EspiritualidadACÉNTOS

La fraternidad en el Nuevo Testamento

I quattro evangelisti, Jacob Jordaens, 1625

El Documento sobre la fraternidad humana, firmado por el papa Francisco y el imán Ahmad al-Tayyeb en Abu Dhabi el 4 de febrero de 2019, es un texto fundamental para todos, en especial para nosotros los cristianos; y es, al mismo tiempo, un llamado a profundizar el tema en la Biblia. Son muchos los pasajes de la Escritura en los que se desarrolla el tema de la fraternidad. En particular, en el Nuevo Testamento, el tema de los hermanos, hijos del Padre – si bien está presente en el resto de los evangelistas – se trata con profundidad en el Evangelio de Lucas, y sobresale en diversos episodios propios de este.

Hermanos y hermanas frente a frente

Una primera forma de analizar el tema es ver los textos en los que Lucas, de manera simple pero muy original, pone frente a frente hermanos o hermanas: en primer lugar, el episodio en el que Marta y María acogen a Jesús (Lc 10,38-42), luego la Parábola del hijo pródigo (15,11-32), y finalmente la del rico epulón y el pobre Lázaro (16,18-31).

El episodio en que Jesús es recibido por Marta y María, las dos hermanas, tiene como tema central la hospitalidad que el Señor se espera: esta no consiste en cosas que deben hacerse, o en los servicios que deben prodigarse al huésped, sino en el modo de acogerlo, en especial, en el modo de escucharlo. Escuchar su palabra tiene prioridad sobre todas las cosas, por importantes o esenciales que puedan ser estas.

El hecho de que Marta y María sean hermanas sirve para señalar la igualdad inicial y así destacar la diferencia de calidad de su elección. Marta hace lo que es importante e irrenunciable desde la perspectiva de las relaciones humanas. María, en cambio, capta algo que está más allá y que es aun más esencial, porque pertenece a la nueva humanidad que Dios Padre está inaugurando en la persona del Hijo: algo que sobrepasa toda la creación, sin por ello negar o ignorar nada de cuanto pertenece a lo cotidiano.

En consecuencia, ser hermanos o hermanas quiere decir igualdad de condiciones; y es ocasión de comparaciones. Pero las comparaciones solo las hace Dios. El hombre no puede rechazar las comparaciones con su hermano, con quien Dios lo mide y lo ayuda a comprenderse; no puede ser como Caín. Aunque le sean incomprensibles, el hombre debe acoger y aceptar el misterio: es su manera de entrar en el misterio de Dios, y de ser a su vez acogido, de volverse parte de él.

Pero el hombre no puede formular por sí mismo esas comparaciones y engañarse sobre su propia excelencia midiéndola con los límites y faltas de su hermano. En el Evangelio de Lucas el tema del hermano tiene un punto fijo: la comparación imposible que un hermano suele hacer en detrimento del otro.

El hijo pródigo

También la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32) parte de una situación de igualdad entre el hermano menor y el hermano mayor. Pero la relación de cada hermano con el padre – esa relación de la que depende todo para ser hermanos – no permanece igual entre los dos; la pretensión de autonomía declarada por el hermano menor lo lleva a la condición de extranjero (15,19). Esta pretensión termina, por tanto, atenuando la paridad inicial: en apariencia, la sobrepasa, confiere al hermano menor una libertad de movimiento que el hermano mayor no ha experimentado (15,29); sin embargo, en realidad lo lleva a perderlo todo.

No se es hermano más que en relación al padre: es un dato evidente, pero esencial, en el tema del hermano. Desafiar al padre – como hacen, de diferente manera, los dos hijos en la parábola – perjudica también la condición de hermanos: el hijo mayor que rehúsa celebrar con el padre, en realidad rechaza como hermano al hijo menor, que ha vuelto al padre. Ese retorno es una verdadera restitución de la vida (15,24-32), porque restablece al pródigo en lo que de verdad cuenta, es decir, en su condición de hijo y de hermano.

