ECOLOGÍA

Cosmopolítica

Por qué necesitamos creatividad institucional

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Una lección indiscutible de la pandemia del Covid-19 es que la única respuesta sensata a un fenómeno como este no puede sino ser cooperativa y universal. Mientras haya un solo país en el que el virus pueda multiplicarse y mutar – sin importar qué país sea –, este volverá a presentarse. Nos veremos enfrentados a una pandemia crónica, similar a la influenza. Necesitaremos nuevas vacunas, quizá todos los años, dependiendo de la velocidad con que el virus mute. Las mascarillas, el distanciamiento, incluso el lockdown y la reclusión en casa se volverán parte de nuestra vida. Una vida a medias, porque, sin relaciones humanas, sin un espacio común para encontrar y tocar rostros y cuerpos, ¿qué quedaría de nuestra humanidad? Y lo que es cierto para el virus también lo es para la Tierra, nuestros ecosistemas y los recursos naturales: solo una cosmopolítica de la cooperación nos permitirá enfrentar los desafíos ecológicos que plantea, por ejemplo, nuestra dependencia de los combustibles fósiles.

No existe una alternativa a la solidaridad y a la cooperación, ni dentro de cada una de nuestras sociedades ni entre las naciones. Solo de esta manera la humanidad fue capaz de librarse de la viruela en 1980. Tenemos que repetir la misma hazaña con el Covid-19 y con otros virus que podrían aparecer en las próximas décadas a causa del calentamiento global y de la deforestación[1]. Tal vez la gran novedad hoy es que la solidaridad ya no es una utopía, una cuestión de buenos sentimientos o de ética individual, sino que se ha convertido en una necesidad en el interés de todos.

¿Europa está creando una agencia para gestionar las emergencias sanitarias? Está muy bien, pero no es suficiente. Es a nivel global que tenemos que aprender a hablar entre nosotros, a preparar el futuro, a poner entre paréntesis nuestras relaciones estratégicas de poder, a mantener a raya nuestro egoísmo y a entrar en un verdadero aprendizaje de lo que significa «solidaridad global».

La regla de oro

Como decíamos, lo que vale para el Covid-19 vale también para los trastornos ecológicos: el calentamiento global, la erosión de la biodiversidad, la destrucción de los ecosistemas a causa de la contaminación. No podremos enfrentar los peligros a los que nos exponen estas calamidades sin la colaboración de todos. Estados Unidos se comprometió recientemente a disminuir a la mitad sus emisiones de gas invernadero para 2030. Esto implica la eliminación de todos los automóviles con motores combustibles en los próximos años. La industria norteamericana no siempre es un modelo, pero en términos de ambición ecológica solo nos queda esperar que ahora sea imitada por todos. Porque, incluso si quedaran unos pocos países que siguieran emitiendo una cantidad significativa de CO2, en solo algunas décadas no estaríamos en condiciones de evitar un calentamiento global que amenazaría la vida de cientos de millones de personas.

Por supuesto, el realpolitik guiará todavía la mayor parte de las relaciones internacionales. Una suerte de «tercera guerra mundial por partes», como la definió el papa Francisco, está devastando desde hace varios años un número alarmante de países. Sin embargo, incluso en las tensas relaciones entre las dos superpotencias mundiales, China y EEUU, la ecología se está convirtiendo en algo así como un santuario en el que estos dos gigantes aceptan bajar las armas y negociar. ¿Por qué? Porque ambos comprendieron que no tienen ninguna posibilidad de garantizar un futuro a las jóvenes generaciones si no entran en una verdadera colaboración para evitar lo peor. Joe Biden hizo que EEUU volviera a participar en el acuerdo climático de París de 2015, donde los chinos están presentes activamente. Durante el turbulento encuentro que las delegaciones diplomáticas estadounidense y china sostuvieron en Anchorage (Alaska), el 18 de marzo pasado, uno de los pocos temas en los que ambos países lograron alcanzar algún tipo de acuerdo fue el calentamiento global. Se espera también una cooperación sino-americana en la Organización Mundial de la Salud, a la que EEUU acaba de volver, en especial con el objetivo de apoyar el programa de vacunación global Covax contra el Covid-19.

