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El 1700º aniversario del Concilio de Nicea

El documento «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador» de la Comisión Teológica Internacional

Concilio de Nicea (foto: Wikimedia)

Memoria viva del pueblo cristiano

El Concilio de Nicea, del que celebramos este año el 1700° aniversario (325–2025), ocupa un lugar único en la memoria viva del pueblo cristiano. Fue el primer Concilio «ecuménico», en el sentido antiguo de la palabra (οἰκουμένη, «el mundo habitado»), ya que, convocado por el emperador Constantino, sus participantes provenían de muchas regiones del mundo, especialmente de la parte oriental del Imperio romano. A pesar de una historia de recepción larga, compleja y difícil, también es, a grandes rasgos, el único Concilio reconocido hasta ahora por casi todas las confesiones cristianas. De sus sesiones, aunque no surgido ex nihilo, nació el Símbolo de fe que, ampliado por las modificaciones que el Concilio de Calcedonia (451) añadió al Concilio de Constantinopla I (381), une en la confesión y en la oración, desde hace siglos, a la mayoría de los bautizados. La confesión de fe nicena, que al principio suscitó tantas resistencias y produjo tantas divisiones, aparece hoy como un nexo ecuménico (en el sentido actual del término) que ningún cisma ni herejía posterior ha podido quebrantar. En algunas tradiciones orientales, el «gran y santo Concilio de Nicea» incluso se conmemora en el calendario litúrgico.

En la tradición católica, tanto latina como oriental, cada fiel recita o canta habitualmente el Símbolo niceno-constantinopolitano durante la Eucaristía dominical y en las solemnidades. En el contexto de la liturgia bautismal y eucarística, como durante la solemne Vigilia pascual, el corazón de tantos creyentes, al unísono con el «nosotros» eclesial, confiesa y alaba al único Dios Padre, Hijo y Espíritu, celebra su obra creadora y salvadora, proclama la esperanza escatológica a través de las palabras ofrecidas por este Símbolo.

Enfoque histórico de los estudiosos

Este año se celebran en todo el mundo innumerables congresos científicos dedicados a la conmemoración del Concilio de Nicea. Los participantes, provenientes de diversas disciplinas, distintas confesiones cristianas y de países más numerosos que los de los padres nicenos, han privilegiado un triple enfoque —histórico-crítico, histórico-político e histórico-teológico— y esbozado las líneas de un posible nuevo consenso historiográfico.

Basándose en nuevas e importantes publicaciones, los estudiosos han proseguido ante todo la renovación del estudio histórico-crítico de las fuentes, que nos han llegado a través de una transmisión a menudo indirecta.

Los expertos han explorado además la dimensión histórico-política del Concilio, reexaminando el papel del emperador Constantino en el desarrollo y en la primera recepción del Concilio; e investigando luego el de sus sucesores en los debates posteriores, hasta Teodosio, quien, en tiempos del I Concilio de Constantinopla (381), sanciona la victoria definitiva de las tesis del Concilio de Nicea.

Finalmente, los especialistas han concedido notable atención a la dimensión histórico-teológica, rastreando las diversas «trayectorias» de la teología prenicena y sus repercusiones en el complejo desarrollo de los debates del siglo IV.

A partir de este triple enfoque histórico, los recientes congresos han manifestado también el surgimiento gradual de un nuevo consenso, aunque no uniforme, sobre el modo de releer los acontecimientos trinitarios y cristológicos de la época, parcialmente distinto de la reinterpretación atanasiana acogida por la mayoría de los historiadores antiguos (Rufino de Aquilea, Sócrates Escolástico, Sozomeno, Teodoreto de Ciro) hasta nuestros días.

Unir fe, memoria y estudio

En el contexto de la conmemoración del Concilio de Nicea, que coincide con el Jubileo ordinario, en un año en el que todos los cristianos celebran en la misma fecha la fiesta de Pascua, la Comisión Teológica Internacional nos ofrece a su vez un precioso documento, titulado «Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador»[1]. La perspectiva del texto pretende unir las dos dimensiones —eclesial y científica— mencionadas anteriormente, recordando así la vocación eclesial del teólogo, al servicio del pueblo de Dios en camino hacia el Padre.