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El relato se divide espontáneamente en dos cuadros, en los que el hermano menor y el mayor se alternan el rol protagónico. Tenemos en el primer cuadro una parábola en sentido estricto: la historia del hijo pródigo es una comparación para describir en términos realistas un itinerario de pecado y conversión. Para decirlo con dos perspectivas complementarias: la fenomenología del pecado y la disposición de Dios Padre hacia quien peca.

El segundo cuadro tiene un ritmo completamente distinto. Propiamente hablando no se nos presenta ninguna comparación: el pecador se equipara con un pródigo, el pecado con un pérdida absoluta, la desilusión después del pecado con el pesar del hogar paterno, el sentimiento de Dios hacia el pecador con la espera silenciosa y apasionada de un padre abandonado por el hijo. Aquí los valores expresivos tienen la transparencia y la inmediatez del símbolo, no se desdoblan en un juego de contrastes o de equivalencias: el hijo menor es exactamente la figura del pecador arrepentido y perdonado; la casa paterna, en la que se festeja, es una imagen de la intimidad de Dios con los suyos; y el personaje del padre simboliza simplemente a Dios Padre, una presencia que reúne en sí todos los bienes posibles (15,31), y que, por tanto, se basta a sí mismo con todo, sin necesidad de completarse con nada, ni siquiera con un cabrito para celebrar con los amigos (15,30a).

Hacia el final del relato se desarrolla, en sus diversas partes, una metáfora antes que una comparación, y la parábola tiende a convertirse en alegoría. Narra – o casi describe – el respeto con el que Dios responde a la más invencible resistencia humana: una resistencia más tenaz que la del pecador que solo quiere pecar libremente; la resistencia de quien es fiel a Dios, pero se compara con los hermanos para condenarlos (18, 29-30a).

El hermano descarriado

La parábola en este punto – que es el punto final – se encuentra con el Libro de Jonás. En este se analiza sin asperezas ni reticencias una figura fundamental de hermano y de pecador, acaso no la más frecuente, pero sí la más ejemplar: una condición límite, que es intrínseca al acto de pecar y que, sin embargo, tiene una expresión propia en el ámbito de la fidelidad a Dios.

Jonás siente que está hecho de una pasta diferente a la de los habitantes de Nínive: se separa de ellos, instalándose en una zona alta frente a la ciudad para asistir a su destrucción (Jon 4,5), pero también para controlar que Dios haga su parte, ahora que él ha aceptado hacer la suya (Jon 1,1-3; 2,1-3). Del mismo modo, el hermano mayor de la parábola no admite que lo pongan al mismo nivel del hermano menor, y rechaza expresamente el signo de comunión y acogida mutua que significa compartir la mesa para festejar. No acepta al hermano como hermano, y por lo tanto no acepta al padre, que sigue comportándose como padre y que lo ha hecho hermano, o quiere que lo sea, capaz de alegrarse porque «este hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado» (Lc 15,33).

Por otras vías, más rápidas y secretas, el hermano mayor recupera el itinerario de pecado recorrido por el menor. Y es precisamente aquí que demuestra su propia superioridad, en una resistencia al padre más convencida, más definitiva: no acepta al hermano por pecador, por haber dilapidado – desconsideradamente – el patrimonio paterno. No quiere aceptar la pobreza del pecador, que en ese momento es también la suya (cfr el episodio de la mujer adúltera en Jn 8,7.9). La pobreza es constitutiva de la condición de hermano: los hermanos han tenido todo gracias al padre, los pecadores han recibido todo de Dios Padre, no tienen nada propio. Este es otro aspecto del tema del hermano.

Ni el profeta protagonista del libro de Jonás, ni el hermano mayor de la parábola de Lucas dan muestras de conversión. Frente a la misericordia de Dios que los apremia, na hay ningún indicio de que vayan a someterse, a reflexionar sobre sí mismos, a cuestionar su actitud; que se conmuevan por el afecto, la delicadeza, la discreción con la que Dios los invita a cambiar de ánimo. No aceptan una misericordia que parece ponerlos al mismo nivel que sus hermanos pecadores. Insisten, explícitamente o no, en la comparación. Parecen orgullosos de su obstinación, ilusionados de tener algo que enseñar a todos: en este caso incluso a Dios, sobre todo a Dios. En realidad, han alcanzado ya la condición de inconvertibles: algo demoníaco.

