FILOSOFÍA Y ÉTICA

Santo Tomás de Aquino

Tomás de Aquino, Carlo Crivelli (1476)

Recibir una herencia

Cuando recibimos una herencia, pueden suceder muchas cosas, y muy diversas: podemos, en última instancia, incluso ignorar que la tenemos, y así otros la recogen en nuestro lugar. Podemos dividirla entre parientes y amigos, y así cada uno toma un pedacito; pero el valor residía en la totalidad de la herencia y, de esta manera fragmentada, se dispersa de alguna forma, perdiendo su grandeza. Es posible, también, organizar una gran fiesta con el capital recibido, en memoria del acaudalado pariente, o hacer un hermoso crucero: de esta manera, el evento planificado consume los recursos recibidos, y todo se apaga de inmediato. Podemos recibirla y, como el siervo temeroso del Evangelio, enterrarla bajo tierra: guardamos en el banco lo que hemos recibido, pero así, sin invertirlo, ni siquiera dará fruto. O podemos tomarla, hacerla crecer, redistribuirla en nuevas adquisiciones, ampliando su eficacia a experiencias y dimensiones desconocidas para el mismo difunto.

Lo mismo ocurre con la herencia de Santo Tomás de Aquino, en este 800 aniversario de su nacimiento[1]. Nos enfrentamos a un gigante del pensamiento, del cual nos separan siglos de historia, tanto civil como eclesiástica. Su reflexión se extendió a todos los rincones del conocimiento humano, al menos de esa época, e innumerables son los autores que en diversos tiempos y hasta nuestros días se han referido a él, mostrando la perenne vitalidad de su impulso intelectual y prolongando la capacidad expansiva de sus intuiciones y su razonamiento. A veces, su pensamiento ha sido respetado y custodiado, desarrollándolo correctamente, y otras veces ha sido enturbiado, encorsetándolo en esquemas bastante ideológicos, con un tomismo como doctrina «oficial», detrás de la cual, sin embargo, quedaba poco del auténtico pensamiento tomista. La historia de la recepción del pensamiento de Tomás, incluso cuando ha sido distorsionado, es tan interesante como la historia de los efectos de su contribución auténtica: realmente se puede decir que sigue siendo un autor absolutamente imprescindible para cualquiera que quiera abordar no solo el pensamiento medieval, sino también el moderno y posmoderno, proporcionando claves de lectura crítica aún legítimamente sostenibles hoy en día.

Una forma de ser, antes que de pensar

No se puede hacer comparaciones entre personalidades tan eminentes, pero ciertamente la lectura de San Agustín es más emocionante que la del Aquinate: en el obispo de Hipona hay un ansia, una sed, una búsqueda, un camino humano y espiritual que tiene mucho en común con el hombre moderno, y por lo tanto algunas de sus páginas son, incluso estilísticamente, intemporales y pertenecen, antes que a la teología, a la literatura mundial. Tomás es sereno, tranquilo, comedido en tono y expresión: de hecho, se trata de clases universitarias, ya sea en la forma de la exposición de un texto, sagrado o profano, ya sea de un comentario, o finalmente de una lección real, en forma de debate y confrontación, como se ve en la Summa Theologiae, sin duda su obra monumental por excelencia.

La exposición clara de los argumentos, a favor y en contra, la solución de las dificultades remanentes, la determinatio magistralis, es decir, la solución propuesta por el maestro, ciertamente no conmueven en lo íntimo al oyente como el relato de la experiencia de la Gracia que movió a Agustín, fascinante y conmovedor incluso hoy en día. Sin embargo, estaríamos equivocados si quisiéramos relegar a Tomás a la esquina triste y gris de una experiencia cultural simplistamente llamada «escolástica», casi para enfatizar una especie de mentalidad infantil erigida en un sistema filosófico.

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Un ejemplo: «La verdad no cambia según la persona que la dice, por lo tanto, si alguien afirma lo verdadero, no puede ser vencido por nadie en un debate»[2]. Esta afirmación testimonia la libertad intelectual de un hombre que no pertenece a ninguna escuela y no está sujeto a ninguna sumisión psicológica o intelectual, excepto a aquella que debería unirnos a todos, la búsqueda de la verdad, lo justo, lo bueno, en última instancia la búsqueda de Dios, conocido en la fe y buscado y encontrado en sus relaciones con toda realidad creada[3]. No es esta una expresión retórica, o llena de emoción, sino que encierra, en su núcleo, una mirada clara sobre las cosas, una paz tan profunda con los demás y con el mundo que nos permite captar algo del alma del Santo, que parece haber vivido así lo que el apóstol Santiago escribe sobre la sabiduría que debería estar en la Iglesia, es decir, entre hombres y mujeres que han encontrado a Cristo, suma verdad y principio de ella: «la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; y además, pacífica, benévola y conciliadora; está llena de misericordia y dispuesta a hacer el bien; es imparcial y sincera» (Santiago 3,17)[4]. En el fondo, es una mirada contemplativa sobre la existencia, más similar a la beatitud que a una emoción.

