FILOSOFÍA Y ÉTICAACÉNTOS

Las virtudes cardinales

Pilares de la vida buena

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Una desproporción significativa

Antes de tratar cada una de las virtudes cardinales, quien escribe tuvo la ocasión de abordar el tema de los pecados capitales: en esa ocasión, se constató el resurgimiento y la gran actualidad de este tema, sobre todo en las humanidades, la filosofía, el arte, la literatura y la espiritualidad. Esta multiplicidad de enfoques es un índice de la riqueza y complejidad de las acciones humanas, y resulta indispensable para comprender la gravedad de sus derivas, pero sirve además para conocer el bien que se busca en estos vicios, aunque sea de manera inadecuada. En efecto, la variedad de situaciones que muestra cada uno de ellos podría considerarse una verdadera enciclopedia de las acciones humanas[1].

Sin embargo, al final de ese recorrido articulado, quedaba la pregunta básica: ¿cómo identificar ese bien perseguido en vano por esos múltiples, y en muchos sentidos fascinantes, intentos? Se trataba, en otras palabras, de la cuestión de la virtud, de la capacidad de reconocer y poner en práctica el bien propio del hombre, que puede dar sabor y plenitud a su vida. El discurso que resultaba de esta, empero, era muy diferente en este punto.

Si el tema del vicio fascina, no se puede decir lo mismo – desgraciadamente – de su tema especular: las virtudes cardinales, las virtudes propiamente éticas, aquellas que hacen mejor a quien las practica. El tratamiento más extenso al respecto sigue siendo el realizado por Santo Tomás, que retoma e integra los análisis de Aristóteles en una perspectiva teológica. Incluso algunos valiosos escritos aparecidos en las últimas décadas son en realidad un comentario al texto de Santo Tomás[2]. Esta escasez puede deberse a varias razones. Una, que no concierne sólo al tema que nos ocupa, es que lo bueno no es noticia, no parece rentable, sobre todo en publicidad.

Pero hay otras, más relevantes. El estudio de las virtudes cardinales descansa sobre dos grandes columnas, que sostienen el edificio del pensamiento ético: el fin y las pasiones. El fin es el bien propio de la acción no sólo del hombre, sino de todo ser: «Algunos han manifestado con razón que el bien es aquello a lo que todas las cosas aspiran»[3]. Y el bien, como el ser, se declina en múltiples maneras, que no tienen la misma importancia, sino que interactúan en base a una relación de analogía[4]. Cada ser tiene, pues, un bien propio.

El fin del hombre, en la perspectiva clásica y medieval, es la plenitud del vivir, es decir, la vida en Dios: un sentido ya presente en el término griego con el que Aristóteles designa la felicidad: eudaimonia, el don de un buen demonio[5]. Pero en el momento en que cae la perspectiva teológica, cae también la finalidad de la vida humana, y con ella la posibilidad misma de reconocer un fundamento a la ética.

Una de las obras más importantes sobre este tema, Tras la virtud, de Alasdair MacIntyre, está dedicada a las consecuencias de esta pérdida. Como indica el título, la tesis principal del libro es que la nuestra es la era después de la virtud. En otras palabras, ya no es posible un tratamiento filosófico de la misma, porque los valores no pueden identificarse mediante un método puramente racional (éste fue el fracaso de la propuesta cartesiana), sino descubriéndolos dentro de una tradición, enmarcados en un contexto comunitario[6]. Este carácter narrativo, portavoz de una tradición comunitaria, se desprende también del estilo de la Ética a Nicómaco, en la que el autor habla en primera persona del plural: «¿Quién es ese “nosotros” en cuyo nombre escribe? Aristóteles no piensa que está inventando una interpretación de las virtudes, sino que está expresando la interpretación implícita en el pensamiento, lenguaje y acción de un ateniense educado»[7].

También en este punto hay notables diferencias con el pensamiento posterior. La época moderna se preocupa cada vez más por definir con precisión su propio ámbito y sus reglas de comportamiento, enumerando normas y definiciones. Todo ello ha contribuido a alejarla de la experiencia, de lo que en ella puede encontrarse de bello y atractivo, decretando así su crisis[8].

