Arte

Caravaggio

Una lectura espiritual

La vocación de San Mateo, Caravaggio (1601)

Después de siglos de olvido, el interés por el arte del siglo XVII no deja hoy de inspirar exposiciones, congresos, películas, debates. Las narraciones dramáticas de un Ribera, las luminosas escenas de gloria de un Pozzo o de un Rubens, o la intimidad de los interiores de un Vermeer siguen interrogando e interpelando al mundo contemporáneo, como si este buscara en ellas una clave para interpretar su propio tiempo, un horizonte de sentido donde encontrar respuestas, puntos de referencia. Por lo demás, no faltan analogías entre el siglo XVII y el nuestro. Si al final del Renacimiento el mundo europeo está atravesado por inquietantes transformaciones epocales que lanzan al hombre a un profundo estado de precariedad y angustia, ¿acaso no es también un sentimiento actual el de sentirse perdido e incapaz de vivir una unidad de sentido? ¿No es acaso un rasgo de la cultura posmoderna percibir un sentimiento de incertidumbre y fragmentación, por el cual el hombre se ve casi obligado a una búsqueda continua de sí mismo, alejado de aquellas seguridades que en cierto modo eran «garantizadas» por la adhesión a los valores religiosos e institucionales, que fundaban la identidad de una cultura, de una sociedad y de un pueblo?

En este inquieto periodo de transformación, que ya comienza en la primera mitad del siglo XVI, Caravaggio se alza como un gigante, realizando una síntesis única entre profundidad de pensamiento y capacidad para dejar emerger los sentimientos humanos más profundos, entre búsqueda de fe y deseo de salir de los códigos tradicionales de la religiosidad de su tiempo.

A través del análisis de una pintura, La vocación de san Mateo, ubicada en la iglesia de San Luis de los Franceses en Roma, y gracias a una lectura de carácter predominantemente teológico (y filosófico), mostraremos cómo Caravaggio, al interrogar un pasaje evangélico, elabora una profunda visión del mundo, del hombre, de Dios[1]; cómo, mediante un uso extraordinario de la luz, la perspectiva y el claroscuro, el artista se convierte en intérprete de una búsqueda existencial sin prejuicios, capaz de sugerir claves de lectura para la comprensión del mundo moderno. En particular, el análisis se centrará en la luz y su papel simbólico. De hecho, el fondo dorado de los iconos medievales, símbolo de la presencia de Dios que envuelve toda realidad humana, parece transformarse en un rayo luminoso que aparece y desaparece repentinamente. La presencia de Dios ilumina la vida de cada hombre, pero se trata solo de un pasaje que se inscribe en la duración de un instante. Toda decisión humana se decide en este hic et nunc. Después de este momento, el hombre es remitido a la responsabilidad ética de su propia historia. La presencia de Dios no se convierte entonces sino en el descubrimiento de su paso por el mundo.

La vocación de san Mateo

El ciclo de la vida de san Mateo fue pintado al inicio de la carrera pública de Caravaggio[2], en 1599, y se encuentra en la capilla Contarelli de San Luis de los Franceses[3], iglesia nacional de los franceses en Roma. El programa iconográfico, ya trazado varios años antes por el comitente de origen francés Matteo Contarelli[4], propietario de la capilla desde 1565, preveía que la escena se desarrollara en un almacén, o en una gran sala que albergara la oficina de impuestos, sobre la cual debían colocarse algunos libros y dinero, conforme a las costumbres de dicho oficio. Ante el llamado de Cristo, que pasa por la calle, Mateo —vestido como recaudador de impuestos— debía levantarse con ímpetu (con deseo) para acercarse a Él y seguirlo. Mateo ya ha tomado su decisión. Todo elemento de tensión o dramatismo está eliminado. La escena debía, por tanto, mostrar el contraste entre el espacio del almacén, lugar de la miseria humana, y la actitud de fe del apóstol que responde inmediatamente al llamado de Cristo.

La Vocación retoma el relato del llamado de Leví, narrado en los Evangelios Sinópticos. Leemos, por ejemplo, en el Evangelio de Marcos: «Al pasar [Jesús] vio a Leví, hijo de Alfeo, sentado a la mesa de recaudación de impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Él se levantó y lo siguió» (Mc 2,14). El centro dramático está definido por el imperativo: «Sígueme», verbo que constituye un punto de concentración narrativa situado entre un antes y un después: entre las acciones de Jesús —pasar, ver, decir— y la respuesta de Leví —levantarse y seguirlo—. Sin embargo, ¿de qué modo interpreta Caravaggio el relato evangélico y el esquema iconográfico elaborado por Contarelli?

