FILOSOFÍA Y ÉTICA

Descubrir la dignidad en el encuentro personal

Un desafío urgente de nuestro tiempo

Pareciera que uno de los desafíos más importantes de nuestro tiempo es el de reconocer, a través de la experiencia, la dignidad ontológica propia y ajena. Esta se manifiesta principalmente en la relación personal yo-tú, que hace posible una mayor conciencia de su valor intrínseco. Dicha relación reaviva el reconocimiento universal de la dignidad ontológica de cada persona y de los derechos y deberes que de ella se derivan.

En un contexto en el que existen no pocas violaciones de la dignidad concreta de las personas[1], crece la llamada «epidemia de la soledad» (loneliness epidemic) y la afirmación de lo impersonal, y la misma noción de persona se ve cuestionada, sobre todo por quienes consideran que dicha noción implica una desvalorización del cuerpo y una discriminación entre personas y no-personas entre los seres humanos[2]. En este contexto, parece particularmente urgente revivir el encuentro yo-tú y el horizonte de sentido que este abre.

La dignidad de la persona debe poder ser reconocida en la experiencia de cada uno. Si no habita en la relación yo-tú, corre el riesgo de no ser siempre evidente a la mirada, a pesar de ser afirmada en el ámbito filosófico, teológico y jurídico. Hay personas que son sistemáticamente ignoradas, que aparecen socialmente como «invisibles»; en otras palabras, su dignidad no resulta evidente. ¿Por qué? ¿Por qué la dignidad propia y ajena resulta con frecuencia invisible a nuestra mirada?

El rostro y el «yo-tú»

El filósofo Emmanuel Lévinas había llamado poderosamente la atención sobre el rostro del otro, en un sentido inmediatamente ético, como manifestación de esa dignidad. Aunque se trata de un término que no aparece con frecuencia en su obra, su reflexión sobre el rostro puede interpretarse como una exploración de la dignidad humana, ya que expresa una unicidad y una vulnerabilidad que convocan a la responsabilidad. La idea de que «el rostro es aquello que no se puede matar»[3] es un reconocimiento implícito de la dignidad del otro como portador de un valor intrínseco. Para Lévinas, la dignidad no deriva de una capacidad de la persona o de una libertad autónoma, sino de la trascendencia que se manifiesta precisamente en el rostro: «El rostro significa el Infinito»[4].

De todo esto se puede tener experiencia: una experiencia entendida no como una comprensión que asimila su objeto, sino como la manifestación de una relación con el absolutamente otro, que supera la comprensión misma[5]. La experiencia se entiende como una relación con el otro que no se puede reconducir ni reducir al yo, y que lleva al reconocimiento de la dignidad del otro y a una acción ética correspondiente: «Estar en relación con los otros, cara a cara, significa no poder matar»[6].

En sentido inverso, atentar contra la dignidad ajena es operar una reducción del otro y de nosotros mismos. En su confrontación con Martin Heidegger, Lévinas subrayó que el otro no debe ser reducido a mi comprensión, porque la trasciende: «Todo lo que de él me llega a partir del ser en general ciertamente se ofrece a mi comprensión y a mi posesión. Lo comprendo a partir de su historia, de su entorno, de sus costumbres. Pero lo que en él escapa a la comprensión, es precisamente él, el ente»[7].

Anticipada, pero no desarrollada por Ludwig Feuerbach[8], la trascendencia del otro como verdaderamente distinta —es decir, no como una proyección de sí mismo— ha sido una de las grandes aportaciones de la llamada «filosofía dialógica» (Ebner, Buber, Rosenzweig, Guardini, etc.). Esta corriente tuvo el mérito de poner en evidencia la importancia del acontecimiento-encuentro yo-tú, aunque cada uno de estos pensadores lo entendiera y formulara de manera distinta.