Las páginas de la Ética a Nicómaco muestran una frescura y una actualidad que contrastan con la abstracción de muchos textos modernos, porque no presentan reglas ni definiciones: la moral se entiende aquí como el arte de vivir bien. Con ello, ponen de relieve aspectos decisivos para el reconocimiento y la elección del bien, que se buscarían en vano, por ejemplo, en la Ethica more geometrico demonstrata de Spinoza, como la poesía, la mitología, las opiniones de las personas (la endoxa), la educación, las relaciones y la integración de la razón y los afectos[9].

El horizonte de pensamiento mostrado por la ética de las virtudes, posteriormente perdido, permite también comprender la gravedad de la crisis actual: «Sigo siendo de la opinión de que sólo se puede comprender la génesis y el estancamiento de la modernidad moral desde el punto de vista de una tradición diferente, cuyas creencias y presupuestos recogió y analizó Aristóteles, elaborándolos teóricamente en su conocida teoría clásica»[10].

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La reflexión sobre las virtudes cardinales también se ha diluido, polarizándose de hecho en una sola virtud, la justicia. Una virtud considerada sobre todo en su dimensión política, explicitando sus características, pero también excluyendo el estrecho vínculo que tenía con las otras virtudes, que pretendían educar a un hombre bueno, capaz por tanto de cumplir las exigencias de la justicia de un modo que el orden jurídico-normativo es incapaz de satisfacer[11]. En esta perspectiva, en efecto, la pregunta por excelencia de la ética – «¿por qué elegir el bien?» – no puede responderse de manera plausible sobre la base de meros criterios racionales.

La ética de la virtud permite superar el estancamiento de ciertas propuestas morales que habían dominado la reflexión filosófica, basadas en el deber, la utilidad o el mero sentimiento, las propuestas morales más en boga hoy en día, pero que marcan el final de un enfoque que se querría filosófico, y en el que la distinción misma entre el bien y el mal acaba por disolverse[12].

Puesto que ya tratamos las virtudes cardinales de forma individual[13], quisiéramos ahora intentar aclarar por qué se consideran los pilares de la vida moral y por qué se mantienen o fracasan dentro de un planteamiento preciso del pensamiento, como de hecho ha demostrado el curso posterior de la historia.

¿Qué es la virtud?

Para Aristóteles, de quien se hace eco Tomás, la virtud es un hábito positivo[14]. Los términos aretē y habitus no se corresponden completamente con el español «hábito», aunque es posible encontrar elementos comunes, como la facilidad para realizar una acción, un aprendizaje consolidado por el uso frecuente, que conduce a la formación del carácter (ethikē, en griego), entendido como una dimensión estable de la persona. El habitus concierne a toda la persona, a sus aspectos más profundos desde el punto de vista psicológico, moral y espiritual; es algo que se adquiere, que se ha, convirtiéndose así en una segunda naturaleza, fruto del conocimiento y la educación. Y permite actuar bien de manera constante, no aleatoria ni fortuita.

Tanto el habitus como el hábito son el resultado de la repetición a lo largo del tiempo, y esto los diferencia de una sola acción, buena o mala. En el ámbito moral, una sola mala acción no destruye la virtud, ni una buena acción basta para desmantelar un vicio. Del mismo modo, una sola buena acción no lo hace a uno virtuoso, del mismo modo que una golondrina no hace un verano[15].

Aristóteles define el ejercicio de la virtud ética como la capacidad de alcanzar el propio fin del hombre. Con una imagen feliz, lo compara a una flecha que alcanza su objetivo. Tomás y Dante retoman el mismo ejemplo, pero lo aplican a la relación entre Dios y el mundo[16].

