ECONOMÍA

¿Qué tipo de sociedad del trabajo queremos?

© iStock

La sociedad moderna se basa en la interacción de trabajadores que quieren modelar racionalmente la naturaleza, incluida la naturaleza social del hombre. En efecto, el trabajo, que es (hoy más que ayer) un gasto de energía personal destinado a modificar, según una racionalidad instrumental, el entorno físico o social, transforma al mismo tiempo no sólo al trabajador, física, mental y espiritualmente, sino también a la sociedad. La relación entre servicios y poderes se invierte.

Este artículo presenta la relación que existe hoy en día entre el ser humano y su entorno laboral en términos de limitación fisiológica, adaptación mental e integración en la sociedad. La segunda parte de este estudio, que se publicará en un próximo número, se centrará en la dimensión espiritual del trabajo.

Durante la pandemia de Covid-19 en el año 2020, el Papa Francisco promovió la creación de un grupo de reflexión sobre la dimensión humana del trabajo. Colaboraron diversas oficinas de la Santa Sede, sus redes internacionales y el Dicasterio Vaticano para el Servicio del Desarrollo Humano Integral. Los dos principios en los que se basaron estas reflexiones – en la encrucijada entre la agenda del «trabajo digno», elaborada desde hace tiempo por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra, y la «ecología integral», promovida por la encíclica Laudato si’ (2015) – pueden resumirse en la sugerente fórmula: Care is work, work is care, «cuidar es trabajar, trabajar es cuidar»: un cuidado tan atento al trabajador como al planeta[1].

El informe elaborado por este think tank define claramente el escenario, identificando, además de la experiencia psicosomática (física y mental) del trabajo, cuatro dimensiones específicas: el trabajo es una realidad económica, ecológica, social y espiritual. Aquí trataremos los tres primeros aspectos; el cuarto – la dimensión espiritual del trabajo –, como hemos anticipado, será objeto de otro ensayo.

Trabajar como una máquina humana

Incluso antes de pensar en su contexto económico, ecológico y social, el trabajo se percibe inmediatamente como un duro esfuerzo, a veces fácil de superar, a veces agradable, o incluso gratificante cuando se puede encontrar una justificación razonable, pero a veces extremadamente doloroso. En este último caso, a falta de una explicación racional, se invoca o bien el absurdo del mundo, o bien al sabio del Eclesiastés, cuando habla del ser humano: «Todos sus días son penosos, y su ocupación, un sufrimiento; ni siquiera de noche descansa su corazón» (Ecl 2,23), o incluso el libro del Génesis: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» (Gn 3,19).

La mayoría de las veces, el trabajo se vive como una obligación, más o menos penosa. No es necesario evocar la etimología mítica de la palabra «trabajo», el tripalium, un instrumento de tortura construido a partir de tres palos; basta con constatar que una actividad, incluso fácil, es en cualquier caso ardua. Se ha acuñado una nueva palabra para designar este mal espiritual: bore-out (que podría traducirse como «cansancio agotador» o, mejor aún, «alienación por desinterés»). Por eso, hoy en día, la forma más simple de deshumanización del trabajo es un trabajo tan mecánico como innecesario o, en todo caso, un trabajo al que el trabajador no encuentra sentido; esto sucede a menudo cuando el proceso de producción se reduce a una serie de actividades fragmentarias, como si uno fuera una máquina especializada en una sola operación.

Inscríbete a la newsletter

Cada viernes recibirás nuestros artículos gratuitamente en tu correo electrónico.

En los albores de la modernidad, el riesgo asociado al trabajo – es decir, el correlato de ese mundo anticipado que se quiere realizar a fuerza de trabajo – se veía como una posibilidad de daño, y ante todo de dolor, compensada por la esperanza de ganancia. Hoy en día – con todas las obligaciones de seguridad cubiertas – la esperanza de ganancia se ve empañada por la posibilidad de un daño que hay que reducir a toda costa[2]. De ahí la multiplicación, en nombre del principio de precaución, de una infinidad de condiciones de producción supuestamente garantes de la racionalidad y la seguridad del trabajador, que imponen una masa de obligaciones procedimentales a los operadores, colaboradores, investigadores y asesores… La verificación constante mediante informes de rendición de cuentas, asociados al empowerment de las tareas, transforma a cada persona en una especie de mecanismo esclavizado de un protocolo alienante. El manto de plomo de la burocracia se impone con el pretexto de la «conformidad» a las reglas, que doblega a cada trabajador a las normas impuestas.