Esta es una herencia importante que deberíamos reconocer y aceptar: en tiempos en los que es tan fácil sucumbir a lógicas contrapuestas o excluyentes, a tonos despectivos y gritados, los intelectuales cristianos pueden aprender de Tomás a no tener enemigos, y a no serlo entre ellos. Un testimonio muy significativo puede ser el de Rudolf von Jhering, jurista protestante del siglo XIX, quien escribía así a un crítico católico que le señalaba la existencia de la Summa Theologiae: «Continúo maravillado preguntándome cómo ha sido posible que tales verdades, después de ser proclamadas abiertamente, hayan caído en el olvido tan completamente en nuestra cultura científica de raíz protestante. Cuántos errores habría podido evitarse si se hubiera tenido debidamente en cuenta»[5].

La escuela de su tiempo

Puede causar un poco de risa el breve Prólogo de la Summa, en el cual Tomás afirma que se propone tratar lo que concierne a la religión cristiana de manera adecuada para la instrucción de aquellos que comienzan a estudiar, para los «novicios», como los llama: de hecho, la obra está destinada no a intelectuales experimentados o doctores, sino a simples estudiantes, y a aquellos que están justo al principio[6]. Ellos, según el Santo, pueden ver obstaculizado su estudio de muchas maneras: en parte por la multiplicación de preguntas inútiles, de los artículos que las desarrollan y de las múltiples argumentaciones; y también, en parte, porque las cosas necesarias para el conocimiento no se exponen según lo que el orden de la disciplina requeriría, sino como vienen, en la exposición de los libros o según la ocasión de la disputa; y también porque su repetición frecuente genera fastidio y confusión en las mentes de los oyentes.

Quién sabe qué nos diría Santo Tomás hoy a nosotros, habitantes del bosque oscuro de las noticias falsas, de los libros instantáneos, de una cultura frecuentemente chapucera y sometida a tesis preconcebidas. Todo esto se lleva a cabo, hoy como entonces, oscureciendo algunas verdades que aún podrían decirse, pero de las que no se tiene el coraje de hacerlo, y, por el contrario, exagerando otras, perdiendo así de vista la objetividad y el equilibrio en ese panorama general de la información y la reflexión que llamamos «cultura». El dominio de los centros de producción cultural ha sido, y sigue siendo, un hecho imprescindible: quien controla las editoriales, el teatro, la literatura con sus premios, la información y la universidad, posee, de hecho, las llaves del futuro de una comunidad, determinando su presente[7]. Lo mismo vale – por extensión, y probablemente mucho más – para la televisión y las redes sociales.

De hecho, lo que puede parecer obsoleto, y en realidad es una herencia por recuperar, es el gusto por las preguntas: la Summa es, en efecto, un libro de preguntas y no un conjunto de respuestas, como muchas veces se ha presentado. Esta es una característica distintiva de la escuela medieval, una invención típica del cristianismo[8]. Tomás es impensable sin la universidad, y por lo tanto, la comprensión del método de la Escuela de París, adoptado por él, es la clave para comprender no solo su pensamiento, que le pertenece como tal y no a una escuela, sino también su forma de proceder intelectual[9], y es también una herencia que debemos recibir.

Por tanto, en el centro está la pregunta, y no la respuesta, el debate y no la autoridad: la philosophia perennis no se refiere a la perennidad de las respuestas, sino de las preguntas. Uno de los clichés más repetidos es precisamente el hecho de que en la Edad Media el principio de autoridad lo era todo y resumía cada argumento. Pero el mismo Tomás afirma que la autoridad, en asuntos humanos, no hace la verdad de una afirmación[10]. Sería interesante reflexionar sobre el cambiante rostro de la autoridad que crea la verdad, especialmente en un mundo dominado por una cultura de medios de comunicación masivos y condicionado por muchos lobbies, que también determinan el pensamiento y la mentalidad. La necesidad de parecer a la moda y el temor de ser anticuados, el oportunismo y el peso de la política o de los «poderes fácticos», como se les llama, ejercen de hecho un condicionamiento significativo, mucho más de lo que uno pensaría; las lógicas académicas o editoriales y la idolatría a la audiencia como público – no solo televisiva – hacen que uno se entere cuál es, por así decirlo, el artículo que vende. Una vez más, la libertad intelectual de Tomás es una herencia también para hoy, al menos si se concibe el trabajo intelectual como un verdadero servicio a la comunidad, para ayudar a las personas a liberarse de reflejos condicionados o de una mentalidad sometida a intereses ajenos. Así, un intelectual honesto debería ser capaz de desenmascarar fórmulas o análisis superficiales, que sobreviven solo en el chismorreo de las escuelas o en la repetición de eslóganes.

En resumen, Santo Tomás nos recuerda la obligación de pensar con nuestra propia cabeza y no dejarse lavar el cerebro, como suele decirse. Esto puede compararse con el sapere aude («atrévete a pensar») kantiano, aunque reflejado en clave posmoderna: atrévete a salir, si es necesario, de lo que quieren hacerte pensar y trata de pensar por ti mismo. Y trata de pensar bien, porque no basta con pensar para pensar bien.