Los términos «vicio» y «virtud» también pretenden subrayar la historicidad y continuidad de la acción humana, esbozando un camino, una orientación básica de la existencia que conduce a resultados opuestos. La virtud conduce a alcanzar más fácilmente el objetivo del hombre, como se ha señalado, perfeccionándose, viviendo con libertad y experimentando un auténtico placer. De hecho, toda actividad tiene un placer proporcionado y, cuando se realiza de forma ordenada, produce placer: puede ser un trabajo manual, un estudio, un deporte, una relación… El deseo, cuando encuentra una expresión adecuada, manifiesta lo que Tomás, citando a San Agustín, llama ordo amoris, cuya característica es la circularidad, es decir, ser causa y efecto del amor: la purificación del deseo se convierte en energía y conocimiento suscitados por el amor, y éstos a su vez permiten que el amor se ordene, amando al objeto en proporción a su importancia[17]. El deseo es la expresión de un amor equilibrado y libre, el amor de caridad, el único capaz de implicar a toda la persona.

El vicio desprecia todo esto, conduciendo a la destrucción moral, psíquica y física del sujeto. Es también una forma de castigarse a sí mismo. Así como los vicios capitales están en el origen de los comportamientos viciosos, raíz de los demás vicios, las virtudes cardinales son la fuente de los comportamientos virtuosos, generando a su vez las demás virtudes morales, permitiendo reconocer y poner en práctica el bien.

Las virtudes pueden ser intelectuales o morales. Las intelectuales indican los criterios y la norma de acción, poseen la regla de comportamiento; las virtudes morales reconocen y ponen en práctica no el bien en general, sino lo que es bueno para mí aquí y ahora. Pueden hacerlo porque integran conocimiento y afecto, lo que la filosofía clásica y medieval llama «pasiones» (o potencias apetitivas, ligadas a una tendencia, appetitus), que pueden obedecer a la razón, pero también obstaculizarla. Por eso hay que educarlas. Pero sin pasiones no puede haber acción virtuosa; son, de hecho, la energía indispensable para hacer el bien[18].

Las pasiones, energía para el bien

Otro aspecto característico de la reflexión ética clásica y cristiana es el estrecho vínculo entre valoración y afecto. Los antiguos identificaban la base de la vida moral precisamente en las «pasiones». Este término, que procede del griego pathos y del latín pati, indica algo que se sufre, que se recibe de otra cosa, pero que al mismo tiempo involucra profundamente (cfr. el término «apasionarse») e impulsa a la acción. La pasión se refiere al mundo interior del hombre, que no coincide con la racionalidad, pero tampoco se opone a ella, revelando la profunda unidad del ser humano. A menudo se ha comparado la pasión con el instinto animal; sin embargo, cuando se reflexiona un poco más profundamente, se advierte cómo instintos y emociones presentan características completamente distintas, como se señaló al hablar de la virtud de la prudencia[19].

Tomás, retomando el análisis de Aristóteles, subraya en primer lugar el carácter concreto, puntual y personal de la pasión, que no es contraria, sino que antecede o sucede a la razón. Cuando se deja guiar por la razón, la pasión se convierte en una ayuda para hacer el bien, poniendo en práctica sus enseñanzas en lugar de obstaculizarlas. Las pasiones surgen de la sensibilidad, pero también son una moción del alma. Son el resultado de una evaluación y una decisión que influyen en el cuerpo – como la ira suscitada voluntariamente – y que conducen a un doble movimiento: de atracción-repulsión hacia algo considerado como bueno-malo, y de lucha por superar los obstáculos que se oponen a su consecución.

El primer grupo de pasiones se denomina concupiscible y el segundo irascible. El concupiscible incluye seis tipos de pasiones: amor-odio; deseo-repulsión; placer-dolor. Las pasiones del irascible son cinco: esperanza-desesperación, miedo-audacia e ira, que no tiene pasiones opuestas, porque abarca un espectro de pasiones diferentes: cólera, tristeza, pena, exigencia de justicia, esperanza[20]. Las pasiones del irascible son derivadas: surgen cuando no se puede alcanzar el bien deseado; surgen y terminan en el concupiscible. Las pasiones tienen una dimensión cognoscitiva y participan de la razón; por eso pueden ser moldeadas por la virtud[21]. A su vez, el intelecto y la voluntad pueden intervenir en las pasiones para alcanzar de la mejor manera el bien deseado. Sin pasiones, se cae en el vicio de la insensibilidad, que hace al sujeto inhumano, incapaz de piedad, ternura, misericordia; sin pasiones, la virtud no sería posible[22].