Esto significa que la crisis ecológica es efectivamente una catástrofe, pero también una oportunidad sin precedentes para nuestra humanidad. La oportunidad para una cosmopolítica basada en la cooperación internacional. Era el sueño de Immanuel Kant[2] y de los pensadores de la Ilustración: un sueño que la Sociedad de las Naciones de 1919 y las Naciones Unidas después de la Segunda Guerra Mundial prometieron hacer realidad. Ahora estamos entre la espada y la pared. El futuro será nuestro solo si aceptamos entrar en un proceso de deliberación global que tiene como objetivo permitir a todos aprender a respetar la Tierra y a los demás.

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Este debería ser el sentido último de una verdadera mundialización: no la nivelación de todas las diferencias culturales y el saqueo de nuestros recursos naturales, sino el aprendizaje de una gramática de la discusión en la que, acaso por primer vez, queda claro que el interés individual no está en conflicto con el interés general, sino que requiere un cambio radical en nuestra relación con la Tierra y con los demás. En los últimos 50 años, la globalización comercial ha hecho exactamente lo contrario, al imponer un modelo consumista destructivo a nuestras sociedades y culturalmente inaceptable[3]. Reduciendo a cero las formas de solidaridad elemental al interior de nuestras sociedades, este modelo ha incluso incentivado el repliegue tribal, el miedo y el odio hacia lo otro que hay azota a tantos países[4].

¿Cuál es el secreto para alcanzar un mecanismo deliberativo capaz de generar las instituciones necesarias para facilitar este tipo de cooperaciones? Es la regla de oro de la Biblia: «Traten a los demás como ustedes quieren que ellos los traten» (Mt 7,12; Lc 6,31). Esta regla ética, reconocida al nivel de la prohibición del incesto, es un llamado a la apertura infinita del deseo: «como ustedes quieren…». Es una invitación a atreverse a ponerse en el lugar del otro sin dejar el propio[5]. ¿Estoy dispuesto a aceptar, en la negociación, esta experiencia de descentralización que consiste en intentar abrazar, desde adentro, el punto de vista del otro? ¿Creo que esta experiencia, lejos de ser una alienación, es al contrario una posibilidad de encuentro? Solo bajo estas condiciones tendrá lugar un discernimiento colectivo verdadero. Es lo que el Papa intentó poner en marcha durante el Sínodo de la Amazonia[6]. Es lo que la humanidad debe comprometerse a hacer para encontrar soluciones a los enormes desafíos que nos plantean las múltiples crisis ecológicas ya en curso. Es lo que representa, también, la experiencia espiritual que está en la base de la Iglesia sinodal que Francisco imagina y propone.

Creatividad institucional

¿Cuál podría ser el fruto de ese discernimiento? ¿Y cómo sabremos si será un fruto bueno? Se trata de renovar las instituciones internacionales existentes o de inventar nuevas. Esto es un síntoma, entre otros, del hecho de que la «comunidad internacional», tal como la soñaron nuestros abuelos en 1945, ha cumplido su ciclo. O, para ser más precisos, que el proyecto fue vaciado de su sustancia por la globalización del mercado. ¿Acaso esta no busca sustituir la discusión ilustrada por violentas luchas de poder, provocadas por la mercantilización de todo y las desigualdades en la distribución de la riqueza, que permiten a pocos comprar cualquier cosa a expensas de todos los demás?

Existen ejemplos de otros foros en los cuales a veces tiene lugar un verdadero discernimiento: la COP21, que llevó a la firma del acuerdo de París en Le Bourget, en diciembre de 2015, es ciertamente uno de estos. El Sínodo de la Amazonia de 2020 es otro ejemplo. Por lo demás, desde hace mucho tiempo conocemos modos de organizar nuestras relaciones de manera pacífica y recíprocamente ventajosa: lo atestiguan la gestión internacional del espacio aéreo o el servicio de correos internacional.

Ahora, entre las cosas que requieren nuestra creatividad, los bienes comunes[7] ocupan un lugar privilegiado. La pandemia demostró que la salud de una familia en Wuhan concierne al mundo entero. Todos somos interdependientes unos de otros y no existe una isla desierta a la que podamos retirarnos, separados del resto de la humanidad. La privatización de la asistencia sanitaria es el mejor modo para no garantizar la salud mundial: si el acceso a la asistencia sanitaria contra el virus deja de ser gratuita – sin importar cuánto cueste el servicio –, siempre habrá personas más pobres que otras que serán excluidas, lo que permitirá al virus extenderse nuevamente, poniendo en riesgo a todos, incluidos los más privilegiados.

