Espiritualidad

¿Existe una espiritualidad laica?

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La palabra «espiritualidad» hace referencia a una realidad del orden de la experiencia. Es la vida del Espíritu en nosotros (cfr. Gal 5,25). Pero la experiencia es algo que no se limita a la mera vivencia personal: incluye también la reflexión sobre lo vivido. La espiritualidad, por tanto, se presenta también como un conocimiento atento a lo que implica el progreso de esa vida del Espíritu en nosotros. Es, pues, «la ciencia de los caminos concretos» a través de los cuales Dios actúa en nosotros, y es también «la ciencia de los medios» que ayudan al crecimiento de nuestra vida espiritual[1]. Es evidente que este modo de conocimiento tiene su propia estructura: acoge las sorpresas originales de los procesos espirituales y, al mismo tiempo, se inspira invariablemente en las riquezas de la tradición bíblica y eclesial.

Condición laical: de lo que no es a lo que es

Los interesados en una espiritualidad laica tendrán, pues, que prestar atención a los procesos que configuran la realidad existencial de los laicos. Esto presupone una cierta conciencia de lo que es la condición laical. Las décadas que precedieron al Concilio Vaticano II marcaron un punto de inflexión importante, porque se dejó de definir la condición laical sólo en sentido negativo y se empezó a considerarla también en sentido positivo. Los laicos fueron vistos no tanto en oposición a los no laicos, sino más bien a partir de lo que les es propio[2]. La definición de laicado del Concilio Vaticano II refleja claramente esta evolución. La Constitución dogmática Lumen Gentium, en el n. 31, afirma: «incorporados a Cristo por el bautismo, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, [los laicos] ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde»; «el carácter secular es propio y peculiar de los laicos»; «a los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios».

El Concilio dejó de mirar a los laicos a partir de las características del clero y pasó a considerarlos desde una perspectiva eclesial. Si es verdad que para caracterizar la realidad de los laicos no se puede prescindir completamente de lo que son los otros sectores eclesiales, y que la afirmación de la identidad de los laicos está asociada a la noción de lo que no les pertenece, por otra parte la condición laical no es lo que queda de la Iglesia después de considerar a los ministros ordenados y a los religiosos, ni puede ser vista simplemente como un sector auxiliar de ellos. Es una realidad distinta, llamada, con vocación propia, a afirmarse plenamente junto a los otros sectores eclesiales. Por tanto, la identidad del laico no puede definirse por exclusión de otras partes dentro del conjunto de la Iglesia. Su posición no es la del no clérigo ni la del no religioso, sino la del bautizado y la del cristiano. La inserción cotidiana de los laicos en los asuntos del mundo no es algo complementario o anexo a lo que hacen los no laicos: es una misión con dignidad propia, dentro del esfuerzo común por construir el reino de Dios en el curso de la historia[3].

El laico es cristiano por derecho propio. Ser ministro ordenado, religioso o laico es el resultado de la idéntica pregunta que uno se hace ante Dios: ¿qué seré en la vida? Todo cristiano está capacitado, en virtud de los sacramentos que lo consagran, para ocupar un puesto de responsabilidad en la Iglesia. Por supuesto que existe una jerarquía en la Iglesia, pero ésta sólo se refiere a las funciones que están definidas en su orden estructural, y no tiene nada que ver con las consecuencias salvíficas de la función ejercida. La jerarquía no tiene ninguna relación con la santidad de la persona. La ascendencia en la estructura eclesial tampoco significa que uno se convierta en un objeto más privilegiado del amor de Dios[4].

Por lo demás, la espiritualidad de los laicos, la de los religiosos y la de los clérigos no son totalmente distintas. Hay una continuidad que las une. La espiritualidad laical es, ante todo, espiritualidad cristiana: de aquí saca sus bases fundamentales, y es a partir de aquí de donde hay que comenzar a elaborarla. Sólo entonces pueden buscarse sus especificidades. De lo contrario, corremos el riesgo de producir una espiritualidad laical prefabricada y, por tanto, irreal[5].

