Literatura

El problema religioso en Dino Buzzati

© YIN Renlong – La Civiltà Cattolica / Wikimedia – Giorgio Lotti – Mondadori Portfolio

Cuando Dino Buzzati murió, hace cincuenta años, exactamente el 28 de enero de 1972 (había nacido en Belluno en 1906), el periódico francés Combat le dedicó un artículo titulado «Dino Buzzati, muerto y vivo». «La muerte de un escritor – se leía – es la ocasión para demostrar que su obra sigue viva aunque el hombre ya no exista. El periodista Buzzati lo sabía bien. Sus libros siguen vivos, ¡y de qué vida!». A cincuenta años de distancia, el juicio de Combat se revela profético. Mientras otros autores de su tiempo – y más cercanos a nosotros – desaparecen en la sombra, Buzzati se sostiene con una presencia viva e inquietante. Sus obras nunca han dejado de reimprimirse y la crítica sigue profundizando en su originalidad, belleza formal y riqueza de contenido.

¿Cuáles son las razones de la vitalidad del escritor italiano? Con un estilo simple, lineal y nítido, pone al lector frente al misterio de la vida: el misterio que la circunda, la muerte que la acosa, la angustia que la asecha. Este misterio se desgrana del diario vivir, aparentemente banal; más aún, lo llevamos dentro sin saberlo, y cuando nos volvemos conscientes, el desaliento nos asalta con la premura de las preguntas cruciales: ¿tiene sentido la vida? ¿qué es el misterio? ¿somos peregrinos o desventurados? ¿el cielo está mudo y vacío? «Novelista de la soledad y del absurdo» definía Le Figaro a Buzzati con ocasión de su muerte, y luego concluía: «A su eterna búsqueda del absoluto, a su patética búsqueda de una certeza, Buzzati aportaba una claridad y una precisión que le valieron el sobrenombre de Kafka de cristal».

Nos reunimos una vez con Buzzati en los lejanos años Sesenta, en el Centro San Fedele de Milán, con ocasión de una mesa redonda sobre su obra. Hablamos de la dimensión religiosa de su narrativa y concluimos que en su obra existen notables grietas religiosas, y que su inspiración literaria revela un alma naturaliter christiana. Su dios, sin embargo, es vago, nebuloso, equívoco; su religión se confunde con el sentimiento; su más allá tiene el sabor de una linda fábula; su búsqueda conduce al misterio, expresión antes de nuestra necesidad que de una realidad trascendente. No obstante, a veces esta necesidad está tan viva que se alza como una verdad de nuestro ser.

Buzzati suscribe nuestro análisis, y lo agradece. Recordamos su mirada: profunda, casi perdida en el intento por escrutar el misterio que se anida en cada persona; y su bondad, su cortesía y timidez, su modestia. Daba la impresión de una persona que se movía con dificultad en este mundo, que buscaba otras tierras donde habitar. ¿Cuáles?

Buzzati, ¿un escritor religioso?

Esta pregunta nos introduce en el análisis de su religiosidad. Eugenio Montale lo definió como «un narrador esencialmente cristiano»[1]. Giovanna Ioli habla de una «religiosidad inminente», afirmando que «Dios existe en los lugares de Buzzati más que en muchos autores que lo declaran explícitamente»[2]. Giorgio Pullini observa que «la realidad permanece para Buzzati como un hecho trascendental, más allá de su búsqueda personal, es un punto de partida mítico»[3]. Fausto Gianfranceschi sostiene que no es posible comprender a Buzzati prescindiendo de la dimensión religiosa de su obra[4]. También Domenico Porzio insiste en la oculta alma religiosa buzzatiana, que mana sobre todo del lenguaje simbólico y metafórico del escritor[5]. Otros estudiosos tratan el asunto, pero en términos más bien vagos y confusos, como si se tratara de un tema marginal.

¿Es posible definir a Buzzati como un escritor religioso? Para evitar cualquier tipo de ambigüedad, digamos de inmediato que el autor no profesa una religión, en el sentido de que no acepta un credo, sea cristiano o católico, estructurado por dogmas, ritos y una verdad revelada. Posee un fuerte sentimiento religioso, que deriva de su alma profunda y que se manifiesta como presentimiento, nostalgia, espera, malestar interior, inteligencia metafórica y mítica. Este sentimiento constituye la religión natural o religiosidad y tiene un origen triple. En primer lugar, se origina por el sentimiento de lo numinoso, universalmente advertido y expresado en diversos modos. En segundo lugar, por la estructura del hombre: un ser finito abierto al infinito; siendo la realidad que lo circunda limitada y finita, este advierte un malestar que lo induce a buscar, en otras direcciones, otras realidades. Por último, frente al acontecimiento de la muerte, el hombre siente una potente necesidad de sobrevivencia para no morir del todo y para reunirse con las personas queridas. ¿Vano deseo o presagio de inmortalidad? La religión natural, por lo tanto, conlleva la búsqueda de otras realidades y la necesidad de traspasar los límites de lo humano para alcanzar las tierras donde la inquietud se aplaca.