El tratado de Tomás sobre las pasiones muestra la admirable armonía de la acción humana, hasta el punto de que se ha comparado con una partitura musical: «El primer tema, en voz de soprano, lo canta el amor, al que pronto sigue el deseo. Luego entra el tenor de la esperanza o de la desesperación, previendo la posibilidad o lamentando la imposibilidad de obtener el bien. La línea del bajo, siempre lenta y sombría, está representada por la ira, lenta para consumirse y, sin embargo, dispuesta a conseguir su propio “bien”. Y luego el final: el descanso y el placer»[23]. Tomás respeta la complejidad de la persona, mostrando no sólo una comprensión benévola de la afectividad, sino también una mayor confianza en el poder de la razón para gobernar las pasiones. Esto tiene consecuencias notables para la vida humana y espiritual.

Las diferentes facultades del hombre encuentran su perfeccionamiento en las respectivas virtudes cardinales. La razón práctica se perfecciona con la prudencia, la voluntad con la justicia, las pasiones irascibles con la fortaleza, las concupiscibles con la templanza. Esta subdivisión muestra también la presencia de una jerarquía dentro de ellas. La virtud más importante es la prudencia, porque actúa como bisagra entre el conocimiento y el afecto, mueve a la sensibilidad a realizar lo que la razón ha vislumbrado. Las demás virtudes entran en los diferentes aspectos de la realización del bien[24].

Una unidad perdida

En el curso de la modernidad, ha surgido una fuerte sospecha de las pasiones. Una de las razones de este cambio radica sin duda en la revolución científica, que contempla la posibilidad de un conocimiento cierto, claro y distinto (Descartes). De ahí el intento de elaborar un planteamiento matemático de toda realidad, incluida la humana, teorizando una ética geométrica (Spinoza), una «geometría de las pasiones» (Bodei), capaz de programar la vida moral de manera «científica». Descartes intenta enmarcar las pasiones en una perspectiva mecanicista; pero si se originan en el cuerpo, no está claro cómo pueden influir en el alma, permanecer en la memoria y dar intensidad a los pensamientos. Revelan una estrecha unidad entre el cuerpo y el alma, refutando el dualismo antropológico. Pero, sobre todo, Descartes no considera propias del alma las pasiones, que surgen del conocimiento e influyen en la corporeidad y permiten a la razón dominarlas y ponerlas al servicio del bien y del crecimiento moral (algo de lo que Descartes está profundamente convencido)[25]. El curso posterior del pensamiento tendería cada vez más a ver las pasiones como un obstáculo para el conocimiento y la moralidad, y por tanto algo contra lo que luchar o ignorar.

Para Kant, incluir las pasiones y la felicidad en la vida moral significaría reducirla a una búsqueda subjetiva de gratificación, incompatible con las características de una acción buena, que no tiene otra motivación que la voluntad de hacer el bien. Por eso, un criterio de su rectitud es la exclusión de toda moción pasional, que debe ser contrastada decisivamente. Y la razón de este contraste está claramente expuesta: «Estar sujeto a emociones y pasiones es siempre una enfermedad del alma, porque ambas excluyen el dominio de la razón»[26]. Aunque el intento de Kant de garantizar dignidad y universalidad a la acción moral es admirable e ingenioso, no pueden dejar de advertirse las consecuencias paradójicas de tal planteamiento.

Todo ello ha contribuido a empobrecer la reflexión sobre las virtudes cardinales y a dar una imagen falsa de la humanidad pasional. De ahí el enfoque dualista del ser humano, dividido entre razón y pasiones, intelecto y voluntad, deber y placer. Sin embargo, este enfoque resultó ser muy abstracto e incapaz de dar cuenta del modo real de la inteligencia humana. El neurocientífico Antonio Damasio, estudiando a personas que habían sido lobotomizadas – es decir, a las que se les habían extirpado los lóbulos frontales del cerebro, sede de las emociones -, observó cómo esta privación afectaba radicalmente a sus capacidades cognitivas y volitivas, hasta el punto de que eran incapaces de aprender valores, de llevar una vida social regular, de realizar cualquier trabajo, pero también de divertirse, de disfrutar de alguna manera de su vida: «Los sentimientos alterados y la razón imperfecta se presentaban juntos, como consecuencias de una lesión cerebral específica, y esta correlación me sugería que el sentimiento era parte integrante del funcionamiento de la razón»[27].

