Quienes creen son conscientes de vivir un misterio. No dejan nunca de profundizar en el sentido de su fe, en los motivos que los conducen a creer, en el origen de la incuestionable certeza que llena el alma. Su reflexión no es solo individual; está también estimulada y alentada por la reflexión de la Iglesia, que busca comprender mejor lo que cree y expresarlo más claramente.
En este esfuerzo de reflexión es importante volver a la fuente. En el origen de la fe cristiana se encuentra la fe de María. La tradición judía había desarrollado la fe en el Dios único y verdadero, y el Antiguo Testamento presenta numerosos ejemplos de esta fe. María fue la primera en pasar de la fe judía a la fe en Cristo. Para descubrir mejor la naturaleza de esta fe, es necesario meditar en su primera manifestación en la Virgen de Nazaret.
Hay, de hecho, un aspecto de la personalidad espiritual de María que no siempre ha sido puesto suficientemente en evidencia, a pesar de tener un valor primordial. Este aspecto atrae nuestra atención sobre aquello que hay de común entre ella y nosotros. Otros aspectos de la figura de María la colocan en una altura inaccesible para nosotros: la plenitud de gracia, una santidad perfecta que comenzó desde el primer instante; la concepción virginal y la maternidad divina; la cooperación maternal en toda la obra redentora y el sacrificio de la cruz; el misterio de la asunción y el ejercicio de la maternidad universal en el desarrollo de la vida de la Iglesia. Evidentemente estos privilegios no están destinados a separar a María del pueblo cristiano; al contrario, le fueron otorgados por este pueblo, para que ella pudiera cumplir la misión que le fue confiada en la obra de santificación de la humanidad. Pero dado que esta misión es única y no de exclusiva pertenencia de María, que se distingue así de toda otra criatura, también revela su íntima unión con la condición común de los creyentes y de toda la humanidad cristiana. Por tanto, no hay contradicción entre esta disposición que nos acerca a la madre de Jesús y la grandeza misma de María, que no ha tenido nuestra condición y ha debido seguir un camino a menudo árido u oscuro, buscar y encontrar la luz.
A veces se ha presentado a la madre de Dios como beneficiaria en la tierra de una iluminación que la dispensaba de todo esfuerzo de fe y que anticipaba de algún modo, para ella, la perfecta claridad de la visión beatífica; se pensaba que esta claridad interior debía necesariamente pertenecer a quien vivía tan cerca del Salvador. Pero la plenitud de gracia concedida por Dios a María no la liberaba en absoluto de la condición ordinaria de la vida terrena. El mismo Jesús vivió sobre la tierra en un estado de kenosis, es decir, de despojo interior y de humilde oscuridad; la conciencia humana de su filiación divina se desarrolló en él de modo adecuado al crecimiento de una psicología humana y se manifestó con notable modestia. No menos que su hijo, María no fue sumergida en la gloria antes de llegar al más allá. Según la expresión usada por el Concilio, ella tuvo que avanzar en la «peregrinación de la fe»[1]. Por esta solidaridad, ella puede guiar a todos aquellos que aún no están comprometidos en este peregrinaje: todos están invitados a considerarla como aquella que abrió el camino de la fe en Cristo.
La información de los Evangelios sobre María nos permite comprender de qué modo su fe se afirmó. Los textos son concisos, pero, al analizarlos, podemos penetrar un poco en el ámbito de las íntimas disposiciones de la Virgen de Nazaret.
El primer acto de fe en Cristo
En la Anunciación, se le pidió a María un acto de fe esencial. El ángel le expone el proyecto divino de maternidad, solicitando su consentimiento. En esto hay una novedad, porque en los anuncios anteriores de una maternidad concedida por Dios, el consentimiento de la madre no había sido requerido: era simplemente el anuncio de una buena noticia, que no podía sino suscitar la alegría de una mujer estéril, respondiendo a su deseo de tener un hijo. Pero aquí, a quien recibe el anuncio se le pide que dé una respuesta personal. Dios quiere establecer una alianza definitiva con la humanidad y pide la cooperación humana a esta alianza. María es invitada a expresar la acogida de toda la humanidad a la venida del Salvador y a recibir en sí la alianza destinada a permanecer para siempre[2]. Las palabras «alégrate» y «el Señor está contigo», dejan entender que ella es considerada como la representante del pueblo mesiánico. «Alégrate» era la invitación dirigida anteriormente a la hija de Sión[3]; y la garantía de la asistencia del Señor había sido dada a los representantes del pueblo para la misión que se les había encomendado. El consentimiento al proyecto divino implicaba un acto de fe. María debía creer en la verdad de las palabras del ángel para aceptar su cumplimiento. Antes de formular su consentimiento, ella expone una dificultad: «¿Cómo será esto, porque yo no tengo relaciones con ningún hombre?» (Lc 1,34).