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De estas otras tierras Buzzati fue un descubridor apasionado y original. En su calidad de escritor auténtico, muestra una peculiar capacidad para hacernos percibir la nostalgia y la necesidad. Su percepción, que va más allá de lo cotidiano e inmediato, se forma a partir de lo maravilloso, lo diferente y lo extraño, pero también de lo misterioso, lo metafísico y lo sobrenatural. Está totalmente dispuesto a captar y comprender esa realidad, porque en ella está en juego nuestro destino y se condensa nuestra vida. «La diferencia, la originalidad absoluta de Buzzati – afirma Geno Pampaloni – es la siguiente: […] para Buzzati la metafísica es una ética, es una moral; si lo real y el tiempo a menudo es una mentira, la verdad está en otra parte, está más allá, y buscarla y conocerla con paciencia y valentía es la verdadera moral del hombre»[6].

Buscar la verdad en otro lugar: sin perderse en los meandros del inconsciente, considerándolo fuente de consciencia esencial, atento a descubrir la verdad oculta tanto en la realidad cotidiana como en el sueño, en la imaginación y en el presentimiento de lo absolutamente Otro. Al respecto, Ioli cita tres versos de Alain de Lille en los que se expresa que toda criatura es un libro: Omnis mundi creatura / quasi liber et pictura / nobis est et speculum, y remite al texto paulino: «Si ahora vemos confusamente, como en un espejo, entonces veremos cara a cara. Si ahora tengo un conocimiento imperfecto, entonces conoceré tal como Dios me ha conocido» (1 Cor 13,12)[7].

Buzzati tiene el don de recorrer los senderos de la vida y de vislumbrar los signos y las voces que a nosotros se nos escapan y que remiten a algo diverso, que está detrás. «Toda manifestación de lo real es el signo de algo que está detrás, todo acontecimiento tiene una contraparte ideal. Así como un libro no se agota en los signos impresos de sus páginas, así la vida humana no se agota en sus hechos […]. Esto indica el modo tradicionalmente correcto de leer el gran libro del mundo. El símbolo, la metáfora […] se conviertan en la realidad, aquella no inmediatamente visible y tangible, aquella que hay que decodificar; a su vez, la realidad se convierte en símbolo»[8].

Los lugares del misterio

Según Buzzati, hay lugares en los que el misterio del mundo se revela con mayor intensidad: las montañas y el desierto. «Las montañas están escondidas, pero se sienten cerca; están inmóviles y solitarias, hundidas en las nubes», unas veces «cargadas de noche», otras cubiertas de luz; atraen, pero también provocan temor. Reino del silencio, «máximo símbolo de la suprema quietud a la que el hombre está llamado por vocación y tentación invencible»[9]; símbolo también de la trascendencia, de la inmovilidad y de la necesidad de tender hacia lo alto. Y con la montaña, el desierto. Reino ilimitado de lo desconocido, de espejismos y presagios. «Para mí, lo más impresionante en el desierto es la sensación de espera. Uno tiene la sensación de que debería suceder algo, de un momento a otro. Precisamente ahí, surgido de las cosas que se ven»[10]. ¿Qué oculta el horizonte? ¿Es el final o el principio de otros espacios? ¿Qué, o quien, nos espera ahí? ¿Qué verdades esconde? El protagonista de Ombra del Sud, relata un viaje en África; rodea el desierto sin jamás adentrarse en él. En Puerto Said divisa a un hombre, quizá un árabe. Cuando se lo señala al compañero este desaparece, pero reaparece en otra localidad, de manera enigmática e insistente. «No buscaba nada, lo sabía perfectamente. De carne y hueso o espejismo, había aparecido para mí, milagrosamente se había desplazado de un extremo de la ciudad indígena al otro, para volver a verme, y tuve consciencia (gracias a una voz que me hablaba desde el fondo) de una oscura complicidad que me unía a ese ser». Lo extraño es que solo él puede verlo; se le aparece y luego se desvanece en la nada. ¿Qué quiere? «No sé quién eres, si hombre, fantasma o espejismo, pero temo que te equivocas. Temo que no soy el que buscas. El asunto no está muy claro, pero creo haber comprendido que tu querías conducirme más allá, cada vez más allá, más al centro, hasta las fronteras de tu desconocido reino […]. Solo quieres hacerme entender – me parece – que tu rey me espera en medio del desierto, en el blanco y maravilloso palacio, custodiado por leones, en el que cantan fuentes encantadas […], donde probablemente sería feliz»[11].