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Otro punto importante que surgió del lado psicológico, en línea con el análisis de Tomás, es la bidireccionalidad entre pasión y reflexión, reconociendo cómo la evaluación y la cognición pueden modificar la respuesta pasional, para bien o para mal[28]. La ira puede suscitarse voluntariamente y prepararse cuidadosamente, por ejemplo, para hacer justicia (tal es la ira de Jesús descrita en Jn 2), del mismo modo que el odio expresa su mayor potencial destructivo no en el plano pulsional (más bien breve, aunque intenso), sino sobre todo en el plano cultural, cuando se cultiva sistemáticamente, se inculca, hasta el punto de quedar impreso en el imaginario colectivo. Y puede contrarrestarse sobre todo con la sabiduría, la más intelectual de las virtudes prácticas[29].

La crisis de la filosofía moral

La devaluación de las pasiones acabó siendo contraproducente para la propia filosofía. En este planteamiento subyace la despiadada crítica de Freud a la moral como sinónimo de una visión escarmentada de la vida, destinada a reprimir las pasiones y los deseos y a hacer que las personas no sean buenas, sino infelices y neuróticas. La implicación negativa que adquiere el moralismo en el imaginario colectivo actual, expresada con tanta eficacia por Freud en su análisis de las obsesiones provocadas por la culpa, incluso en su unilateralidad, da en el blanco cuando indica los riesgos de una patología del deber que aprisiona y mortifica el deseo de vivir del hombre y lo excluye de la felicidad[30].

Y así también la virtud se rebaja con la reflexión sobre el buen vivir. Ser una persona virtuosa significa seguir las reglas de la sociedad del buen vivir, sin pasión, una especie de «desagradable solterona desdentada de tiempos pasados», por citar una eficaz descripción de Max Scheler[31].

Se trata de un juicio que refleja ciertamente la devaluación de los afectos por la vida moral y, en consecuencia, la consideración de la virtud en términos de mera fatiga y en oposición al deseo de vivir. Y que lleva a considerar el vicio como algo atractivo y capaz de dar gusto a las elecciones: una peligrosa inversión de los criterios de evaluación[32]. En realidad, como hemos visto, la reflexión sobre la virtud pretende ser una ayuda para alcanzar ese deseo de plenitud.

El retorno de las virtudes

También por estas razones la filosofía contemporánea ha vuelto al tema de la virtud, redescubriendo su sentido original y dando así un nuevo impulso a la reflexión moral, restaurando al mismo tiempo su dimensión esencialmente comunitaria.

El redescubrimiento de este tema procede de la filosofía anglosajona posterior a la Segunda Guerra Mundial, especialmente del trabajo de 1958 de Elizabeth Anscombe, Modern Moral Philosophy, alumna y traductora de Ludwig Wittgenstein. Según la autora, esta disciplina podría redescubrir su valor dialogando con la investigación en el campo de la psicología y con la tradición aristotélica, distanciándose definitivamente de los planteamientos entonces dominantes de una ética basada en el deber (deontología), la emoción (emotivismo), el cálculo coste-beneficio (utilitarismo), o en la mera exposición de reglas y definiciones (racionalismo)[33].

El ensayo desencadenó un acalorado debate, que vio la aparición de varias contribuciones sobre el tema, y sobre la posible relación entre vida ética, virtud y felicidad desde una perspectiva teísta[34]. Algunos de sus autores, como Peter Geach, Alasdair MacIntyre y la propia Anscombe, han llegado a una conversión religiosa a través de este viaje intelectual. Pero incluso en el lado de la no creencia o el agnosticismo tal propuesta fascina, como en el caso de Anthony Kenny y Philippa Foot. Esta última observa al respecto: «Opino que la Summa Theologiae es una de las mejores fuentes que tenemos para la filosofía moral y, además, que los escritos de Santo Tomás sobre ética son tan útiles para el ateo como para el católico u otro creyente cristiano»[35].