La búsqueda de una espiritualidad laical

Las reflexiones que acabamos de presentar han conducido con el tiempo a la elaboración de una espiritualidad propia de los laicos. En las últimas décadas ha habido varias aportaciones en esta dirección, pero persiste una cierta insatisfacción y el debate sigue vivo. A medida que evoluciona la realidad existencial de los laicos y crece su importancia para la Iglesia, surgen nuevos problemas. De ahí la constatación de que la elaboración de una espiritualidad propia de los laicos está aún inacabada.

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Además, no siempre están claras las motivaciones en las que se basa una determinada espiritualidad laical. A veces responde a una auténtica apertura a nuevas realidades, pero otras es una mera reacción a los impulsos de las circunstancias. Ya en los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, el teólogo Karl Rahner afirmaba: «Lo que queda por decir del laicado [más allá de su caracterización en un sentido puramente negativo] sigue siendo vago e inexplicable. No llega a constituir una fuerza real en la conciencia de los fieles y del clero. Sólo cuando se necesita a los laicos por alguna razón urgente se les recuerdan las otras verdades más positivas que también deben aplicarse a ellos»[6].

El Concilio Vaticano II dio sin duda un gran impulso a la comprensión de la condición del laicado dentro de una Iglesia en el mundo. Delimitó su ámbito y delineó su identidad espiritual, recogió gran parte de la reflexión realizada sobre el tema hasta entonces y estableció directrices para el futuro. Constituye, pues, un punto de referencia indispensable. Pero, como acontecimiento situado en la historia, no pudo poner fin al discurso sobre la realidad del laicado. La reflexión sobre la condición laical y la espiritualidad debía continuar a la luz de los nuevos desafíos que la historia presentaba. En efecto, si la experiencia de los laicos evoluciona, la reflexión teológica sobre la realidad que representan también debe progresar. Las líneas de continuidad establecidas por el Concilio Vaticano II pueden verse cruzadas por factores de discontinuidad que se manifiestan entretanto. Hay que respetar lo que dijo el Concilio sobre los laicos, pero también hay que ir más allá[7].

Cualquiera que sea el condicionamiento histórico, la búsqueda de una espiritualidad laical debe obedecer a una orientación. Nunca hay que perder de vista los parámetros que ayudan a definir la realidad del laicado en el espacio eclesial. No puede dejar de ser lo que es, mientras evoluciona a través de un imperativo de encarnación histórica. Es necesario, por tanto, tener presente tanto el origen como la finalidad de la condición laical. Es una ley a seguir a la hora de repensar cualquier realidad eclesial: «Mirar río arriba y río abajo»[8]. Es obvio que los laicos no existen por sí mismos, y mucho menos en su propio nombre. Por un lado, la condición laical nace de una fuente de inspiración. Por otra, el compromiso de los laicos está determinado por un campo de misión, un espacio de morada, de acción y de destino. En efecto, la apertura a nuevos aspectos de la existencia debe producirse en el constante ir y venir entre la fuente de inspiración y el campo de misión.

Por tanto, es importante aclarar qué parámetros definen la realidad de los laicos. La conexión entre el «desde qué» y el «para qué» ayuda a orientar el «qué». Al asociar la fuente de la que se inspira la realidad del laicado y el ámbito en el que se desarrolla su misión, se obtiene una orientación para su evolución histórica. Concretamente, la condición laical tiene su punto de partida en una dimensión cristológica: por el bautismo, los laicos son consagrados y enviados; participan en el «oficio sacerdotal, profético y real de Cristo»[9]. Viven los distintos aspectos de su existencia en actitud de ofrenda espiritual a Dios. Anuncian y dan testimonio de la Palabra en medio del mundo. Cooperan con Cristo para que todo se le someta y Él llegue a ser todo en todos.