Martin Buber, en su ensayo Yo y tú, destacó que el acontecimiento de la «relación» (Beziehung) y del «encuentro» (Begegnung) yo-tú, caracterizado por la actualidad, la inmediatez, la presencia y la reciprocidad, abre un horizonte de sentido diferente al de la otra expresión fundamental yo-ello, propia de la relación objetual e impersonal, característica del mundo de la ciencia, la técnica, las instituciones, etc[9]. Aunque la relación yo-ello no sea negativa en sí misma, sí lo es en la medida en que la persona no vive en el mundo de las relaciones personales yo-tú y permanece en relaciones objetuales e impersonales, sofocando y disminuyendo así el yo.

Aun reconociendo la necesidad de enmarcar algunas afirmaciones de Buber en un contexto metafísico más riguroso[10], podemos afirmar que su pensamiento ha ofrecido una gran contribución a la comprensión del encuentro yo-tú como un acontecimiento «entre» (zwischen) uno y otro, que permite el acceso a un horizonte de sentido personal y una participación en el ser inaccesible de otro modo.

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La tentación de reducir al otro a objeto

El acontecimiento del encuentro solo tiene lugar si uno se involucra con todo su ser y si se evitan tanto la reducción del otro a objeto como su reducción al yo y a las mediaciones —como ocurre en el caso del sistema de ideas— en el que el yo trata de hacer encajar la realidad del otro. En un texto escrito unos treinta años después de Yo y tú, Buber reflexiona sobre lo «interhumano», es decir, sobre la relación entre persona y persona dentro de una colectividad. Y establece algunas condiciones para que lo «interhumano» se concrete verdaderamente y se exprese en una conversación auténtica: 1) cada uno debe tratar al otro como a un otro y no como a un objeto («Esto es lo decisivo: ser-no-objeto»); 2) se debe estar más preocupado por mostrarse tal como uno es que por causar una buena impresión en el otro; 3) es necesario percibir al otro en su centro dinámico y único, es decir, hacerse presente a la persona; 4) no se debe imponer uno al otro[11].

Pedro Laín Entralgo, estudioso de la filosofía dialógica, ha desarrollado reflexiones interesantes sobre la manera en que, según la perspectiva de Buber, uno puede reducir al otro a objeto. Ha señalado tres enfoques posibles: reducir al otro a obstáculo, a instrumento o a nadie. En el primer caso, el otro es visto como alguien que obstaculiza inquietantemente el propio camino. En el segundo caso, el otro es un objeto del cual se utilizan sus propiedades para alcanzar los propios fines y que, en consecuencia, se convierte en objeto de posesión («Tus poderes y tus posibilidades no serán tuyos, sino míos»[12]). En el tercer caso, el otro se convierte en «nadie», no solo porque su presencia se evita o se vive como si no existiera, sino, de forma aún más radical, porque nunca se establece una relación estrictamente personal con él. Para Laín, además de la relación interpersonal, puede y debe existir una relación objetivante (como en el caso de la relación educador-estudiante y de la técnica pedagógica objetiva y universal que de ella se deriva), pero esto dista mucho de reducir al otro a mero objeto.

También para Romano Guardini es fundamental evitar la reducción del otro a objeto. Solo cuando cesa la relación sujeto-objeto, el otro se convierte en un tú para mí. Cuando en mí desaparece la actitud que objetiviza al otro, entonces algo brota y emerge en mi interioridad: «me abro y me “muestro”»[13]. Si, al mismo tiempo, yo también me convierto para el otro en un tú, tal como soy, en la apertura desprotegida de la relación yo-tú, entonces el rostro de ambos se abre y nace una relación entre personas cuyos destinos se entrelazan en un sentido personal[14]. Esta relación yo-tú puede realizarse de diversas maneras y con diferentes grados de profundidad: desde un simple saludo hasta una relación de confianza o amistad, e incluso hasta vivir una relación de amor.