Afirmar esto no es cristalizar un período histórico, sino recuperar un planteamiento metodológico cuyo valor puede ser confirmado precisamente por los intentos, realizados en el curso del tiempo posterior, de identificar otros modos de entender la acción ética. Así, la ética de la virtud ha vuelto a ser objeto de tratamiento por parte de la filosofía contemporánea, que retoma los planteamientos de la filosofía analítica y de la praxis humana, confrontados con el enfoque metafísico, la neurociencia y las ciencias humanas, que han constatado la aportación cognitiva de las emociones y su influencia en los procesos de razonamiento y toma de decisiones en relación con la felicidad[36].

Es una propuesta capaz sobre todo de hablar del bien y de la ética en términos de deseo y belleza, que son las motivaciones por excelencia de la vida virtuosa: «En un mundo sin belleza, incluso el bien ha perdido su fuerza de atracción, la evidencia de su deber-ser. En un mundo que ya no se cree capaz de afirmar la belleza, los argumentos a favor de la verdad han agotado su fuerza de conclusión lógica»[37].

  1. Cfr G. Cucci, Il fascino del male. I vizi capitali, Roma, AdP, 2012.

  2. Cfr J. Pieper, The Four Cardinal Virtues, Notre Dame, University Press, 1959; D. Westberg, Right Practical Reason: Aristotle, Action, and Prudence in Aquinas, Oxford, Clarendon Press, 1994; R. Cessario, Le virtù, Milano, Jaca Book, 1994; Ch. Kaczor – Th. Sherman (edd.), Thomas Aquinas on the Cardinal Virtues, Edited and Explained for Everyone, Ave Maria, FL, Sapientia Press, 2009; I. P. Bejc­zy, The Cardinal Virtues in the Middle Ages. A Study in Moral Thought from the Fourth to the Fourtheenth Century, Leiden – Boston, Brill, 2011.

  3. Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1094a 3.

  4. Ibid, 1096b 28.

  5. Cfr G. Cucci, L’ arte di vivere. Educare alla felicità, Milán, Àncora, 2019.

  6. «Nos hacemos justos o valientes realizando actos justos o valerosos; nos volvemos teórica o prácticamente sabios como resultado de una instrucción sistemática» (A. MacIntyre, Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1984, 195).

  7. Ibid., 187.

  8. «La decisión original de ser moral, de seguir normas prácticas, es una opción radical, que no encuentra ninguna motivación capaz de superar el nivel subjetivo de la decisión personal. Una moral de las normas parece insuficiente para explicar las normas mismas, que, en cambio, adquieren sentido en función de un fin, de un bien superior a ellas […]. La reflexión ética, pues, debe referirse a “cómo debemos vivir” más que a “qué debemos hacer”» (M. Matteini, MacIntyre e la rifondazione dell’etica, Roma, Città Nuova, 1995, 79). Cfr A. MacIntyre, «Practical Rationalities as Forms of Social Structure», en Irish Philosophical Journal 4 (1987) 3-19; G. Abbà, Felicità, vita buona e virtù, Roma, LAS, 1989; A. Da Re, L’ etica tra felicità e dovere. L’ attuale dibattito sulla filosofia pratica, Bolonia, EDB, 1986.

  9. Cfr R. Hursthouse, On Virtue Ethics, Oxford, Oxford University Press, 1999, 3.

  10. M. Matteini, MacIntyre e la rifondazione dell’etica, cit., 79.

  11. Cfr G. Cucci, «La giustizia. Una virtù scomoda», en Civ. Catt. 2021 III 121-133.

  12. Sofia Vanni Rovighi escribió al respecto: «Por ejemplo, la afirmación de que el asesinato es malo sólo expresaría el horror de quienes hablan del asesinato y, por tanto, no sería en modo alguno racionalmente justificable, del mismo modo que el sentimiento de horror no es racionalmente justificable, ni verdadero ni falso» (S. Vanni Rovighi, Elementi di filosofia, Brescia, La Scuola, vol. III, 19765, 195).

