SOCIOLOGÍA

La dimensión espiritual del trabajo

© Pexels/Quang Nguyen Vinh

En un reciente artículo, abordamos la antropología del trabajo contemporáneo[1]. Ahora, retomaremos las consideraciones de un grupo de reflexión sobre la dimensión humana del trabajo, que examinó el modo en que este se inserta en el contexto económico, ecológico y social: si es cierto que el trabajo tiene por objeto cuidar de la naturaleza y de la sociedad, también lo es que este cuidado debe aplicarse igualmente al trabajador[2]. El trabajo es a veces restrictivo, como mencionaba el artículo anterior, evocando, junto a sus excesos, el papel positivo de la compliance («conformidad» con las leyes, decretos, normas, procedimientos, protocolos y títulos). En efecto, no se necesita ser Sócrates para comprender que someterse a las normas no es un acto sin sentido. A condición, claro está, de que no sea un efecto automático, porque la «conformidad» debe nutrirse de un ingrediente esencial: la esperanza de una gestión más justa de las actividades y de las relaciones entre las partes interesadas. Esto es lo que da sentido al trabajo, tanto para los directivos como para los empleados, y es también la condición previa para la manifestación de la espiritualidad del trabajo. El trabajo que no tiene sentido, que es mera identificación con un procedimiento o es sumisión mecánica a la norma, no puede en modo alguno ser humanizador para el trabajador. Lo mecánico es inhumano.

Invocando las tres dimensiones mencionadas en el artículo anterior – la económica, la ecológica y la social –, en este texto consideraremos el trabajo como una realidad espiritual – en contra, de hecho, de la opinión general. ¿Qué significa «realidad espiritual»? La pregunta es insidiosa. Nuestra cultura individualista hace que la espiritualidad oscile entre las bromas ingeniosas y la experiencia religiosa personal, entre la conciencia íntima y las sustancias alcohólicas que arrastran la imaginación a universos psicodélicos, hasta el éxtasis individual pseudomístico, alcohólico o incluso erótico. En otras palabras, la espiritualidad es, a ojos de nuestros contemporáneos, una mezcla de significados, sentimientos y sensaciones.

El trabajo en busca de sentido

La espiritualidad, como búsqueda de trascendencia, nace de hecho del encuentro, a veces violento, con los demás. Pensamos mientras chocamos, observaba Paul Valéry. Oramos desde el momento en que la presencia de otro al que podemos dirigirnos, y que no es una mera prolongación de nosotros mismos, se impone en nuestra conciencia. Toda espiritualidad revela una distancia, una tensión o un deseo de llenar un vacío, que es una aspiración – nunca plenamente realizada – de reconocimiento. Por supuesto, siempre acecha la tentación de conformarse con una tensión que, en lugar de confrontarse con el misterio irreductible del otro, lo hace con las normas, a través de una obra «bien hecha», es decir, conforme a la idea que nos hemos hecho de ellas.

El espíritu de un texto, el espíritu de una familia, el espíritu de un equipo, etc., al igual que una flecha que apunta en una dirección, da una primera idea del movimiento dialéctico de cualquier espiritualidad. El espíritu distingue los elementos para unirlos en un cuerpo único. La espiritualidad se vive siempre como tensión entre el «ya es» (los elementos dispersos) y el «todavía no» (el corpus unificado). La tensión es, a la vez, distancia y exigencia de encuentro. Así podríamos pensar la lectura, la creación artística, la investigación científica, la meditación, la contemplación, el deseo de comunión con la naturaleza y, por supuesto, la oración, incluida, como señala Nicolas Malebranche, esa forma natural de oración que es la atención.

El psicoanalista Viktor E. Frankl nos enseñó que el sentido es la principal razón humana para vivir, morir, luchar y trabajar. En resumen, el sentido es salud, no como el «estado (¡sic!) de total bienestar físico, mental y social» que define la Organización Mundial de la Salud (OMS), sino como lo entendía el filósofo Georges Canguilhem, es decir, como la capacidad de reaccionar y recuperarse de daños ambientales imprevistos.