Caravaggio interpreta la escena en un espacio familiar por su sencillez y sobriedad. La composición, dispuesta paralelamente a la pared del fondo, comprende dos grupos de personas, divididos por un espacio vacío marcado visualmente por una ventana cerrada. En el lado izquierdo del cuadro, cinco personajes están dispuestos alrededor de una mesa sobre la cual hay un escritorio, una bolsa y algunas monedas de plata. Se reconoce un lugar en el que se maneja dinero. El grupo comprende a tres jóvenes, un hombre de mediana edad y un anciano de pie. Los dos personajes en el extremo izquierdo tienen la vista fija en las monedas. Uno cuenta el dinero, el otro parece verificar la exactitud de las operaciones. Los otros tres miran hacia los dos hombres situados a la derecha de la escena. El hombre en el centro del grupo muestra un gesto de sorpresa. Se señala a sí mismo con la mano izquierda, como si pidiera una confirmación. La otra mano, sobre la mesa, permanece firme sobre las monedas que estaba contando. Los dos jóvenes en el centro parecen dubitativos, interrogativos. Parecen sorprendidos. ¿Provocación? ¿Miedo? ¿Asombro? En particular, el joven algo mayor, armado, muestra una actitud exagerada, como de sobresalto. Está adelantado, con una vaga actitud de amenaza. Todos los personajes visten colores vivos, de forma fastuosa y llamativa. Las figuras destacan con fuerza sobre el fondo oscuro, gracias sobre todo a una luz que proviene del lado derecho de la escena. Visten ropas contemporáneas. Los dos personajes situados en la parte opuesta del grupo están descalzos y visten a la antigua. Al gesto perentorio del más joven responde tímidamente la mano del otro, como para reafirmarlo. La aparición de los dos personajes debe de ser inesperada, lo que suspende temporalmente toda acción en un instante cerrado y definido.

El lienzo está dividido en dos partes: los grupos de la izquierda constituyen un bloque horizontal, mientras que los personajes de pie a la derecha forman un rectángulo vertical. Los dos grupos están separados por un vacío que es atravesado por la mano del joven a la derecha, cuya función visual es unir las dos partes de la escena. La colocación de la luz está especialmente estudiada. Si la ventana cerrada, compuesta por una tela engrasada, no parece destinada a iluminar directamente a los personajes (¿difunde una tenue luz ambiental?), un potente haz de luz, proveniente de una fuente situada a la derecha, ilumina frontalmente al grupo sentado y de forma rasante a los dos personajes de pie.

La escena no presenta dificultades para su interpretación iconográfica. El recaudador de impuestos, Leví, junto con algunos compañeros, está contando el dinero del día. Con la mano derecha, Cristo, que entra junto a Pedro, lo llama con un gesto para que lo siga[5]. A la llamada «sígueme», contrariamente a lo que había anotado Contarelli, responde el asombro y la interrogación de Leví. Se establece así un breve diálogo: «¿Tú? ¿Yo? ¡Tú!». El gesto de Cristo es imitado por Pedro. La Iglesia prolonga el gesto de Cristo, haciéndose así mediadora entre Dios y los hombres. Si los personajes están vestidos con ropas contemporáneas, significa que esta historia no es una llamada ocurrida en un tiempo pasado, sino una invitación dirigida a todo hombre, aquí y ahora. De este modo, Caravaggio anula la separación entre actores y espectadores. En este sentido, la Vocación parece ajustarse bien a la sensibilidad del librito de los Ejercicios de san Ignacio de Loyola. De hecho, la contemplación ignaciana, en la que el ejercitante es invitado a representarse dentro de la escena evangélica, se concreta en un lugar familiar y sobrio donde el creyente, junto con los personajes vestidos con ropa contemporánea, puede participar directamente en el evento representado, convirtiéndose así en testigo y partícipe del encuentro entre Cristo y Leví. El carácter realista y humilde de la imagen, que subraya el elemento táctil y material de la representación, muestra que la relación con la fe implica una adhesión plena a toda realidad humana y tangible, más allá de toda transfiguración o búsqueda de belleza teofánica. La iconografía no respeta, por tanto, las anotaciones del comitente. También en relación con los Evangelios, Caravaggio interpreta libremente un diálogo que no está registrado. El pintor no representa el momento en que Mateo se levantaría para seguir a Cristo, sino un instante de indecisión, de duda. ¿Qué síntesis realiza Caravaggio entre forma y sentido, objeto y símbolo, contenido y expresión? Es necesario analizar algunos elementos de la obra, como el espacio y la luz.