  13. Cfr. G. Cucci, “La prudencia. ¿Un virtud que ha desaparecido?”, en La Civiltà Cattolica, 9 de julio de 2021, https://www.laciviltacattolica.es/2021/07/09/la-prudencia/; Id, “La templanza. El difícil arte de amar”, en La Civiltà Cattolica, 21 de enero de 2022, https://www.laciviltacattolica.es/2022/01/21/la-templanza/; Id, “La fortaleza. Una virtud exigente”, en La Civiltà Cattolica, 22 de octubre de 2021, https://www.laciviltacattolica.es/2021/10/22/la-fortaleza-una-virtud-exigente/

  14. «La virtud humana, que es un hábito operativo, es un hábito bueno y operativo del bien» (Sum. Theol. I-II, q. 58, a. 3).

  15. El ejemplo es de Aristóteles: Ética a Nicómaco, 1098a 19.

  16. Cfr. ibid., 1094a 24; Sum Theol. I, q. 2, a. 3; Dante, Paraíso, VIII, 97-105.

  17. Cfr Sum. Theol. I-II, q. 55, a. 1, ad 4um; q. 62, a. 2, ad 3um.

  18. «Para que el hombre obre bien se requiere no sólo que esté bien dispuesta la razón por el hábito de la virtud intelectual, sino que también esté bien dispuesta la facultad apetitiva por el hábito de la virtud moral. Por consiguiente, así como se distingue el apetito de la razón, así se distingue también la virtud moral de la virtud intelectual. Por lo que, así como el apetito es principio del acto humano en cuanto que participa de algún modo de la razón, así el hábito moral es virtud humana en cuanto que se confirma con la razón» (ibid., I-II, q. 58, a. 2).

  19. Cfr G. Cucci, «Emozioni e ragione: due mondi antitetici?», en Civ. Catt. 2015 III 139-150; Id., “La prudencia. ¿Un virtud que ha desaparecido?”, en La Civiltà Cattolica, 9 de julio de 2021, https://www.laciviltacattolica.es/2021/07/09/la-prudencia/

  20. Cfr Id., «Passioni», en P. Benanti et Al. (edd.), Dizionario di teologia morale, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 2019, 735-742.

  21. Cfr Tomás de Aquino, s., De malo, q. 12, a. 1; Sum. Theol. I-II, q. 46, aa. 1-3; q. 56, aa. 3-4.

  22. Cfr Id., De Veritate, q. 26, a. 7; Sum Theol. II-II, q. 142, a. 1.

  23. B. H. Rosenwein, Generazioni di sentimenti. Una storia delle emozioni, 600-1700, Roma, Viella, 2016, 147.

  24. «El bien de la razón es el bien del hombre […]. Pero este bien lo posee esencialmente la prudencia, que es la perfección de la razón. La justicia, a su vez, realiza este bien en cuanto le corresponde establecer el orden racional en todos los actos humanos. Y las demás virtudes conservan este bien en cuanto moderan las pasiones para que no aparten al hombre del bien de la razón. Y entre estas últimas ocupa un lugar primordial la fortaleza, porque el temor de los peligros de muerte es sumamente eficaz para apartar al hombre del bien de la razón. Después viene la templanza, porque también los placeres del tacto impiden más que otros el bien de la razón» (Sum. Theol. II-II, q. 123, a. 12; cfr q. 141, a. 8).

  25. Cfr R. Descartes, Las pasiones del alma, Madrid, Biblioteca nueva, 2005, §§ 74 e 211. Sobre el problema central que plantean las pasiones a la relación cuerpo-alma, cfr. P. D’Arcy, «Introduction», en R. Descartes, Le Passions de l’âme, París, Flammarion, 1996, 42-59.

  26. I. Kant, Antropologia pragmatica, Bari, Laterza, 1993, § 73, 141; cfr Id., Critica della ragion pratica, ibid, 1986, 90. Nota a propósito de Remo Bodei: «El descubrimiento del aspecto positivo de las pasiones es algo bastante reciente, tiene lugar sobre todo en la época contemporánea» (R. Bodei, Geometria delle passioni. Paura, speranza, felicità: filosofia e uso politico, Milán, Feltrinelli, 2003, 10).