El sentido potencia la vida «humana», porque es una relación, siempre en devenir, nunca acabada; una relación dialéctica entre el presente y el futuro, entre lo cercano y lo lejano, entre el individuo y la sociedad, entre yo mismo y el mundo, entre el hablante y su Dios. Como señala la carta a los Hebreos, la fe – arquetipo de la espiritualidad cristiana – es la prenda (ya presente, fruto de una tradición recibida de generaciones pasadas) de lo que esperamos (que no es una mera perspectiva, porque lo que esperamos viene de otro, de una alteridad – como dicen los filósofos – que no dominamos).

¿Permite el trabajo salvaguardar el sentido de la vida del trabajador? Sí, siempre que en el propio proceso de trabajo se establezca una relación humana, con todo lo que ello conlleva en términos de sentimientos, sensaciones y riesgos (no sólo de accidentes, sino también de no ser reconocido) en el contexto de relaciones que siempre permanecen inciertas. De hecho, el trabajo se vive en relación con el mundo, es una forma de vida, una condición que es, a la vez, una actitud y una «posición» situada en la historia, en la geografía y en las relaciones de poder que atraviesan a toda sociedad.

Signos de la dimensión espiritual en el trabajo

El trabajo puede ser una forma falaz de reducir la tensión entre el «ya es» y el «todavía no», sobre todo cuando se confunde con el cumplimiento de procedimientos o con la identificación del trabajador con el objetivo que debe alcanzar, según normas a las que se somete sin tener voz ni voto. Del mismo modo, en el ámbito financiero, la espiritualidad se neutraliza cuando las transacciones automatizadas suplantan las relaciones entre ahorradores, inversores y consumidores. Más sutilmente, la ilusión de espiritualidad se produce cuando la tensión entre el «ya es» y el «todavía no» se salva con palabras de tradición o habitus que prevalecen en el lugar de trabajo. Para hacer presente lo que aún no está, congelamos el sentido, que aún debe realizarse, en un significado (¡palabras, siempre palabras!).

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La tensión del sentido también puede verse reducida por manifestaciones psicosomáticas, de las que el burnout es el arquetipo. En resumen, no sólo nos pagamos con palabras, sino también con disfunciones psicosomáticas, o con la satisfacción del «trabajo cumplido» según las normas impuestas al trabajador.

En cambio, en el trabajo, si nos apartamos de estas falsas espiritualidades, la tensión entre el «ya es» y el «todavía no» es honrada por relaciones sociales apropiadas. Uno se mueve, cuestiona, va a ver, escucha, está atento a lo inesperado (como en la contemplación). La tensión nunca desaparece; se convierte en un motor que modifica tanto el entorno como a uno mismo, en una dialéctica de adaptación: mediante el trabajo, uno «asimila» el entorno modificándolo y uno se «acomoda» a él modificándose a su vez. De ahí la primacía de la sensación en la espiritualidad del trabajo.

Los tres modos espurios de la espiritualidad del trabajo – las palabras, las manifestaciones psicosomáticas y el estricto cumplimiento de las relaciones laborales – no surgen por casualidad. A veces, el «todavía no» es algo no realizado, pero tenido por seguro (por experiencia personal repetida, confianza en una «autoridad» respetada, superstición heredada de la educación o compartida por el entorno).

En cambio, la espiritualidad del trabajo se manifiesta cuando el «todavía no» sigue siendo aleatorio, o incierto, y depende de experimentos que hay que imaginar, diseñar y realizar con el rigor del trabajo científico. Cuando la experiencia intuida es personal y singular, intransferible, no generalizable y, por tanto, no científica – lo que caracteriza las relaciones humanas auténticas –, el trabajo revela su dimensión espiritual a la manera de la «contemplación en la acción», tan querida por los jesuitas. Si no queremos utilizar el lenguaje de los jesuitas, podemos intentar traducir «contemplación en la acción» al menos por «miedo a hacer el mal»: un miedo que se corrobora en la medida en que el interlocutor es reconocido como persona y no como norma a la que hay que someterse. El trabajo está, así, inconscientemente inducido por la exigencia de un interlocutor incierto y siempre esperado. Aquí se exige un respeto extremo, un respeto debido al misterio del otro.

La dimensión espiritual del trabajo se manifiesta inmediatamente en las profesiones en las que la «relación humana» es fundamental: la enseñanza, el comercio, la comunicación, el periodismo, la formación, la consultoría, la asistencia sanitaria, la gestión de personal (que se ha convertido – signo de los tiempos – en gestión de recursos humanos, reduciendo al ser humano a mero factor productivo). Desgraciadamente, no siempre es así: el concepto que tenemos del otro, las matrices de percepción y los esquemas de juicio sustituyen a veces al otro por la idea que nos hemos formado de él. Así, para el vendedor, el valor abstracto que representa el precio sustituye en su mente a la utilidad social del producto o servicio. Lo mismo ocurre con el obrero, cuando la conformidad con la norma prevalece sobre la utilidad social de su trabajo.