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El espacio

El espacio constituye un aspecto fundamental de las artes visuales. No es una forma vacía, un recipiente que simplemente acoge contenidos expresivos, sino un lugar simbólico en estrecha relación con los procesos perceptivos del ser humano, elaborados en un entorno filosófico, teológico, social, en pocas palabras: en una Weltanschauung determinada[6].

Caravaggio realiza una auténtica revolución respecto al espacio orgánico y unitario del Renacimiento, en estrecha relación con los cambios culturales de su época. Las inquietantes novedades del pensamiento cosmológico copernicano, según el cual la Tierra no puede considerarse el centro topográfico del universo, disuelven la concepción figurativa de la perspectiva del siglo XV. Cuando la Tierra y el hombre estaban situados en el centro del cosmos, era necesario poner en relación el mundo terrenal con un Dios que lo observaba desde lo alto. Para el espíritu del Renacimiento, la perspectiva central —según la cual los objetos se construyen a partir de un único punto de vista— permite representar un mundo concebido como objetivo, unitario, medible y racional. Si este espacio se concibe además en su verdad ontológica, gracias a las ciencias matemáticas y geométricas, el punto de observación del hombre no puede sino coincidir con el de Dios[7]. En una perfecta continuidad entre arte y ciencia, la perspectiva central busca representar un mundo en el que el fenómeno coincide con el ser. En un contexto teológico, Suárez dirá, a finales del siglo XVI, que las criaturas igualan a Dios desde el punto de vista de la razón genérica: si ambos son, no pueden sino ser idénticos.

El pensamiento copernicano y el descubrimiento galileano de la indefinición de los sistemas solares conducen al hombre a una irremediable pérdida de centro. La unidad del mundo sublunar de Aristóteles se descompone. La jerarquía de los seres se rompe. Si el cosmos giraba en torno a un centro, existía una jerarquía. Si no hay centro, todo se vuelve uniforme, sin puntos privilegiados. El universo se vuelve infinito y homogéneo en su realidad material y espacial, poblado por una pluralidad de mundos. Los valores en el plano moral y metafísico parecen disolverse en la relatividad de todo. «¿Dónde está Dios?» se convertirá en un problema central de la teología. ¿Dónde colocarlo, si ya no existe un centro? El espacio, al dejar de tener un centro, se vuelve numérico, homogéneo, definido por coordenadas geométrico-matemáticas, cuya serie no tiene fin ni principio. Desencantamiento del mundo. El universo se convierte en un fondo neutro, carente de centro, reducido a una suma de partes similares y de igual valor, como en un sistema de ejes cartesianos. El mundo es extensión geométrica, caracterizado por materia y movimiento.

Si en la Edad Media el hombre estaba situado en el centro gracias a Dios, que lo había colocado allí naturalmente desde la creación, ahora se convierte en centro y medida de todas las cosas. El cogito ergo sum de Descartes se convertirá en el fundamento de toda certeza del yo sobre sí mismo. Sin embargo, si el hombre hace cada vez menos referencia a Dios para justificar la realidad, ¿cómo reconocer una razón de ser, para no perderse en lo indeterminado y en el vacío de la nada? ¿No es acaso este un problema central de la contemporaneidad? En tal contexto, el hombre se encuentra en una condición de libertad inesperada, que lo conduce a una nueva conciencia de sí mismo en relación con Dios y con el mundo. Un nuevo sentimiento de duda, incertidumbre e inestabilidad atraviesa al ser humano, que se percibe como un elemento insignificante del cosmos. Le silence des espaces infinis de Pascal expresará el asombro, pero también la angustia del individuo frente a un universo indefinido e ilimitado. Toma fuerza la idea de un cosmos constituido por un número infinito de mundos semejantes o análogos, dispersos en el océano etéreo del cielo.