Los propios directivos y managers no están exentos de esto. En el mejor de los casos, piden directrices y normas a las autoridades públicas por la mera satisfacción de observarlas y cumplirlas, sobre todo cuando su empresa es financieramente más fuerte que la de sus competidores. En el peor de los casos, estos reducen su papel a buscar nombres de empleados para incluirlos en el organigrama de la empresa, sin preocuparse demasiado por la adecuación entre empleado y función.

De esta manera, la remuneración deja de ser para el trabajador el signo de un esfuerzo útil, ya sea para su familia o para la sociedad, y se convierte en el reconocimiento de la obediencia a unas normas que cumple como un ritual formal. Dichas reglas están en función del estatus. Esta es la primera tarea que se impone al trabajador cuando asume su función: conocer los procedimientos y las normas que tendrá que aplicar. El estatus socioeconómico y las normas están vinculados: en el pasado, era imperativo «estar en el puesto adecuado» y saber cómo «permanecer en el propio puesto». Hoy en día, hay que aplicar las normas inherentes a la función socioeconómica de cada uno. Estas reglas se imponen en nombre de los valores modernos antes mencionados: racionalidad y seguridad. A estos dos valores se añade a menudo el de la eficacia, sin preguntarse: ¿para quién? ¿para cuándo? ¿Y quién pagará el precio?

La comparación con los robots es acertada en este caso, ya que siempre se presenta a los robots – industriales o domésticos – realizando un trabajo mediante la aplicación de algoritmos que son como componentes estándar de la máquina. Incluso son capaces de fabricar objetos o realizar tareas imposibles para los humanos. Pero su creciente poder es aterrador. Una reciente Resolución del Parlamento Europeo lo demuestra. En ella se postula que el desarrollo de los robots conducirá a su autonomía y a su potencial rebelión contra la humanidad que los ha creado. Por tanto, es necesario neutralizar sus iniciativas irracionales, del mismo modo que la organización científica del trabajo en el pasado pretendía eliminar el mal comportamiento del trabajador, racionalizando los procesos y convirtiéndolo en siervo de la máquina.

El trabajo no se acabará

Para empezar, disiparemos dos mitos muy extendidos. Se dice que, ante la falta de interés por el trabajo, la Generación Z (los nacidos entre 1997 y 2012), a diferencia de la Generación Y (que incluye a los jóvenes nacidos entre 1980 y 1996), sería indisciplinada, ecléctica, más inclinada al entretenimiento que al trabajo. Sin embargo, la mayoría de los estudios psicosociológicos demuestran que esta idea es completamente falsa.

Otro mito es que los empleos obreros están desapareciendo. En realidad, la mano de obra manufacturera «prolifera» y se desplaza en función de las oportunidades y necesidades del capital[3]. La robotización aún no se ha apoderado de todo el campo de la producción; en cuanto a los servicios, que requieren la plena cooperación de los usuarios, implican sobre todo la participación de los trabajadores. Dada esta imbricación del trabajo del productor y del usuario, las plataformas de intercambio emplean actualmente a un número cada vez mayor de trabajadores y consumidores.

En una publicación, un profesor de Oxford utiliza los avances de la Inteligencia Artificial (IA) para anunciar la desaparición del trabajo[4]. A diferencia del «progreso científico y técnico» del pasado, la IA introduciría la novedad de socavar no la producción material y su logística, sino el sector de los servicios que, en Occidente, emplea la mayoría de los empleos necesarios. Así, los empleos de los conductores de trenes, autobuses y taxis no serán los únicos afectados. Después de secretarios y oficinistas de todo tipo, también se verán afectados médicos, periodistas y abogados.