El título del documento ya revela dos opciones hermenéuticas del texto, ambas enraizadas en el artículo central del Credo niceno-constantinopolitano: una reflexión centrada en Jesucristo, aquel que da acceso al misterio de Dios Padre, Hijo y Espíritu (cf. Ef 2,18), así como al misterio del ser humano y su altísima dignidad y vocación; y la conexión entre la figura de Jesús en sí («Hijo de Dios») y su ser para nosotros («Salvador»), es decir, entre cristología y soteriología, identidad y misión, persona («Jesús») y obra mesiánica («Cristo»).

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De la doxología al anuncio a través de la teología

A la luz de un himno de Efrén (padre siríaco citado con frecuencia en el documento), la introducción sitúa la reflexión teológica sobre el Credo niceno-constantinopolitano entre su fuente doxológica y su desenlace misionero, al que hará eco la conclusión: «Anunciar hoy a todos a Jesús, nuestra Salvación». «Teología de rodillas» y «teología misionera» garantizan la validez de toda reflexión teológica, que une experiencia de fe, dimensión eclesial y rigor en el estudio. Estos tres polos —doxología, teología y anuncio— son desarrollados en el texto en cuatro capítulos.

Icono del Dios inmenso que ha venido a nosotros

El primer capítulo, titulado «El símbolo para la salvación: doxología y teología del dogma niceno», merece una atención particular, porque abre y determina todo el recorrido. Confirma el enfoque existencial de la profesión de fe que el documento ha elegido. También resalta su tono doxológico, es decir, la alabanza gozosa y agradecida a Dios confesado en el Credo. El Símbolo niceno-constantinopolitano es «como un icono en palabras» (7), que manifiesta y atrae al misterio a quien lo contempla en silencio orante antes de pronunciarlo en la recitación comunitaria.

Con la sobriedad ordenada y nítida de su formulación —en contraste con la prolijidad sinuosa de tantos símbolos alternativos del siglo IV— el Credo atribuido por el Concilio de Calcedonia (451) a los «318 padres» de Nicea y a los «150 padres» de Constantinopla conserva el asombro ante la «inmensidad» del misterio de Dios Padre revelado en Jesucristo, «el Hijo».

Si Dios es eternamente Padre, es decir, «fecundidad intrínseca» (20), como se indica en la primera línea del Símbolo, entonces es eternamente «capacidad de entregarse por completo» (9), en su «plenitud sobreabundante» (10; 14; 25; 30; 40), al Hijo y al Espíritu, sin reservar nada para sí, salvo su paternidad que engendra al otro «en el seno» (91) de su propio misterio.

Tomadas del lenguaje filosófico o común en un proceso de inculturación de la fe, las expresiones ἐκ τῆς οὐσίας τοῦ πατρός («de la sustancia del Padre») y ὁμοούσιος τῷ πατρί («de la misma sustancia del Padre»), es decir, el hecho de que el Hijo provenga únicamente del Padre (cf. Jn 16,28) y sea «uno» con Él (cf. Jn 10,30), así como también la coadoración y la coglorificación del Espíritu Santo, salvaguardan la alteridad del Hijo y del Espíritu junto con su perfecta igualdad con el Padre, «como confirmación del carácter doxológico del Símbolo» (12). La «plenitud inaudita» (cf. 1 Cor 2,9) de la encarnación (19; 27) resalta aún más cuando Aquel que es ὁμοούσιος τῷ πατρί se hace ὁμοούσιος ἡμῖν («de la misma sustancia que nosotros»), como afirmará más tarde el Concilio de Calcedonia, explicitando lo que en Nicea permanecía implícito. Es porque «el Hijo, semper maior, se hace verdaderamente minor» (27) que sólo Él es «la comunión del hombre con el Padre» (22) y, por tanto, «el Salvador de todos los seres humanos de todos los tiempos» (22). Esta doble ὁμοούσιος (22; 36) del Hijo encarnado, Jesucristo, hace que la salvación sea al mismo tiempo «humanización y divinización» (33) y que «esta divinización [sea] una filiación adoptiva […], la entrada a través del Espíritu Santo en el amor del Padre […], una verdadera inmersión en las relaciones trinitarias» (33).