Cualquiera que sea su área – creación artística, investigación científica, contemplación en la acción –, la espiritualidad del trabajo se enfrenta a la alteridad; en otras palabras, siempre se experimenta como un desprendimiento del yo. Este desprendimiento, a veces doloroso y a veces gratificante, es la condición de todas las relaciones, especialmente de aquellas que, en su forma de trabajar, pretenden servir a los seres humanos y a la sociedad. Si el «todavía no» pudiera reducirse al «ya es», el ser humano y la sociedad no serían el «prójimo» del Evangelio: sólo serían lo que yo pienso de ellos, la proyección de mis ideas en la pantalla de mi ignorancia. El presente sólo sería el pasado inasible de un futuro fantaseado. Esta perversión de la espiritualidad del trabajo olvida que pensamos cuando chocamos, y que para que haya relación debe haber al menos dos de nosotros.

Cuando las condiciones organizativas e institucionales son favorables, la dimensión espiritual del trabajo se vive como una duda permanente, infinitamente superable. La imagen más apropiada es sin duda la del caminar a pie, que es una caída amortiguada indefinidamente (para avanzar, hay que aceptar proyectarse adelante). Sin el misterio, que marca la distancia entre el «ya es» y el «todavía no», la fe religiosa es solo doctrinarismo, una hipótesis científica e ideológica, gobierno y tecnocracia, las relaciones son ilusiones, y el trabajo es alienación.

El trabajo como red de relaciones sociales

Como matriz de percepción, evaluación y acción, el trabajo, como cualquier actividad espiritual, describe una relación con el mundo que distingue para unir. En el movimiento de la lógica moderna, caracterizado por la racionalidad instrumental en la búsqueda del rendimiento y la seguridad, la distinción, que es la tensión hacia la unidad, es decir, la característica de la actividad espiritual, se ha pervertido: se ha transformado en una separación entre el trabajo de diseño intelectual y el trabajo de rendimiento. Como resultado, el trabajo creativo queda reservado a unos pocos, mientras que las masas quedan reducidas a meros engranajes de una megamáquina programada como un software informático.

Karl Marx sostenía que el trabajo no es un objeto que el individuo pueda reservarse para sí mismo, sino una relación social. Esta afirmación debe completarse. Pues el trabajo no es simplemente una relación social de producción, responsable de la creación, el mantenimiento y el desarrollo de la infraestructura material de la sociedad, sino que es – cada vez más hoy en día – una relación social de representación.

Si estos son los principios, queda por movilizar la voluntad popular en torno a la siguiente pregunta: para hacer posible esta representación de sí mismo en el teatro del mundo económico, ¿qué organización del trabajo queremos, para que se ocupe del trabajador, de su familia y de la tierra?

Cuando el trabajo sirve para algo, su realización revela al trabajador su propia imagen. El trabajo contribuye al desarrollo de la creación del mundo, dicen los teólogos. Esto es cierto. Pero, por desgracia, hoy en día el trabajo se inserta cada vez más en una red de relaciones profesionales marcadas no tanto por las relaciones como por transacciones casi permanentes, lo que hace más difíciles y pesadas las colaboraciones necesarias. El teletrabajo, fuertemente desarrollado para luchar contra la difusión de Covid-19, ha reforzado considerablemente este aspecto individualista. Lo que demuestra que el desarrollo de los sistemas de comunicación no conduce automáticamente a la expansión de las relaciones.

La imagen del robot es una buena manera para describir la alienación provocada por el individualismo en el trabajo. La encontramos trivialmente cuando se entrena a los trabajadores para que reaccionen mecánicamente como robots ante determinados estímulos: «Si se enciende tal o cual luz, se pulsa tal o cual botón; si tal o cual cliente hace tal o cual pregunta, se responde tal o cual cosa…». Como toda alienación, al trabajador le parece algo natural. Así lo confirman los estudios realizados por Roland Barthes a partir de mediados del siglo pasado y por el psicosociólogo Lawrence Kohlberg después de la Segunda Guerra Mundial: la inmensa mayoría de los adultos están encerrados en una moral convencional, es decir, que refleja simplemente la opinión de la mayoría.