En efecto, al acceder a toda la web, la IA puede recopilar en cuestión de segundos información específica que el profesional más experimentado tarda largas horas, incluso semanas, en obtener. La guinda del pastel es que la IA puede presentar los frutos de su investigación en una forma «aceptable», al copiar las más numerosas formulaciones presentes en Internet. Es cierto que ChatGPT, el software de inteligencia artificial producido por OpenAI, aún tiene muchas deficiencias que profesores e internautas se han divertido señalando, pero es fácil esperar una rápida mejora del sistema.

Cualquiera que sea la evolución de estas herramientas, lo cierto es que sólo pueden hacer innecesarios algunos empleos terciarios, incluidos los más especializados. De hecho, esta destrucción de empleos no anuncia el fin del trabajo. No es que los empleos destruidos vayan a ser sustituidos por ingenieros, programadores e informáticos; ciertamente los habrá, incluso en las periferias del mundo digital, en el sector de Internet que ha visto florecer los «canales YouTube», los influencers y otras propuestas mediáticas que hacen la felicidad, cuando no la fortuna, de sus promotores. Pero estas nuevas exigencias de mantenimiento y desarrollo de los sistemas digitales no bastarán para llenar el vacío. La razón por la que la IA no anuncia el fin del trabajo es otra: al igual que el progreso científico y técnico de antaño, la IA aumenta la productividad global del trabajo, una productividad global que genera indirectamente empleos remunerados en sectores aún más alejados de la digitalización (servicios de seguridad, de cuidado personal, transición ecológica, entretenimiento, confort, control social…).

Está de moda, en una visión estática de la economía y de la sociedad, evocar la «cantidad de trabajo disponible» y razonar erróneamente sobre el mito del «trabajo a repartir», entendido a la manera en que se reparte una tarta; una tarta que, se piensa, se reduce debido a las tecnologías actuales. Suponiendo que la premisa sea cierta (es decir, que existe una determinada cantidad de trabajo), este reparto sólo podría funcionar si se aceptara compartir, en el mismo movimiento, la correspondiente renta monetaria disponible, es decir, algo que ningún político defensor de las 35 horas, o incluso de las 32 horas o incluso de las 24 horas semanales ha querido jamás. De hecho, tratar el trabajo como una cosa es una cuestión de materialismo vulgar. Tratar el trabajo como un objeto identificable, una cosa circunscrita en un espacio determinado en un momento determinado, es tener sólo una visión parcial y estática de una sociedad que, como la nuestra, está en permanente mutación.

El trabajo oculto en el consumo de servicios y ocio

Los tiempos contemporáneos ya no son los tiempos en que se podía razonar distinguiendo (sin poder hacerlo en la práctica) entre el trabajo productivo, por el que se entendía la plusvalía generada gracias a la explotación del proletario, y el trabajo improductivo, entendido como la construcción de templos y catedrales, pero también de toda la «superestructura» institucional, jurídica y religiosa de la sociedad, hasta los servicios administrativos, financieros o comerciales prestados a las industrias y a los particulares. Aunque tal vez sea posible distinguir el trabajo útil (¿para quién?, ¿para cuándo?) del trabajo inútil, ya no es posible diferenciar el trabajo productivo del trabajo improductivo, porque ahora todo contribuye a la construcción de la sociedad, incluido el entretenimiento. Más concretamente, cualquier servicio moviliza no sólo el trabajo de quien lo realiza, sino también el de quien lo recibe. Es la sociedad entera la que trabaja para su propia reproducción.

En efecto, se trabaja para otros, sean o no consumidores que pagan, o para uno mismo, pero en cualquier caso con la idea de satisfacer las necesidades de un beneficiario previsto. Esto se aplica no sólo a los servicios en los que el consumidor debe participar de algún modo en la realización del propio servicio (piénsese en el transporte, los seguros, los servicios de información o los cuidados personales), sino también a los productos más tangibles. No se trata simplemente de clientes que, para obtener un billete de tren y cumplir una obligación comercial o administrativa, tienen que utilizar ellos mismos herramientas informáticas, trabajo que antes realizaban agentes ferroviarios, dependientes de comercio o funcionarios. La participación del destinatario final de un bien o servicio se concibe como el elemento principal de, por ejemplo, el coche o la lavadora que se le proporcionan. Debe sentirse «como en casa», como en su propia habitación. Durante mucho tiempo, los precios que había que pagar por los neumáticos se calculaban para los conductores en proporción a los kilómetros recorridos y, por tanto, al uso que se hacía de ellos. El desarrollo del leasing, que sustituye la compra de un producto por su alquiler, procede de la misma lógica que hace del usuario un contribuyente a la obra social del productor.