«Lex orandi» y «lex credendi»

El segundo capítulo, titulado «El símbolo de Nicea en la vida de los creyentes: “Creemos como bautizamos; y oramos como creemos”», prolonga la reflexión del capítulo anterior, recordando el vínculo recíproco, enraizado en la experiencia del bautismo, entre el modo en que oramos (lex orandi) y el modo en que creemos (lex credendi): «La fe de Nicea nació y se alimentó de la lex orandi » (48). En efecto, por un lado, «el símbolo nace de la profesión de fe bautismal trinitaria» (33), de la cual despliega el sentido soteriológico; por otro lado, el símbolo suscita, en diversas tradiciones, predicaciones, catequesis y una rica himnología que alimenta la fe popular. Esta expresa la alabanza de los fieles que cantan: «Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, y por los siglos de los siglos»: una cláusula insertada, al parecer, en tiempos del papa Dámaso, con una intención «antiarriana» (64), es decir, antisubordinacionista, pero también, podríamos añadir, «antisabeliana», o sea, antimodalista. El Hijo y el Espíritu no están subordinados al Padre: el primero es «engendrado» y el segundo «procede del Padre»; ambos son «Dios de Dios». El Hijo y el Espíritu tampoco son simples modalidades provisionales de la manifestación de Dios en el mundo, sino que gozan de una consistencia personal y eterna propias.

Acontecimiento de Cristo, acontecimiento de Sabiduría, acontecimiento eclesial

El tercer capítulo, dedicado a «Nicea como acontecimiento teológico y eclesial», se detiene en la dimensión eclesiológica de Nicea como «acontecimiento de sabiduría» (5; 70; 71; 80; 84; 93), que surge del «acontecimiento Jesucristo» (5; 71; 72; 87; 90; 95). Nicea fue un «acontecimiento eclesial» (70; 93), en el cual confluyeron —con el aval de la autoridad imperial— el desarrollo de la triple jerarquía de obispos, sacerdotes y diáconos (aquí se pone en particular énfasis en la figura del obispo), la influencia de las escuelas de maestros cristianos que habían elaborado la expresión de la fe (especialmente las de tradición origeniana), y el surgimiento de la institución sinodal como proceso de arbitraje en casos de conflictos doctrinales o disciplinarios (96–98). El acontecimiento eclesial se reveló como un «acontecimiento de sabiduría», porque el discernimiento entre posturas que remitían todas a la misma Escritura se realizó mediante conceptos tomados del universo cultural helenístico-romano en el cual la fe se estaba difundiendo; pero sobre todo porque la esperanza, de la cual se buscaba «dar razón» (cf. 1 Pe 3,15), ampliaba los límites del pensamiento circundante, transformando el significado de los conceptos comunes o filosóficos para que expresaran el novum (71; 90–92) del «acontecimiento Jesucristo»: novedad a la que se oponía la «herejía» (90–92).

Proteger la fidelidad del «sensus fidei»

El cuarto capítulo, de carácter distinto, propone una reflexión de teología fundamental que busca «mantener la fe accesible a todo el pueblo de Dios», en particular «a los más pequeños y a los más vulnerables» (5; 123). El acto hermenéutico representado por el τουτέστιν ἐκ τῆς οὐσίας τοῦ πατρός («es decir, de la sustancia del Padre»), que explicaba con términos no escriturísticos el dato de la Escritura, tenía como fin proteger la fidelidad del sensus fidei a la revelación bíblica, frente a las divisiones que desgarraban a todo el pueblo de Dios (obispos, sacerdotes, diáconos y laicos).

Promovida por los emperadores Constantino y Teodosio —respectivamente al inicio y al final del proceso de recepción— la fe nicena, al distinguir netamente el ámbito divino del ámbito de la creación («engendrado, no creado»), minaba paradójicamente las pretensiones divinas de la autoridad política que la avalaba y garantizaba: «El monoteísmo trinitario de Nicea, en su verdad dogmática, no permitió honrar tan bien como lo podía hacer el arrianismo la pretensión del Basileus de ser el símbolo estatal y religioso de la unidad romana y sentar las bases de un orden teológico-político stricto sensu» (119).