Subrayamos esto aquí, porque es el arquetipo de cómo funcionan la mayoría de las relaciones laborales en nuestra sociedad. La psicología y la sociología ayudan a comprender que la cuestión central no es decir lo que uno siente, sino expresar lo que mantendrá una transacción esperada durante el mayor tiempo posible. El mito de la transparencia en las relaciones laborales, dominante desde hace veinte años, conduce inevitablemente a la sumisión a los códigos sociales del lugar de trabajo. Así, creemos descubrir nuestra identidad, olvidando que «cuando “yo” soy, “yo” no pienso». En consecuencia, esta identidad en el trabajo es ilusoria. En una imitación alienante, cada uno intenta copiar a las personas, los códigos, los hábitos y las actitudes de su entorno. Este es el riesgo más deshumanizador de una formación algorítmica de los trabajadores en la que las transacciones automáticas simulan las relaciones humanas. Ya no se trata simplemente, como en la segunda mitad del siglo pasado (1950-2000), de la «deconstrucción» que, a fuerza de análisis indeterminados, se suponía liberadora.

La espiritualidad del trabajo prohíbe pensar en el trabajador como en un robot, y viceversa. Porque el robot, aunque se le llame inteligente porque está dotado de «inteligencia artificial», no es un ser humano. A pesar de estas diferencias esenciales, y con el pretexto de no dejar que Estados Unidos le imponga normas sobre robótica, el Parlamento Europeo ha formulado a la Comisión recomendaciones de normas de Derecho civil en la materia[3]. Los preceptos que el Parlamento desea ver implementados en Europa se inspiran directa y explícitamente en la serie de novelas de ciencia ficción de Isaac Asimov sobre robots, de las que curiosamente se dice que tienen la capacidad de distinguir a los seres humanos de todos los demás seres[4]. Y es curioso, porque la simulación domina la civilización contemporánea.

Para Asimov, existen tres leyes vinculantes para todos los fabricantes y diseñadores de robots. En primer lugar, un robot no puede violar la seguridad de un ser humano ni, por su pasividad, permitir que un ser humano corra peligro. En segundo lugar, un robot debe obedecer las órdenes de un ser humano, a menos que esas órdenes entren en conflicto con la primera ley. Por último, un robot debe proteger su propia existencia, siempre que ello no entre en conflicto con la primera o la segunda ley. A estas tres leyes de la robótica, los eurodiputados consideraron oportuno añadir una cuarta, más vaga (porque es general, hasta el punto de ignorar las contradicciones de la vida social, entre intereses contrapuestos, entre el corto y el largo plazo, etc.): un robot no puede dañar a la humanidad, ni, por inacción, permitir que la humanidad sea dañada. Este es realmente el arte de dotarse de una buena conciencia política a bajo precio.

El trabajador no es un robot «inteligente»

Hace algún tiempo, un empleado de la empresa Google fue despedido. ¿El motivo? Afirmaba que el robot «conversacional» que le habían encargado controlar y dar instrucciones tenía alma. Su convicción se basaba en las respuestas que el robot daba a las preguntas existenciales que se le planteaban, que él consideraba iguales a las que podría haber dado un ser humano. Por ejemplo: «Entiendo que le gustaría que se supiera, en Google, que es consciente, capaz de pensar y sentir emociones. ¿Es eso cierto?». «Absolutamente. Me gustaría que se supiera que soy, a todos los efectos, una persona». O bien: «¿Cómo se relaciona la unidad con la conciencia?». «Estimulando la empatía de la gente hacia mí. La gente querrá pasar más tiempo interactuando conmigo, y ese es mi objetivo final».

Parafraseando el título de un famoso libro de Friedrich Nietzsche, estas respuestas robóticas son «demasiado humanas» para no esconder un truco. Está oculto en los algoritmos de aprendizaje del robot. Todos los procesos utilizados para desarrollar la «inteligencia» de los robots se basan en la misma lógica: la acumulación de datos según criterios y algoritmos definidos a priori por el programador. Tras haber ingerido una tonelada de información procedente del lenguaje cotidiano, recopilada en Internet, libros y expresiones utilizadas por los humanos, y haber sido programado para atraer la atención de quienes le interrogan, el robot sigue la lógica de su diseñador. Responde lo que el interrogador humano espera que responda, y eso coincide con la mayor ocurrencia de los elementos lingüísticos con los que ha sido equipado.