  27. A. Damasio, L’ errore di Cartesio, Milán, Adelphi, 1995, 18.

  28. Cfr D. Goleman, Intelligenza emotiva, Milán, Garzanti, 1999, 85 s.

  29. Cfr G. Cucci, «L’odio. Un sentimento complesso e potente», en Id., La forza dalla debolezza. Aspetti psicologici della vita spirituale, Roma, AdP, 2018, 369-399.

  30. Cfr S. Freud, L’Io e l’Es, en Id., Opere, Turín, Boringhieri, vol. IX, 1977, 514; Id., Il disagio della civiltà, ibid, vol. X, 1978, 258.

  31. M. Scheler, «Riabilitare la virtù», en Id., Il valore della vita emotiva, Milán, Guerini e Associati, 1999, 157.

  32. Como señala Maurizio Chiodi: «Hoy, de hecho, luchamos en la moral con el eterno problema de un rigorismo que separa la moral de la felicidad y de un laxismo que opone la felicidad a la moral. O bien, la demanda recurrente de nuevas normas, después de otras pasadas que ya no parecen aplicables hoy, es la confirmación de que el moralista no espera otra cosa que una ética del deber y de la obligación. Y esta misma concepción de la ética es evidente en quienes se oponen a cualquier deber moral» (M. Chiodi, Il cammino della libertà. Fenomenologia, ermeneutica, ontologia della libertà nella ricerca filosofica di Paul Ricœur, Brescia, Morcelliana, 1990, 334, nota).

  33. Cfr G. E. M. Anscombe, «Modern Moral Philosophy», en M. Geach – L. Gormally (edd.), Human Life, Action and Ethics, Exeter ‒ Charlottesville, Imprint Academic, 2005, 169-194; G. Abbà, «L’originalità dell’etica delle virtù», en F. Compagnoni – L. Lorenzetti (edd.), Virtù dell’uomo e responsabilità storica. Originalità, nodi critici e prospettive attuali della ricerca etica della virtù, Cinisello Balsamo (Mi), San Paolo, 1998, 135-165.

  34. Cfr, por ejemplo, G. H. von Wright, The Varieties of Goodness, New York, Humanities Press, 1963; P. Geach, The Virtues, Cambridge, Cambridge University Press, 1977. Para una panorámica histórica, cfr M. Micheletti, Filosofia analitica della religione. Un’introduzione storica, Brescia, Morcelliana, 2002; G. Filoramo, «Filosofia e religione», en G. Cambiano – L. Fonnesu – M. Mori (edd.), Storia della filosofia occidentale. 7. Problemi d’oggi, Bolonia, il Mulino, 2015, 193-215.

  35. Ph. Foot, Virtù e vizi, Bolonia, il Mulino, 2008, 4. Cfr M. Micheletti, Tomismo analitico, Brescia, Morcelliana, 2007; G. S. Lodovici, Il ritorno delle virtù. Temi salienti della Virtue Ethics, Bolonia, Esd, 2009.

  36. Cfr A. Da Re, «Il ritorno dell’etica nel pensiero contemporaneo», en Etica oggi: comportamenti collettivi e modelli culturali, Pádua, Gregoriana, 1989, 105-233; E. Berti, Nuovi studi aristotelici. Vol. IV/2. L’influenza di Aristotele. Età moderna e contemporanea, Brescia, Morcelliana, 2010; M. Nussbaum, L’ intelligenza delle emozioni, Bolonia, il Mulino, 2008; I. Boniwell, La scienza della felicità. Introduzione alla psicologia positiva, ibid, 2015.

  37. H. U. von Balthasar, Gloria. Una estetica teologica. I. La percezione della forma, Milán, Jaca Book, 1991, 11.

Giovanni Cucci
Jesuita, se graduó en filosofía en la Universidad Católica de Milán. Tras estudiar Teología, se licenció en Psicología y se doctoró en Filosofía en la Pontificia Universidad Gregoriana, materias que actualmente imparte en la misma Universidad. Es miembro del Colegio de Escritores de "La Civiltà Cattolica".

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