑
- Cf. Ibid. ↑
- Cf. R. E. Brown, Giovanni, cit., 867. ↑
- En la cita estos verbos aparecen en cursiva. ↑
- Cf. Tomás de Aquino, s., Super Evangelium Joannis lectura 16,3. ↑
- X. Léon-Dufour, Lettura dell’Evangelo secondo Giovanni, cit., 938. ↑
- R. E. Brown, «The Paraclee in the Fourth Gospel», en New Testament Studies 13 (1967/2) 118. ↑
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