La condición laical tiene también una dimensión eclesiológica. Los laicos, por su realidad, se sitúan dentro de la Iglesia-comunión. Participan en la intercomunicación que la hace vivir y comunicar la vida. Manifiestan la creatividad carismática de la Iglesia, asumiendo los nuevos servicios que el Espíritu suscita en ella.

Por último, la condición laical tiene una dimensión misionera. Inmersos en las realidades del mundo, los laicos están llamados a ejercer allí una acción transformadora y evangelizadora[10]. Se comprende, pues, cómo esta triple dimensión – cristológica, eclesiológica y mundano-misionera – de la condición laical debe ser tenida en cuenta en la elaboración de una espiritualidad que le concierne.

Dilatación de la realidad llamada «mundo»

La realidad llamada «mundo» se impone muy claramente en la conciencia de la Iglesia de hoy. Los procesos y problemas del mundo actual pasan también por la Iglesia. No sólo están ante ella, sino que pasan dentro de ella, sin que el mundo, como tal, pierda consistencia ante ella. Sin embargo, Dios quiere la convergencia escatológica de la Iglesia y el mundo. Quiere que el esfuerzo por construir el reino de Dios los una. Precisamente por eso la realidad temporal adquiere significado cristiano. El mundo se presenta como no-Iglesia, pero también constituye el otro que interesa a la Iglesia. Se trata de una relación dialéctica que, al acentuarse, da nueva fuerza a la cuestión de los laicos[11].

Ciertas transformaciones han contribuido a que la realidad llamada «mundo» hoy haya crecido en extensión. En primer lugar, está el proceso de secularización. La religión ha sido retirada de la esfera pública y confinada al ámbito privado de los creyentes. Si antes era una realidad que influía en la vida colectiva, hoy ha quedado prácticamente relegada a un sector de la sociedad. Esto, por supuesto, resta relevancia social al cristianismo, pero también puede estimular una mejor calidad de la práctica de la fe. Una vez que disminuyen los apoyos externos, se despierta la necesidad de profundización interior. Además, una mayor comprensión del carácter secular de nuestras sociedades puede llevarnos a descubrir nuevas posibilidades de intervención cristiana.

Una segunda transformación, con implicaciones para la fisonomía del mundo, es la pluralidad de visiones de la existencia humana. La evidencia ética del pasado pierde fuerza y se pone en tela de juicio. Se abandonan los principios, se borran las fronteras entre lo razonable y lo irrazonable y se extiende el relativismo moral. Esto puede entrañar riesgos para el curso de la vida individual y colectiva, pero también puede dar lugar a una necesidad urgente de reconstrucción ética. No se trata de volver al pasado, sino de una recomposición moral que tenga en cuenta los nuevos desafíos culturales. Ya no basta con enunciar principios: ante todo, hay que formar las conciencias. Esto requiere un esfuerzo inteligente, que deberá ser, en gran parte, fruto de la mediación cultural de los laicos.

Una tercera transformación es la globalización. La libre circulación de personas, bienes, información e ideas debilita las particularidades culturales y acentúa los desequilibrios entre poderosos y débiles. Este proceso no puede dejarse a sus propios dinamismos más o menos arbitrarios, sino que los laicos cristianos tienen un papel que desempeñar para disciplinarlos. Es necesario dar un alma ética y cultural al nuevo orden mundial, y éste es un compromiso que exige nuevos mecanismos reguladores de la vida internacional, particularmente en los ámbitos económico y jurídico[12].

