Pastoral

Transmitir la fe a las nuevas generaciones

10 desafíos para la educación

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En este artículo queremos reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de la transmisión de la fe a las nuevas generaciones. ¿Qué nutrientes son necesarios en el nuevo terreno de la infancia y la juventud de hoy, para que sean capaces de abrazar la fe de nuestros antepasados? ¿Qué disposiciones debemos cultivar en la interioridad de cada persona en crecimiento, para que la encarnación del Dios de Jesús encuentre un pesebre en el que nacer? ¿Cómo se puede allanar gradualmente el camino para que la manifestación del Cristo interior tenga lugar en la vida de los que nos sucederán en el tiempo?

1. Demorarse, detenerse, hacer una pausa para percibir más allá de las cosas

Para que las cosas revelen su significado, el aura que contienen y su profundo ser en contacto con nuestra sensibilidad, es claramente necesario darles tiempo para hacerlo. Más aún hoy en día. Los niños y los jóvenes suelen sufrir una inmediatez que les lleva a una vida sedentaria. Las pantallas, que transmiten incesantemente información fugaz, los absorben. La posición estática del cuerpo, inmóvil, contrasta con la inquietante cantidad de información, atracciones, conocimientos y entretenimiento que se proyecta para uso casi exclusivo de las manos y la mente. Al mismo tiempo, desde una edad temprana, se les llena de multitud de tareas, actividades deportivas y cursos destinados a desarrollar tal o cual habilidad, con el fin de aliviar a sus ocupados padres de sus obligaciones de cuidado. Esto genera en ellos una sensibilidad hipercinética, pero sedentaria; hipermental, pero sin el control de las emociones; hiperfísica, pero desconectada de la autointerpretación.

Hay que poner remedio a esta situación de desequilibrio. La infancia y la juventud de nuestra época necesitan tiempo para explorar el mundo exterior e interior. Para que las cosas los atraigan por lo que irradian y no sólo porque los estimulan ininterrumpidamente, hay que permitir que los niños se aburran, que se entreguen a la ociosidad creativa, que no hagan nada productivo o provechoso para su educación inmediata. Las pedagogías deben desarrollarse a partir de un contacto sensible y duradero con las realidades más cercanas, durante un periodo prolongado de tiempo. Por ejemplo, concentrarse en el latido del corazón humano, percibir intensamente la propia respiración, maravillarse con los datos que transmiten los sentidos en contacto con una sola cosa a la vez.

Al imponer a los niños, desde una edad temprana, una multiplicidad de estímulos y tareas, estamos reduciendo en ellos esa percepción continua del «mientras» que reside en el espacio entre el conocimiento de una cosa y el mensaje que lleva. Para percibirlo, es indispensable poseer la capacidad de esperar.

Sobre todo, la fe requiere ese ejercicio, porque no responde a las provocaciones, sino a la capacidad de percibir lo que late más allá de cualquier objeto sensible. Lo divino se capta en este retorno a las realidades humanas que permiten apreciar la existencia de ese plus de ser. De ello se desprende que debemos ayudar a los niños y jóvenes a aprender a explorar el misterio de Dios en el mundo por sí mismos. Para ello, hay que elaborar una mistagogia adecuada a cada etapa de desarrollo.

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Transmitir datos, informaciones, nociones sobre la fe, la Biblia, el catecismo, etc., del mismo modo que se dan las cosas, no sirve de nada; más bien, todas estas informaciones deben proponerse como pistas de algo más profundo, como símbolos que van más allá de lo concreto y revelan su significado al corazón del hombre, que busca el sentido. Por ejemplo, el misterio de la palabra de Dios en la tradición del libro debe implicar una aproximación que pase por una apertura al misterio del propio libro, a su grosor, a su volumen, a su dimensión sagrada, a su función, a sus colores, a la multiplicidad de mensajes que contiene.