Sería feliz porque el desierto revela verdades ocultas y maravillas encantadas. ¿Cuáles? No nos dice. Tampoco dice quien es el monarca que lo espera en el palacio blanco y maravilloso, en medio del desierto. Las montañas y el desierto, pero también el bosque y el mar, son lugares privilegiados del misterio. Este, sin embargo, se revela a un observador atento en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, ya sea frío y despiadado, ya tranquilizador y benéfico. ¿A qué verdades nos enfrenta?

En primer lugar, al flujo del tiempo: monstruo que todo lo corroe, que todo lo nivela, que arroja todo en la sombra. Corre el tiempo. «Su latido silencioso mide cada vez más precipitado la vida, no podemos parar ni un instante, ni siquiera para una ojeada hacia atrás. “¡Párate! ¡Párate!”, quisiéramos gritar, pero comprendemos que es inútil. Todo huye, los hombres, las estaciones, las nubes; y de nada sirve agarrarse a las piedras, resistir en lo alto de un escollo; los dedos cansados se abren, los brazos se aflojan inertes, nos arrastra de nuevo el río, que parece lento pero jamás se para»[12].

Con el paso de los años la soledad nos asecha hasta volvernos extraños para los demás y para nosotros mismos. Extraños y molestos. ¿Los amigos? Ya no nos reconocen. Los buscamos con afán, pero nuestros «pasos resuenan misteriosos de una casa a la otra, diciendo: “¿Qué haces? ¿Qué quieres? ¿No te das cuenta que todo es inútil?». ¿Los nietos? En el relato La polpetta («La albóndiga»), tres «queridos chicos», hartos de soportar al viejo abuelo, deciden envenenarlo. ¿Le gustan las albóndigas? Bien, le prepararemos una con cianuro. «Te aseguro que la comerá». El viejo descubre el engaño. No se rebela, no acusa: «Adiós, chicos, lo he entendido. Me iré sin hacer mucho ruido. Qué graciosos son, se parecen desgraciadamente a un tipo que existía muchos años atrás; y que llevaba mi nombre. (Por suerte para ustedes, no lo saben. No sospechan. Pobres muchachos. Ni siquiera hay tiempo para reírse de esto. Dentro de un siglo, de un año o de un mes. O en un día. O una hora. Dentro de un minuto, o menos, serán exactamente como yo. Viejos. Jubilados. Arrugados, ¡listos para ser arrojados a la basura!) […] Sentado en el escritorio, con ayuda del abrecartas dorado, empiezo a comer. Y a morir, como lo desean ustedes, queridos chicos»[13].

Se alejan incluso los hijos, arrastrados por otros intereses, por otra mentalidad, por nuevos afectos. El tiempo nos ha consumido; más aún, nos ha traicionado, mostrándonos la sutil tentación de la espera. Creímos que el paso del tiempo era la condición para concretar una espera de felicidad, pero la espera siguió siendo espera. Así, nos encontramos al final de la vida con las manos vacías y el alma apagada.

La espera y la muerte

El tema de la espera en la poética de Buzzati es recurrente. En su variedad de facetas, tiene como fondo común la desilusión, el engaño y la muerte. El autor la desarrolla en muchos relatos, pero en El desierto de los Tártaros adquiera su más plena expresión. Se trata de una novela que recuerda a Franz Kafka: acción exterior reducida, ambientes grises y desolados, atmósferas enrarecidas, impregnadas de sentidos recónditos, hombres que juegan con su propio destino.

El teniente Giovanni Drogo ha sido destinado a la Fortaleza Bastiani, ubicada en los márgenes de una llanura desértica, cuyos límites se pierden en el horizonte. Desde el desierto podrían llegar los bárbaros invasores; los hombres de la Fortaleza los enfrentarían y derrotarían, conquistando así la gloria que coronaría sus existencias. «Del desierto del norte tenía que llegar su fortuna, la aventura, la hora milagrosa que al menos una vez le toca a cada uno». Pasan los años, los fusiles envejecen, los oficiales envejecen, decae el amor, pero la espera de la «hora milagrosa» se mantiene, encadenando a Giovanni Drogo a la Fortaleza. Justo cuando parece que los Tártaros asoman por el desierto, Drogo cae enfermo. El comandante entra en su habitación y le dice: «Tengo una buena noticia: hoy vendrá una magnífica carroza a buscarte». Antes de alcanzar su ciudad, lo visitará incluso la muerte en una lúgubre pasada.