De hecho, la combinación de estas transformaciones contribuye a que el mundo se afirme con más fuerza y complejidad en relación con la Iglesia. En primer lugar, con el proceso de secularización, el mundo se ha ido alejando progresivamente de las influencias del cristianismo. Este proceso comenzó con la afirmación del Estado, continuó con la de las diversas instituciones de la sociedad y sigue con la de las conciencias individuales. Por eso, hoy el mundo aparece, más que nunca, como un «mundo» frente la Iglesia. Y si esta relación permanece, ello no se debe, en principio, a la voluntad del mundo, que quiere seguir su propio camino, sino a la de la Iglesia, que se interesa por el mundo, mirándolo como una alteridad con respecto a sí misma. En segundo lugar, con la fragmentación del tejido social y la pluralización de las existencias, el mundo ha dejado de constituir una realidad homogénea ante la Iglesia. Puede decirse que hoy, en lugar de un mundo, existen varios, cada uno con sus propias reglas de funcionamiento y su propio lenguaje. En tercer lugar, con el fenómeno de la globalización, las referencias tradicionales que regulaban el funcionamiento del mundo se desvanecen. Éste queda más expuesto a un juego de fuerzas que no siempre es fácil controlar. Así, la Iglesia y los cristianos de hoy tienen que enfrentarse a un mundo independiente, plural e incierto, más difícil de descifrar, de predecir y quizá incluso de vivir.

Cambios transversales en la Iglesia

Asistimos a dos tendencias que modifican la delimitación tradicional de los espacios ocupados en la Iglesia por clérigos, religiosos y laicos. Estos últimos acceden a funciones propias de los ministros ordenados. Además, se benefician de la espiritualidad que transmiten las congregaciones religiosas, estableciendo a veces lazos de cierta coherencia institucional con ellas.

De hecho, con la disminución del número de sacerdotes, los laicos han sido llamados a desempeñar tareas propias del ministerio pastoral de los clérigos. Se trata de una tendencia que se manifiesta en algunas regiones más que en otras. Los laicos asumen la responsabilidad de las comunidades y también de algunos sacramentos. Esto modifica en cierta medida la interacción entre clérigos y laicos. Al fin y al cabo, es normal que la relación de los ministros ordenados con el pueblo de Dios y con el mundo esté sujeta a evolución: es un fenómeno ligado a las urgencias pastorales, así como a las influencias de la sociedad sobre la Iglesia que forma parte de ella. Pero la forma de esta relación debe basarse siempre en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, para que el sacerdocio ministerial no se distorsione en relación con el sacerdocio común de los fieles[13].

En efecto, la participación de los laicos en las funciones de los ministros ordenados no forma parte de su vocación. El fundamento bautismal no basta para justificar tal participación, ya que no corresponde a la ordenación sacramental. Por lo tanto, es necesario determinar el significado teológico de la «delegación» a los laicos de funciones que son propias de los ministros ordenados. Se trata de un ministerio destinado a «proveer», lo que podría desvirtuarse de su verdadero significado. No se trata de la «promoción» de los laicos a los servicios sacerdotales, ni es el ejercicio normal del sacerdocio de los fieles[14]. Si así fuera, el ministro ordenado podría perder su significado específico. Es importante distinguir las tareas que los laicos asumen en nombre del sacerdocio común de los fieles de las que realizan en virtud de un mandato pastoral. El ejercicio de este segundo mandato no transforma propiamente a un laico en pastor. Lo que constituye el ministerio pastoral es la ordenación sacramental y no la actividad misma. Sólo el sacramento del Orden confiere una participación específica en el papel de Cristo Pastor. Quien lo recibe se transforma en pastor del pueblo de Dios y recibe el encargo de velar por el crecimiento y la misión de la Iglesia, con vistas a la salvación de todos. Está autorizado a presidir en nombre de Cristo, Cabeza, Pastor supremo de su pueblo[15].

