Biblia

La ciudad en la Biblia

De lugar de alienación a don de Dios

Torre de Babel, Pieter Brueghel el Viejo (1563)

El nacimiento de los primeros asentamientos urbanos en el mundo antiguo, sobre todo en Oriente Próximo, constituye un punto de inflexión histórico que marca un decisivo avance tecnológico, económico y social. La construcción de las primeras ciudades se configura como una etapa fundamental en la historia de la civilización. Jericó es considerada como el centro urbano más antiguo del mundo (su primera muralla de defensa se remonta al 8000 a.C.); Ur, Uruk y Çatalhöyük dan testimonio de la presencia del hombre, que habitó esos lugares a lo largo de milenios. En Oriente Próximo aún pueden verse en el horizonte los tells, colinas artificiales que fueron creciendo siglo tras siglo, estrato tras estrato, señalando la superposición de los asentamientos humanos.

En contraste con las inseguridades de la errante vida nómada, los habitantes de las ciudades obtenían muchas ventajas de su vida en común. En efecto, los asentamientos urbanos aseguraban protección y seguridad dentro de las propias murallas y, al mismo tiempo, eran una garantía de ayuda y apoyo recíprocos. La vida urbana, comunitaria y altamente organizada, acrecentaba el bienestar y la prosperidad de la población, aunque no daba la certeza de que las riquezas fuesen distribuidas de forma equitativa entre los ciudadanos.

¿De qué modo entra la ciudad en el imaginario bíblico? ¿A través de qué lentes lee la Escritura el fenómeno urbano? ¿Es recibida de forma favorable la forma de vida urbana, o es mirada más bien con recelo? En cierto sentido, podemos decir que, desde los comienzos, la ciudad se revela como una de las protagonistas del relato bíblico[1].

La primera ciudad en la Biblia

En los relatos de los orígenes aparece de inmediato una contraposición entre nómadas y agricultores (cf. Gén 4). Caín es agricultor, mientras que Abel es pastor. Las actividades de los hermanos presuponen, en un caso, la estabilidad necesaria para el cultivo, de modo que el sembrador pueda esperar el tiempo de la cosecha, mientras que, en el otro caso, el nomadismo, va en busca de pastos para los rebaños.

Caín y Abel desarrollan labores diferentes: ¿serán compañeros o rivales entre sí? La situación de la primera pareja de hermanos refleja la realidad social extendida en el antiguo Oriente Próximo, que hacía necesario un acuerdo entre nómadas y habitantes de un tell[2], donde los primeros garantizaban la provisión de carne, leche y quesos, y los segundos daban a cambio los productos de la tierra, sobre todo vino, aceite y trigo.

No es casual que el relato del Génesis atribuya justamente al agricultor Caín la fundación de la primera ciudad mientras se encuentra viviendo errante y fugitivo tras haber matado a su hermano. Dios manda que el primer homicida no sufra venganza, protegiéndolo así a través de la imposición de un signo (cf. Gén 4,15). Sin embargo, Caín reacciona movido por el miedo a que lo maten (cf. Gén 4,14), algo que revela su desconfianza hacia Dios. En efecto, se aleja del Señor y funda la primera ciudad, confiando en la protección de las murallas que lo circundan más que en la protección divina que se le ha prometido: «Caín conoció a su mujer; ella concibió y dio a luz a Henoc. Caín estaba edificando una ciudad y le puso el nombre de su hijo Henoc» (Gén 4,17)[3].

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Por lo tanto, la ciudad se introduce en el relato bíblico con una luz siniestra, como lugar de refugio tras el dramático fratricidio. El sentimiento de seguridad que transmite la ciudad a quien se refugia tras sus murallas parece dictado por un miedo que encierra y aleja de Dios y de los semejantes.

El desarrollo de la vida urbana en la Biblia corresponde a un progreso económico, tecnológico y artístico para los descendientes de Caín[4]. Sin embargo, este aparente avance se ve acompañado por un crecimiento vertiginoso de la violencia intramuros: «Lamec dijo a sus mujeres: “Ada y Sila, escuchad mi voz; / mujeres de Lamec, prestad oído a mi palabra. / A un hombre he matado por herirme, / y a un joven por golpearme. / Caín será vengado siete veces, / y Lamec setenta y siete» (Gén 4,23-24).