¿Espacio de una naturaleza benévola que dispensa sus dones? ¿Lugar habitado por una bondad divina que se inclina hacia el hombre para sostenerlo a lo largo del camino de la vida, como sugieren las espléndidas representaciones de los Carracci? No. Caravaggio no quiere representar un espacio ilimitado en el que las dudas y las angustias sean superadas por el placer de una plenitud de sentido y por la contemplación de la belleza del espectáculo del mundo. Tampoco se trata de transformar el espacio ordenado, unitario y objetivo del siglo XVI en un espacio infinito y en continuo devenir. Si el mundo del Renacimiento tenía un centro con límites definidos y medibles, obtenidos gracias a la perspectiva, Caravaggio representa espacios ciegos y sin profundidad, en los que la luz no crea un centro, sino numerosos centros sin relaciones evidentes entre sí. Espacios sombríos, oscuros, difícilmente definibles ante la casi total ausencia de elementos arquitectónicos. Espacios de sombra, indefinidos e insondables.

Así, en La vocación, la luz no se difunde uniformemente, sino que se concentra de manera desigual sobre los rostros, las manos, las telas. Pérdida del centro, de una unidad afirmada y sostenida durante siglos. La atención del espectador no se focaliza en un personaje preciso, sino que debe recorrer la composición de un punto a otro para trazar el vínculo invisible que une a los distintos personajes. Incluso la división en cuatro zonas del claroscuro, que crea una alternancia de luz y sombra, parece concebida de manera independiente de la lógica de representación de la escena[8]. Así, Cristo, que ocupa un lugar central en el relato evangélico y que debería estar situado en una posición principal dentro de la imagen, se encuentra en una zona de sombra. Solo el perfil y el brazo derecho están parcialmente iluminados por la luz. Un carácter misterioso y enigmático recorre estos lugares insondables. Las escenas parecen dominadas por una falta de claridad espacial. ¿Se trata entonces de interiores o exteriores? El espacio conserva un carácter ambivalente y misterioso.

La dialéctica luz–sombra

Caravaggio no representa un espacio «racional», definido y equilibrado en la articulación del dibujo y la luz. Este espacio resulta difícil. Caravaggio refuerza los colores oscuros, el negro. La escena aparece envuelta en una atmósfera de misterio, en la que los cuerpos emergen del espacio sombrío para asumir un violento relieve plástico. Caravaggio instaura un nuevo régimen de colores y de luz. En lugar del fondo de yeso que se utilizaba para preparar la aplicación de los colores, Caravaggio emplea un fondo oscuro rojo–marrón, sobre el cual aplica las sombras más intensas o las luces más violentas. El claroscuro pasa de un máximo de luminosidad a un máximo de oscuridad, a través de una multiplicidad infinita de transiciones y gradaciones tonales, mediante una progresión infinita de la luz. Todo se distingue por el grado. Todo difiere por el modo. La pintura cambia de estatuto. Las figuras emergen del fondo como si le pertenecieran. Incluso los colores brotan del fondo, como si fueran testigos de la naturaleza oscura de la que surgen. Hay una inseparabilidad entre lo claro y lo oscuro. Es como si la luz y las tinieblas pertenecieran al mismo lugar indistinto del que emana la dialéctica cósmica.

La escena caravaggesca se concentra en la luz, manifestación de la presencia divina. Por otra parte, el simbolismo de la luz remite a un aspecto fundamental de la estética cristiana. Una visión metafísica de la realidad y una preocupación teológica están en el origen de la formulación de la estética medieval, ligada a la búsqueda de la belleza como criterio objetivo para la ascensión del hombre hacia Dios. La luz ocupa un lugar central en la concepción neoplatónica. Si Dios es luz y belleza infinita, el universo se manifiesta como una cascada luminosa que brota de la fuente primigenia, según un maravilloso irradiarse que se materializa en todos los entes de la creación. Dios, el Altísimo, el Inmutable, el Trascendente, concede a toda la creación, según diversos grados de intensidad, una participación de sí mismo[9].

En términos figurativos, esta luz sobrenatural que envuelve e ilumina toda realidad humana toma cuerpo en el cálido color del oro, que se presta perfectamente para crear una atmósfera mística y sobrenatural. El oro se convierte en símbolo de lo incorruptible, de la forma sin forma, de lo absolutamente simple, de la manifestación visible de lo sagrado. De la verdad y de la coherencia auténtica de todas las cosas. El orden de la gracia envuelve al orden de la naturaleza. Natura praeambula est ad gratiam. Se trata del descenso de la eternidad al tiempo, en el que todas las leyes de la historia y de la naturaleza parecen borradas. La teofanía del oro permite así la manifestación de un mundo que reúne en la unidad toda realidad, remitiéndola a Dios mismo.