Por tanto, la asociación de los laicos al ejercicio del oficio pastoral y a la celebración de los sacramentos debe tener lugar en relación con el sacramento del Orden. Sólo él puede ser la fuente de su delegación. Y es sobre esta base que tiene lugar. Por tanto, los laicos sólo pueden presidir las celebraciones litúrgicas por falta de ministros: lo hacen para suplirla. No hay sustitución del sacerdote, ni «promoción» de los laicos. Además, uno debe ser enviado por el obispo de la diócesis, que actúa en virtud de su «función apostólica». La delegación dada por él forma parte de un proceso que lo precede y lo implica. Está en continuidad con el envío por el que Cristo constituyó a sus apóstoles para participar en su consagración y misión. El oficio episcopal es, sacramentalmente, el vínculo con el único Mediador que es Cristo. Por tanto, la colaboración en el ministerio pastoral debe vivirse en relación con la figura del obispo[16].

Una segunda tendencia a cambiar la configuración de los espacios tradicionales de la Iglesia es la asociación de muchos laicos con las espiritualidades transmitidas por las congregaciones religiosas. Aquí convergen dos factores. Por un lado, los religiosos quieren compartir con los laicos los carismas que les inspiran, porque son conscientes de que esos carismas no son de su propiedad, sino un don para toda la Iglesia. Por otra parte, los laicos aspiran a nutrirse de esas fuentes, que no pertenecen sólo a los seguidores directos de aquellos a quienes Dios se las ha dado[17]. Algunos sólo buscarán en ellas un enriquecimiento espiritual, pero otros querrán realmente pertenecer a algo que es más grande que ellos mismos[18].

Cuando se sirven de los carismas de los religiosos, los laicos no pierden su estatuto eclesial específico. Al contrario, pueden aportar una contribución original a esos carismas, liberándolos de los viejos esquemas del pasado y enriqueciéndolos con nuevos matices. Con su intervención de carácter laico, favorecen la amplitud espiritual y el dinamismo apostólico de tales carismas. Sin embargo, no se puede esperar que la versión laica de un carisma aparezca inmediatamente: sólo se manifiesta tras un largo período de maduración en diferentes lugares y con múltiples discernimientos[19].

Mayor expresión de la vida propiamente laica

La expansión y complejidad del mundo, así como el acceso al espacio habitual del clero y de los religiosos, hacen que la realidad de los laicos adquiera mayor relevancia en la Iglesia. Pero dentro de la propia condición laical hay también otras dinámicas que van en esta dirección. En efecto, se amplía el ámbito de discernimiento que los laicos deben ejercer respecto a las opciones de camino y a los modos concretos de proceder. Son ellos quienes deben gestionar los conflictos que surgen de su pertenencia simultánea a la sociedad humana y a la comunidad eclesial. Sin embargo, no deben confundir el plano de la fe con el de las realidades temporales: la fe cristiana inspira y anima la intervención en la sociedad y en el mundo, pero no permite deducir soluciones concretas a los problemas. La Iglesia no está vinculada a un determinado sistema social terrenal, en el que todo estaría claro en cuanto a la conducta de la existencia y la intervención colectiva. Los laicos tienen, pues, autonomía y responsabilidad en las opciones que toman al respecto[20].

Esta práctica prolongada del discernimiento proporciona a los laicos conocimientos importantes para la construcción del Reino de Dios. Adquieren un «saber vivir» y un «saber hacer» que fortalece su posición dentro de la Iglesia. Los laicos deben compartir estos conocimientos no sólo entre ellos, sino también con la jerarquía y los religiosos. De este modo, la Iglesia se hace más capaz de servir al mundo. En efecto, no puede estar presente en la vida social sólo a través de los ministros ordenados; no puede correr el riesgo de convertirse en una especie de contra-sociedad, con tendencia a defenderse desde fuera y a oponerse a la sociedad; debe abrirse a ella y sumergirse en ella, para modelarla desde dentro con la fuerza del Evangelio[21].