¿Es esta la vida? ¿Ilusión y engaño? ¿Juego irónico y fúnebre? El final de la novela nos lleva a otras interpretaciones. Cuando Drogo percibe la proximidad de la muerte quiere afrontarla con dignidad. «Y súbitamente los viejos temores se desvanecieron, las pesadillas se debilitaron, la muerte perdió su rostro helador, mudándose en cosa sencilla y conforme a natura. El comandante Giovanni Drogo, consumido por la enfermedad y los años, pobre hombre, hizo fuerza contra el inmenso portón negro y advirtió que las hojas cedían, dando paso a la luz»[14]. Se entra en la luz – en la vida – a través de la muerte (el portón negro), es decir, mediante la superación del tiempo y de las vanas esperanzas. «La “luz” de Buzzati – observa Giovanna Ioli – no es otra cosa que el símbolo de esa fe jamás declarada, y sin embargo siempre ofrecida como don al lector»[15].

El tema de la muerte en Buzzati, más que recurrente es obsesivo, casi como un estribillo que marca el ritmo de su obra, a veces con tonos cómicos y desolados, otras con notas abiertas a conjeturas de esperanza en otro mundo. El escritor la divisa en todas partes, agazapada en los rincones más inesperados, los ojos fijos en los mortales, empeñada en atraparlos, sin importarle nada. A veces muestra también cierta misericordia, como sucede en el cuento Il mantello («La capa»). El soldado Giovanni regresa a su casa, y es acogido con gritos de alegría por la madre y los hermanos. Pálido y exhausto, le duele hasta sonreír. A pesar del calor, rehúsa quitarse la capa, porque tiene que salir. Alguien lo espera afuera, tiene volver a él. Toda insistencia es inútil. Cuando se prepara para salir, un hermanito levanta el borde de su capa descubriendo una herida sangrante. «[…] abrió la puerta de entrada, dos caballos partieron al galope, bajo el cielo gris […]. Y entonces la madre finalmente comprendió, un vacío inmenso que jamás podría colmar así viviese siglos se abrió en su corazón. Entendió la historia de la capa, la tristeza de su hijo y, sobre todo, quién era el misterioso individuo que se paseaba de un lado a otro en la calle, a la espera. Misericordioso y paciente, al punto de acompañar a Giovanni a su vieja casa (antes de llevárselo para siempre), para que pudiera despedirse de su madre; dispuesto a esperar varios minutos afuera de la entrada, de pie, él, señor del mundo, en medio del polvo, como pordiosero hambriento»[16].

Una pregunta asedia a Buzzati: ¿la muerte es el final o el comienzo? ¿Una salida que nos introduce en otro mundo o que limita con la nada? ¿La realización de nuestras esperanzas o su naufragio? A veces le parece la puerta hacia la nada, otras la revelación, aunque opaca e incierta, de otro mundo. En I due autisti («Los dos conductores»), recuerda el transporte del ataúd de su madre a un cementerio lejano. Durante el trayecto, los conductores se contaban frivolidades, reían, con la rabia en el cuerpo por no poder parar en las mejores trattorías. El hijo se estrujaba de remordimiento por no haber asistido a la vieja madre enferma, absorto en satisfacer su «asqueroso egoísmo». Ahora era demasiado tarde para remediar el sufrimiento y la soledad de la madre. Ya no ve ni siente. Muerta y destruida. «¿Nada? Absolutamente nada queda. ¿Ya no existe nada de mi mamá? Quizá. De vez en cuando, especialmente por la tarde, si estoy solo experimento una sensación extraña. Como si algo entrara en mí, algo que pocos instantes atrás no existía, como si me habitara una esencia inefable, no mía, y sin embargo inmensamente mía, como si no estuviera solo, y cada uno de mis gestos, cada palabra, tuviera como testigo un misterioso espíritu. ¡Ella! Pero el hechizo dura poco, una hora y media, no más. Después, la jornada vuelve a rechinar con sus áridas ruedas»[17].

¿El hechizo es una revelación? Tal vez, pero la vida con el ruido de sus «áridas ruedas» nos tritura. Nos aturde y nos aliena. Nos volvemos tan incapaces de comprender – o al menos de sospechar – que, si el tiempo es una ilusión y una mentira, la verdad podría estar en otra parte, más allá de la muerte, y que es necesario buscarla con paciencia y valentía. En este sentido, el relato Il colombre («El colombre») es sintomático. Habla de un tiburón que, una vez que escoge a su víctima, la sigue por años hasta devorarla. Stefano Roi cree haber sido elegido como víctima. Obsesionado por la presencia del monstruo, primero se aleja del mar, luego regresa, decidido a enfrentarlo en una lucha definitiva:

«“Aquí me tienes finalmente”, dijo Stefano. “¡Solos tú y yo!”. Y haciendo acopio de las energías que le quedaban levantó el arpón como para intentar asestarle un golpe. “¡Ah!”, gimió con voz suplicante el colombre, “¡Qué largo camino para encontrarte! Yo también estoy derrotado por la fatiga. Cuánto me has hecho nadar… y tú huías, huías… ¡y no has comprendido nunca nada!”. “¿A qué te refieres?”, dijo Stefano, aún con un hálito de vida. “Pues que no te he perseguido por el mundo para devorarte como pensabas. Del rey del mar sólo tenía el encargo de hacerte entrega de esto. Y entonces el escualo sacó fuera la lengua, ofreciéndole al viejo capitán una pequeña esfera fosforescente. Stefano la tomó entre los dedos y la contempló. Era una perla de dimensiones desproporcionadas. Y reconoció que era la famosa Perla del Mar que da, a quien la posee, fortuna, poder, amor y paz espiritual. Sin embargo, ahora ya era demasiado tarde. “¡Ay de mí!”, dijo moviendo la cabeza tristemente. “¿Cómo he podido equivocarme de esta forma? He conseguido condenar mi existencia además de arruinar la tuya”. “Adiós, pobre hombre”, respondió el colombre. Y se sumergió en las negras aguas para siempre»[18].

El colombre es la metáfora de la muerte. O mejor, es un mensajero de la muerte. Lo que nos trae o anuncia no es la aniquilación, sino la felicidad. Nosotros no lo sabemos y malgastamos la vida en huidas inútiles y temores estériles.

Piedad por el hombre

Aturdido por el bullicio y los espejismos de la vida, el hombre rara vez logra percibir el anuncio del cielo y permanece prisionero de la ilusión, del miedo y de los acontecimientos. Al describir esta prisión, Buzzati siente lástima y piedad. Piedad por Giuseppe Corte, que se nutre de ilusiones hasta la muerte, y cuando esta llega, se da cuenta de que «las persianas corredizas, obedientes a una orden misteriosa, descendían lentamente, cerrando el paso a la luz»[19]. Piedad por la joven que, «la frente en alto, camina orgullosa […]. Toda su vida parece concentrada en la voluntad de avanzar. ¿Pero hacia dónde? […] Se diría que sabe a dónde lleva el camino – tras breves fingidos resplandores, encontrarse enferma, agotada y sola en medio de la avidez del mundo – pero de todas formas avanza impertérrita, apostando toda la vida por un capricho de mujer»[20]. Piedad por nosotros mismos. «¿Qué sabes tú, criatura mía? Un gracioso grano de polvo perdido en el universo»[21]. Piedad por la señora María que, aun ante el inminente derrumbe de su vida, se obstina en no creer en la catástrofe. Su única preocupación es conservar intacta la máscara mundana y a salvo su refinado encanto, incluso cuando los espíritus del otro mundo llaman a la puerta y anuncian la llegada de la muerte[22].

Todos los escritores perciben la pequeñez y miseria del hombre, y asumen ante esta actitudes diferentes: unos se rebelan proclamando el absurdo, otros se resignan pasivamente, algunos intentan superarla de manera imposible. Al respecto, F. Gianfranceschi establece una comparación entre Kafka y Buzzati: «Si Kafka es el hombre de la angustia total, siempre perseguido y siempre en estado de acusación frente a un misterioso tribunal, Buzzati es también el hombre de la piedad y de la esperanza de ser rescatados, del amor y de la sincera participación en la vida en todas sus manifestaciones. Mientras Kafka permanece encerrado en su caparazón de dolor, en su mundo de sufrimiento ineluctable, Buzzati se abre a la comprensión del prójimo, a la intuición de lo numinoso. En suma, lo que diferencia a ambos autores es la sutil línea de separación entre la tradición judía de la culminación cristiana»[23].

También Un amor está transido por un sentimiento de piedad. Es la historia gris, obstinada, narrada con crudo realismo, del amor del arquitecto de cincuenta años Antonio Dorigo por una joven-prostituta quinceañera, de nombre Laide. ¿Historia de amor? Sería más exacto catalogarla de historia de pasión ciega, de esclavitud erótica, de enamoramiento degradante. Antonio sabe que ella no lo ama, que lo engaña, lo explota, lo humilla, lo usa, pero una fuerza misteriosa que anida en lo profundo le impide comportarse cuerdamente y con dignidad. Cree que es la fuerza del amor, que domina y transfigura la vida, que resistir a ella es imposible, porque vivir es amar.