Ya esta pregunta muestra que María no actúa como un autómata que simplemente registra lo que se le dice para realizarlo. Hay que subrayar que María no pone en discusión el cumplimiento del proyecto. Ella dice, literalmente: «¿Cómo será esto?». Cree que esto «será», pero pregunta «cómo». La traducción: «¿Cómo es posible?», que no corresponde al texto, debilita la expresión; María no interroga sobre una posibilidad, sino sobre un hecho que se producirá.
Ella manifiesta así su fe, pero solicita sin embargo una nueva luz. Esta luz le es dada: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1,35). La vía elegida por el proyecto divino responde a su deseo de conservar la virginidad. Pero es una vía completamente nueva, que nunca había sido anunciada en la tradición judía.
Cuando María responde: «Hágase en mí según tu palabra», expresa una completa disponibilidad fundada en la fe en la palabra que viene de Dios. Aceptando la maternidad virginal, ella muestra una fe superior a la fe judía anterior. Aquí se cumple el paso a la fe cristiana y a su novedad.
Es un creer en el Mesías, porque el ángel había descrito al niño como destinado a ocupar «el trono de David, su padre», y a «reinar para siempre sobre la casa de Jacob» (Lc 1,32-33). Insistiendo en la grandeza del niño y en la eternidad de su reino, el anuncio le reconocía los atributos más elevados que el Antiguo Testamento había identificado en los reyes mesiánicos del futuro. Pero la maternidad virginal, que justifica el nuevo título de «Hijo de Dios», sitúa a este Mesías —concebido por el Espíritu Santo— por encima de todo lo que se esperaba en la esperanza judía. María cree en este Mesías superior, sin ninguna duda ni vacilación.
Las circunstancias de la Anunciación ponen de relieve una característica esencial de la fe. Es una fe en la palabra.
Según el relato de Lucas, María no tuvo una visión, a diferencia de Zacarías; ella escuchó únicamente una voz, y la turbación que se produjo en ella en ese momento se debió al saludo que le fue dirigido. La llamada a una fe más desnuda, más libre de todo apoyo sensible, se manifiesta también con el hecho de que el marco de la intervención celeste no se cita con precisión, señal de que no comportaba nada especial, mientras que Zacarías recibe el mensaje en Jerusalén, en el santuario, durante un ejercicio único de función sacerdotal. Para María todo se concentra en la palabra que viene de lo alto, sin ninguna otra garantía. A esta palabra ella se adhiere sin reservas.
Al mismo tiempo, su fe, acogida de la palabra, es un apego a la persona de Cristo. Será una propiedad de la fe cristiana el ser adhesión tanto a una palabra, como a una persona. En tanto vínculo con la persona de Cristo, la fe comporta un aspecto de amor y de donación de sí. Las palabras: «Hágase en mí…», formuladas no solo como una aceptación sino que como un anhelo[4], quieren expresar un compromiso de todas las fuerzas personales y un compromiso que se asume gustosamente. María comienza a darse enteramente a su hijo.
Antes de ver a Jesús, María ha creído en él. Su fe era requerida en primer lugar para la venida del Salvador a este mundo. El plan divino no había previsto solo el envío de este Salvador, sino una acogida anterior al envío mismo. Esta acogida consistía en un acto de fe realizado en nombre de la humanidad. En virtud de la voluntad divina, el cumplimiento del misterio de la Encarnación ha estado condicionado por la fe de María, suspendido a su consentimiento. Este condicionamiento muestra la realidad de la alianza y la importancia primordial atribuida a la fe en los designios divinos. La Anunciación suscitó el primer acto de fe cristiana, de una fe que contribuyó a la venida de Cristo en medio de los hombres.