Es preciso aclarar que, para Guardini, la persona se realiza en la relación yo-tú, «pero no surge de ella»[15]. La persona es un ser subsistente de naturaleza racional que se pertenece a sí mismo; precisamente por ello no puede, en su esencia, ser poseída por nadie. Cada persona se pertenece a partir de una relación constitutiva: «Me pertenezco, pero “en Dios”»[16]. La relación Dios-hombre está entonces en el origen de nuestro ser personas y de nuestra capacidad de trascendernos a nosotros mismos. Esta relación constitutiva es también el origen de nuestra «dignidad absoluta», que «no puede derivarle de su ser, que es finito, sino únicamente de Aquel que es en sí mismo absoluto. Y precisamente, no de un absoluto abstracto […]; deriva más bien del hecho de que Dios la ha puesto justamente como persona»[17].

Encuentro y respuesta al valor personal

El encuentro que revela la realidad metafísica de la persona está también muy presente en Edith Stein, quien no adopta el principio dialógico en cuanto tal, pero llega a la comprensión de la persona desde una perspectiva tanto fenomenológica como metafísica: «Miro a un ser humano a los ojos y su mirada me responde. Me deja penetrar en su interioridad o me rechaza. Él es señor de su alma y puede cerrar u abrir sus puertas. Puede salir de sí mismo y penetrar en las cosas. Cuando dos seres humanos se miran, un yo está frente a otro yo. Puede ser un encuentro que tiene lugar en la puerta o en la interioridad. Cuando se trata de un encuentro que ocurre en la interioridad, el otro yo es un tú. La mirada del ser humano habla. Un yo dueño de sí, vigilante, me ve. Decimos también: una persona espiritual libre. Ser persona significa ser libre y espiritual. El ser humano es una persona; esto lo diferencia de todos los seres naturales»[18].

El encuentro y la trascendencia de uno mismo implican el compromiso de todas las facultades de la persona. Fue Dietrich von Hildebrand quien ofreció una importante contribución sobre cómo se integran intelecto, voluntad y afectividad en la autotrascendencia de la persona hacia el otro. La persona es un ser consciente, capaz de conocer, amar y querer. Es en la respuesta afectiva al valor, en particular al valor de la persona del otro, donde la libertad de la persona dice «sí»[19]. El corazón no tiene un papel menor respecto al intelecto y a la voluntad; al contrario, en las relaciones humanas más significativas tiene un papel predominante[20].

Se trata siempre de una auténtica trascendencia hacia la otra persona, de un yo a un tú, y de una respuesta a valores reales, no simplemente de una satisfacción subjetiva: «Nuestra respuesta es trascendente —es decir, libre de necesidades y apetitos puramente subjetivos […]. La respuesta afectiva al valor representa, por tanto, la antítesis más radical a cualquier manifestación meramente inmanente de nuestra naturaleza, como la que se encuentra en todos los impulsos y apetitos»[21].

Por otra parte, von Hildebrand ha subrayado que las dos actitudes que cierran a la persona al descubrimiento del valor presente en los demás y en las cosas son la concupiscencia («¿Qué me satisface?») y el orgullo («¿Se incrementará mi prestigio?»). Estas pueden ser superadas mediante la virtud de la «reverencia», que para el filósofo alemán es la virtud madre de toda la vida moral, porque a través de ella la persona adopta «una postura ante el mundo que le abre los ojos espirituales y le permite captar los valores»[22].

La manifestación de la dignidad personal

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La dignidad de la persona, por su naturaleza dinámica, tiende a manifestarse o a ocultarse en las elecciones libres de la vida[23]. En un registro diferente del de la metafísica del ser, el gran intérprete del pensamiento dialógico, Bernhard Casper, partiendo también de una perspectiva fenomenológica (entendida como la indagación de lo que se muestra originariamente a partir de sí mismo), se interroga sobre la dignidad. Esta no consiste en una cualidad determinada, sino en lo que somos en nuestra totalidad; se manifiesta en el libre relacionarse de dos seres humanos a través del lenguaje. Según Casper, «en este acontecimiento del lenguaje, que es fundamental para la humanidad del ser humano, encontramos también el acceso adecuado a lo que queremos decir con “dignidad” y con “dignidad del hombre”»[24].