La paternidad de Dios

Con la parábola del hijo pródigo, el aporte de Lucas al discurso sobre el hermano viene dado no solo por los nuevos elementos, sino por el nuevo nivel de profundidad. Se penetra teológicamente en el tema de la paternidad de Dios, que es inseparable de esto: ser hermanos es ser hijos de ese Padre. De esta manera, el tema del hermano adquiere una dimensión adicional – diríase una dimensión vertical, de profundización (la línea vertical que va de padre a hijo) –, lo que permite leer los otros evangelios bajo una óptica inesperada. Queda definitivamente aclarado cuál es el momento fatal para la condición de hermano, el momento en que empieza a llegar a su fin: cuando se cede a la tentación de confrontarse, de reconocerse y declararse superiores, rechazando la igualdad inicial de los hermanos.

También se indica la raíz última de la singularidad de la condición de hermanos, el motivo que la vuelve tan cargada de implicancias espirituales: la pobreza. Ser hermanos significa encontrarse sensiblemente en la desnudez inicial del nacimiento, con necesidad de todo, en la actitud de recibir todo gratuitamente, por puro amor. Una desnudez que es la experiencia primaria, en la que se visibiliza y expresa nuestra relación con Dios Padre.

Lázaro, el rico epulón y los hermanos

Podemos encontrar un desarrollo posterior de este último punto en la parábola de Lázaro y del rico epulón (Lc 16,18-31). Por una vez, Lázaro, uno de los protagonistas, tiene un nombre. Más precisamente, solo el pobre tiene un nombre, como queriendo decir que tiene un identidad profunda que dura por toda la eternidad. El otro es un anónimo, definido por la cualidad externa de la condición del rico: «un hombre, alguien, era rico».

Aquí los hermanos entran en el discurso solo hacia el final, incidentalmente: habiendo calibrado la profundidad de su desesperación, finalmente el rico se acuerda de que existen también los otros, y se pone a encomendar a Abraham los propios hermanos, pero sin resultado alguno. Ser hermanos presupone similitud de nivel, y podría también significar más o menos destino común: de ahí la preocupación del hermano mayor que terminó mal. El rico es siempre él mismo, permanece inmóvil en su propio nivel; pero ha decidido salir de su yo individual, que se ha vuelto una prisión del infierno; mira a su alrededor, e intenta asumir la carga de la salvación de los otros.

Pero no es esta fraternidad extenuada y fracasada a la que apunta la parábola. El verdadero hermano del rico es Lázaro: sus destinos están unidos en rigurosa continuidad, pero sufren un cambio absoluto después de la muerte (16,25). En vida, el rico lo tuvo todo, el pobre nada; y el contraste parece prolongarse también tras la muerte, pues se habla de un sepulcro para el rico, obviamente suntuoso, mientras que Lázaro parece quedar sin sepultura. En realidad, las partes se invierten completamente. Lázaro aspiraba a las migajas que caían de la mesa, pero no podía cogerlas, porque no era nadie; el rico ahora agradecería una gota de agua (la cantidad que cabe en la punta de un dedo), pero no le es dada, porque la brecha es ahora insalvable. No quiso hacer caso del hambre que padecía Lázaro y ahora su oración no es escuchada. En tal alternancia de partes, el destino de uno se prolonga directamente, con naturalidad y sin interrupciones, en el otro: una fraternidad bastante trágica.

Y no solo eso. Este intercambio de partes se refiere a una función paterna: es la parte original de su destino común. La paternidad a la que remite esta fraternidad es la de Dios, pero aquí se visibiliza en la paternidad de Abraham, el patriarca. Lázaro es recibido por Abraham como un hijo: no como un simple descendiente carnal, sino como verdadero hijo. Por eso Abraham lo hace descansar en su regazo, para siempre (16,22-23): una expresión que alude a los divanes sobre los que (también en Palestina, según la costumbre helenística) se yace distendido durante el banquete. Este es el banquete escatológico, en el que Lázaro ocupa el puesto de honor a la derecha de Abraham. También el rico es hijo de Abraham, y de ese modo se dirige a él: «Hijo, recuerda que recibiste bienes en tu vida y Lázaro, en cambio, recibió males» (16,25), evocando directamente, en contraste con el banquete eterno, los banquetes en casa del rico de los que Lázaro, hambriento, estaba excluido. Por lo tanto, estamos ante una verdadera fraternidad, pero destinada solo a representar el contraste absoluto: para que el contraste sea perfecto es necesario que las partes comparadas sean realmente iguales y equivalentes.