El trabajo del usuario no parece mejor en el negocio del entretenimiento. Más allá de la «industria del ocio» – que engloba un amplio abanico de actividades diferentes, desde los deportes orientados a la relajación, el fitness, los museos y la variada industria hotelera y del espectáculo -, cada cual sólo disfruta trabajando para hacer coincidir sus deseos con los medios que le ofrece el mercado o la administración pública. Además, la distinción entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio es ahora más difusa, ya que todo el mundo busca en el trabajo la misma «autorrealización» que persigue en su tiempo de ocio.

Los responsables del personal no se equivocaban. Al final, es toda la sociedad la que asume la figura de la antigua oficina, al servicio de la posible realización individual.

Dona

APOYA A LACIVILTACATTOLICA.ES

Queremos garantizar información de calidad incluso online. Con tu contribución podremos mantener el sitio de La Civiltà Cattolica libre y accesible para todos.

Puesto que cualquier actividad – de producción o de consumo, asalariada o no, monetizada o no – puede considerarse una forma de trabajo, es posible afirmar con la misma certeza que todos los aspectos de la sociedad y todas las relaciones culturales y sociales se convierten en capital, en la medida en que ya son trabajo. Cada uno encuentra ahí algo que «realizar», en un futuro que imagina prometedor, juzgando el valor presente de cada cosa según el criterio de la renta o gratificación futura que generará, que no es otra cosa que la definición de capital.

Por eso la civilización del ocio, aunque se base en la observación objetiva y mensurable de la expansión del tiempo libre, es un tanto ilusoria. Es cierto que la tendencia es a la disminución de las horas de trabajo obligatorias. Hace medio siglo, la media anual de horas de trabajo en los países industrializados (de la OCDE) oscilaba entre 1.800 y 2.000 horas, y aunque en Grecia todavía se acerca a las 2.000 horas, hoy sólo es de 1.720 horas en Italia, 1.700 en España, 1.520 en Francia y 1.350 en Alemania. La media de los países de la OCDE es de 1.734 horas y oculta muchas disparidades, porque depende del estatus y el poder económico de cada país. Pero esta representación debe ponderarse teniendo en cuenta los años de formación inicial y el tiempo dedicado a la formación continua, así como la cantidad de desplazamientos necesarios para ir al trabajo o para reuniones «en persona».

La disminución del tiempo dedicado a la «jornada laboral» – como solía denominarse para diferenciarla del trabajo dominical – ha ido de la mano de un aumento general del nivel de vida y de una brecha cada vez mayor en los ingresos y la riqueza. Esto se debe a la inversión en formación, herramientas y organización, lo que ha permitido, con un enorme aumento de la productividad, una deshumanización del trabajo, a lo que se añade la creciente diferencia de ingresos y – sobre todo – de riqueza. En consecuencia, los no titulados están cada vez más excluidos del mundo laboral; el «empleo» está sustituyendo al trabajo, por no hablar del trabajo part-time y de los trabajos con contratos a tiempo definido. La inestabilidad profesional lleva al trabajador y a su entorno a ver su trabajo como menos digno.

Las dimensiones políticas del trabajo

Para examinar seriamente las respuestas de la sociedad actual, es necesario tener presentes los datos políticos fundamentales que sitúan el trabajo entre las preocupaciones de hoy. En efecto, el trabajo no sólo está grabado en el cuerpo y la mente del trabajador, sino que también es una realidad económica, ecológica y social.

El trabajo es ante todo una realidad económica porque crea valor: no sólo en un sentido moral cuando satisface las necesidades de la sociedad, especialmente de los más débiles, sino también en un sentido estrictamente económico. En este último sentido, el valor es lo que da sentido a un costo. Lo que el trabajo produce – un objeto útil (¿para quién?, ¿para cuándo?), un servicio indispensable (¿a los ojos de quién?) – compensa el esfuerzo, el trabajo, el genio del ingeniero, del artesano, del obrero, del administrativo, del gestor, del artista, del usuario o del consumidor final.