La primera bienaventuranza
La exclamación de Isabel, en el momento de la visitación, ilumina el valor de esta fe: «Bienaventurada tú, que has creído, porque ahora se cumplirá todo lo que te fue anunciado de parte del Señor» (Lc 1,45). En el episodio, la proclamación de esta bienaventuranza viene de aquella que ha sufrido por la incredulidad de Zacarías y ha constatado sus penosas consecuencias. El saludo dirigido por María a su pariente, que contrasta con el silencio de Zacarías, da testimonio de que ella no ha cedido a la tentación de la incredulidad y que posee la felicidad de la fe. Más allá de estas circunstancias, es la felicidad de toda fe la que es proclamada en la de María. Isabel habla bajo la influencia del Espíritu Santo, del cual está llena, y enuncia la primera bienaventuranza del Evangelio. Hay una felicidad en creer: no simplemente la alegría espontánea que acompaña el impulso de la fe, sino la alegría más profunda que viene de Dios. En la nueva alianza, María fue la primera en conocer esta felicidad.
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Cuando Jesús proclame más tarde las bienaventuranzas, presentará una serie de situaciones o disposiciones personales a las cuales se les promete la felicidad desde lo alto: de estas situaciones o disposiciones Él es el primer modelo, porque se debe reconocer en Él, por excelencia, al pobre, al manso, al afligido, a quien tiene hambre y sed de justicia, al misericordioso, al corazón puro, al artífice de paz, al perseguido. Pero Él no es, claramente, el modelo de la fe, porque la conciencia de su filiación divina lo sitúa en un nivel superior a la fe[5]. La bienaventuranza de la fe tiene a María como primer modelo; puesto que su fe en Cristo precedió a la venida misma de Cristo, merecía estar en el primer lugar de las bienaventuranzas.
Se puede observar que la proclamación de esta primera bienaventuranza concuerda con lo que Jesús dirá durante su vida pública. El Maestro reaccionará al elogio dirigido a su madre, situando su felicidad en otra perspectiva: «¡Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la observan!» (Lc 11,28). Sin citar expresamente la fe, Jesús alude a ella afirmando la bienaventuranza de aquellos que escuchan la palabra.
Él indica así el motivo fundamental de la bienaventuranza de su madre. No es el simple hecho de la maternidad lo que constituye la felicidad de María, sino su actitud de fe en la palabra, que determinó su acceso a la maternidad y que puede ser compartido por todos. Mientras que la cualidad de madre de Jesús es única, la de creyente es común a otros, y la felicidad de escuchar la palabra es accesible a la mujer del pueblo que, admirando a Jesús, se lamentaba de no ser la madre de un hombre tan extraordinario.
En la búsqueda de la felicidad, que caracteriza la existencia humana, conviene dar todo su valor a la primera bienaventuranza. La primera felicidad no debe buscarse en otra parte, sino en la fe. Esta afirmación es sorprendente, como la de las otras bienaventuranzas, y solo puede ser acogida por aquellos que se abren a las realidades superiores a la vida terrenal. Quienes se encierran en el horizonte inmediato de las realidades visibles, no pueden considerar la fe sino como una actitud secundaria y marginal, cuando no superflua, y creer que no tiene efecto sobre la felicidad. La bienaventuranza que se verificó en María permanece como una luz que tiende a disipar la carrera ilusoria tras felicidades exclusivamente terrenas. Creer en Cristo es y sigue siendo la primera palabra de felicidad para la humanidad.
Al enunciar esta bienaventuranza, Isabel indica su motivo. «Bienaventurada tú, que has creído en el cumplimiento de las palabras del Señor» es una traducción gramaticalmente posible del texto griego, pero que no corresponde a su verdadero sentido. El texto permite dos interpretaciones: «La que ha creído que se cumplirá…», o «La que ha creído porque se cumplirá…»[6]. La primera interpretación reduciría la afirmación a una banalidad; creer, en este contexto, significa creer en el cumplimiento de la palabra. La segunda interpretación se impone, porque el motivo de la bienaventuranza pide ser indicado, como en las bienaventuranzas pronunciadas por Jesús: así, por ejemplo, los misericordiosos son bienaventurados porque obtendrán misericordia. La que ha creído es bienaventurada porque «se cumplirá lo que le ha sido anunciado de parte del Señor».