En este contexto, es evidente que la salud no puede ser tratada como una mercancía. Así como tampoco puede considerarse un bien público, porque esto requeriría la existencia de un Súper-Estado y de un gobierno global que la administre. Por otra parte, el modo en que algunos estados enfrentaron la pandemia muestra claramente que la soberanía absoluta del Estado, tal como la hemos entendido desde los Tratados de Westfalia de 1648, hoy debe ser relativizada y limitada.

Por lo tanto, la salud es un bien universal, pero un bien frágil, porque la privatización la destruye. Es un bien común global, que todos aspiramos a compartir y cuyo cuidado requiere la cooperación de todos. Una cosmopolítica.

El caso del clima o de la biodiversidad es distinto. Esta última ha sido erróneamente considerada como ligada a un territorio y a las condiciones locales de abundancia de organismos vivientes para tener un carácter global. En realidad, es la globalización del mercado lo que la hace un bien común global. Así, por ejemplo, las decisiones tomadas por una empresa francesa, cuya cadena de valor tiene su origen en Indonesia, pueden afectar principalmente la selva pluvial de Sumatra[8]. El IUCN World Conservation Congress 2020, que tuvo lugar entre el 3 y el 11 de septiembre de 2021 en Marsella, no hizo más que confirmarlo[9].

Nuestros bienes comunes globales

¿Qué tipo de instituciones nos permitirá gobernar situaciones como estas? La ONU se ha convertido en un organismo muy frágil. A las instituciones de la Comunidad Europea no les ha ido mucho mejor. La Organización Mundial de la Salud no fue escuchada. Por lo tanto debemos pensar en otra solución.

Para ello necesitamos creatividad institucional. Necesitamos reglas que permitan a todos los actores interesados reunirse alrededor de la mesa de negociación y compromiso con este discernimiento colectivo tan necesario: los estados nacionales, por supuesto, pero también representantes de la sociedad civil y del sector privado.

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En un sector específico de la salud, un «milagro» de este tipo ya se hizo realidad. Se trata de la iniciativa Drugs for Neglected Diseases (DNDi)[10]. Fundada en 2003 por algunos médicos franceses, esta plataforma coordina el diálogo entre los gobiernos, las ONG y representantes de las Big Pharma. ¿Qué logra producir este consorcio aparentemente improbable? Precisamente lo que ninguno de estos tres actores habría podido o querido hacer por sí solo: terapias a bajo costo para enfermedades descuidadas por la salud privada debido a la falta de usuarios solventes. Hablamos, por ejemplo de la hepatitis C, de la leishmaniosis visceral y de la tripanosomiasis (enfermedad del sueño).

Esta es una buena manera de reconocer la salud como un bien común global: instalar un nuevo tipo de actor híbrido de escala internacional, que vaya más allá del enfrentamiento estéril entre Estado y mercado, al que tantos economistas se acostumbraron a reducir la dinámica social. Por supuesto, las terapias que la DNDi distribuye no son gratuitas: la plaga de la privatización de la salud no ha sido todavía curada del todo. Pero la DNDi está proponiendo un modo de proceder interesante. Lo que antes parecía impensable ahora es posible. Y para que sean fructíferas, no hay duda de que las negociaciones entre Estados, ONG y empresas privadas requieren que cada una de las partes tome riesgos y aplique la regla de oro.

El clima, la biodiversidad, los fondos marinos, las poblaciones de peces, el espacio: son muchos los bienes comunes globales que solo esperan que nosotros imaginemos instituciones y reglas adecuadas para cuidarlos y, en especial, para salvarlos de la destrucción a la que estarían condenados si se los redujera al status de mercancías. Instituciones que deben dar voz a todos los países del Sur del mundo y no contentarse con proveer una legitimidad formal a un violento juego de poderes que favorezca a Occidente y a China. Reglas que deben permitir aspirar al bien de los más desfavorecidos de cada país. Porque el «clamor de la Tierra» y el «clamor de los pobres», como ha escrito el papa Francisco en Laudato si’, son la denuncia del mismo sufrimiento.

Al respecto, tal vez vale la pena observar que el debate de los bienes comunes en los últimos años se ha concentrado lamentablemente en la redefinición de un derecho de propiedad colectiva distinto de la propiedad pública. Si bien es importante defender que tanto la propiedad privada como la pública deben estar sometidas a límites, el hecho es que la comunidad internacional, en especial la comunidad jurídica, todavía no está en condiciones de proveer una definición consensuada de res communis.

En consecuencia, debemos dirigir nuestras energías y nuestra creatividad en otra dirección: establecer reglas para el gobierno y el uso de los recursos que queremos compartir, pero que no necesariamente deben ser objeto de un nuevo tipo de derecho de propiedad.