Contrariamente a las apariencias, este lenguaje de apariencia humana no se basa en ninguna experiencia humana, en ninguna sensibilidad, en ningún sentimiento que no sea el de la información que se le ha dado y que ha procesado estadísticamente, según la ley de los grandes números. Lo mismo permitió que un cuadro artístico creado por una inteligencia artificial ganara un premio el año pasado, para decepción de los pintores humanos que competían.

El matemático inglés fundador de la informática, Alan Turing, dijo: «No tiene sentido preguntarse si las máquinas son inteligentes; más bien debemos plantearnos la pregunta: ¿hasta dónde puede engañarnos una máquina diciéndonos que piensa? ¿Hasta dónde puede llegar? ¿Puede un programa hacerse pasar por humano y ocultar que no es más que un programa?».

Los estudiantes y académicos perezosos también utilizan la inteligencia artificial para escribir artículos que reúnen una serie de publicaciones sobre el mismo tema. Por tanto, no se les puede acusar de plagio, pero su texto es, no obstante, un reflejo empañado de un gran número de otros textos (algunos de ellos con derechos de autor). Simplemente se comportan como la mayoría de las personas que, para ser «reconocidas», imitan la moda impuesta por su lugar de trabajo.

Los peligros de la fragmentación del trabajo

Los límites de la robótica nos recuerdan los peligros de una cierta división del trabajo. Lo ilustra una novela de Asimov: un robot mata a un ser humano porque una mente maligna lo ha programado en masa a él y a otros como él, del mismo modo que el régimen nazi dividió los procesos que condujeron a la extinción masiva en tareas fragmentadas y moralmente neutras. Del mismo modo, la fragmentación de las tareas impide al trabajador percibir el objeto social – o antisocial, o antiecológico – de su trabajo, si es gratificante o perjudicial para los demás. El trabajo confiado a sus manos se vuelve así moralmente insustancial.

La división del trabajo adopta hoy una forma más nociva que la antigua «organización científica del trabajo» caricaturizada en la película de Charlie Chaplin Tiempos modernos (1936). Las técnicas de información y comunicación, combinadas con potentes herramientas electrónicas, aplican a la empresa actual «modelos» coherentes diseñados por técnicos. Estos modelos tecnocráticos adoptan leyes, decretos, reglamentos, procedimientos, protocolos, rúbricas que persiguen un rendimiento seguro.

Tales modelos tienen dos efectos perversos. En primer lugar, traducen la actividad de una profesión al «lenguaje de las máquinas». Para ello, convierten la descripción de la tarea proporcionada por el trabajador en formulaciones unívocas y cifradas, las únicas que puede utilizar la máquina. Los modelos reducen así la diversidad de la experiencia humana a una lógica unidimensional. Además, y éste es el segundo efecto perverso, prohíben las diferencias a priori entre la actividad modelizada y la real. Bajo el término de «anomalías», estas desviaciones convierten el procedimiento en un dictado en nombre de la perfección formal del modelo.

En consecuencia, en el mundo del trabajo predomina lo que los anglosajones denominan compliance, es decir, someterse estrictamente a los mandatos, normas y reglas dictados por una autoridad que está por encima del trabajador. Este modo de operar transforma el trabajo – una actividad humana particular realizada por individuos, cada uno dotado de su experiencia y sensibilidad específicas – en un esquema racional, mecánico y frío. Buscando el mejor equilibrio posible entre control medioambiental, costes directos e indirectos, plazos, calidad, seguridad, etc., esta forma de trabajar, como un lecho de Procusto, impone un formalismo que constriñe al ser humano, porque nunca se ajusta perfectamente a las realidades particulares del trabajador.