Este motivo es de gran importancia; corresponde a una verdad que encontrará su ilustración en muchos episodios evangélicos: la fe contribuye al cumplimiento de las maravillas divinas. A menudo, de hecho, Jesús reclamará la fe para los milagros que desea obrar.
No dudará en atribuir a la fe la salvación concedida bajo el signo de la curación milagrosa: «Tu fe te ha salvado», le dice al ciego Bartimeo, a la hemorroísa y a otros[7]. No menos significativa es la proporción que Él enuncia entre la medida de la fe y la del acontecimiento deseado. Al centurión le responde: «Que te suceda como has creído» (Mt 8,13); aquel que había pedido el milagro a distancia lo obtiene. Al padre del epiléptico, que testimoniaba una fe demasiado débil, vacilante, le da coraje con una afirmación maravillosa: «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,24).
La eficacia de la fe muestra la exigencia de la cooperación humana a los designios de Dios. La omnipotencia divina podría realizar sus proyectos sin recurrir a esta cooperación, pero no es el camino que ha decidido seguir. Ella opera donde encuentra la acogida y la colaboración de la fe, de modo que la fe ejerce una real influencia sobre el curso de los acontecimientos.
Lo mismo ocurre con el proyecto de la entrada del Hijo de Dios en la humanidad. El ángel expuso este proyecto a María para que ella pudiera, con su fe, contribuir a su cumplimiento. La fe está en el origen de su maternidad, como han declarado los Padres de la Iglesia y en particular san Agustín: María concibió mediante la fe[8]. La concepción fue obra del Espíritu Santo, pero una obra a la cual contribuyó la fe de María.
Como lo pronuncia Isabel, la bienaventuranza de la fe está ligada al cumplimiento futuro del mensaje de la Anunciación. María no solo contribuyó con su fe a la concepción del niño, sino también a la realización de todo lo que fue dicho por el ángel respecto al destino de Jesús, porque su adhesión concierne la totalidad del mensaje. Creyendo en esas palabras, ella cooperó en todo el desarrollo de la misión del Salvador.
El crecimiento de la fe
La fe que se formó en María en el momento de la Anunciación tuvo que desarrollarse, porque no le había sido dada toda la luz de la fe cristiana. Un primer desarrollo notable se produjo en el momento de la presentación del niño en el templo. El ángel no le había hablado a María del gran sacrificio que un día comportaría su maternidad; será Simeón quien le revele el itinerario doloroso que caracterizaría la misión salvadora de Jesús. Le predijo la espada que traspasaría su corazón.
El relato evangélico se limita a decirnos que, después, María cumplió todo lo que era conforme a la ley del Señor (Lc 2,39), es decir, que ella ofreció a su hijo. Se sobreentiende que ella aceptó todo lo que le había sido dicho proféticamente sobre el sentido de esta ofrenda. A diferencia de Pedro, que más tarde se rebelaría ante el primer anuncio de la pasión del Maestro, María acogió con fe las palabras de revelación que le habían sido destinadas. Desde entonces, su fe en el Mesías se ha convertido en una fe en Aquel que debía cumplir su papel mesiánico al precio de un inmenso sufrimiento.
A la edad de doce años, Jesús mismo confirma esta orientación cuando, alejándose de María y de José para permanecer en el templo, transforma el final de su peregrinaje a Jerusalén en un drama angustiante. Actúa de este modo porque los quiere asociar al misterio de su sufrimiento redentor. Más precisamente, hace vivir por adelantado a María el intervalo tan doloroso de los tres días que separarán la muerte de la resurrección. El episodio prefigura, en efecto, el misterio pascual[9]. Esto hace comprender mejor a María lo que había ofrecido durante la presentación en el templo. Es en referencia a este gesto que Jesús pronuncia las palabras: «¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo estar en la casa de mi Padre?» (Lc 2,49).
Estas palabras, que contenían el secreto de la conducta sorprendente de un niño habitualmente sumiso a sus padres, no fueron comprendidas. Pero ellas contribuyeron a hacer progresar notablemente la fe de María. ¿Por qué no fueron comprendidas? El relato evangélico da una indicación suficiente. María había dicho a su hijo: «Tu padre y yo te hemos buscado con angustia», y Jesús responde: «En la casa de mi Padre», hablando de otro padre y no de José. En arameo el equívoco debía ser más fuerte aún: «Abba (papá) y yo» y «En la casa de Abba (de papá)». No se trataba del mismo padre, del mismo abba.