El otro es una relación en sí, sustraída a mi poder, que hace algo de sí mismo y de las cosas del mundo de modo insustituible y autónomo. Pero esta autonomía no debe entenderse en un sentido abstracto y egológico, sino como respuesta al otro, en el acontecimiento de la responsabilidad hacia él. La dignidad de la persona se manifiesta en este «hacer algo de nosotros mismos ante los otros»[25], como forma propia del ser responsable.

Gabriel Marcel, también considerado un pensador dialógico, había aclarado, con su célebre distinción filosófica entre «problema» y «misterio», que no se puede acceder a ciertas realidades en las que participamos y en las que estamos personalmente implicados —como la distinción alma-cuerpo o, de forma más clara, la experiencia del amor— si las tratamos como si fueran objetos, es decir, como problemas. La distinción entre «problema» y «misterio» se nos revela con claridad en la experiencia de un encuentro con otra persona que nos cambia la vida y que tiene un significado profundo para nosotros. Dicha experiencia no puede comprenderse buscando su causa en alguna afinidad o trastorno compartido con esa u otras personas, ni en una simple coincidencia: permanece como un misterio, que eventualmente puede ser penetrado con el tiempo. Solo entrando en la relación y no tratando ese acontecimiento como un problema objetivo, el amor puede ser comprendido en alguna medida[26].

Desde esta perspectiva, para Marcel no es posible preservar el principio misterioso que está en la base de la dignidad humana si no se explicita la realidad propiamente sagrada de la persona. Considerando que la idea de dignidad expresada por Kant[27] ha perdido vitalidad, el filósofo francés sostiene que la sacralidad de la persona debe manifestarse a la mirada: «El carácter sagrado del ser humano se hará más evidente cuando nos acerquemos al ser humano en su desnudez y en su fragilidad, al ser humano desarmado, tal como lo encontramos en el niño, en el anciano, en el pobre»[28].

Marcel se sitúa explícitamente en la línea de la perspectiva de Lévinas, en particular en lo que respecta a la originalidad irreductible del «cara a cara», en el cual aparece el rostro del otro con una consistencia que no puede encontrarse en el mundo de los objetos o de los datos.

La dignidad ontológica de la persona

Pero la reflexión filosófica necesita pasar del fenómeno al fundamento, de la experiencia antropológica a la metafísica. La persona «est nomen dignitatis»[29]; llamar «persona» a un ser humano significa reconocerle una dignidad intrínseca, no cuantificable ni reducible a capacidades particulares, sino ontológica, por el mero hecho de existir[30]. Con este término no se pretende decir qué es un hombre, sino quién es, en su modo de ser único e irrepetible: «El término “persona” […] no indica tanto algo, cuanto alguien […]. Está claro que a la pregunta “¿Qué es?”, se responde con una palabra genérica o específica, con una definición o algo por el estilo; a la pregunta “¿Quién?”, en cambio, la respuesta es normalmente un nombre propio, o algo equivalente […], una propiedad individual»[31].

En consecuencia, la dignidad no se fundamenta en una idea abstracta, ni en una genérica naturaleza humana universal, sino en la característica personal propia del ser humano, es decir, la de ser un individuo concreto que subsiste en virtud de un acto de ser que lo hace señor de su naturaleza y de sus actos: «Por persona entendemos el Yo consciente y libre. Es libre porque es “dueño de sus acciones”, porque determina por sí mismo su propia vida —mediante actos libres. Los actos libres son la primera esfera de dominio de la persona. Pero dado que a través de su obrar tiene una influencia formativa sobre el cuerpo y el alma, la “naturaleza humana” que le es propia está bajo su dominio»[32]. Ese acto de ser, y por tanto también la dignidad que lo caracteriza, es trascendente, porque es recibido, participado, aunque accesible, más o menos claramente, a la comprensión racional de todo ser humano[33].