La plena contribución de los laicos a la vida y misión de la Iglesia depende de la creación de mecanismos institucionales adecuados. No se trata sólo de facilitar el intercambio de ideas y experiencias: esto ya ocurre a través de los grupos laicos y los movimientos eclesiales. Tampoco se trata sólo de dar responsabilidades concretas a los laicos dentro de la Iglesia: ya están asumiendo muchos ministerios según el carácter secular que les es propio. La aportación de los laicos, en efecto, debe llegar hasta los mismos órganos de decisión de la Iglesia. Además, la Iglesia está tomando conciencia de que la autoridad ejercida por sus ministros oficiales no es suficiente. Recurrir a la contribución de los laicos es una forma de tomar decisiones que se basa en el don del Espíritu dado a cada cristiano. Más aún, se basa en la «autoridad inquebrantable» de «todos los fieles» en materia de fe[22].

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La nueva conciencia eclesial de los laicos se refleja, más o menos claramente, en su vida espiritual. Muchos de ellos desean que se haga más hincapié en lo que representan dentro de la Iglesia. No parecen contentarse con la simple idea de que el bautismo y la confirmación son el fundamento de su misión. Esto no significa que quieran ir más allá de ese fundamento, optando por otro aparentemente más incisivo, sino que desean hacerlo más tangible, profundizando en su significado y llevando más lejos sus consecuencias. Esto se manifiesta de diversas maneras. Por ejemplo, hay quienes precisamente en su condición de laicos encuentran la oportunidad para el discernimiento vocacional, permaneciendo así, de forma renovada y más comprometida, en su situación vital. Hay también quienes desean ser enviados explícitamente, sentirse verdaderamente tales. Probablemente desearían que en este mandato se incluyera un elemento de solemnidad. Todo sucede como si estos laicos buscaran un «momento de intensificación» de su condición eclesial, ya sea viviéndola espontáneamente o caracterizándola con una celebración.

Configuración de una espiritualidad laica

La configuración de una espiritualidad laica debe tener en cuenta tres aspectos. En primer lugar, el laico es el cristiano puro y simple. No hay en él ningún añadido que cambie su condición de simple cristiano. Por tanto, la espiritualidad del laico sólo puede ser la de la vida cristiana como tal. Su vocación al apostolado le viene del bautismo y de la confirmación. No procede de un mandato especial de la jerarquía, que con ese acto despoje al individuo de su condición de cristiano[23]. En segundo lugar, el laico se inserta en el mundo. Esto sucede, además, a la Iglesia en su conjunto: es atravesada por situaciones, tendencias y problemas que el mundo experimenta. En tercer lugar, la condición laical tiene sus propias especificidades en comparación con el estado religioso y el ministerio ordenado. La referencia al mundo, aun siendo un rasgo de la Iglesia en su conjunto, distingue a los laicos de un modo particular: estar en el mundo determina la esencia de su vocación y misión. Existe, sin embargo, el problema de subrayar la característica de «estar en el mundo» de los laicos sin hacer de ella un aspecto que les concierne sólo a ellos[24].

La responsabilidad cristiana del laico está determinada por su situación ordinaria en el mundo. No es posible describir su condición eclesial sin tener en cuenta el espacio en el que construye su existencia, que va desde las ocupaciones individuales hasta la intervención pública en la sociedad. Por tanto, se puede decir que en la Iglesia el laico, en sentido estricto, es el que permanece en esta situación ordinaria en el mundo.

De hecho, el laico se distingue del clero y de los religiosos por su inserción original en la vida del mundo. Éste ha sido siempre su lugar, y seguirá siéndolo. El laico está en el mundo en virtud de la «ley precristiana de su existencia»[25], y es ahí donde debe ser cristiano. En efecto, el itinerario personal del laico no pasa por un acontecimiento que provoque un cambio de «estatus». No experimenta la discontinuidad entre un «antes» de plena inserción en el mundo y un «después» de algo que ya no es exactamente eso. No tiene que dar ese salto para cumplir su misión, porque lo que tiene que hacer es asumir su posición original en el mundo.