Ciertamente, gracias a Giotto y sobre todo al Renacimiento italiano, la luz se estudia como fenómeno físico que permite la percepción de la realidad sensorial. Es necesario, por tanto, analizar sus reflejos, sus vibraciones, sus modos de irradiación en la densidad de la atmósfera. Sin embargo, la dimensión simbólica de la luz constituirá siempre un componente fundamental[10], ya sea en relación con el lumen intellectuale, gracias al cual el alma puede ascender hasta el Uno, principio de toda luz, o con el eros platónico (identificado con la caritas cristiana), o con las fuerzas espirituales y mágicas que se liberan del mundo caótico de la naturaleza.

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En los cuadros de Caravaggio, un rayo de luz irrumpe en la escena como si pudiera detener el tiempo por un instante, por una fracción mínima de segundo, casi como si se tratara de un fotograma. Un rayo que parece emitir una luz breve y cegadora, para desaparecer inmediatamente después, como si dejara la escena en la oscuridad en la que estaba sumida. La irrupción repentina e inesperada de la luz crea una atmósfera de suspensión que concentra la atención en la acción. En La vocación, en el diálogo entre Cristo y Mateo. Es el momento de máxima intensidad espiritual. Instante de drama. Parece establecerse un vínculo inseparable entre la luz que desciende desde lo alto y el Cristo que entra en la escena. La irrupción de Cristo en la escena es el acontecimiento de la unidad entre la Luz–Gracia y Jesús de Nazaret. Es la irrupción del Cristo–Luz en la vida de un hombre: «¡Sígueme! ¿Quién, yo? ¿Justo yo?». Él, el publicano, es llamado. La vida de Mateo queda suspendida de una palabra, de una decisión. En el devenir de esta luz, no hay más que el instante arrancado a la oscuridad y al silencio. La luz detiene un momento particular, irrepetible. Momento de máxima intensidad existencial. Es la representación del dilema entre autenticidad y ficción, verdad y artificio. Momento de duda. ¿Es acaso el mismo drama del «ser o no ser» de Hamlet?

Todo desarrollo natural de la historia se interrumpe, se suspende. La pintura de Caravaggio no puede traducirse mediante un razonamiento simple. Su discurso es incompleto, irregular, discontinuo. Solo existe el acontecimiento inesperado del gesto de Cristo. La aparición repentina de la luz. Después de esta llamada, vendrá la obediencia o el rechazo, el sí o el no. Sin embargo, no es posible deducir una respuesta. No se trata de justificar o de comprender, sino de creer. Así se comprende la importancia del fondo negro. Si Caravaggio refuerza el negro, como dice Bellori, que separa y destaca violentamente las figuras del fondo, es para lograr un efecto visual, cuyo fin es subrayar una emergencia y un surgir que nacen de la irrupción de la luz. Si el fondo se vuelve negro, solo el rayo de luz puede iluminar la forma. Pero esa forma es el propio ser humano, que se presenta en la escena de la vida con la verdad de su existencia. La emergencia del relieve sobre el fondo no es, por tanto, función de una relación espacial, sino de un nuevo orden espiritual e interpersonal.

El espacio de la conciencia

El espacio caravaggesco supera la definición de una estructura espacial orgánica y unitaria. No es fácilmente identificable. Las coordenadas cartesianas no podrían justificarlo. Se trata de un espacio real y simbólico al mismo tiempo, en el que los personajes son llamados a confrontarse con el paso de Dios por su historia. Si la luz que desciende desde lo alto crea múltiples centros sin relación aparente, la escena de La vocación se convierte en un lugar de pecadores donde cada uno está llamado a dar una respuesta personal. Un universo interior, y no solo físico, que separa a los condenados de los salvados, a los bienaventurados de los malditos. Un universo en el que se revela la verdad de cada hombre. Así, cuando este rayo irrumpe en la escena, el viejo y el joven siguen contando el dinero. La codicia y la avaricia ciegan al hombre ante la irrupción de la luz. Para los otros, esta luz conduce a una decisión, a una elección entre la vida y la muerte, entre la libertad y la esclavitud. La vocación se convierte en un drama vivido en la vida cotidiana, la representación del juicio entre quienes han aceptado ser protagonistas de su propia historia, levantando el rostro hacia la luz, y quienes, por el contrario, han vivido únicamente la indiferencia de una penumbra.