La conciencia de la trascendencia de la dignidad, haciendo referencia explícita a la Revelación, alcanza un punto de madurez histórica a nivel filosófico con el humanismo, como se aprecia en el De Dignitate et excellentia hominis de Giannozzo Manetti (1452-1453) y en la Oratio de hominis dignitate de Pico della Mirandola (1486). En el texto de Manetti se lee que la naturaleza humana se une, en la persona de Cristo, a la naturaleza divina: «Sabemos, en efecto, que Dios, para mostrar la extraordinaria dignidad y la increíble superioridad de la naturaleza humana, no ha dado, concedido ni atribuido esta característica ni a los ángeles ni a ninguna otra criatura, fuera del hombre solamente»[34].

Del «yo-tú» al «nosotros»

La fuente de la dignidad es, por tanto, el amor personal, único e irrepetible, que Dios dirige a cada persona humana. Es una «dignidad ontológica», que existe en cada persona, «más allá de cualquier circunstancia» de orden físico, psicológico, espiritual, moral o social por la que atraviese, y permanece siempre en ella, independientemente de que pueda ser adecuadamente expresada o vista y reconocida por los demás (cf. DI, nn. 15; 1; 7; 20).

Desde la perspectiva cristiana, el yo-tú está siempre inserto en el nosotros de la fraternidad: somos hijos en el Hijo y, en consecuencia, hermanos en Cristo, unidos en el mismo Espíritu en nuestro camino hacia el Padre. Miembros del pueblo de Dios, del nosotros histórico, en camino hacia el Nosotros del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. En este sentido, Joseph Ratzinger ha subrayado que en el cristianismo el principio dialógico está siempre inserto en el nosotros de la comunión eclesial, que remite a su origen en el Nosotros de la comunión de las Personas divinas: «En el cristianismo no existe un simple principio dialógico en el sentido moderno de la relación yo-tú; este puro principio dialógico no existe ni a partir del hombre, que tiene su lugar en la continuidad histórica del pueblo de Dios, en el vasto nosotros histórico que lo sostiene, ni a partir de Dios, que, por su parte, no es un simple yo, sino el nosotros del Padre, del Hijo y del Espíritu»[35].

Por lo tanto, la dignidad ontológica de la persona tiene su origen y su cumplimiento en la comunión de las Personas divinas. La relación yo-tú, como trascendencia recíproca, puede abrir los ojos a la dignidad personal, puede hacerla más viva y evidente. Dignidad personal que no solo está en el centro de todo compromiso por el bien común y de un orden jurídico justo, sino que también orienta a cada persona hacia el horizonte de sentido más pleno y definitivo al que cada uno de nosotros está llamado.

  1. Cf. Dicasterio para la doctrina de la fe, Declaración Dignitas infinita sobre la dignidad humana, 8 de abril de 2024, nn. 33-62.

  2. Cf. G. Cucci, Religione e secolarizzazione. La fine della fede?, Asís (Pg), Cit­tadella, 2019, 191-220; R. Esposito, Terza persona. Politica della vita e filosofia dell’im­personale, Turín, Einaudi, 2007.

  3. E. Lévinas, Etica e infinito. Dialoghi con Philippe Nemo, Roma, Castelvecchi, 2012, 88.

  4. Ibid., 99.

  5. «La relación con lo infinito no puede, por supuesto, decirse en términos de experiencia -porque lo infinito excede al pensamiento que lo piensa. […] Pero si la experiencia significa una cita con lo absolutamente otro -es decir, con lo que siempre excede al pensamiento-, la relación con el infinito constituye la experiencia por excelencia» (Id., Totalità e infinito. Saggio sull’esteriorità, Milán, Jaca Book, 2016, 23).