Para los economistas, el trabajo es a la vez un costo y un recurso. El coste es mensurable; su contrapartida, para quien lo paga, es un recurso: el «recurso humano», como decimos hoy. Signo de los tiempos racionalistas, el término «recurso humano» suplanta cada vez más a la noción de «personal». Este cambio refleja la influencia de la cultura materialista en la economía. Lo personal solía connotar a la persona, esa figura social definida por su papel y su responsabilidad en la comunidad de trabajo; el recurso humano, en cambio, se basa en la rentabilidad de la inversión realizada en las personas, a la manera de un capital del que se espera un rendimiento futuro.

La lógica instrumental de la economía siempre ha derivado de la lógica financiera que mide el valor presente de un bien, un servicio, una relación comercial, o incluso una amistad, frente a una ganancia futura, ya sea monetaria o cualquier otra forma de gratificación. En la actualidad, esta omnipresencia de la lógica financiera en todo trabajo es tal que, incluso en el lenguaje cotidiano, todo se convierte en capital. Disfrutamos de capital de salud, de capital de competencias, de capital relacional, de capital emocional, de capital familiar, de capital social, de capital estético, de capital religioso, incluso de capital de conocimiento, de sabiduría o de moral. Esta lógica financiera lleva, por una especie de descuento implícito, a evaluar cualquier actividad presente en términos de lo se cree aportará más adelante. Toda persona activa, ya sea productor o consumidor, se convierte en una especie de homo financiarius, un hombre de planes incesantes que sólo vive en la perpetua gestión del riesgo e intenta hacer malabarismos como puede entre la esperanza de ganar y la limitación de perder[5].

A mediados del siglo XVII, período en que se abrió la vía racionalista a la modernidad occidental, Blaise Pascal previó las consecuencias antropológicas de esto. A propósito escribió: «El presente nunca es nuestro fin: el pasado y el presente son nuestros medios, sólo el futuro es nuestro fin. De este modo, no vivimos nunca, sino que esperamos vivir; y, como siempre estamos dispuestos a ser felices, es inevitable que nunca lo seamos»[6].

La transformación del entorno natural y social

El trabajo es una realidad tanto económica como ecológica. En efecto, la búsqueda de la productividad del trabajo y su lógica financiera han conducido a formas de hacer y de consumir, formas de utilizar las herramientas, las máquinas, las fábricas y los medios de transporte que, hasta el día de hoy, han saqueado los recursos energéticos y minerales del planeta. El agua misma – símbolo eficaz de la vida – se está convirtiendo en un recurso escaso en zonas cada vez más vastas[7].

Por supuesto, está de moda, tanto en los tribunales como en los periódicos y los debates públicos, fomentar las disputas entre expertos para poner a la «ciencia» al servicio de nuestras creencias personales. Además, Internet ha inoculado en las mentes de la gente un relativismo que abre una amplia vía a las fake news (noticias deliberadamente manipuladas o, incluso, tergiversadas). Pero en lo que respecta al clima, ya no se admiten vacilaciones. La encíclica Laudato si’, del Papa Francisco, explica claramente lo que está en juego desde el punto de vista ecológico en el trabajo, y aquí no es necesario entrar en los detalles de sus formulaciones ya conocidas.

Evidentemente, el trabajo es también una realidad social. La doctrina social de la Iglesia insiste en este punto desde la encíclica princeps de León XIII, la Rerum Novarum (1891). Un análisis pertinente sitúa el trabajo en el centro de la doctrina social de la Iglesia: «La encíclica Rerum Novarum, pilar del discurso social de la Iglesia, tiene por objeto la condición laboral del trabajador, pero dedica un largo desarrollo al trabajo mismo. A este texto fundamental se referirán todas las encíclicas posteriores, publicadas con ocasión de sus aniversarios, incluida la Laborem Exercens [del Papa Juan Pablo II en 1981], que se refiere a ella, noventa años después»[8].