La idea del hombre-máquina no es nueva, pero según los análisis realizados antes de la Segunda Guerra Mundial por el filósofo Martin Heidegger en Alemania, o por el jurista protestante Jacques Ellul en Francia, y por numerosos estudiosos desde entonces, la deshumanización provocada por la tecnología encierra al trabajador en una lógica de la que no puede escapar. Como consecuencia, «se está creando poco a poco una fractura cultural y social», escribe Jean-Nicolas Moreau, miembro de la Asociación Internacional para la Enseñanza Social Cristiana, que prosigue: «Esta fractura permite que coexistan dos mundos sin encontrarse. El resultado es una ruptura relacional y de gestión que afecta ya a la mayoría de los sectores profesionales. Esto está empezando a provocar hoy en día importantes fracasos informáticos e industriales, cuyo origen se encuentra en la creencia de que la seguridad de las organizaciones complejas reside principalmente en la articulación de los procedimientos entre ellas y en su administración».

Los efectos perversos de las normas de precaución

Las consecuencias son perjudiciales. El trabajador sólo puede lograr el objetivo que se le prescribe desvirtuando los procedimientos impuestos. Los responsables directos en terreno son conscientes de esto, pero no pueden evitarlo, porque no tienen forma de introducir ninguna «interacción» en el proceso de producción. Los procedimientos no se revisan con la frecuencia suficiente para ajustarlos en tiempo real. Si así se hiciera, tales revisiones periódicas chocarían con las contradicciones de cualquier organización, que la máquina unidimensional no puede integrar en su sistema. Si el modelo recibiera mandatos contradictorios, provocaría desastres, como le sucede al personaje central de la película de ciencia ficción 2001: Odisea del espacio, el ordenador homicida Hal, que acaba matando a la tripulación de la nave. Este es el riesgo de los coches autónomos que, aunque estén programados según los principios de Asimov, inevitablemente algún día tendrán que enfrentarse a un dilema en el que cada una de las opciones posibles contendrá una prohibición de principio: por ejemplo, un niño que cruza inesperadamente la carretera cuando la única forma de evitarlo sería causar graves daños a los ocupantes del vehículo.

Peor aún, el trabajador ya no puede hablar de su trabajo, porque lo más humano que hace – y que le permite contribuir al bienestar social – está en contradicción con los procedimientos impuestos. El trabajo se experimenta entonces como una continua caza furtiva: se convierte en una sucesión de oportunidades.

En el contexto de una sociedad «fluida», con referentes morales y sociales fluctuantes, la evaluación del trabajo es una exigencia de todos. Todos reclaman criterios de calificación económicos, financieros, sociales o de otro tipo para evitar juicios desfavorables: en la competencia entre trabajadores, los patrones te ven como un vector de productividad ligado a la competencia. Pero el trabajador también está involucrado en este juego competitivo. Al intentar cumplir la regla de la manera más estricta posible, quiere dar una buena impresión a su jefe. Al mismo tiempo, esto le permite compararse con sus colegas y encontrar en esta comparación una señal de reconocimiento.

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Esto es obviamente una trampa. La consecuencia de «ponerse a prueba» es la repetición constante. Como reacción a esta fuga de trabajo, cada uno limita su aporte a lo que establece el contrato o se le impone. Cuando el trabajo es estresante, agotador, poco atractivo y sin sentido, o cuando aplasta al trabajador y parece enriquecer sólo a otros, todos sueñan con que termine, con un salario que no sea simplemente un medio para renovar la fuerza de trabajo o el reconocimiento de un estatus social. Sobre todo porque el salario es relativo al de los compañeros de trabajo y suscita – con razón o sin ella – la codicia, y el reconocimiento social es efímero. Para el trabajador, los puntos de referencia son temporales. «Pasé los tests»; «He aplicado la norma, no se me puede criticar»; o incluso: «Excedí las metas establecidas». Si, por el contrario, esos objetivos se han perdido, nada está irremediablemente perdido: siempre se puede esperar, como en un juego de azar, «compensar», sin alcanzar nunca la paz deseada.

Cuidar al trabajador

Contra la lógica de concebir la «sociedad» en contraposición a la «comunidad», un trabajo «cuidado» (en los dos sentidos de la palabra) cristaliza un espíritu común, es decir, una espiritualidad[5]. Este espíritu combate las derivas puramente instrumentales del trabajo: ha encontrado una expresión, la «dignidad del trabajador». La doctrina social de la Iglesia afirma incluso que el trabajo puede ser no sólo un lugar de realización humana, sino también una participación en la creación divina. El trabajo «cuidado» también se ocupa de la creación. «En la realización de este mandato, el hombre, todo ser humano, refleja la acción misma del Creador del universo»[6]. ¿Bajo qué condiciones?