¿Un hombre irremediablemente perdido en la oscuridad de un universo sin límites? No: la luz permite reconocer un sentido. El hombre extraviado en las tinieblas de un universo indefinido puede encontrar una respuesta gracias a la luz de la gracia, a través del encuentro con un hombre. Cristo entra en la historia de cada uno, en el hoy de su vida. Lo absoluto se manifiesta en la relatividad de un hecho cotidiano. La contingencia se eleva a la universalidad. Caravaggio priva así a la representación de todo carácter triunfalista y sobrenatural, y la devuelve a la cotidianidad de todos los días. El espacio sagrado se traslada al interior de la conciencia del hombre que encuentra a Dios, quien lo llama a seguirlo. Dios se revela llamando, arrancando así al hombre de la oscuridad del sinsentido. Y el seguimiento implica un paso a través de la muerte. Caravaggio sitúa la mano derecha de Cristo perpendicular a la cruz formada por los travesaños cruzados de la ventana. El gesto de la mano se resalta visualmente no solo por el claroscuro, sino también por el diseño de la cruz que simboliza la muerte del Hijo de Dios[11]. Como si ese hombre estuviera llamando a Leví a seguirlo hasta el don de su propia vida.

Un mensaje muy distinto del ideal heroico de la Reforma católica, que había representado los arrebatos y éxtasis de los santos en un contexto melodramático de exaltación sentimental. El heroísmo de Mateo está vinculado a un concepto de santidad que se define en relación con el encuentro con Cristo. El apóstol no se levanta con ímpetu, como sugiere el Contarelli, sino que vive hasta el fondo el punto culminante de su existencia, en toda su dramaticidad, en su entrega y en su riesgo. La posición de Caravaggio es revolucionaria. El arte no es noble por la perfección de sus contenidos, sino por su capacidad de representar al hombre ante la posibilidad de vivir plenamente el drama de su propia conciencia, de responder al Cristo que llama. Ciertamente, Cristo se hace presente a todos los hombres, pero es necesario reconocerlo, para que el instante se transforme en el de la gracia, en la comunicación de Dios al hombre.

Se ha subrayado en varias ocasiones cómo ese rayo de luz parece surgir solo para desaparecer de inmediato. Como un flash que ilumina y luego se retira. Cristo se muestra en una condición de tránsito. Es aquel que pasa. Se trata de un aspecto específico de la obra de Caravaggio. Si el fondo dorado subrayaba la entrada de la eternidad en el mundo para transfigurarlo, para Caravaggio el tiempo se convierte en la gracia concedida al hombre: la revelación de Dios como paso fugaz por el mundo. Se convierte en el instante de un rayo de luz que tiene el poder de retirarse. Es el tránsito entre la plenitud y el vacío, entre la luz y la sombra, entre la irrupción de una palabra y un silencio.

Pero después de ese paso, el vacío y la sombra que simbólicamente volverán a conquistar la escena de la vida humana ya no son simplemente un signo negativo, una oscuridad o un silencio que devuelven todo a lo indeterminado. Cristo pasa por la historia del hombre para transformar su vida, para que pueda convertirse y seguirlo. Para que pueda recibir la luz de la gracia. Así Mateo, Pablo, Magdalena, Pedro… Ser llamados significa ser creados, nacer, pasar de las tinieblas a la luz. Se trata del acontecimiento de la unidad entre vida y muerte, para que la vida pueda triunfar. Desde ese momento, Leví se llamará Mateo: su nueva identidad como creyente.

Caravaggio y la modernidad

Tras la muerte de Caravaggio, esta extraordinaria tensión será a menudo malinterpretada. La luz perderá progresivamente su carácter simbólico para transformarse simplemente en luz física, parte de nuestra experiencia visual y sensorial, que permite ver la naturaleza que nos rodea gracias al órgano del ojo, a la retina. Si el Cristo-luz irrumpe en nuestra vida solo durante un instante, el mundo será cada vez más abandonado a su profanidad, a la representación fenoménica de las cosas reales y existentes, sin ideal ni religión, como diría Courbet. Siglos más tarde, ¿no será acaso el mundo representado por el Impresionismo aquel del estudio de la naturaleza, de la realidad sensible, dejando de lado todo carácter teológico? Lentos pasajes, a través del arte holandés del siglo XVII, los estudios del vedutismo veneciano, el realismo francés… ¿Cómo olvidar las magníficas representaciones de Vermeer, que parecen anticipar algunos logros del Impresionismo, en términos de percepción de la asociación de colores y de la captación de la vibración de la luz? Fragmentos de vida cotidiana, instantes de luz que se concretan en la evidencia de la materia.