La tradición cristiana no puede sino oponerse a la idea de que el trabajador es sólo un individuo libre de vender su fuerza de trabajo. Es cierto que la organización moderna del trabajo y de la economía tiende a aislar al trabajador y a separarlo de sus compañeros de labor, de su familia y de su patria. De ahí la lógica de la «sociedad» más que la lógica de la «comunidad»[9]. Además, hay muchas otras solidaridades que se ven socavadas por la división internacional del trabajo: la región en la que trabaja el trabajador, la región en la que vive, la reserva de mano de obra en la que se encuentra y, más en general, las solidaridades que le vinculan al contexto geopolítico jurídico, económico, nacional e internacional. El smart working favorecido por la pandemia Covid-19 ha fomentado fuertemente el aislamiento del trabajo, haciendo cada vez más virtual su realización; además, al aumentar enormemente la sensación de autonomía, ha fomentado el aislamiento en una comunidad laboral cada vez más esquiva. Pensemos, por ejemplo, en las empresas que sólo trabajan con subcontratistas, como Flixbus, que no posee ningún autobús en Europa, o en las grandes marcas de automóviles: a menudo sólo disponen de programas informáticos como realidad de gestión para la coordinación y el ajuste de los procesos o la distribución de las tareas. Esto explica por qué son capaces de aumentar sus beneficios en un mercado deprimido.

A pesar de que la pandemia de Covid-19 ha acentuado estas derivas en el mundo, en la sociedad contemporánea el trabajo sigue siendo la principal vía de autorrealización, integrándonos en un sistema social en el que lo importante no es hacer algo objetivamente útil para uno mismo, para la familia o para los demás, sino algo que se reconozca, con un salario, un honor, un prestigio o lo que sea. Por tanto, el trabajo no desaparecerá, al menos si sigue siendo el principal vector de identidad individual, es decir, un medio de integración en la sociedad. Esta identidad a través del trabajo no tiene ciertamente el valor absoluto que le atribuyen los psicosociólogos. De hecho, la identidad destruye la singularidad del trabajador. El trabajador queda reducido a su utilidad social, o incluso a su función. En el contexto antropológico actual, la identidad no puede dar cuenta de la dimensión espiritual del trabajo, pero nos ocuparemos de ello en el próximo artículo.

  1. Cfr International Catholic Migration Commission (ICMC), Care is work, work is care (www.icmc.net).

  2. Cfr U. Beck, La società del rischio. Verso una seconda modernità, Roma, Carocci, 2013.

  3. Cfr J.S. Carbonell, The Future of Work, Amsterdam, Amsterdam Publi­shing, 2022.

  4. Cfr D. Susskind, Un mondo senza lavoro. Come rispondere alla disoccupazione tecnologica, Milán, Bompiani, 2022.

  5. Cfr G. Giraud, «Los verdaderos obstáculos a la transición ecológica», en La Civiltà Cattolica, 3 de marzo de 2023: https://www.laciviltacattolica.es/2023/03/03/los-verdaderos-obstaculos-a-la-transicion-ecologica/

  6. B. Pascal, Pensieri, Milán, Rizzoli, 2013, n. 42, 62.

  7. Cfr É. Perrot, «El problema del agua», en La Civiltà Cattolica, 17 de junio de 2022: https://www.laciviltacattolica.es/2022/06/17/el-problema-del-agua/

  8. F. Salmon, 2012, en Ceras-Project.org, Dottrina sociale della Chiesa, entrada «Lavoro».

  9. Cfr É. Perrot, «Empresa, sociedad y comunidad humana», en La Civiltà Cattolica, 4 de noviembre de 2022: https://www.laciviltacattolica.es/2022/11/04/empresa-sociedad-y-comunidad-humana/

Étienne Perrot
Es un sacerdote y teólogo francés, jesuita y economista. Desde 1988 enseña economía y ética social en París y ética empresarial en la Universidad de Friburgo. En su amplia bibliografía destacan los libros Refus du risque et catastrophes financières (Salvator, 2011) y Esprit du capitalisme, es-tu là? (Lessius, 2020).

    Comments are closed.