El poema de Lamec, descendiente de Caín, establece los parámetros de una venganza desmesurada y cruel. En la ciudad prevalece la ley del más fuerte, que, como respuesta a un golpe, llega a arrebatarle la vida a un muchacho. Con las amenazas de Lamec, ¿qué perspectivas se abren para que se detenga esta escalada de violencia que parece constitutiva de la vida de ciudad?

Babel, la «puerta de Dios»

Después del fin del diluvio, la vida urbana se reinició y difundió a gran escala (cf. Gén 10). El nombre de Nimrod, descendiente de Cam, hijo maldito de Noé, está ligado a muchas ciudades, entre ellas Babel/Babilonia en la región de Senaar[5]. La humanidad parece avanzar hacia ulteriores conquistas tecnológicas. Las construcciones hechas de ladrillos y alquitrán reemplazan a las de piedra y arcilla (cf. Gén 11,3)[6].

Sin embargo, este aparente progreso oculta un proyecto totalitario y centralizador[7] que, en un proceso de descreación, conduce a la sociedad humana hacia una uniformidad y masificación que se presenta en contraste con el designio divino manifestado en los primeros capítulos del Génesis. En efecto, Dios había creado el mundo separando la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, las aguas de la tierra seca, y distinguiendo los seres vivientes, vegetales y animales, según su propia especie (cf. Gén 1). Las exhortaciones que se dirigen a los constructores de Babel —«Vamos a preparar ladrillos y a cocerlos al fuego» (Gén 11,3)— muestra cómo detrás del lenguaje único de la humanidad (cf. Gén 11,1) se encuentra también un pensamiento único: palabras simples y directas que resuenan como un eslogan se repiten iguales a sí mismas martilleando y persuadiendo[8].

Así, la humanidad intenta reunirse en un único lugar fundando una ciudad: «Vamos a construirnos una ciudad y una torre cuya cabeza alcance el cielo, para hacernos un nombre, no sea que nos dispersemos por la superficie de la tierra» (Gén 11,4). El discurso directo manifiesta al lector las intenciones que se ocultan detrás de esa obra colosal: la ciudad y la torre son el signo de la hybris autorreferencial y centralizadora.

La «torre» podría recordar el zigurat mesopotámico, una estructura escalonada en cuya cima se encontraba el templo, lugar celestial y casa de la divinidad. Por otro lado, la referencia a la «cabeza que alcanza el cielo» es una expresión idiomática utilizada en el antiguo Oriente Próximo para indicar una construcción alta, imponente y sólida desde el punto de vista arquitectónico[9].

Los habitantes de Babel se rebelan contra Dios a través de la autonomía de la conquista tecnológica y de un proyecto social que concentra a todos los habitantes de la Tierra en un único lugar, para evitar la dispersión. La ciudad representa ese monumento que tiene la ambición de resistir al tiempo, contribuyendo a formar en los que la habitan una identidad común que persista generación tras generación.

No obstante, la empresa de los constructores de Babel revela ser precaria, infructuosa y vana, porque se pone en contraste con la palabra divina dirigida al hombre en el momento de la creación —«Dios los bendijo; y les dijo Dios: “Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra”» (Gén 1,28)— y después del diluvio —«Dios bendijo a Noé y a sus hijos diciéndoles: “Sed fecundos, multiplicaos y llenad la tierra. […] Vosotros sed fecundos y multiplicaos, moveos por la tierra y dominadla”» (Gén 9,1.7).

Además, el relato de la construcción de la ciudad de Babel está atravesado por una sutil ironía que se juega en la insanable desproporción entre las ambiciones de los hombres y el designio divino. Mientras que los constructores de la ciudad y de la torre piensan haber tocado el cielo, Dios tiene que «bajar» y descender para superar la distancia todavía existente y llegar a ellos. El Señor confunde las lenguas y la dispersión de la humanidad hace que la historia comience de nuevo, poniéndola en la perspectiva de la fecundidad, de la pluralidad y de la diferencia (cf. Gén 11,6-7).

El efecto de la visita de Dios es que ellos «cesaron de construir la ciudad» (Gén 11,8). Encalla así el proyecto ambicioso y uniformador de los hombres construido en torno a la ciudad como sede de un poder centralizado para atraer dentro de sus muros a todos los hombres, impidiéndoles diseminarse por la tierra (cf. Gén 1,28; 9,1.7). Babel, literalmente la «puerta de Dios», se torna en lugar de la confusión de las lenguas (cf. Gén 11,9)[10].