Al declarar que Él debe estar en la casa de Aquel a quien llama Abba (papá), Jesús quiere mostrar a María que su verdadero padre es el Padre celestial y que respecto a Él se encuentra en la posición de un hijo hacia su padre, es decir, que Él es en sentido propio el Hijo de Dios. Ofrece esta revelación a su madre como un misterio. Aunque no comprendía, María conservaba las palabras y las meditaba en su corazón (Lc 2,51; cf. 2,19)[10]. Ella buscó, por tanto, captar su alcance, confrontándolas con la conducta de su hijo. Su fe hizo un esfuerzo para entrar más profundamente en el misterio de Jesús. Ciertamente, ella buscó descubrir en el rostro de su hijo el reflejo de los rasgos del rostro divino de Aquel a quien Él llamaba su Padre. A falta de informaciones sobre este desarrollo de la fe durante muchos años, constatamos que el fruto de la meditación prolongada de las palabras de Jesús se manifiesta al inicio de la vida pública. El episodio de Caná hace aparecer, en su vigor, la fe de María, y es una fe en la divinidad omnipotente de Jesús.
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La fe de María y el primer milagro
Cuando la fiesta nupcial está amenazada con un final miserable por la falta de vino, María no duda en recurrir a su hijo. Al decirle: «No tienen vino» (Jn 2,3), ella pone en sus manos esta situación embarazosa. María da prueba de una fe audaz, porque hasta este momento Jesús no había obrado ningún milagro. Durante los treinta años en Nazaret, Él nunca había realizado el mínimo prodigio, y desde el inicio de su ministerio público ninguna acción extraordinaria había acompañado su predicación. Sin haber visto milagros, María creía en el poder milagroso de Jesús. En ella se verifica lo que dirá más tarde Jesús resucitado a Tomás: «Bienaventurados los que creen sin haber visto» (Jn 20,29). Así como su fe había precedido la venida de Cristo al mundo, ella precede al primer milagro.
Al pedir un milagro, María no espera sólo obtener la continuación de la fiesta y evitar la humillación de los esposos, sino acelerar la revelación del poder salvífico de Jesús. Desde hacía mucho tiempo ella esperaba la hora de esta revelación y aprovecha la ocasión que se le ofrece. Sin embargo, recibe una respuesta poco alentadora. Se podía esperar, por parte de Aquel que podía proporcionar vino a voluntad, una pronta acogida de la petición de su madre; sin embargo, se asiste a una resistencia que aún hoy sorprende a los lectores del Evangelio: «Mujer, ¿qué tiene que ver esto con nosotros? Todavía no ha llegado mi hora». Al llamar a María «mujer» y no «madre», Jesús le recuerda la distancia que se ha establecido entre ellos, desde el momento en que Él ha iniciado su obra de predicación. Le hace comprender que su cualidad de madre no es suficiente para obtener el favor pedido: en el cumplimiento de su misión, Él se comporta no según los deseos de los miembros de su familia, sino conforme al plan del Padre. Y, según este plan, su hora aún no ha llegado.
¿Cuál es esta hora? Desde que san Agustín la interpretó como la hora de la Pasión, muchos exegetas han adoptado este sentido. Otros la entienden más bien como la hora de la glorificación, del retorno al Padre. La razón es que en otros textos joánicos, la hora se refiere tanto a la Pasión como a la glorificación. Pero, en realidad, el sentido de la afirmación «viene la hora» o de la expresión «mi hora» está determinada siempre por el contexto, y debe ser así en el relato de Caná. Esto es lo que han comprendido los exegetas que, sin negar una referencia a toda la obra de la revelación, consideran la hora como la del milagro[11]. De hecho, Jesús responde a su madre y quiere significar que la hora del primer milagro no ha llegado todavía. Más exactamente, Él responde al profundo deseo de María, que pedía la revelación de su poder salvífico: es la hora de la revelación la que no está prevista en estas circunstancias por el plan del Padre. La hora de la primera manifestación dará inicio al desarrollo de una revelación que culminará en la resurrección.