El «semper major»

El documento insiste en la custodia del semper major («siempre más grande») llevada a cabo por la fe de Nicea. En primer lugar, esta expresión se utiliza en relación con Dios Padre, y desde Él se extiende a toda la Trinidad: «Así, de la plenitud fundamental de la paternidad de Dios brota la plenitud sobreabundante de Dios Padre, Hijo y Espíritu, semper major» (14). En virtud de la Encarnación, el semper major concierne también a Jesucristo, a su cuerpo vivificado por el Espíritu (la Iglesia) y al sacramento que confiere la inhabitación trinitaria, la configuración con Cristo y la incorporación a la Iglesia (el bautismo). En consecuencia, esta expresión califica también el acto mismo de la autorrevelación divina. El ser humano, por haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, está igualmente marcado por esta dimensión de excessus. Incluso el ser, como vestigium Trinitatis, está constitutivamente marcado por estas coordenadas trinitarias: «la alteridad, la relación, la reciprocidad, la interioridad recíproca se manifiestan ahora como la verdad última, como las categorías estructurantes de la ontología» (81). A la luz de la Encarnación, el ser mismo es semper major: «Dado que el misterio de Cristo, realizado en la historia y en una humanidad singular, da acceso a Dios, por ello mismo la materia y la carne, el tiempo y la historia, la novedad, la finitud y la fragilidad mismas adquieren una nueva dignidad y consistencia para expresar el ser. En el fondo, a través de la revelación también el ser se revela como semper major» (81). El tema de la «inmensidad» o «grandeza» de Dios, de la salvación y del ser humano se convierte así en un leitmotiv del documento, reafirmado en numerosos párrafos y utilizado en varios subtítulos, lo que conduce a la alabanza y alienta al anuncio.

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Alabanza y anuncio

De este énfasis en el «siempre más grande» del misterio de Dios, de la creación, de la salvación y del ser humano surge otra característica del texto: su enfoque doxológico y misionero del símbolo niceno-constantinopolitano, en consonancia con otros dos acentos del pontificado de Francisco. El Símbolo es así restituido a su ambiente original: la liturgia bautismal. También se lo remite a su Wirkungsgeschichte («historia de los efectos») catequética: basta recordar la traditio symboli como etapa del itinerario catecumenal. Finalmente, se honra su colocación litúrgica: su recitación durante la liturgia eucarística dominical, que hace eco al canto del Gloria al inicio de la celebración y al Per ipsum al final de la Plegaria eucarística, ambos igualmente trinitarios. La profesión de fe, situada entre la homilía y la oración de los fieles, se eleva como un himno de alabanza a la «inmensidad» de Dios, que en la proclamación de su Palabra acaba de dirigirse al pueblo. Ahora la alabanza del discípulo y de la asamblea celebrante es contagiosa: el corazón agradecido y gozoso desea compartir con otros la buena noticia de la «grandeza» divina, que se refleja en la del ser humano y su vocación divina (cf. Lc 24,32-33). La alabanza se convierte en anuncio, y el discípulo se descubre misionero.

Cristología y soteriología filiales y trinitarias

¿Misionero de qué Jesucristo? El documento destaca el vínculo tradicional entre cristología y soteriología, así como la dimensión filial y trinitaria de ambas. Desde el principio, como hemos visto, la confesión de fe se presenta como «un símbolo para la salvación», y la reflexión sobre el ὁμοούσιος se vincula con la historia de la salvación. La inserción del artículo cristológico en un símbolo trinitario lleva también a recordar que Jesucristo es presentado en el Nuevo Testamento como «Hijo del Padre y Ungido por el Espíritu» (24) y que, en consecuencia, «no salva a los hombres sin el Padre, que es origen y fin de todas las cosas, porque está en unión filial con el Padre. No salva a los hombres sin el Espíritu, que nos hace clamar “Abba, Padre” (Rm 8,15) y cuya acción interior permite al ser humano transformarse y entrar activamente en el movimiento que lo conduce al Padre» (ibíd.). También la resurrección de Cristo, sin la cual «vana es nuestra fe» (cf. 1 Cor 15,17), «es profundamente trinitaria: el Padre es su fuente, el Espíritu es su soplo vivificante y Cristo glorificado vive –siempre en su humanidad– dentro de la gloria divina y en inalterable comunión con el Padre y el Espíritu» (28). Así será también para nuestra resurrección y para nuestra vocación a la filiación divina, como don y como camino a recorrer (108).