La tienda de Abrahán y la ciudad de Sodoma

Al relato del fallido proyecto de Babel sigue en el Génesis la genealogía de Sem, que introducirá en la narración bíblica la figura de Teraj, que sale de la ciudad de Ur de los Caldeos llevando consigo a su hijo Abrán (cf. Gén 11,31). Este, a su vez, partirá de Jarán para ponerse en camino hacia la tierra de Canaán, viviendo como nómada, extranjero y peregrino.

Los habitantes de Babel querían construirse con su propio esfuerzo un «nombre» mediante la erección de una ciudad monumental y de una torre que se elevara hasta el cielo. Esta vez, en cambio, es el Señor quien se dirige a un hombre, Abrán/Abrahán, prometiéndole tierra, descendencia y bendición, dando fecundidad a su vida estéril y engrandeciendo su nombre (cf. Gén 12,1-3).

La historia de Abrahán está ligada a Sodoma y Gomorra. Una vez más se contrapone en la Biblia la vida nómada a la urbana, que aparece como una realidad aparentemente seductora, fascinante.

Por el conflicto entre los pastores de Abrahán y los de su sobrino Lot se produce la separación entre ambos. Abrán cede a su sobrino el derecho de escoger primero hacia dónde ir: «Lot echó una mirada y vio que toda la vega del Jordán, hasta la entrada de Solar, era de regadío —esto era antes de que el Señor destruyera Sodoma y Gomorra— como el jardín del Señor o como Egipto» (Gén 13,10).

El relato hace entrar al lector en la perspectiva del deseo y del afán de Lot, que se encuentra frente a un lugar seguro, rico y floreciente, que es comparado con el Edén (cf. Gén 2-3) y con la fértil tierra de Egipto[11]. Sin embargo, las ciudades presentes en el valle del Jordán no solo harán necesaria una radical intervención divina a causa de su maldad y de su pecado (cf. Gén 13,13), sino que revelarán ser un lugar peligroso e inseguro para el mismo Lot. En efecto, las murallas de Sodoma no serán suficientes para proteger al sobrino de Abrahán, que será capturado junto con sus bienes durante el saqueo de la ciudad (cf. Gén 14,12).

La contraposición más fuerte entre la vida nómada de Abrahán y la ciudad la encontramos en el denominado «díptico de la hospitalidad» de Gén 18-19[12]. Frente a la visita de los huéspedes extranjeros, en los que se oculta la presencia de Dios, la tienda de Abrahán se revela como un lugar de acogimiento y de amistad que se abre a la vida: «Al verlos, corrió a su encuentro desde la puerta de la tienda, se postró en tierra y dijo: “Señor mío, si he alcanzado tu favor, no pases de largo junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis junto al árbol. Mientras, traeré un bocado de pan para que recobréis fuerzas antes de seguir, ya que habéis pasado junto a la casa de vuestro siervo”» (Gén 18,2-5). Fruto de esta generosa acogida es el anuncio del nacimiento de Isaac por parte del Señor, huésped inesperado de la tienda de Abrahán y de Sara.

A la par que Abrahán, también Lot, que se encuentra a la puerta de Sodoma, recibe en su casa a los huéspedes que vienen a la ciudad (cf. Gén 19,1-3). En cambio, los habitantes de Sodoma tienen una actitud diametralmente opuesta a la abierta y acogedora del nómada Abrahán: «Aún no se habían acostado, cuando los hombres de la ciudad, los sodomitas, rodearon la casa, desde los jóvenes a los viejos, todo el pueblo sin excepción. Y gritaban a Lot y le decían: “¿Dónde están los hombres que han entrado en tu casa esta noche? Sácanoslos para que abusemos de ellos”» (Gén 19,4-5).

Frente a la intercesión de Abrahán, que había obtenido de Dios que la ciudad no fuese destruida aunque solo se encontraran en ella diez justos (cf. Gén 18,32), el capítulo 19 del Génesis subraya varias veces cómo la totalidad de los habitantes manifiesta intenciones malvadas que van contra la ley de la hospitalidad[13]. De forma obstinada y proterva intentan arrebatarle a Lot sus huéspedes para violarlos.