Los hermanos en la fe

Algo similar se propone en la parábola, también en el Evangelio de Lucas, del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14), en la que no se habla de hermanos, pero se hace una auténtica comparación entre hermanos.

Aquí se trata de la fraternidad que nace de la relación común con la Ley de Moisés: una relación original para el pueblo de Israel, que como pueblo es hijo de Dios y escucha su palabra, es decir, la Ley de Moisés, y cuyos miembros son hermanos entre sí, que dependen de esa paternidad divina.

Una relación con la Ley, y por lo tanto una obligación, que el fariseo y el publicano de la parábola reconocen y aceptan, pero con diferente espíritu. La diferencia de espíritu transforma en contraste la igualdad original de los hermanos: van por el mismo camino, que es la Ley, pero en direcciones opuestas. Una vez más, como en la parábola del rico epulón, la comparación tiende a entrar en la esfera de lo definitivo. Del encuentro con Dios en el Templo, a la misma hora y no lejos el uno del otro, el publicano vuelve a su casa justificado (18,14a), y si persevera en su dificultad de pecador que suplica la misericordia de Dios (18,3), y nada más, se volverá cada vez más justo. El fariseo, en cambio, a quien la vida no ofrece motivo alguno para cuestionarse, saldrá cada vez más pecador del encuentro cotidiano con Dios. Los dos resultados opuestos han comenzado a proyectarse hacia la eternidad.

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En este episodio (que no tiene nada de hipotético: parece pertenecer a la cotidianidad del pueblo de Dios) la relación entre hermanos revela todos los aspectos esenciales. Primero, la referencia al padre. Dos israelitas se encuentran juntos, uno al lado del otro, frente a la paternidad de Dios, en oración. Se dice aquí que Dios es un padre que trata con el pueblo como con un hijo, aunque este sea culpable; pero no trata con quien lo enfrenta de igual a igual, con quien reivindica derechos y lleva una contabilidad que enumera las obligaciones de Dios hacia alguno (18,11-12).

Luego está la lógica exorbitante de la comparación. El fariseo no tiene otro pecado que el siguiente: no exactamente el alarde de haber observado «perfectamente» la Ley, pues agradece su fidelidad a Dios (18,11b), y reconoce que es un don de Dios y no su propia capacidad. Es el pecado contra el hermano – un pecado tan natural, tan espontáneo, que no parece ni siquiera pecado – lo que le es fatal: borra todo el bien que hay en él. Una vez más, quien no acepta al hermano como hermano y se pone a medir las distancias, instaura una distancia entre él y Dios, no reconoce a Dios como padre. Hemos vuelto de pronto al ejemplo de Jonás: a su sentimiento de superioridad ilimitada; al ánimo con el que el profeta de Israel pronuncia la condena sobre los ninivitas y luego espera la ejecución; a su inconvertibilidad demoníaca.

Este es el peso real de los preceptos del Evangelio que a menudo se consideran como matices adicionales, útiles para la perfección, pero no necesarios para la salvación: «¡No juzguen!» (Mt 7,1-2; Lc 6,37); «Dichosos los misericordiosos, porque él también los tratará con misericordia» (Mt 5,7; cfr 18,33).

Este episodio, tan breve pero esencial, capta dos estados de conciencia reunidos en el espacio y en el tiempo con un mismo propósito de oración y radicalmente contrapuestos, y aclara el lugar que ocupa la pobreza en la condición de hermanos. El hermano es alguien como yo, a quien puedo pedirle que esté a mi lado, que se quede a mi nivel, que no me abandone; alguien de quien no me distingo, a quien no me comparo, con quien no quiero confrontarme; es como yo. Por eso solo los pobres logran ser verdaderamente hermanos. Quien no tiene nada que sugiera un título de superioridad, o algo que los demás no tienen, es finalmente alguien capaz de ser verdaderamente hermano.