Dimensión antropológica

¿Anuncio a quién, anuncio de qué? El documento insiste en la dimensión antropológica de la fe proclamada en el Símbolo niceno-constantinopolitano. Mientras que la primera parte de su artículo cristológico subraya la identidad filial de Cristo, la segunda parte destaca su encarnación (con el verbo σαρκόω) o humanación (con el verbo ἐνανθρωπέω), «por nosotros los hombres y por nuestra salvación», y resalta su pasión, también «por nosotros». En estas densas líneas, Jesucristo aparece como el ecce homo (cf. Jn 19,5) que revela el ser humano a sí mismo: la «grandeza» de su dignidad infinita, la «inmensidad» de su vocación filial, la amplitud de su responsabilidad de amar al prójimo y de custodiar la creación. El Credo se recita de pie, como resucitados. Su recitación compromete al «yo» del creyente tanto como al «nosotros» de la comunidad creyente.

Fe de Israel y fe de la Iglesia

El último rasgo destacado del documento es una novedad bienvenida: la constante relación entre la fe del pueblo cristiano y la del pueblo elegido. Una novedad bienvenida porque contrasta con la impresión, extendida, según la cual Nicea habría marcado un punto de ruptura entre judaísmo y cristianismo. Simbólicamente, esta división se cristalizó en torno a la cuestión de la fecha de la Pascua. Entre los argumentos a favor de la elección de una fecha común —que las fuentes antiguas ponen en boca de Constantino— no figura solo el de manifestar la comunión en la fe y favorecer la unidad del Imperio, sino también el de apartarse de la Pascua judía, con términos decididamente antijudíos.

A un nivel más profundo, la expresión de una fe explícitamente trinitaria pudo ser vista como una toma de distancia respecto al monoteísmo veterotestamentario, la elección del ὁμοούσιος como una helenización de la fe originalmente semítica, y el énfasis en la encarnación y en el misterio pascual como un rechazo de la absoluta trascendencia de YHWH.

Sobre cada uno de estos puntos, el documento busca reconfigurar la interpretación, dado que «lo que la Biblia hebrea revela no es sólo una preparación, sino que es ya historia de la salvación, que continuará y se realizará en Cristo» (26). El encuentro entre las culturas hebrea y helenística comienza con el judaísmo de la diáspora alejandrina, tanto que se puede afirmar que «la enseñanza de Jesús fue recogida y transmitida en griego, [no solo] para poder comunicar el Evangelio a todos en la lengua universal de la cuenca mediterránea, pero también porque el Nuevo Testamento forma parte de la historia del pueblo judío en relación con la cultura y lengua griega» (86). La relación intrínseca y providencial entre la cultura semítica bíblica y la razón filosófica helenística no aleja, sino que une ambas tradiciones: «La riqueza de la expresión griega del judaísmo y del cristianismo puede hacernos pensar, por tanto, que hay una dimensión fundante en este injerto de la cultura griega en la cultura hebrea, que permitirá explicar en griego la unicidad y la universalidad de la salvación en Jesucristo ante la razón filosófica» (87). Esto se verifica cuando se consideran los rasgos esenciales de la fe niceno-constantinopolitana.