Desde un punto de vista teológico, ese rayo de la «presencia» que atraviesa el tiempo y los espacios de la vida humana parece recorrer un camino que lo conducirá a su desaparición. La luz de los impresionistas se transformará en una luz física que ilumina los objetos, descomponiéndose en los diferentes colores. Todo lo que el hombre ve es luz y color. Sea uno u otro, cambian continuamente, minuto a minuto, segundo a segundo, en función de la posición de la fuente luminosa y del punto de vista del artista. Pero si el rayo de luz desaparece, el mundo quedará iluminado únicamente por la luz fenoménica, en su devenir y en su flujo continuo, en la representación de un instante extraído del perpetuum mobile de la vida, de su atmósfera, de la descomposición y de las vibraciones de la luz a partir de la visión dinámica del sujeto. El fondo dorado de la Edad Media representaba el ser en su trascendencia e inmovilidad. La luz física y a la vez simbólica del Renacimiento representaba una realidad en la que el Ser y el fenómeno estaban estrechamente unidos. La obra de Caravaggio marca una ruptura: si el rayo de luz dura solo un instante, la realidad solo podrá ser percibida en su plena autonomía, para convertirse en espacio de la contingencia y de la historia. ¿Se podría hablar de secularización?

Si ese rayo de luz pasa solo por la duración de un instante, el arte representará la vida humana en toda su contingencia y temporalidad. El mundo de la sorpresa y de la duda, del hombre en busca de un sentido.

  1. La bibliografía sobre el artista es infinita. Entre los numerosos textos, nos limitamos a citar a C. Baglioni, Le vite de’ pittori, scultori, architetti e intagliatori dal pontificato di Gregorio XIII dal 1572 fino a’ tempi di Papa Urbano VIII nel 1641, Roma, 1642; G. Bellori, La vita de’ pittori, scultori e architetti moderni, Roma, 1672; W. Friedlaender, Caravaggio Studies, Princeton (New Jersey), University Press, 1955; G. C. Argan, «Il realismo nella poetica del Caravaggio», en Scritti di storia dell’Arte in onore di Lionello Venturi, Roma, De Luca 1956; G. Mancini, Considerazioni sulla Pittura, al cuidado de A. Marucchi – L. Salerno, 2 voll., Roma, Accademia Nazionale dei Lincei, 1956-57; R. Longhi, Caravaggio, Roma, Editori Riuniti, 1968; M. Marini, Caravaggio e il naturalismo internazionale, vol. VI/1, Turín, Einaudi, 1981, 345-445; M. Calvesi, Le realtà del Caravaggio, Turín, Einaudi, 1990. Para una lista de los textos fundamentales sobre Caravaggio remitimos a M. Cinotti, Caravage, París, Biro, 1991; M. Gregori, «Caravaggio, La Tour, Rembrandt, Zurbarán: ombra e luce», en La luce del vero. Caravaggio, La Tour, Rembrandt, Zurbarán, Cinisello Balsamo (MI), Silvana, 2000.