Es lo que se observa en el actual punto muerto en el que se encuentran las negociaciones internacionales sobre el status de los fondos oceánicos. Algunos querrían convertirlos en bienes comunes globales, pero no han sido capaces de proponer una definición jurídica aceptable. Y, sin embargo, la comunidad internacional podría ponerse de acuerdo sobre reglas compartidas para el uso de fondos marinos sin crear una nueva categoría jurídica.

El espíritu de Filadelfia

La investigación de Elinor Ostrom[11] sugiere que las reglas para administrar un bien común deben satisfacer también una serie de criterios internos. Uno de estos es la existencia de una «meta-regla» que permita resolver los conflictos de interpretación de las reglas básicas sin desgastarse demasiado. Siempre surgirán los conflictos hermenéuticos, sin importar cuánto cuidado pongamos al establecer las reglas de base. Por lo tanto, tenemos que aprender esa especie de «sabiduría arquitectónica» que permite que nuestras instituciones presten el servicio que esperamos de ellas: permanecer en el tiempo, más allá de la sucesión de generaciones.

¿Es efectivamente tan difícil? En realidad, la administración de los bienes comunes no es una novedad, sino que forma parte del patrimonio sapiencial más antiguo de la humanidad. Administrábamos bienes comunes mucho antes de que el derecho romano inventara la propiedad privada. Internet, el mundo digital, son lugares que hoy están experimentando nuevas formas de propiedad (en materia de cultura, artes, programación informática) que dan testimonio de la increíble profusión de nuestra inteligencia colectiva. Incluso las organizaciones de nuestras relaciones a través del peer-to-peer es un nuevo modo de relacionarnos unos con otros, que vuelve posible una administración colectiva de los bienes comunes que apreciamos, y que se aleja de las relaciones jerárquicas heredadas de la violenta sociedad patriarcal.

El 10 de mayo de 1944, en plena Segunda Guerra Mundial, la Conferencia General de las Organizaciones Internacionales del Trabajo (ILO), reunida en la costa este de Estados Unidos, adoptó la llamada «Declaración de Filadelfia», que afirmaba, entre otras cosas, que el trabajo no era una mercancía y que la justicia social era la garantía más segura de la paz. Debemos cuidar este «espíritu de Filadelfia» para alcanzar los recursos políticos y espirituales que necesitamos para enfrentar los desafíos de hoy y que nos permitirán imaginar las instituciones que convertirán nuestro planeta en un lugar hospitalario mañana. Ninguno de nuestros bienes comunes es una mercancía. Cuidarlos colectivamente es la mejor garantía para conseguir la paz entre las naciones.

  1. Cfr G. Giraud, «Per ripartire dopo l’emergenza Covid-19», en Civ. Catt. 2020 I 7-19.

  2. Cfr I. Kant, La paz perpetua, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 1999. Disponible en: http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmchd7r6

  3. Cfr G. Giraud, La transizione ecologica, Verona, Emi, 2015.

  4. Cfr Id., Composer un Monde en commun. Une théologie politique de l’Anthropocène, Paris, Seuil, publicación prevista para enero 2022.

  5. Cfr Ch. Theobald, «La règle d’or chez Paul Ricoeur: une interrogation théologique», en Recherches de Science Religieuse 83 (1995/1) 43-59.

  6. Francisco, Exhortación apostólica postsinodal Querida Amazonia, 2 de febrero de 2020.

  7. Cfr Beni comuni, Milano, Feltrinelli, 2015; G. Giraud, «Una retribuzione universale», en Civ. Catt. 2020 II 429-442.

  8. Cfr A. Wolff, Responsabilite ́ sociétale: quelles contributions des entreprises à la conservation de la biodiversite ́? (https://tel.archives-ouvertes.fr/tel-01695744v2), tesis doctoral, 2017.

  9. Cfr www.iucncongress2020.org/

  10. Cfr https://dndi.org

  11. Cfr E. Ostrom, Governare i beni collettivi, Venezia, Marsilio, 2006.

Gaël Giraud
Es un economista y jesuita francés. Es Director de Investigación del Centre National de la Recherche Scientifique, en Francia, y Director del Programa de Justicia Ambiental de la Universidad de Georgetown (Washington, D.C). Trabajó durante cinco años como economista jefe en la Agencia Francesa de Desarrollo. Es autor de varios libros de referencia, entre ellos Ilusión financiera, Sal Terra.

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