Se comprende, por lo demás, por qué esta hora no había llegado en Caná. Dar vino en una fiesta nupcial no parecía un milagro de gran importancia, y no puede sorprender que no fuera escogido, en el plan divino, como primera revelación del Salvador. La petición de vino perturbaba este plan. Aunque captaba el alcance de la objeción, María no abandona su petición. Puesta a prueba, su fe persevera. Ella se dirige a los sirvientes para recomendarles que obedezcan la orden que recibirán, incluso si no comprenden su sentido: «Hagan lo que Él les diga»[12]. María da a entender que espera una orden extraña y que los sirvientes estarán tentados de no ejecutarla; ella cuenta, por tanto, con el milagro.
Su fe será satisfecha. De modo sorprendente, la hora que no había llegado, llega. En Caná se aplican las palabras evangélicas ya citadas: «Que te suceda como has creído»; «Todo es posible para el que cree». Particularmente notable es el hecho de que la fe de María ha obtenido la anticipación de la hora de la revelación del Salvador: Jesús mismo, afirmando que su hora no había llegado y luego obrando el milagro, ha hecho comprender que la fe puede obtener la modificación del programa establecido por el Padre.
Algunos comentaristas del relato han estado tentados de retroceder ante la audacia de esta conclusión, pero el Vaticano II no dudó en decir que María obtuvo, con su intercesión, el inicio de los milagros[13]. Esta eficacia de su intervención, con la posibilidad de obtener una modificación de los designios divinos en un caso particular, está confirmada por el episodio de la cananea. Esta mujer había venido de lejos para pedir la curación de su hija. En dos ocasiones, en un diálogo con los discípulos y luego en una respuesta a la mujer misma, Jesús opone el plan del Padre, que limita su misión a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Pero frente a la insistencia de la fe, Él cede y obra el milagro, derogando el plan preestablecido: «Mujer, ¡verdaderamente grande es tu fe! Que te suceda como deseas» (Mt 15,28).
Se puede añadir que ya el Antiguo Testamento había proporcionado el ejemplo de oraciones que obtenían un cambio en las intenciones divinas. La intercesión de Abraham en favor de Sodoma muestra cómo Dios acepta renunciar a su proyecto de castigo a causa de la presencia de un cierto número de justos (Gn 18,16-32). Asimismo, después de haber recibido del profeta Isaías el anuncio de que moriría, el rey Ezequías se puso en oración y Yahvé le concedió aún quince años de vida (2 Re 20,1-11). La eficacia de la oración implica que el hombre puede ejercer una cierta influencia sobre las decisiones divinas. Esta influencia es deseada y querida por el Padre en su amor por los hombres.
Lo que importa notar es que la fe de María obtiene un milagro que su sola cualidad de madre no habría podido reclamar. Este milagro es «el primero de los signos», manifestación de gloria que hace brotar la fe de los discípulos, dice san Juan (2,11). Con su iniciativa, María ha aportado, por tanto, una contribución decisiva a la revelación del Salvador. Jesús ha integrado plenamente este milagro en su misión, haciéndolo símbolo de la abundancia de la vida de gracia, de las bodas de Dios con la humanidad, de la Eucaristía[14]. Con ello, Él ha respondido completamente a la fe de María con su poder salvífico.
La prueba suprema de la fe
La presencia de María en el drama del Calvario está llena de significado. No es sólo la presencia de una madre junto a su hijo en el momento de la prueba, sino un testimonio de fe y de esperanza en Aquel que parece haberlo perdido todo. De hecho, si María se encuentra tan cerca de la cruz de Jesús, es porque ha querido estar allí. A diferencia de los discípulos que huyeron en el momento del arresto de Jesús, María se acercó a su hijo para ofrecerle enteramente la fidelidad de su fe y de su amor.
Jesús había anunciado a sus discípulos la crisis de fe que la Pasión provocaría en ellos: «¡Simón! ¡Simón! Mira que Satanás ha pedido permiso para sacudirlos así como se hace con el trigo cuando se lo separa de la paja. Pero yo he rogado por ti para que no pierdas tu fe y tú, una vez convertido, fortalece a tus hermanos» (Lc 22,31-32). Estas palabras nos hacen comprender que todos los que estaban unidos al Maestro vivieron la prueba de la cruz como prueba de fe. La condena del Maestro, su suplicio y su muerte planteaban un problema a todos aquellos que creían en Él. Y, como lo subraya Jesús, la influencia de Satanás se ejerce particularmente en este momento; la tentación de abandonar la fe estaba muy viva.