2. Reiterar, repetir, volver a recorrer

Entendida como una capacidad típica de la conciencia humana, la reflexión es un retorno, una inclinación sobre las cosas y situaciones que ocurren en nuestra vida. Debemos alentar pacientemente la repetición de actos, de hábitos saludables, de rituales positivos, como una de las novedades más necesarias para ganar algo bueno para la vida. Nuestra existencia, impregnada de noticias constantes, de noticias de última hora, de dispositivos que se actualizan constantemente, pasa por la sensación de que todo es efímero. Todo envejece rápido, nada tiene tiempo de adquirir peso histórico, relevancia. Las novedades aparecen y se desvanecen sin densidad en la atmósfera de la desintegración de la información, de los datos, de las «cosas que pasan». Todo pasa sin dejar rastro. Por lo tanto, quien quiera saber más sobre lo que Dios está haciendo en la historia de los acontecimientos humanos debe necesariamente considerar la historia pasada.

Quienes atraviesan la infancia y la juventud en la era digital no perciben épocas remotas, realidades antiguas: en esencia, el pasado. Para ellos, estas realidades están más allá del umbral de lo que merece la pena investigar. Su perspectiva es de corto alcance, y lo que se les escapa está vacío, no vale la pena volver a él. Y, sin embargo, en la tradición judeocristiana, lo divino se da más allá de la historia, cuando el kairós se teje con el cronos en el tapiz de la historia de la salvación.

Para devolver el sentido a las cosas, para extraer de ellas las múltiples posibilidades de ofrecer nuevos significados en contacto con el paso del tiempo y las circunstancias históricas, es necesario ejercer la «circularidad». Si no ayudamos a los niños y jóvenes a descubrir que en la repetición siempre hay algo nuevo, seguiremos aumentando su desprecio por lo que se usa y se entiende como obsoleto, inútil, insignificante, que hay que desechar. Repetir, por otra parte, no es siempre algo malo: no es necesariamente la consecuencia de un fracaso, como cuando se suspende un examen escolar. Muchas veces repetir es necesario para crecer mejor, para aprender al propio ritmo, para asentarse y encontrar un mejor equilibrio. La repetición y la insistencia son valores a proponer. Al fin y al cabo, pertenecen a los rituales cívicos, deportivos y religiosos que nos caracterizan socialmente y nos dan una identidad.

Sin embargo, hay una dimensión de la relación con el pasado que no debemos consentir. Una dimensión que ocupa demasiado terreno hasta el punto de acentuar en exceso la tendencia a separar las cosas de la historia que les da sentido. Hablamos de la nostalgia como una deformación deletérea de la memoria. Su virus aprisiona la memoria en una jaula dorada de lamentos por «lo que ha sido y ya no es», creando mentalidades tristes y amargadas que idealizan el pasado y se vuelven incapaces de descubrir su significado para el presente. La nostalgia no ve la historia como una maestra de la vida: la relega a una galería de objetos de museo, viejos y polvorientos, queriendo evocar emociones de un pasado desaparecido para siempre, que nadie puede revivir. Debemos luchar contra la nostalgia como amenaza para la fe.

3. Compartir silencios y gestos inexplicables

Entre las realidades humanas que logran cohesionar porque actúan en el interior con un impulso unificador, está el silencio. Entre quienes comparten momentos de silencio, habitándolos, se establece una armonía común. El silencio acuna lo que somos sin mostrar nuestras diferencias. De hecho, las oculta, porque las reúne en sí y hace innecesario que se especifiquen. El silencio es unión y tiene una semántica propia, ajena a la palabra hablada. A menudo, cuando no hay nada particular que decir, actividades como dormir, jugar, trabajar, escuchar en silencio, compartir el mismo espacio físico, generan comunión.

Los gestos simbólicos o rituales que presenciamos no necesitan ser explicados: se experimentan, se realizan, simplemente se hacen. Un acto como arrodillarse con los ojos cerrados, en silencio, dice mucho más que cualquier explicación de la oración y el recogimiento. Habla por sí mismo, sin palabras, invita a experimentarlo. A veces, el impulso de explicarlo todo equivale a la tentación de controlarlo todo.

La pedagogía del silencio y del gesto sin palabras, en un contexto sobrecargado de ruido y acciones vacías como el que vivimos, abre una puerta a la fe como posibilidad a cultivar. La fe se encarna en el alma como palabra de vida eterna si se protege de los gritos emocionales a los que exponemos sin descanso a los niños y jóvenes. Estos, en su camino hacia la madurez, necesitan silencios significativos, estructurantes, en los que se cimenten los vínculos: silencios profundos y gestos que sugieran preguntas sobre el misterio del Verbo hecho carne y lo hagan perceptible.