Del amor, sin embargo, no logra comprender el verdadero significado. Lo inventa con su mente enferma. De modo que termina por quedar a merced de las fuerzas oscuras de su yo. La consecuencia es fatal. Laide se convierte en el caos que lo atrae y lo aniquila, el veneno que le quema las entrañas pero del que no puede prescindir, el abismo en el que tuvo que arrojarse para descubrir los secretos, el encanto, el horror. ¿Tuvo que arrojarse? Es preferible creer que haya sido obra de un «desesperado y dramático viento» que le nubló la mente. ¿Es esto el amor? ¿Una maldición que nos cae encima y a la que no podemos resistir? La historia de Dorigo se termina con el descubrimiento de la muerte. «Por la noche miraba en derredor. ¡Dios, Dios! ¿Qué es esa torre grande y negra que sobresale? La vieja torre que se le había quedado siempre hundida en el alma desde niño, pero, poco antes, en el torbellino, se había olvidado completamente de la terrible torre, la velocidad, el precipicio le habían hecho olvidar la existencia de la gran torre inexorable y negra. ¿Cómo había podido olvidar una cosa tan importante, la más importante de todas las cosas? Ahora estaba de nuevo allí, se erguía, terrible y misteriosa, como siempre; más aún, parecía bastante mayor y más cercana. Sí, el amor le había hecho olvidar completamente que existía la muerte. Tanta era la fuerza del amor, que durante casi dos años no había pensado — precisamente él, que siempre había tenido esa obsesión en la sangre — en ella ni siquiera una vez, parecía un cuento. Y ahora, de improviso, había vuelto a aparecer ante él, dominaba por sobre él, la casa, el barrio, la ciudad, el mundo con su sombra y avanzaba lentamente»[24].

¿Y Laide? En la última página del libro Dorigo la ve, por un instante, «por encima de todos, era la cosa más bella, preciosa e importante de la Tierra». Le confía que está esperando una niña. «Ahí estaba, pues, la chiquilla tremenda y sin corazón que había de llevarlo a la ruina. ¿Qué le había sucedido? ¿Quién la había cambiado? ¿Qué le había infundido aquel deseo tan diferente del bullicio de los nightclubs y de los amores de pago?». En ella no sólo habitaban los gérmenes de la corrupción; «en el fondo de su alma anidaban, transmitidos a través de vías recónditas por antiguas venas de sangre, los deseos de las alegrías sencillas y eternas, domésticas, tranquilizadoras, triviales tal vez, que son la sal de la Tierra».

¿Quién es Dios?

En Buzzati el término «Dios» se repite con frecuencia y con diversas acepciones: simples exclamaciones, expresiones de asombro, llamadas de ayuda, referencias al misterio que se enfrenta, denominación de un hipotético ser trascendente, desconocido y atrayente. A veces también sucede que el término refleja un genuino deseo de fe, entendido como salvación de la soledad y de la muerte. Examinemos algunos.

«Cada santo tiene un pequeña casa a lo largo de la rivera, con un balcón que mira al océano, a ese océano que es Dios. En verano, cuando hace calor, se sumergen en las aguas frescas para refrescarse, y esas aguas son Dios»[25]. Así comienza el relato Los Santos, que pone en escena a dos santos: Gancillo, poco venerado y casi desconocido, y Marcolino, universalmente invocado. Un buen día Marcolino le hace una visita a Gancillo, casi para justificarse. «¿Lo vez? Yo soy un hombre malo, pero igual me asedian todo el día. Tú eres mucho más santo que yo, y nadie se acuerda de ti. Hay que tener paciencia, hermano mío, con este mundo de perros». Alegría del encuentro, e invitación a cenar juntos. Mientras esperan que hierva la olla, se sientan en la banca, calentándose y conversando. «Desde el camino comenzó a salir una sutil columna de humo, y también ese humo era Dios». ¿Quién es Dios? ¿La felicidad del Edén? ¿La belleza y la bondad de la naturaleza? ¿La alegría de la amistad y de la fraternidad? ¿El alma del mundo?

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Tal vez Dios es lo que nos salva de la soledad. «Somos islas solitarias, sembradas en el océano, separadas por un espacio inmenso». ¿Lanzarse a nado para alcanzar otras islas? Locura. Terminaríamos cansados, helados y tristes en la masa infinita de las olas, sin fuerzas para regresar. «¿Todo inútil entonces? Probemos, probemos. Allá, en el horizonte, sobre las aguas desiertas, navega algunas tardes Dios, con su pequeña barca. Invisible pasará a tu lado, mientras nadas desesperado (bien podría ser) y te tocará con su mano»[26].