María no escapó a esta tentación, pero, con la fe audaz que había manifestado en la Anunciación y en Caná, reaccionó con vigor ante cualquier eventualidad de flaqueza. En ella, la fe no había cesado de desarrollarse ya desde hacía treinta años; ella pertenecía a su vida más profunda y animaba toda su conducta. María no habría podido vivir sin creer en su hijo. Además, mucho mejor que los discípulos, ella había sido preparada para el sacrificio. Las palabras pronunciadas por Simeón se habían grabado en su espíritu y habían orientado su vida materna hacia un evento mesiánico que se cumpliría a través de la contradicción y que comportaría una prueba muy dolorosa. María sabía que un día su alma sería traspasada por una espada. No sólo ella lo preveía, creyendo en la profecía que le había sido dirigida, sino que lo había aceptado y se había acostumbrado a vivir en esta perspectiva.
Lo que contribuyó a turbar a los apóstoles fue el hecho de que ellos creían en Jesús como en un Mesías que debía ser esencialmente glorioso. A pesar de las predicciones hechas a ellos sobre su Pasión y su muerte, conservaban en sí la imagen de un Mesías triunfante, proveniente de la tradición popular judía. Así, su fe sufrió una fuerte sacudida. María, al contrario, se había dejado penetrar por el anuncio del itinerario doloroso del Mesías: ella creía en un Mesías destinado al sufrimiento y así su fe pudo resistir más fácilmente y consolidarse en la hora de la prueba.
Esta fe en un Mesías sufriente había permitido también a María captar mejor el sentido de los acontecimientos que marcaban el ministerio público de Jesús. Siendo consciente de que su hijo debía estar en la casa del Padre, María discernía más claramente lo que hacía prever una partida hacia el Padre, un retorno a Él. Al constatar la hostilidad creciente hacia Jesús, con los intentos de darle muerte, ella veía acercarse el momento del sacrificio. María no consideraba simplemente esta oposición como un lamentable incidente, una dificultad momentánea que podía ser superada. Conocía la peligrosidad de ciertos adversarios, que se manifestó ante sus ojos en Nazaret, cuando persiguieron a Jesús, buscando arrojarlo por un precipicio. En estos desagradables acontecimientos, ella reconocía el designio misterioso que la conducía infaliblemente a la espada que le había sido predicha.
Animada por esta fe, María entró en el drama de la Pasión con la voluntad de compartir integralmente el destino doloroso de Jesús. Golpeada en su corazón materno por la prueba, ella sufría más profundamente que los discípulos. Pero se unía más al Salvador, segura de que mediante su sacrificio, Él cumplía su misión. Cuando san Juan dice que María «estaba junto a la cruz de Jesús» (19,25), da a entender que la actitud de María era, exteriormente, la de firmeza y valor. Ella no se dejaba abatir por el dolor. Podemos imaginar que lo que la sostenía era una fe colmada de esperanza.
Las palabras que le dirige el Crucificado responden a esta fe y a esta esperanza: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Al pedirle que asuma una nueva maternidad, signo de una misión maternal en la vida de la Iglesia, Jesús muestra a María que tiene razón en creer en Él como Salvador, y al mismo tiempo se afirma dueño del futuro, más allá de su muerte. Es sólo en un contexto de fe que estas palabras adquieren su sentido. Es importante notar que la primera preocupación de Jesús no es encomendar a su madre al discípulo predilecto, sino más bien encomendar el discípulo a su madre. María recibe una nueva responsabilidad, un nuevo encargo. En la solicitud maternal que es llamada a ejercer cerca del discípulo, la misión de desarrollar y sostener la fe no podría estar ausente. Si se recuerda que, según la indicación dada antes por Jesús, la fe de los discípulos estaba en peligro en esta hora dramática, se debe pensar que la intención del Redentor era la de proveer a esta fe la ayuda de aquella que fue la primera en creer y que nunca atenuó su fe. Por esta fidelidad, María es particularmente apta para alentar a aquellos que atraviesan pruebas y se sienten sacudidos o turbados en su adhesión a Cristo[15].