El drama se enriquece con un matiz irónico cuando se muestra a los habitantes de Sodoma en su incapacidad de encontrar la puerta de la casa de Lot a causa de la ceguera que les han provocado los ángeles (cf. Gén 19,11). Sin embargo, aunque los huéspedes anuncian a Lot la inminente destrucción de Sodoma, él es renuente a partir, tal vez para no abandonar las comodidades de la vida urbana. Por eso pide permanecer en una ciudad cercana, Soar, la «pequeña», en lugar de irse a las montañas (cf. Gén 19,18-22).

Bastan los ejemplos considerados hasta ahora para mostrar cómo el mundo bíblico confirma su recelo hacia la ciudad y hacia la vida que en ella se lleva. ¿Es, pues, inapelable la condena del modelo urbano, o todavía es posible el surgimiento de una ciudad distinta, configurada según los planes de Dios?

De la ciudad de los hombres a la ciudad de Dios

¿Hay en la Escritura un modelo de ciudad que no sea mera empresa humana, fruto de conquistas tecnológicas que encierran a los habitantes entre las murallas de una falsa seguridad, generando una sociedad despótica y uniformadora? Parafraseando el título de la obra de san Agustín, podemos decir que la Biblia deja espacio también para la «ciudad de Dios».

Esta puede ser un don gratuito que viene directamente de Dios para el pueblo que entra en la tierra prometida (cf. Dt 6,10; Jos 24,13). Justamente en la tierra de Israel algunas ciudades se convierten en un refugio que Dios establece para quienes hayan cometido un homicidio de forma involuntaria, para que escapen a la ira de los vengadores (cf. Núm 35,9-34; Dt 19,1-13; Jos 20,1-9).

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No obstante, la reconfiguración más potente del modelo de la ciudad aparece en los textos de los profetas. En el libro de Isaías el Señor mismo es el constructor y reconstructor de Jerusalén, que es su ciudad[14]: «Mira, te llevo tatuada en mis palmas, tus muros están siempre ante mí» (Is 49,16). En particular, uno de los hilos conductores del complejo texto de Isaías puede identificarse justamente en el drama de Sión, con la transformación de Jerusalén de lugar de juicio a ciudad de salvación para todos los pueblos[15].

La Jerusalén del postexilio es descrita como un nuevo Edén que nace en el desierto y de sus propias ruinas (cf. Is 51,3). La ciudad se representa como una tienda que puede ensancharse más allá de toda medida (cf. Is 54,2-3). Jerusalén es como un campamento acogedor, donde siempre es posible ofrecer un lugar al que llega. La ciudad no parece delimitada y contenida por murallas rígidas, sino que crece con el número de sus habitantes.

Isaías presenta una gran variedad de imágenes que muestran la belleza y la riqueza de Jerusalén, ciudad del Señor: «Mira, yo mismo asiento tus piedras sobre azabaches, tus cimientos sobre zafiros; haré tus almenas de rubí, tus puertas de esmeralda, y de piedras preciosas tus bastiones» (Is 54,11-12). En Jerusalén se saciará la sed de todo hombre (cf. Is 55,1), mientras que el monte Sión será «casa de oración, y así la llamarán todos los pueblos» (Is 56,7). Jerusalén es una ciudad segura, próspera y pacífica, lugar siempre abierto para acoger a todas las gentes: «Extranjeros reconstruirán tus murallas y sus reyes te servirán […]. Tendrán tus puertas siempre abiertas, ni de día ni de noche se cerrarán, para que traigan a ti la riqueza de los pueblos, guiados por sus reyes» (Is 60,10-11).

Estas visiones anuncian una ciudad diferente en la que no habrá ya injusticia ni soberbia. Dios destruirá «la ciudad de la nada» (Is 24,10), caótica e idólatra[16]. Él derribará su orgullo junto con las puertas y las fortificaciones (cf. Is 24–25), preparando para su pueblo una ciudad justa y fiel (cf. Is 1,26).

La última visión: la nueva Jerusalén

El Nuevo Testamento relee las promesas del Antiguo interpretando la fe ejemplar de los padres, que vivieron como extranjeros y peregrinos sobre la tierra en espera de una ciudad cuyo constructor y arquitecto es Dios mismo (cf. Heb 11,10.16). La imagen más poderosa se encuentra en el libro del Apocalipsis, que contrapone a Babilonia (cf. Ap 17-20) la nueva Jerusalén (cf. Ap 21-22), la ciudad que desciende del cielo, don gratuito de Dios a los hombres.