Ciertamente Dios no es propiedad de los «caballeros», de los que no conocen el mal y el pecado. Il disco si posò («El platillo se posó») cuenta la historia de dos marcianos que aterrizan su platillo en el techo de una iglesia y son invitados por el párroco a entrar en su habitación a presentarse. Saben todo sobre nosotros – dicen –, lo único que no entienden es qué son esas cruces, diseminadas por todas partes. El párroco, con la Biblia en la mano, explica la creación, el Edén, el pecado, la redención. Tiene la percepción de que estos dos pertenecen a la gente que no conoce el pecado: pura, como los ángeles del cielo. Cuando uno de los dos pregunta si la muerte del Hijo de Dios sirvió de algo, don Pietro – el párroco – «se limita a hacer un gesto con la mano derecha, desconsolado, como diciendo: ¿qué quieren? Estamos hechos así, somos pecadores, pobres gusanos pecadores que necesitan la piedad de Dios. En ese momento cae de rodillas, cubriéndose la cara con las manos». Cuando los marcianos se retiran, se queja: «Oh pobrecitos […]. Ustedes no tienen el pecado original, con todas sus complicaciones. Caballeros, sabios, irreprochables. Nunca han encontrado el Demonio. Pero cuando cae la tarde, me gustaría saber cómo se sienten. Desdichadamente solos, presumo, muertos de inutilidad y de tedio […]. Oh, Dios nos prefiere a nosotros, seguramente. Mejor cerdos como nosotros, después de todo, ávidos, viles, mentirosos, antes que los primeros de la clase, que nunca le dirigen la palabra. ¿Qué satisfacción puede experimentar Dios de gente semejante? ¿Qué sentido tiene la vida si no existiera el mal, el remordimiento y el llanto?»[27].

¿Dios? Es quizá «alguien que te espera», para hacerte feliz, para quitarte toda pena, liberarte del cansancio, del odio y de los temores de la noche. «Pero tú, hombre, no lo sabes. Sigues penando por la vida, te entristeces, se forman las primeras arrugas en tu rostro, te dejas llevar adelante por los años». ¿Dónde te espera? ¿Acaso en una lejana tierra de Oriente? No. Quizá en una de nuestras ciudades, quizá tras los muros de tu propia casa, quizá al otro lado de la puerta, en la habitación vecina. «Se sienta tranquilamente a esperarte, no habla, no tose, no se mueve, no hace nada para llamar la atención. Eres tú el que tiene que descubrirlo. Pero tú, hombre, ni siquiera te levantas, ni abres la puerta, ni enciendes la luz, ni miras. O bien, si vas, no lo ves. Él se sienta en un rincón, sosteniendo en su derecha un pequeño cetro de cristal, y te sonríe. Pero tú no lo ves. Decepcionado, apagas la luz, das un portazo, vuelves atrás, sacudes la cabeza molesto de estas absurdas insinuaciones: dentro de poco lo habrás olvidado todo. Y así desperdicias la vida»[28].

¿Qué Dios no hace nada para llamar tu atención? Eso parece, pero en realidad no es así. En una nota sorprendente, después de agradecer a Dios las maravillas de la creación, Buzzati continúa diciendo:

«También doy gracias por los innumerables temores, decepciones, expectativas dolorosas, enfermedades, por haberme impedido, en suma, la posibilidad de ser feliz para que la existencia me parezca cada vez más ingrata; y para que aprenda a dejarla sin excesivo pesar.

¡Maravillosa solicitud! Todo ha sido estudiado de tal manera – una cadena interminable de tragedias, de cobardía, de maldad, de indiferencia mortal – que cada vez me gusta un poco menos esta casa. Y empiezo, en cambio, a desear otra, precisamente la que me espera, quizá.

[…] Todo y todos los que me rodean, mirándome fijamente a los ojos, sin dejar que prevalezca mi codiciosa astucia, señalándome con su ejemplo la vanidad de las cosas, o haciéndome caer para que sienta la aspereza del suelo; con infinita paciencia desenredan, mientras yo lo intento, las tramas de mi espera. No es suficiente, les digo. Ciego, levanto la cabeza cada vez, despreciando tanta sabiduría que se extiende por el universo.

Cada mañana empiezo de nuevo, preparándome estúpidamente para disfrutar de este misterioso palacio. El coro diario de dolores, sollozos y muertes me amenaza en vano. No quiero entender. El sonriente anfitrión no se cansa de señalar la puerta, invitándome a mirar más allá, hacia el reino feliz. Pero yo sigo siendo obstinadamente estúpido, sentado y jugueteando, esperando, jugando con las piedras. Incapaz, me siento inmóvil, y me estremece cada crujido, en la soledad del jardín»[29].

Si no supiéramos quién es el autor, podríamos pensar que esta página fue escrita por un padre del desierto o un asceta del Medioevo. De hecho, algunas de las páginas de Buzzati, cuando describen la miseria de la vida y el anhelo de liberación, tienen un sabor ascético. Solo les falta el consuelo de la gracia y la alegre conciencia de la esperanza cristiana.