Llamando a su madre «mujer», Jesús la considera como la mujer que coopera con la obra redentora; como en Caná, donde también la había llamado «mujer», la primera cooperación femenina es la de la fe, una fe orientada hacia la manifestación de las maravillas de Dios en este mundo. En el Calvario, la fe de María está animada por la esperanza de la resurrección que Jesús había anunciado repetidamente para el tercer día después de su muerte.
El desarrollo de la fe de María no se detuvo en el Calvario. El acontecimiento de la resurrección dio a esta fe una fuerza nueva y le abrió un nuevo horizonte. La presencia de la madre de Jesús en la asamblea reunida después de la Ascensión para esperar la efusión del Espíritu Santo (Hch 1,14), marca la última etapa de una fe orientada ahora hacia la formación y el crecimiento de la Iglesia. Si, como dice el Concilio, María es «madre en el orden de la gracia», ella es más particularmente madre en el campo de la fe. Ella ha sido llamada a creer primero, para poder transmitir e irradiar su fe en la comunidad cristiana.
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Lumen gentium, n. 58: In peregrination fidei processit. ↑
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Al respecto, podemos recordar la afirmación de Santo Tomás: «Con la Anunciación se esperaba el consentimiento de la Virgen en lugar y en representación de la naturaleza humana» (S. Theol. III, q. 30, a. 1). ↑
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Sof 3,14-17; Zc 9,9; Jl 2,21-27. ↑
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El optativo griego genoito conlleva este matiz de deseo. ↑
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Cf. J. Galot, Gesù ha avuto la fede?, en Civ. Catt. 1982 III 460-472. ↑
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La conjunción griega hoti se puede traducir como «que» o «porque». Sobre los motivos para adoptar «porque», cf. J. Galot, La fede di Maria e la nostra, Cittadella. Asís 1973, 4-46; ID., La force de la foi en Marie et en nous, Louvain 1984. ↑
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Mc 10,52; 5,34; Mt 9,22; Lc 7,50; 8,48; 17,19; 18,42; cf. Mt 9,29; 15,28. ↑
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Por ejemplo, san Agustín, Sermón 13 en Nat. Dom., PL 38, 1019; Enarr. en Ps. 67, PL 36, 826; Sermón 293, PL 38, 1327. ↑
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Cf. R. Laurentin, Jésus au temple. Mystère de Pâques et foi de Marie, Gabalda, París 1966; J. Galot, Le mystère de Jésus retrouvé au temple, en Diaconia Pisteos, Granata 1969, 241-256. ↑
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A. Serra (Sapienza e contemplazione di Maria secondo Luca 2,19, 51 b, Marianum, Roma 1982) da a sumballein el sentido de interpretar. Sin embargo, los ejemplos que cita de este verbo confirman el sentido de meditar. ↑
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Cf. G. Ferraro, L’«ora» di Cristo nel quarto Vangelo, Herder, Roma 1974, 112-116; J. Galot, Marie dans l’Evangile, DDB, París-Brujas 1965, 127-135; ID., Maria, la donna nell’opera di salvezza, PUG, Roma 1984, 63-65. ↑
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Jn 2,5. La partículo griega an añade un matiz de indeterminación. ↑
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Lumen gentium, n. 58: Initium signorum Iesu Messiae intercessione sua induxit. ↑
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La riqueza de sentido del Milagro es muy grande. A. Serra (Maria a Cana e presso la croce, Centro di Cultura Mariana «Mater Ecclesiae», Roma 1978, 47-53) presenta el vino come símbolo de la palabra y de la rivelación escatológica de Cristo; otros comentaristas ven otros significados simbólicos. Cf. también I. de la Potterie, La Madre di Gesù e il mistero di mistero di Carla, en Civ. Catt. 1979 IV 425-440. ↑
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M. Gourgues interpreta las palabras de Jesús en el sentido de que María, la primera en creer, «es la madre de los creyentes representados por el discípulo predilecto» (Marie la «femme» et la «mère» de Jean, en Nouvelle Revue Théologique 108 [1986] 191). Conviene, sin embargo, añadir que la maternidad de María, enunciada de manera general, no se limita a este aspecto. ↑
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