Jerusalén se describe como una tienda bajo la cual Dios y los hombres estarán juntos (cf. Ap 21,3; Jn 1,14), como era en los orígenes del mundo, antes del pecado, cuando Dios se paseaba en el Edén (cf. Gén 3,8). En esta ciudad se cumplirá la profecía de Emanuel, porque Dios volverá a habitar con los hombres (cf. Is 7,14; Mt 1,23).

En la visión del libro del Apocalipsis la nueva Jerusalén es una ciudad inmensa[17], espaciosa, armónica, fabricada con materiales preciosos (cf. Ap 21,10-21). Las murallas y los cimientos son imponentes, pero las doce puertas están abiertas para acoger a las naciones de la tierra (cf. Ap 21,25; Is 60,11). En la ciudad no hay templo alguno, porque «el Señor, Dios todopoderoso, es su santuario, y también el Cordero» (Ap 21,22). Además, ya no hay necesidad de la luz del sol y de las estrellas, porque está la presencia de Dios que ilumina, y la noche no existe más (cf. Ap 21,23-25).

La visión del Apocalipsis prosigue en el capítulo 22 con una importante revelación: «Y me mostró un río de agua de vida, reluciente como el cristal, que brotaba del trono de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, a un lado y otro del río, hay un árbol de vida que da doce frutos, uno cada mes. Y las hojas del árbol sirven para la curación de las naciones» (Ap 22,1-2).

La nueva Jerusalén es una ciudad-jardín que se asemeja a un organismo viviente. El relato bíblico había comenzado en un jardín creado por Dios para el hombre y la mujer (cf. Gén 2,8), mientras que la ciudad era una obra humana surgida solo en segunda instancia y construida por las manos del primer homicida. En la última visión del Apocalipsis, al final del canon de las Escrituras cristianas, se muestra un río que brota del trono de Dios y del Cordero (cf. Ez 47), mientras en el corazón de la ciudad hay un jardín y, en medio del jardín, se encuentra el árbol de la vida (cf. Gén 2,9; 3,24)[18].

Finalmente, la humanidad encuentra de nuevo el acceso al árbol que había sido prohibido a causa de la desobediencia de Adán (cf. Gén 3,22-24), para gustar de sus frutos sobreabundantes que curan a las naciones. Las diferencias no se eliminan, como en Babel, sino que todas las naciones están presentes en la única Jerusalén, donde la diversidad y la pluralidad no son un antivalor y donde las peculiaridades de cada uno son preservadas, aunque sin que constituyan barreras étnicas o sociales. Las relaciones entre los hombres son curadas y sanadas por los frutos del árbol de la vida.

También el vínculo del hombre con Dios, que estaba comprometido, encuentra en la nueva Jerusalén de nuevo su feliz resolución. En efecto, la imagen de la ciudad-jardín compendia en sí la realidad humana y la divina, que vuelven a estar en comunión y armonía sin anularse. No se trata simplemente de un regreso nostálgico al paraíso perdido, sino que el Edén se hace presente en la ciudad y en medio de las naciones. En otras palabras, el reino de Dios surge en medio de la sociedad de los hombres en una renovada comunión entre el cielo y la tierra, donde ya no hay más muerte, luto, violencia o afán, y donde los seres humanos pueden vivir como «conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios» (Ef 2,19). La Jerusalén que desciende del cielo es un don de Dios; de ese modo, la ciudad es redimida, y con ella todo el camino de la humanidad desde el Génesis hasta el Apocalipsis.

  1. Sobre el tema de la idea de ciudad cf. también A. Spadaro, «Urbanizzazione verde. Una conversazione con John DeGioia», en La Civiltà Cattolica, 2019, I, pp. 176-182; J. L. Narvaja, «Città visibili, città invisibili. Una riflessione a partire da Italo Calvino», ibíd., 2018, I, pp. 127-140.

  2. Para una profundización sobre este punto cf. I. Finkelstein y N. A. Silberman, Le tracce di Mosè. La Bibbia tra storia e mito, Roma, Carocci, 2011, pp. 121-133. Por ejemplo, en Beerseba, en el sur de Israel, el pozo está situado fuera de las murallas de la ciudad para que también los nómadas puedan servirse de él.