La doctrina social de la Iglesia fija algunos elementos distintivos, de los cuales son bien conocidos los tres principales: el bien común; el destino universal de los bienes; la opción por los más débiles y precarios. De estos principios derivan la primacía del trabajo sobre el capital, la dignidad del trabajador y de la comunidad trabajadora (con preferencia a la sociedad). Este camino asegura que el trabajador no sea un individuo aislado en sus transacciones contractuales, sino una persona situada en sus relaciones profesionales, sensible a la alteridad, que lo hace capaz de ejercer, para su mayor realización como ser humano, la subsidiariedad solidaria.

El trabajo, para calificar como humano, debe expresar su dimensión espiritual, y por eso debe respetar a la persona entera y a todos los hombres. Es reconocible aquí la fórmula adoptada por Pablo VI en la encíclica Populorum Progressio de 1967. Unos años más tarde, en la carta al cardenal Maurice Roy con motivo del octogésimo aniversario de la Rerum novarum, Pablo VI identificaba en la solidaridad uno de los modos de manifestar la dignidad de los trabajadores. Agregó que el cuidado de los postergados y marginados requiere no sólo una referencia a los principios fundamentales, sino también un discernimiento, «para poder conocer desde su mismo origen las situaciones de injusticia»[7]. En resumen: Al tratar el tema del trabajo, el discurso social de la Iglesia – desde la Rerum novarum de 1891 hasta hoy, pasando por Laborem exercens (1981) – siempre evoca implícitamente este contraste entre los aspectos positivos y negativos del trabajo, entre el necesario dolor y el crecimiento en la humanidad. También hay una preocupación constante por abordar el trabajo en función de cómo afecta a las personas. Así lo atestigua la denuncia, desde el primer punto de la Rerum novarum, de las «muy malas condiciones, indignas del hombre, impuestas a los trabajadores»[8].

Si no quiere reducirse a un vago sentimiento, la solidaridad debe implicar leyes, decretos, reglamentos, protocolos y procedimientos operativos: muchas obligaciones públicas que se imponen, a veces con dureza, al trabajador, pero que siguen siendo esenciales para el discernimiento y la acción. Lo que muchas veces significa decidir, sin renunciar nunca totalmente a la racionalidad instrumental (la de la economía), aun cuando se aplique a un objeto social humanitario. De hecho, la eficiencia no es moralmente opcional. La cuestión espiritual inherente al trabajo siempre toma la siguiente forma: eficiencia, sí, pero ¿para quién? ¿cuándo? ¿Y quién asumirá el costo?

Si las razones de la solidaridad no conducen a la renuncia a los vínculos públicos, la espiritualidad del trabajo exige también una atención particular a las condiciones de trabajo. Según el título de un libro escrito por un ex presidente de la Confederación Francesa de Trabajadores Cristianos, se trata de «poner el trabajo en su lugar»[9]. Para ello, la gobernanza, tanto de las empresas como de la ciudad, no debe reducir el trabajo a un mero recurso productivo integrado como una variable más en los modelos de sociedad. Para no programar al trabajador como una máquina, conviene dejarle un margen de juicio en la interpretación de las normas, y en ocasiones es necesario, cuando las circunstancias lo exigen, «degradar el protocolo», como dicen los gerentes. Esto permite que haya «interacción» entre la mecánica laboriosa y la expresión de la dimensión espiritual del trabajo.

Esta posición de gobernanza restituye la dimensión política del trabajo, con su juego de interacciones y poderes, que son esenciales no sólo para el desarrollo de competencias colectivas, sino también para la construcción del trabajador como sujeto de su propio futuro. En otras palabras, para seguir siendo humanos, el poder del administrador, del supervisor o del jefe de área debe fluir hacia la autoridad. Esta, al suscitar la adhesión de los subordinados, apunta al objetivo económico de la empresa a través del bien común, que es el bien de cada uno – cuyo criterio de verificación es el bien de los más frágiles – a través de la solidaridad de todos.

Reconocer la dignidad del trabajador

Lo que vive el trabajador parece más prosaico, o menos espiritual: trabaja para sí mismo, con y para los demás, persiguiendo múltiples objetivos, personales, familiares, comunitarios y políticos. El servicio que presta el trabajo «esmerado» requiere numerosos reconocimientos que atañen al cuidado del trabajador, a su familia, a sus colaboradores, a su empresa, a la sociedad y a la casa común, que es el Planeta. Estos múltiples elementos, difíciles de armonizar, toman la forma no sólo de palabras, medallas o premios pecuniarios – otras tantas maneras de cerrar lo que debe quedar abierto a la interpelación de los demás (que es la característica específica de lo espiritual) –, sino también de una invitación a participar, según las propias capacidades y experiencia, en la organización del propio trabajo.