4. Descansar de la información

Debemos aprender a descansar de estar constantemente informados sobre algo. Si la acumulación de datos nos da la impresión de estar informados o conectados, en realidad nos hace estar cada vez menos informados y nos vuelve menos capaces de comunicar. Ahora se habla de la «infoxication», de la intoxicación por la información, como una enfermedad, y esto debería hacernos reflexionar sobre la necesidad de desarrollar actitudes que nos permitan consumir información en la medida en que realmente la necesitamos.

En el caso de los niños y jóvenes, es plausible que el enjambre de datos e información sólo sirva para desvanecer, en ellos, las jerarquías según las cuales los evaluamos. Todo está al mismo nivel: la guerra, el cotilleo, las noticias falsas, el análisis, la moda, el deporte, etc. Les estamos enseñando que la información es siempre excesiva, por lo que probablemente sea falsa e inútil para la vida práctica. En cambio, debemos ayudarles a idear mecanismos de aprendizaje orientados a la búsqueda crítica de la información necesaria sobre algo significativo para su existencia. Nuestros programas educativos también adolecen del mismo defecto que la información desjerarquizada. Tantos años pasados, en la escuela, con el método de martillar datos, conocimientos fragmentarios, mosaicos fragmentados, sólo pueden hacer daño a la investigación de muchos jóvenes ansiosos de entender para qué vinieron al mundo.

La fe es una buena noticia para la vida de los que creen. ¿Qué podemos hacer para que no sea una información más entre muchas otras? ¿Cómo debe ser la información sobre las cosas de la fe, para que no caiga en el mismo caldero que el resto? ¿No será la realidad religiosa una mejor Buena Noticia si se da testimonio de ella en lugar de hacerla objeto de información?

5. Tratar las cosas con delicadeza, coser, remendar, tejer

La nuestra es una sociedad violenta y dividida. Esto no es nada nuevo. Nos hemos acostumbrado a manipular las cosas, los vínculos, nuestro propio interior, y a separar, clasificar, construir trincheras, formar grupos y facciones. Abusamos de la naturaleza, la devastamos y la manipulamos sin control ni medida. Hemos roto el hilo que une las cosas a su origen, hemos declarado nula la interrelación del cosmos. Por ejemplo, los alimentos producidos industrialmente están desprovistos de esa sacralidad, propia del tiempo, que los hace diferentes, únicos, originales y, sin embargo, parte del todo. Los mecanismos de producción masiva de bienes de consumo, borrando cualquier singularidad, hacen que los productos producidos en masa parezcan infinitos e idénticos a sí mismos.

Lo mismo ocurre con las personas. En sus relaciones, los seres humanos se transforman en objetos más o menos manipulables o temibles, muy raramente en seres sagrados. Así que somos propensos a herirnos los unos a los otros, y a hacerlo de la misma manera que nos hieren. El acoso escolar constituye a menudo una guerra silenciosa y terrible, que puede costar la vida a quienes no encuentran refugio en sus amigos, familia o instituciones.

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Esta ruptura del vínculo social debe encontrar un remedio en la experiencia sensible. ¿Y si todo el mundo se tomara unos minutos durante la semana para reparar algo roto, para hacer algo nuevo, para suturar una herida abierta? Hay muchas experiencias destinadas a romper, dividir, atacar, y pocas destinadas a restaurar, reparar, recuperar, sintetizar.

En cuanto a las realidades litúrgicas, algunas catequesis destinadas a buscar la cercanía, probablemente como reacción a un exceso de distancia, las han privado de su encanto, les han quitado el misterio que las envuelve, las han reducido. También ha sucedido que la propia relación de los ministros con las cosas sagradas se ha vuelto un tanto mundana, o demasiado artificial y puntillosa. De este modo, distorsionan la familiaridad con el misterio de las cosas y generan una relación disonante, que a la infancia – tan amiga de lo maravilloso – resulta ajena.

La educación en la fe debe tender siempre a la mistagogía, que es la pedagogía del misterio, la búsqueda de ofrecer un camino de iniciación a las realidades divinas.