En primer lugar, el texto afirma que «la doctrina de la Trinidad no pretende ser una relativización, sino una profundización de la fe en el Dios de Israel» (19), porque «la fe trinitaria que emerge desde los primeros siglos desarrolló la unidad de los nombres divinos, Padre, Hijo y Espíritu, a partir de la fe monoteísta de Israel expresada al comienzo del Sh’ma Israel, “el Señor nuestro Dios es uno” (Dt 6,4)» (20). Apoyándose en investigaciones de estudiosos judíos (como Wyschogrod o Boyarin) y cristianos (como Bauckham, Hurtado, Lenhardt, Schäfer), el documento muestra cómo la Biblia, a través de figuras como «el Ángel del Señor, el Verbo (dābār), el Espíritu (rûaḥ) y la Sabiduría (ḥākmâ)» (ibíd.), así como el judaísmo del Segundo Templo, mediante la distinción entre «el Anciano de los Días» y «el Hijo del Hombre» en Dn 7,9-14 y en la literatura intertestamentaria, contemplaban cierta pluralidad en el misterio del Dios de Israel. Por eso, lejos de representar una helenización de la fe o un debilitamiento del monoteísmo judío, «la elección del homoúsios se hace precisamente para proteger el carácter monoteísta de la fe cristiana: en Dios no hay otra realidad que la realidad divina. El Hijo y el Espíritu no son otra cosa sino Dios mismo; no son seres intermedios entre Dios y el mundo ni tampoco simples criaturas» (19).

Lo mismo debe decirse de la fe en la encarnación y en el misterio pascual que de ella se deriva, acontecimientos que profundizan la irrupción de Dios en la historia, característica de la Primera Alianza desde el acontecimiento fundacional del Éxodo: «El cristianismo entiende la encarnación como la inefable plenitud del modo de actuar (la economía) del Dios de Israel que desciende y habita en medio de su pueblo, realizada en la unión de Dios con una humanidad del todo singular: Jesús» (ibíd.). Incluso las tres corrientes de desarrollo eclesiológico que confluyen en Nicea están enraizadas en la historia precristiana de la qāhāl hebrea: «El judaísmo del Segundo Templo tenía su jerarquía sacerdotal, sus escuelas y sus sínodos» (100).

Doxología y anuncio sinfónicos

La celebración común del 1700º aniversario del Concilio de Nicea permite redescubrir a los bautizados la dimensión ecuménica del Símbolo niceno-constantinopolitano, compartido por casi todas las confesiones cristianas: «El año 2025 es, por tanto, una oportunidad inestimable para subrayar que lo que tenemos en común es mucho más fuerte, cuantitativa y cualitativamente, que lo que nos divide: todos creemos en el Dios Trinidad, en Cristo verdadero hombre y verdadero Dios, en la salvación en Jesucristo, según las Escrituras interpretadas en la Iglesia y bajo la moción del Espíritu Santo. Todos creemos en la Iglesia, el bautismo, la resurrección de los muertos y la vida eterna» (43). Esta celebración podría suscitar un nuevo impulso a la dinámica ecuménica tras un período de estancamiento que algunos habían diagnosticado en los últimos años.

El documento retoma la antigua invitación de Nicea, así como la más reciente del papa Francisco y del patriarca Bartolomé, a encontrar un acuerdo sobre la fecha de la Pascua. No, esta vez, en oposición a la raíz común judía que une a los cristianos; al contrario: «sería deseable subrayar cada vez más el vínculo entre Pascua y Pésaj» (46). Más bien, manteniendo la cercanía con el 14 de Nisán, el entrelazamiento entre los calendarios solar y lunar y la relación con el equinoccio de primavera (45), que al menos en el hemisferio norte marca el renacimiento de la vida, se trataría de encontrar un día común para proclamar juntos, durante «la fiesta de todas las fiestas» (45), la gran doxología del símbolo, al servicio de «anunciar hoy a todos a Jesús, nuestra salvación».

  1. El documento se puede consultar en: https://www.vatican.va/roman_curia/congregations/cfaith/cti_documents/rc_cti_doc_20250403_1700-nicea_sp.html. En el artículo, las citas del documento indicarán entre paréntesis la numeración original.
Amaury Begasse de Dhaem
Sacerdote jesuita, es Director del Departamento de Teología Dogmática de la Pontificia Universidad Gregoriana, en la que imparte cursos de Cristología y Soteriología. Entre sus últimas publicaciones destaca su libro Mysterium Christi. Cristologia e soteriologia trinitaria (2021).

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