  2. Sería demasiado extenso trazar el recorrido mediante el cual la literatura artística ha transformado a Caravaggio en un pintor violento, extravagante, rebelde que, eliminando todo idealismo y toda búsqueda de belleza, se habría consagrado al culto de la realidad para poner de relieve su carácter trágico. Sobre todo en el siglo XIX, a la estela de los poètes maudits, Caravaggio fue convertido en un pintor «maldito», precozmente genial, siempre tentado por la locura y la violencia, alimentando una imagen románticamente fantasiosa. Su ausencia de prejuicios y su libertad frente a las interpretaciones de los valores religiosos de la época se convirtieron así en expresión de una desacralización, de una violencia crítica hacia las disposiciones tradicionales de la Iglesia sobre la imagen. La violencia polémica de la pintura de Caravaggio debe situarse en el contexto de su entorno artístico, cultural y religioso. Según sus contemporáneos, su pintura se basa en un naturalismo orientado a la imitación directa de la naturaleza, de hechos particulares tomados de la realidad humilde y sencilla del mundo cotidiano. Sin embargo, si por un lado se aprecia su habilidad para imitar la naturaleza y sus colores, por otro se deplora la falta de invención, de decoro, de dibujo y de ciencia pictórica. Según estas biografías, sus representaciones son vulgares y carentes de belleza. Sus composiciones están pintadas directamente sobre la tela, en contra de toda regla pictórica, menospreciando el valor metafísico del dibujo interior, de la idea. El rechazo de toda preocupación por la dignidad de los personajes es el origen de representaciones deplorables y escandalosas que no se conforman más que con los aspectos más feos y vulgares de la naturaleza. Estos rasgos lo convertirán, en el siglo XIX, en un artista que, en contraste con la actitud contemplativa del arte clásico, sabrá despojar la realidad de todo significado trascendente para denunciar su carácter de violencia y sufrimiento. Caravaggio se convertirá en un punto de referencia para el Seiscientos. Su pintura explorará soluciones difíciles y radicales que serán retomadas por sus seguidores, aunque a menudo solo en sus aspectos más exteriores y superficiales. La obra de Caravaggio necesita un enfoque crítico que tenga en cuenta diversos aspectos teológicos y filosóficos, los cuales solo en los últimos años han sido abordados de manera significativa.

  3. La historia de la capilla está llena de vicisitudes. Adquirida en 1565 por Matteo Contarelli (el francés Matthieu Cointrel), la capilla está dedicada al evangelista Mateo. Caravaggio intervino entre 1599 y 1602, gracias al apoyo del cardenal Francesco Maria del Monte, representante italiano de la nación francesa. Para la bibliografía sobre los estudios de la Capilla Contarelli, remitimos a D. Ponnau, Caravage. Une lecture, París, Cerf, 1993, p. 130.

  4. En cuento a los hechos contractuales sobre la decoración de la capilla, cf. M. Marini, Caravaggio, «pictor praestantissimus». L’iter artistico completo di uno dei massimi rivoluzionari di tutti i tempi, Roma, Newton & Compton, 2001, 431-441.

  5. A partir de las similitudes entre el rostro de Mateo y los retratos de Enrique IV, rey de Francia, el cuadro ha sido interpretado como una representación de la conversión del rey francés del movimiento religioso de los hugonotes a la fe católica. Debemos recordar que la iglesia de San Luis es la iglesia nacional de los franceses (incluso los trajes de los personajes representados por Caravaggio son «a la francesa»). ¿Referencia explícita a la actualidad de los acontecimientos centrados en el Edicto de Nantes de 1598, por el cual Enrique IV concede a sus súbditos la libertad de conciencia? Cf. V. Fantuzzi, «La morte per decapitazione nei dipinti del Caravaggio. Una conversazione con Dario Fo», en Civ. Catt. 2004 II 259-272.

  6. Cf. E. Panofsky, La prospettiva come forma simbolica e altri scritti, Milán, Feltrinelli, 1987.

  7. Cf. P. Gisel, La création. Essai sur la liberté et la nécessité, l’histoire et la loi, l’homme, le mal et Dieu, Ginebra, Labor et Fides, 1980.

  8. Cf. G. A. Dell’Acqua – M. Cinotti, Il Caravaggio e le sue grandi opere da San Luigi dei Francesi, Milán, Rizzoli, 1971.

  9. Cf. U. Eco, Il problema estetico in S. Tommaso, Cuneo, Edizioni di Filosofia, 1956; J.-M. Tézé, Théophanie du Christ, París, Desclée, 1988; C. Raymond, Sagesse de l’Art, París, Méridiens Klincksieck, 1987.

  10. Véase, por ejemplo, G. P. Lomazzo, L’Idea del Tempio della Pittura, Milán, 1590.

  11. Cf. M. Calvesi, Le realtà del Caravaggio, Turín, Einaudi, 1990.

Andrea Dall’Asta
Después de estudiar arquitectura en Florencia, ingresó en la Compañía de Jesús en 1988. Se graduó en filosofía en Padua, en teología en París y, también en París, obtuvo un doctorado en filosofía estética después de un año de preparación en la Universidad de Columbia en Nueva York. En 2014 fundó el Museo San Fedele en Milán: Itinerarios de arte y fe. Su atención se centra tanto en la relación entre arte, liturgia y arquitectura como en el análisis de la imagen como herramienta para la formación del mundo artístico juvenil, el diálogo entre arte y fe y la promoción de la justicia.

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