6. Estar en cuerpo con los demás, crear vínculos

La pandemia obligó al cuerpo a batirse en retirada. Se apoderó de él y, de alguna manera, lo ocultó. Por «cuerpo» entendemos la presencia de la persona. Con el cuerpo y sus manifestaciones nos relacionamos con el mundo y con los demás.

La experiencia de encierro a la que hemos sido sometidos con la pandemia provocó una nueva forma de presencia que podía prescindir del cuerpo. Las plataformas de comunicación digital nos hacen presentes al otro, en el mejor de los casos, desde el punto de vista de la intencionalidad, pero no es posible prolongar esta presencia. Cuando no podíamos encontrarnos, no nos quedaba más alternativa que la presencia digital de quienes nos habría gustado ver en la realidad. Para los niños y jóvenes la participación mediada por la pantalla no aparecía como una «extensión» de su presencia física en el mundo digital por medio de la intención.

Con el tiempo, nos hemos hecho cada vez más «presentes» y hemos vuelto a una apariencia de normalidad; pero el retraimiento, la timidez ante los demás, la dificultad para asumir el peso de lo que decimos porque no estamos frente a la otra persona, el entender al otro más como un contacto o un perfil digital que como un ser personal, han robado a muchos la capacidad de relacionarse.

Todavía no hemos desarrollado las pedagogías necesarias para fortalecer el sano vínculo que se establece con los demás, cuyo contacto nos configura, porque nos refleja. Esta reflexión, que toda subjetividad necesita, sólo se produce en la presencia física del otro.

Para la fe, el cuerpo es Cristo mismo en los hermanos y hermanas. ¿Qué sería de una fe meramente espiritualizada? No sería más que la búsqueda del bienestar interior como cualquier bien de consumo que se puede obtener a través de una experiencia especial. Pero el cristianismo encuentra la salvación personal en el otro. A Dios le gusta mediar, encarnarse para llegar al corazón del hombre concreto. El cuerpo de Cristo es la comunidad, el vínculo, la comunión, la sinergia del amor, que se hace posible en la experiencia de estar unos con otros. La encarnación de Dios en Jesús se completa en su pasión, muerte y resurrección, «cristificando» toda realidad.

7. Contar historias, aprender a heredar una tradición

El cristianismo es una historia viva que se transmite de generación en generación mediante la narración de lo que Dios hace en nosotros a través de su Espíritu. Debemos ayudar a los niños y a los jóvenes a contar sus historias, a relatar los acontecimientos de su existencia, a encontrar las metáforas y las analogías adecuadas para contar sus historias, porque así podrán aumentar su capacidad interpretativa con respecto a la vida.

La minimización que provoca la mensajería prefabricada, traducida en iconos, emoticones y stickers, así como la posibilidad de acelerar los mensajes de voz de WhatsApp o la posibilidad de borrar lo dicho, generan inestabilidad, porque no aseguran la comprensión de lo comunicado. En efecto, lo someten a la coacción del supuesto tono en que se dijo una cosa, a la asincronía, a la ausencia del cuerpo del receptor, que con sus gestos y emociones completa mejor el circuito de comunicación.

Paradójicamente, la minimización del mensaje choca con la amplificación del mismo. Casi desde cualquier plataforma se puede enviar un mensaje directo. Podemos multiplicar las conversaciones a voluntad, en la medida en que podamos. Esto nos hace creer que nos comunicamos mucho, pero en realidad puede que sólo estemos ordenando la correspondencia.

La tradición cristiana es una herencia viva, que seguirá siéndolo por la fuerza del Espíritu Santo, pero la misión de encontrar a Dios en todas las cosas y todas las cosas en él se desarrolla en el marco de una historia de salvación obrada por Dios. Si no desarrollamos en los niños y jóvenes las estrategias de comunicación adecuadas para que se conviertan en receptores activos del mensaje, acabaremos hablando sólo entre nosotros.

8. Descansar el yo en un nosotros, pertenecer

La necesidad de redimir las antropologías relacionales y devolverles la profundidad que tenían, parte de la certeza de que no existe un yo esencialmente puro, que luego entra en contacto con los demás. Nuestra identidad subjetiva está hecha de relaciones.