Como conclusión, he aquí dos textos en los que Buzzati expresa su actitud hacia la religión. En una entrevista con Yves Panafieu, unos meses antes de su muerte, dijo: «Lamento no haber tenido fe…. Me gustaría creer en Dios… Porque la fe en Dios (no me refiero al Dios católico, sino a cualquier Dios) es una fuerza que cambia la vida. No pretendo que te haga feliz, pero sí que te haga estar absolutamente sereno ante cualquier adversidad… ¡Así que tengo esta nostalgia! ¿Y quién no podría tenerla?… Pero ya no creo en el Dios que me enseñaron, porque es absurdo, cruel e injusto…»[30]. No creía – como no creemos nosotros – en el Dios que castiga, en el Dios de la ley de hierro, en el Dios frío y distante de los filósofos y jansenistas. El segundo texto está tomado de su libro más revelador In quel preciso momento: «Dios, pacientísimo, día y noche nos persigue, donde menos pensamos nos espera atento, no necesita cruces ni altares, hasta en los vestíbulos de mármol esterilizados que no se pueden nombrar viene a tentarnos ofreciéndonos la salvación del alma»[31]. Estos textos no definen al creyente, sino a un espíritu abierto a la fe que, tímidamente, busca a Dios porque percibe su existencia y su presencia.

  1. Corriere della Sera, 21 de marzo de 1951.

  2. G. Ioli, Dino Buzzati, Milán, Mursia, 1988, 56.

  3. G. Pullini, Il romanzo italiano del dopoguerra, Milán, Schwarz, 1961, 347.

  4. Cfr F. Gianfranceschi, «Buzzati: la sua religiosità e i suoi critici», en A. Fontanella (ed.), Dino Buzzati. Atti del Convegno internazionale di Venezia, 3 y 4 de noviembre de 1980, Florencia, Olschki, 1982, 75.

  5. Cfr D. Porzio, «L’interpretazione religiosa nell’opera di Dino Buzzati», ibid, 68.

  6. G. Pampaloni, «Lo scrittore», en Omaggio a Dino Buzzati. Atti del Convegno di Cortina d’Ampezzo, 18 a 24 de agosto de 1975, Milán, Mondadori, 1977, 61.

  7. G. Ioli, Dino Buzzati, cit., 34, y nota 94 (p. 62).

  8. G. Gianfranceschi, Dino Buzzati, Turín, Borla, 1967, 150.

  9. D. Buzzati, Barnabo dalle montagne, Milán, Mondadori, 1992, 99.

  10. Dino Buzzati: un autoritratto. Dialoghi con Yves Panafieu, ibid, 1973, 48.

  11. D. Buzzati, «Ombra del Sud», en I sette messaggeri, ibid, 1942, 74 s.

  12. Id., El desierto de los tártaros, Madrid, Alianza, 1976, 102.

  13. Id., Le notti difficili, ibid, 1993, 169.

  14. Id., El desierto de los tártaros, cit., 121.

  15. G. Ioli, Dino Buzzati, cit., 149.

  16. D. Buzzati, Il mantello, en Id., La boutique del mistero, Milán, Mondadori, 1968, 70.

  17. Ibid, 223.

  18. Ibid, 176.

  19. Ibid, 52.

  20. Id., In quel preciso momento, Venecia, Pozza, 1955, 17.

  21. Ibid, 35.

  22. Id., «Eppure battono alla porta», en Id., La boutique del mistero, cit., 53-65.

  23. F. Gianfranceschi, Dino Buzzati, cit., 137.

  24. D. Buzzati, Un amor, Madrid, Gadir, 2007, 231.

  25. Id., La boutique del mistero, cit., 150-154.

  26. Id., In quel preciso momento, cit., 36.

  27. Id., La boutique del mistero, cit., 142.

  28. Id., In quel preciso momento, cit., 74.

  29. Ibid, 23 s.

  30. Pasaje contenido en la entrevista de Buzzati a Yves Panafieu. Lo rescata Pietro Biaggi en Avvenire, el 24 de enero de 2002. P. Biaggi es el autor de un interesante volumen: Buzzati. I luoghi del mistero (Padua, Messaggero, 2001).

  31. Id., In quel preciso momento, cit., 158.

Ferdinando Castelli
Ex profesor de literatura y cristianismo en el Instituto de Ciencias Religiosas de la Pontificia Universidad Gregoriana, Ferdinando Castelli, jesuita, fue editor de "La Civiltà Cattolica" en el ámbito literario. Entre sus publicaciones se encuentran: Letteratura dell'inquietudine (1963), Sei profeti per il nostro tempo (1972), Volti della contestazione. Strindberg, Péguy, Papini, Camus, Mishima, Kerouac, Böll (1978) y In nome dell’uomo (1980).

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