  6. Id., «L’ontologia è fondamentale?», en Id., Tra noi. Saggi sul pensare all’altro, ibid., 1998, 39.

  7. Ibid., 38.

  8. Cf. L. Feuerbach, Fondamenti della filosofia dell’avvenire, Florencia, Clinamen, 2015, 111.

  9. «La otra palabra fundamental es el par yo-ello; donde, en lugar de ello, también se pueden sustituir las palabras él o ella, sin que cambie la palabra fundamental» (M. Buber, «Io e tu», en Id., Il principio dialogico e altri saggi, Cinisello Balsamo [Mi], San Paolo, 1993,59). Gabriel Marcel objetó a Buber que el término «relación» era inadecuado por ser demasiado general (cf. G. Marcel, «L’antropologia filosofica di Martin Buber», en M. Buber – E.Lévinas – G. Marcel, Il mito della relazione, Roma, Castelvecchi, 2016, 39). En su réplica, Buber reconoció que, efectivamente, el término «relación» se caracteriza por una discontinuidad, pero que precisamente por ello es capaz de dar cuenta de la dimensión de lo no dicho inherente a toda relación (cf. M. Buber, «Repliche di Martin Buber», ibid., 77).

  10. En su carta, comentando el borrador del libro de Buber, un año antes de su publicación en 1923, Franz Rosenzweig había señalado que un énfasis excesivo en el «yo-tú» a expensas de la relación «yo-mismo» podría conducir a una reducción y malentendido de todas las relaciones fundamentales: Dios-hombre, Dios-mundo, hombre-mundo: cf. F. P. Ciglia, «Dialogo in dialogo. La lezione di Bernhard Casper a confronto con Rosenzweig e Buber», en S. Bancalari (ed.), La trascendenza nel linguaggio. Prospettive sulla filosofia della religione di Bernhard Casper, Pisa, Ets, 2024, 25-62.

  11. Cf. M. Buber, «Elementi dell’interumano», en Id., Il principio dialogico…, cit., 295-315.

  12. P. Laín Entralgo, Teoría y realidad del otro, Madrid, Alianza, 1983, 555. Cf. J. Böckenhoff, Die Begegnungs-Philosophie, Freiburg – München, Alber, 1970, 180-182.

  13. R. Guardini, Mondo e persona, Brescia, Morcelliana, 2000, 164.

  14. Cf. ibid., 164 s.

  15. Ibid., 166.

  16. Id., Persona e personalità, ibid., 2006, 32.

  17. Id., Mondo e persona, cit., 174.

  18. E. Stein, La struttura della persona umana, Roma, Città Nuova, 2000, 124.

  19. «La manifestación más elevada de la libertad cooperativa se encuentra en la confirmación, en el “sí” de nuestro centro espiritual libre, que se plasma en nuestro “ser afectado” por los valores y, sobre todo, por nuestras respuestas afectivas a ellos» (D. von Hildebrand, Il cuore. Un’analisi dell’affettività umana e divina, Verona, Fondazione Centro Studi Campostrini, 2022, 105).

  20. «En muchos otros ámbitos, sin embargo, es el corazón, más que la voluntad o el intelecto, lo que representa la parte más íntima de una persona, su núcleo, su verdadero yo. Así ocurre, por ejemplo, en el ámbito del amor humano, del amor conyugal, de la amistad, del amor filial y paternal. Aquí, el corazón no sólo es el verdadero yo, porque el amor es esencialmente la voz del corazón, sino también porque el amor aspira específicamente al corazón del amado. El amante quiere derramar su amor en el corazón del amado, quiere golpear su corazón, llenarlo de felicidad; sólo entonces sentirá que ha alcanzado realmente al amado, su verdadero yo» (Ibid., 101).

  21. Ibid., 62 s.

  22. Cf. D. von Hildebrand – A. von Hildebrand, L’arte di vivere, Brescia, Morcelliana, 2021, 28.

  23. Este es un aspecto claramente refrendado por el documento del Discasterio para la doctrina de la fe Dignitas infinita: «Aunque cada ser humano posee una dignidad inalienable e intrínseca desde el principio de su existencia como don irrevocable, depende de su decisión libre y responsable expresarla y manifestarla en plenitud o empañarla» (DI 22).