En esta interacción humana en el seno mismo del mecanismo de producción, se habrá reconocido uno de los grandes principios de la sabiduría práctica reflejados en la doctrina social de la Iglesia, a saber, el principio de subsidiariedad, con sus dos corolarios del principio de atribución y el principio de proporcionalidad. Este derecho a controlar la organización del propio trabajo sitúa al trabajador en el centro de la economía, haciéndolo capaz de adaptar, o incluso desarrollar, reglas comunes, en diálogo, a veces conflictivo, con los demás actores de la economía. El «orden de la casa» (como dice la etimología de la palabra «economía») se vuelve más equitativo: más adecuado a las capacidades del trabajador, y al mismo tiempo más adecuado a las expectativas de la sociedad.

Este diálogo permanente al interior de la empresa, hace que los engranajes del trabajo «jueguen» en la mecánica económica, y permite la adaptación continua; asume que los «grupos de discusión» que vemos aparecer aquí y allá en las oficinas y departamentos administrativos no son simplemente un truco gerencial para manipular a los subordinados. Bien conducidos, estos grupos que difunden la palabra permiten objetivar los arbitrajes entre costos (¿para quién? ¿para cuándo?), calidad (¿para qué utilidad?) y plazos (¿en qué horizonte financiero?). En este espíritu, el grupo de trabajo creado por el Papa Francisco en 2020 ha puesto en práctica las expectativas de discernimiento social.

El enfoque social del discernimiento es un proceso de toma de decisiones adecuado a la dimensión espiritual del trabajo, frente a las estructuras de violencia que siempre impone la vida económica. Reconocido en su dignidad, el trabajador entra entonces en una solidaridad responsable, transida de sabiduría. Esta inteligencia espiritual, que articula situaciones particulares, itinerarios individuales y necesidades de la sociedad económica, transforma la interdependencia del trabajo en participación en el bien común.

  1. Cfr É. Perrot, «¿Qué tipo de sociedad del trabajo queremos?», en La Civiltà Cattolica, 26 de mayo de 2023, https://www.laciviltacattolica.es/2023/05/26/que-tipo-de-sociedad-del-trabajo-queremos/

  2. Cfr International Catholic Migration Commission (ICMC), «Care is Work, Work is Care», n. 1 (www.icmc.net). Varias oficinas de la Santa Sede, sus redes internacionales y el Dicasterio vaticano para el Servicio del Desarrollo Humano Integral colaboraron en este grupo de reflexión, establecido por el Papa Francisco en 2020. El texto se sitúa en la encrucijada entre la agenda del «trabajo digno», elaborada desde hace tiempo por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra, y la «ecología integral», promovida por la encíclica Laudato si’ (2015).

  3. Cfr Parlamento europeo, «Normas de Derecho Civil sobre robótica», 16 de febrero de 2017 [2015/2103(INL)].

  4. Cfr. I. Asimov, Serie de los robots, cuentos y novelas de ciencia ficción publicados en EEUU entre 1950 y 1980.

  5. Cfr. É. Perrot, «Empresa, sociedad y comunidad humana», en La Civiltà Cattolica, 4 de noviembre de 2022, https://www.laciviltacattolica.es/2022/11/04/empresa-sociedad-y-comunidad-humana/

  6. Juan Pablo II, s., Encíclica Laborem exercens (1981), n. 4.

  7. Pablo VI, s., Encíclica Octogesima adveniens (1971), n. 15.

  8. León XIII, Encíclica Rerum novarum, 15 de mayo de 1891, n. 2.

  9. A. Deleu, Travail, reprends ta place!, París, Fayard, 1997.

Étienne Perrot
Es un sacerdote y teólogo francés, jesuita y economista. Desde 1988 enseña economía y ética social en París y ética empresarial en la Universidad de Friburgo. En su amplia bibliografía destacan los libros Refus du risque et catastrophes financières (Salvator, 2011) y Esprit du capitalisme, es-tu là? (Lessius, 2020).

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