Una pobreza como esa es también la condición del hombre que se pone delante de Dios: la pobreza de quien reza. Rezar es el acto propio del pobre. Por lo tanto debe ser la condición –pero, de hecho, no lo es – del fariseo y del publicano: los dos israelitas que juntos, en el mismo momento, van al Templo a rezar. El punto es que el fariseo no es realmente un pobre. Cumple la Ley hasta el escrúpulo y juzga su propia fidelidad como el bien más valioso, de valor eterno: una posesión de la que se siente el autor, porque nace de lo más íntimo de su voluntad; un bien que es don de Dios (y él lo reconoce), pero que en realidad ahora es solo suyo, al punto de que lo reivindica como suyo, en términos de estricta propiedad, en el acto de sentirse y declararse, mediante su fiel observancia, superior al publicano. En general los fariseos eran económicamente pobres: pero no pobres bíblicamente, como en el pasaje «dichosos los pobres» (Mt 5,3; Lc 6,20), aquellos en quienes se resumen todas las demás bienaventuranzas. Por eso el Evangelio de Mateo agrega al término «pobres» el «de espíritu», «en sentido espiritual».

De hecho, los dos son más hermanos que antes: los reúne ahora su condición de pecadores; y el pecado es la forma suprema y la razón original de la pobreza. Dos pecadores: uno lo era antes de la oración, el otro lo es después, como consecuencia de su oración. El fariseo y el publicano nuevamente son hermanos, pues son pobres: no tienen nada propio; todo en ellos pertenece al Padre, incluso la fidelidad del fariseo y la contrición del publicano. Son pecadores, por lo tanto pobres; diríamos que están hechos para rezar, preparados a propósito para esto.

El pecador es un pobre hombre que puede dirigirse solo a Dios, y no tiene derecho a exigir nada, pero es consciente de que, si permanece en los límites de su condición de pobre, Dios le concederá todo lo que realmente necesita. El pecador es un mendigo que tiene muchos hermanos en los que puede reconocerse, al menos mientras no comience a preferirse a ellos.

Los dos ladrones en la cruz

La situación de los dos ladrones que agonizan en la cruz junto al Señor (Lc 23,39-43) es totalmente análoga a la del fariseo y el publicano; y una vez más la fraternidad termina con dos resultados opuestos.

El episodio es solemne: en el relato de Lucas es el último acto de Jesús antes de morir. Como en la parábola anterior, hay un hombre que se reconoce pecador, y que reza: es un pobre hombre que desde la cruz se dirige a Jesús para que se acuerde de él; no hace referencia a su propia agonía de crucificado más que para confesar que se la merece. El otro, en cambio, no piensa en sus faltas, solo está preocupado de su sufrimiento y de la muerte inminente, no se cuestiona a sí mismo. Y, como los crucificadores, prefiere acusar al inocente (23,39b). Como Jonás, como el hermano mayor de la parábola, como el fariseo que recuerda a Dios cuanto le debe, también él desafía al Señor.

Aquí la fraternidad ideal es claramente visible en su trágica negatividad: se trata de dos malhechores, condenados a una muerte atroz, plenamente merecida, como declara uno al otro, hablando a nombre de los dos. Y es también muy claro el resultado contrapuesto en que termina la fraternidad en el crimen, que probablemente duró toda una vida.

Para el ladrón arrepentido, que se reconoce amigo de Jesús y confía en él, existe un «hoy» de salvación: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (23,43).

Saverio Corradino
Sacerdote jesuita nacido en 1920, en Udine. Es el autor de numerosos libros, entre los que destacan: Il pottere nella Bibbia (Pazzini, 2011), Giona. Il profeta tradito da Dio (Pietro Vittorietti, 2016) y La Sapienza (Pietro Vittorietti) en coautoría con Giancarlo Pani. Falleció en 1997, dejando un amplio legado de publicaciones sobre los más diversos ámbitos.

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