  24. B. Casper, Dignità e responsabilità. Una riflessione fenomenologica, Brescia, La Compagnia della Stampa, 2012, 28.

  25. Ibid., 33.

  26. Cf. G. Marcel, Position et approches concrètes du mystère ontologique, Louvain, Nauwelaerts, 1967, 57-62.

  27. «En el reino de los fines, todo tiene un precio o una dignidad. Lo que tiene precio puede ser sustituido por otra cosa como equivalente. Aquello que, por el contrario, no tiene precio, y por tanto no admite equivalente, tiene dignidad […], aquello que constituye la condición bajo la cual, únicamente, algo puede ser un fin en sí mismo, no tiene meramente un valor relativo, es decir, un precio, sino un valor intrínseco, es decir, dignidad. Ahora bien, la moralidad es la única condición bajo la cual un ser racional puede ser un fin en sí mismo […]. Por tanto, sólo la moralidad, y la humanidad en la medida en que es capaz de ella, constituye lo que tiene dignidad […]. La autonomía es, pues, el fundamento de la dignidad de la naturaleza humana y de toda naturaleza racional» (I. Kant, Fondazione della metafisica dei costumi, Bari, Laterza, 1977, 103; 105).

  28. G. Marcel, La dignité humaine et ses assises existentielles, París, Aubier, 1964, 168. Cf. G. Cucci, «Gabriel Marcel. A 50 años de su muerte», en La Civiltà Cattolica, 22 de septiembre de 2023: https://www.laciviltacattolica.es/2023/09/22/gabriel-marcel-a-50-anos-de-su-muerte/

  29. Tomás de Aquino, s., Summa Theologiae, I, q. 1, a. 8, ad 2; cf. R. Spae­mann, Persone. Sulla differenza tra “qualcosa” e “qualcuno”, Bari, Laterza, 2007, 30; Juan Pablo II, s., Carta encíclica Fides et ratio, n. 83.

  30. Cf. Tomás de Aquino, s., Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3, ad 2.

  31. Riccardo di San Vittore, De Trinitate, IV, 20.

  32. E. Stein, Essere finito e essere eterno. Per una elevazione al senso dell’essere, Roma, Città Nuova, 1988, 397. Cf. Tomás de Aquino, s., Summa Theologiae, I, q. 29, a 1; q. 30, a. 4.

  33. Como señala acertadamente Cornelio Fabro: «El término “participar” tiene la propiedad de expresar tanto la dependencia esencial del participante con respecto al participante como el excedente metafísico absoluto del participante con respecto al participante. Participar viene así a expresar, de un modo que ningún otro término filosófico puede pretender, la relación que el ser finito tiene con el ser infinito, la criatura con el Creador» (C. Fabro, La nozione metafisica di partecipazione, secondo San Tommaso d’Aquino, Roma, Editrice dell’Istituto del Verbo Incarnato, 2005, 344).

  34. G. Manetti, Dignità ed eccellenza dell’uomo, Milán, Bompiani, 2018, 249; cf. G. Pico della Mirandola, Discorso sulla dignità dell’uomo, Milán, Guanda, 2003, 7-11.

  35. J. Ratzinger, «Il concetto di persona nella teologia», en Id., Dogma e predica­zione, Brescia, Queriniana, 1973, 187.

Giovanni Cucci - Aldo Giacchetti
Giovanni Cucci se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica". Aldo Giacchetti es doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica Argentina y Profesor encargado en la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Gregoriana. Fue Director del Centro de Estudios para la Persona y la Cultura de la Universidad Católica San Pablo de Arequipa, Perú, y Rector de la Universidad Gabriela Mistral de Santiago de Chile. Entre sus publicaciones destaca: La persona como ser en relación en el pensamiento de Julián Marías, Universidad Católica San Pablo, 2016.

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