El laico tiene, pues, una manera especial de situarse en el contexto eclesial: es cristiano allí donde está el mundo. Sabemos que la Iglesia es la realización del Reino de Dios. Toda la Iglesia es un instrumento de redención y santificación del mundo, pero el laico participa en esta tarea a su manera original. A él le corresponde cristianizar la situación precristiana original del mundo. Es ahí donde experimenta la tensión de estar en el mundo sin ser del mundo. Intenta transformar las cosas desde lo que son hacia lo que deberían ser. El laico asume las realidades temporales, animándolas interiormente con el espíritu del Evangelio. Penetra en las realidades horizontales de la vida para reconfigurarlas según la relación vertical con Dios[26].

En esto consiste la contribución particular de los laicos al ser y al actuar de la Iglesia. Sin ellos, la Iglesia no podría ser plenamente signo e instrumento de Jesucristo para el mundo. Los laicos tienen su propio modo de introducir los problemas del mundo en la vida de la Iglesia y de hacerlos parte integrante del designio salvífico de Cristo. Para ello se apoyan en los dones de la naturaleza y en la gracia que han recibido de Dios Creador. El compromiso eclesial que tienen en el mundo debe ser competente y eficaz, pero al mismo tiempo desprendido y orientado hacia un horizonte distinto. Así pues, esta especificidad misionera de los laicos debe tenerse en cuenta a la hora de elaborar un discurso sobre su identidad espiritual[27].

Aperturas

Hemos dejado claro que la identidad de la condición laical descansa sobre tres bases: la cristológica, la eclesiológica y la mundano-misionero. Cualquier cambio significativo en alguna de ellas tendrá consecuencias respecto a esa identidad. Ahora bien, es de esperar que continúen las transformaciones del mundo. También es probable que siga habiendo movimientos en la zona fronteriza entre el espacio de afirmación de los laicos y el espacio habitualmente ocupado por el clero y los religiosos. También es posible que surjan sorpresas a partir del dinamismo del nuevo «querer ser» buscado por un número considerable de laicos.

Así pues, asistimos actualmente a algunas evoluciones de la condición laical, sin poder abarcar todo su alcance. El tiempo aclarará las consecuencias para la vida y la acción de la Iglesia. En efecto, no es posible prever plenamente el resultado de la asignación de tareas a los laicos por parte de los ministros ordenados. También es difícil prever plenamente los efectos del desarrollo de una especificidad laical en los carismas de los religiosos. Además, podemos preguntarnos si la idea de un «momento de intensificación» de la condición laical ganará consistencia. Nos corresponde estar abiertos a esta evolución de la realidad de los laicos y someterla a discernimiento. «¿No estamos, aquí, en una situación en la que el Espíritu Santo está diciendo algo a las Iglesias?»[28].

Ni siquiera la base cristológica de la condición laical escapa al dinamismo del cambio. Está ligada a lo que ocurre con las otras dos bases: la eclesiológica y la mundana. Cristo no se transmite cristalizado en el espacio y en el tiempo. Está disponible para dar a conocer sus múltiples rostros según las exigencias de la encarnación de la vida cristiana. La realidad de los laicos es capaz de mostrar las huellas de la figura de Cristo según las condiciones históricas en las que se desarrolla. Cabe preguntarse, entonces, cuáles son las riquezas de esta figura que corresponden a la existencia propiamente laical. Es una pregunta paralela a la que se plantea sobre el sacerdocio ministerial y los carismas de las congregaciones religiosas. Tiene que haber un lado de Cristo que se manifieste mejor en los miembros de la Iglesia que viven su situación original en el mundo.