La exaltación del ego, a la que estamos continuamente tentados, destruye el «nosotros», rompe los lazos sociales, hasta encerrar a cada uno en su mundo individual, donde se aplican las leyes subjetivas. Sólo el «nosotros» nos salvará de esta tragedia del ego desmesurado. Por lo tanto, debemos desarrollar aquello que pueda generar comunidad, vínculos compartidos, encuentros, historias comunes. La fe cristiana es comunitaria, no solitaria. Uno lo recibe de la comunidad, y vuelve a él a través de la acción formadora que la comunidad imparte en cada persona, haciéndola abrirse e invitándola al don de sí misma.

Debemos llevar a cabo la misión de despotenciar el yo, para hacerle descubrir la relación con el otro. Sólo así Cristo podrá ocupar el centro vital de nuestras opciones personales, que nunca serán individuales, sino hechas en la comunidad, que sostiene a cada uno en su singularidad.

9. No intentes saberlo todo, deja espacio para el misterio

El enciclopedismo científico, aún vivo en nuestro deseo de controlar la realidad a través del conocimiento, ha hecho estragos en la transmisión de la fe, especialmente en la era de la modernidad. Un aspecto singular de esta época es que no sólo se busca saber, conocer, comprender en profundidad ciertas realidades, sino que se quiere todo. La sensibilidad contemporánea no acepta el límite, la frontera, lo finito. La «digitalidad», al superar el tiempo y el espacio físicos, parece inaugurar nuevas formas de límites digitales, más lábiles e indistintos. Esto crea la sensación de que una vastedad casi infinita de cosas se abre al deseo personal.

En la capacidad de reconocernos como limitados, se manifiesta el lugar adecuado para relacionarnos con el misterio de Dios. Si se pierde este situarse en la pequeñez humana, también se desvanece el asombro ante la inmensidad de lo divino. La pedagogía del asombro busca precisamente que nuestra limitación no se convierta en un obstáculo frustrante, sino en un trampolín hacia lo inefable, lo misterioso, lo desconocido que nos sostiene.

10. Cortar, cerrar, concluir

Este último elemento sugiere que aprendamos a decir adiós, a seguir adelante, a respetar los ciclos de la vida que nos hemos acostumbrado a alterar, a manipular, desde que, por ejemplo, la electricidad entró en la vida moderna. No se trata aquí de despreciar los avances de la ciencia, sino de sopesar en qué medida cada uno de ellos puede ayudarnos a vivir mejor la vida.

Hay que ayudar a los niños y a los jóvenes a experimentar las fragilidades de cada etapa de su existencia, a celebrar cada uno de los acontecimientos significativos de la vida reconociendo su final, a despedirse de las personas que mueren, a desprenderse de forma sana de lo que ya no puede ser. De lo contrario, el residuo, el asunto inconcluso queda como un karma inacabado que reclama espacio en los momentos de fragilidad e incertidumbre, volviendo a cuestionarlo todo. Y como la labilidad es una tendencia propia de estas nuevas generaciones, la omnipotencia infantil se siente desafiada y no quiere renunciar a nada, para quedarse, paradójicamente, sin nada: el vacío de una vida sin decisiones.

La fe necesita desarrollarse, y sólo puede hacerlo si uno logra pasar una etapa, si la termina, si la deja ir y no espera – inclinándose hacia atrás – que vuelva lo que nunca volverá, o si se encierra mágicamente en un punto quieto y sin vida. La vida nos exige elegir lo que percibimos como nuestro, lo que Dios nos invita a vivir. Pero no podemos hacer una elección positiva sin recortes y pausas. En última instancia, si no hay muerte, no habrá resurrección.

Emmanuel Sicre
Profesor de letras y Licenciado en Filosofía, estudió teología en la Pontificia Universidad Javeriana, de la cual se graduó con una tesis titulada: “Contar la experiencia del Misterio Pascual. La función del relato de la Pasión en Marcos (14,53-15,47) para la experiencia cristiana”. Actualmente se desempeña como rector del Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe (Argentina). Ha publicado numerosos artículos y colabora regularmente con nuestra revista.

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