  3. Para un amplio tratamiento de este versículo a la luz de la historia de la interpretación cf. D. Luciani, «Gn 4,17 (la première ville) et ses commentaires», en Nouvelle Revue Théologique 137 (2015/1) pp. 21-34.

  4. El relato bíblico ve en los descendientes de Caín a los inventores de las artes y los oficios: «Ada dio a luz a Yabel, que fue el padre de los que habitan en tiendas con ganados. Su hermano se llamaba Yubal, que fue el padre de los que tocan la cítara y la flauta. Sila, a su vez, dio a luz a Tubalcaín, forjador de herramientas de cobre y hierro; la hermana de Tubalcaín era Naama» (Gén 4,20-22).

  5. En hebreo la palabra Babel designa la ciudad de Babilonia.

  6. Cf. R. Alter, Genesis. Translation and Commentary, Nueva York, WW Norton & Company, 1997, p. 46.

  7. El relato de la construcción de Babel representaría una evidente crítica a los imperialismos asirio y babilonio: cf. F. Giuntoli (ed.), Genesi 1–11. Introduzione, traduzione e commento, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2013, p. 174.

  8. La frase repite los conjuntos consonánticos lbn y śrf: (en transcripción simplificada del hebreo: «nilebenā lebēnīm weniśerefā liśerēfā», que, para preservar el efecto, podría traducirse como «vamos a ladrillear ladrillos y a cocerlos bien cocidos») [N. del T.]. Sobre este punto cf. A. Wénin, Da Adamo ad Abramo o l’errare dell’uomo. Lettura narrativa e antropologica della Genesi. I. Gen 1,1–12,4, Bolonia, EDB, 2008, p. 158.

  9. Cf. F. Giuntoli (ed.), Genesi 1–11…, op. cit., p. 173.

  10. El relato explica la etimología del nombre Babel con la asonancia entre el sonido de la palabra «Babel» y el del verbo hebreo balal, que significa «confundir».

  11. De la misma manera pareció a los ojos de Eva el fruto del árbol prohibido después de ser seducida por la serpiente (cf. Gén 3,6).

  12. Cf. R. Alter, Genesis, Translation and Commentary, op. cit., p. 84.

  13. Sobre el pecado de Sodoma como violación de las leyes de la hospitalidad véase el artículo de S. Morschauser, «“Hospitality”, Hostiles and Hostages: On the Legal Background to Genesis 19:1-9», en Journal for the Study of the Old Testament 27 (2003/4), pp. 461-485.

  14. Jerusalén es la ciudad jebusea conquistada por David y convertida en el centro del poder político y religioso de Israel (cf. 2 Sam 5).

  15. Cf. U. Berges, Das Buch Jesaja: Komposition und Endgestalt, Friburgo de Brisgovia: Herder, 1998.

  16. En Isaías el término tohu, «nada», designa la vanidad de los ídolos. Así, la ciudad es una realidad caótica desde un punto de vista no solo social, sino también religioso: cf. A. Mello, Isaia. Introduzione, traduzione e commento, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2012, p. 177.

  17. El perímetro de la ciudad alcanza los 12 000 estadios, que corresponden a 2 200 km. El espesor de las murallas es de 144 brazos o cúbitos, que equivalen a unos 70 m: cf. C. Doglio, Apocalisse. Introduzione, traduzione e commento, Cinisello Balsamo, San Paolo, 2012, pp. 194s.

  18. La referencia al árbol de la vida puede entenderse en sentido colectivo, como un bosque de árboles que crece a cada lado del río que corre por la nueva Jerusalén, o bien como el único árbol del Edén situado en un contexto que recuerda la visión de Ez 47; cf. R. Koester, Revelation. A New Translation with Introduction and Commentary, Yale, Yale University Press, 2014, p. 823.

Vincenzo Anselmo
Es jesuita desde 2004 y presbítero desde 2014. Licenciado en Psicología por la Universidad “La Sapienza” de Roma y doctor en Teología Bíblica de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, actualmente enseña Hebreo y Antiguo Testamento en Nápoles en el departamento San Luigi de la Pontificia Facultad Teológica de Italia Meridionale.

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