  1. Cfr. B. Pitaud, «Théologie et vie spirituelle» en J. Doré (ed.), Introduction à l’étude de la théologie, vol. 2, París, Desclée, 1992, 560.
  2. Cfr. Y. Congar, «Laïc et laïcat», en Dictionnaire de spiritualité ascétique et mystique. Doctrine et histoire, vol. 9, París, Beauchesne, 1975, 102.
  3. Cfr. B. Sorge, «Le laïcat avant et après le Concile», en La documentation catholique 84 (1987) 925.
  4. Cfr. K. Rahner, «Fundamentación sacramental del estado laical en la Iglesia», en Id., Escritos de Teología, vol. 7, Madrid, Taurus Ediciones, 1969, 378 s.
  5. Cfr. A. Huerga, La espiritualidad seglar, Barcelona, Herder, 1964, 135 s; 138.
  6. K. Rahner, «Fundamentación sacramental del estado laical en la Iglesia», cit., 359 s.
  7. Cfr. A. Barruffo, «Laico», en S. De Fiores – T. Goffi, edd., en Nuovo dizionario di spiritualità, Roma, Paoline, 1979, 820 s.
  8. Conférence des Évêques de France, Proposer la foi dans la société actuelle. Lettre aux catholiques de France, París, Cerf, 1997, 81.
  9. Concilio Ecumenico Vaticano II, Apostolicam actuositatem, n. 2.
  10. Cfr. R. Berzosa, «¿Una teología y espiritualidad laical?», en Misión Abierta 92 (2000) 23 s.
  11. Cfr. Y. Congar, «Laïc et laïcat», cit., 101.
  12. Cfr. B. Sorge, «Le laïcat avant et après le Concile», cit., 921-923.
  13. Cfr. Bureau d’études doctrinales de la Conférence des Évêques de France, «Les ministres ordonnés dans une Église-communion», en La documentation catholique 97 (2000) 422.
  14. Cfr. Ibid.
  15. Cfr. Ibid., 425 s.
  16. Cfr. Ibid.; Concilio Ecuménico Vaticano II, Lumen gentium, n. 28.
  17. Cfr. C. Maréchal, «Pour un partenariat effectif entre religieux et laïcs dans l’actualisation du charisme et la responsabilité de la mission», en La documentation catholique 97 (2000) 184.
  18. Cfr. R. Schreiter, «Partager les charismes et les spiritualités», ibid, 82.
  19. Cfr. B. Secondin, «Partager les charismes et la spiritualité. Nouvel itinéraire de communion et de rayonnement apostolique», en ibid., 76 s; C. Maréchal, «Pour un partenariat effectif entre religieux et laïcs…», cit., 185 s.
  20. Cfr. Concilio Ecuménico Vaticano II, Gaudium et spes, n. 43.
  21. Cfr. Conseil des Conférences Épiscopales Européennes, La religion, fait privé et réalité publique. La place de l’Église dans les sociétés pluralistes, París, Cerf, 1997, 41 s.
  22. Cfr. ibid, 35 s; Concilio Ecuménico Vaticano II, Lumen gentium, n. 12.
  23. Cfr. Y. Congar, «Laïc et laïcat», en it., 103.
  24. Cfr. R. Berzosa, «¿Una teología y espiritualidad laical?», cit., 22.
  25. Cfr. K. Rahner, «Sobre el apostolado seglar», en Id., Escritos de Teología, vol. 2, Madrid, Taurus Ediciones, 1967, 354.
  26. Cfr. Y. Congar, «Laïc et laïcat», cit., 105.
  27. Cfr. Ibid.
  28. B. Sesboüé, Croire. Invitation à la foi catholique pour les femmes et les hommes du XXIe siècle, París, Droguet et Ardant, 1999, 467.
Domingos Terra
Se licenció en Medicina en 1982. Obtuvo su segunda licenciatura canónica en Teología en 1993 por la Jesuit School of Theology de Berkeley . Se doctoró en Teología Fundamental en el Centre Sèvres - Facultés Jésuites de París en 2003. Su tesis dio lugar al libro Devenir chrétien aujourdhui: un discernement avec Karl Rahner (L’Harmattan, 2006). El autor enseña actualmente Teología Fundamental y Teología Espiritual en la Universidad Católica Portuguesa de Lisboa. Es investigador del Centro de Investigación en Teología y Ciencias de las Religiones.

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