La quaestio reproduce una lección, es decir, un debate escolástico medieval, y es un informe de ello. A partir de aquí, podemos extraer para el día de hoy un método intelectual riguroso, que se especifica de la siguiente manera: el recurso a las autoridades, a las opiniones autorizadas a las que todos convergemos, nunca puede asumir el tono perentorio de un Roma locuta, causa finita, sino que es el comienzo de un desarrollo dialéctico del problema, confrontando y analizando los diferentes puntos de vista. Las diferencias entre los diversos autores deben ser tematizadas, sus caminos lógicos examinados con rigor, para llegar finalmente a una respuesta. Esta nunca puede ser una solución de compromiso, que es un absurdo lógico: si se afirman cosas diferentes, alguien tendrá razón y otro estará equivocado; sin embargo, es necesario entender por qué y en qué ámbito se desarrollan las diferentes razones de cada uno. Este es el sentido de la determinatio magistralis, de la enseñanza del maestro, que «de-termina», pone fin a la pregunta precisando los términos, los límites, los ámbitos propios del valor de las diferentes tesis opuestas, de los argumentos aducidos, para salvarlas en la medida de lo posible, según esa mirada pacífica propia de un verdadero intelectual cristiano. Aprendamos a distinguir para salvar las razones del otro, incluso si, precisamente para salvarlas, debemos delimitar su aplicación a un ámbito particular.

Elaborar una cultura cristiana

Más importante que todas estas herencias que Tomás nos ha dejado, permanece otro aspecto de su obra, el desafío que enfrentó: la elaboración de una cultura cristiana, igualmente necesaria para nuestro tiempo. Naturalmente, él se sitúa aquí siguiendo los pasos de los Padres de la Iglesia y de los grandes doctores anteriores: sobre todo, de san Agustín, quien supera a todos por el número de citas. Sin embargo, su obra adquiere un significado mucho más peculiar que la de ellos. Los santos Padres, en efecto, elaboraron una cultura cristiana sobre las ruinas del mundo antiguo, es decir, pagano, y sentaron así las bases para esa cristianidad, es decir, Europa, que debía surgir del colapso del viejo mundo, fusionando en unidad la herencia de los tres pilares del mundo antiguo: el Partenón, el Capitolio y el Gólgota. En este sentido, su obra fue verdaderamente creadora de cultura y determinante para la identidad misma de los europeos de hoy.

Tomás, en cambio, escribe en una época, el siglo XIII, en la cual, por primera vez después de siglos, vemos irrumpir en el continente una doctrina completa y sistemática, la aristotélica, que proporciona una visión total y perfecta del mundo, del hombre, de la ciudad, que prescinde absolutamente de Dios, siendo suficiente en sí misma[11]. El peligro de una completa secularización del pensamiento, como podríamos decir hoy, era real. Non regnat Spiritus Christi ubi dominatur spiritus Aristotelis[12], afirmaba Andrés de san Víctor, y de hecho en las Universidades – esa creación de finales de la Edad Media, tan diferente de la anterior escuela catedralicia y capitular y del sistema del trivium y el quadrivium, heredado de la escuela antigua – comenzaba a respirarse ese espíritu tan innovador y peligroso.

La Iglesia podría haberse cerrado, atrincherándose en defensa de un pasado ya irrecuperable, lamentando, como Guillermo de Saint-Amour, los peligros de estos últimos tiempos[13]. Santo Tomás enfrentó este desafío: él no bautizó a Aristóteles, como a veces se afirma, y esto para nosotros significa que, como intelectuales, no debemos bautizar a quien no quiera ser bautizado. Más bien, entendió a Aristóteles por lo que decía, y expresó su propio pensamiento en términos aristotélicos, no repitiendo lo que el Estagirita afirmaba, sino creando, a través de la interacción entre el Evangelio y los textos antiguos, un pensamiento nuevo. Así, por ejemplo, Tomás sobrepasa la categoría de la sustancia, criterio explicativo de lo real suficiente para Aristóteles, a través de la mediación del texto del Éxodo: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14), que se convertirá en la clave para la elaboración de su metafísica, el actus essendi, el «acto de ser» que fundamenta las singulares existencias creadas. Santo Tomás elabora una nueva metafísica con la Biblia: con ella, invierte la metafísica aristotélica, pasando a través de ella y finalmente superándola.

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En este sentido, podríamos extraer de Santo Tomás un método para desarrollar una cultura católica, que no consiste en aplanarse, adoptando concepciones de otros, ni en endurecerse en la defensa de un sistema concebido como un círculo cerrado, sino en desarrollar nuestra propia identidad, tematizando las diferencias respecto a otras culturas y reconectando la diversidad católica con el propio Evangelio, que siempre trasciende toda cultura y la abre a nuevas posibilidades de expansión. Para poder hacer esto de manera fructífera, es necesario un doble ejercicio: en la cultura contemporánea, en lo que es; y en el texto sagrado, la sacra pagina, en la tradición elaborada y vivida por la Iglesia. Así, Tomás, precisamente porque poseía un conocimiento de Aristóteles no común, que ni siquiera tenían los eruditos de su tiempo, pudo, con sus categorías y su pensamiento, expresar la fe cristiana que él vivió y celebró en el culto, cargando o enriqueciendo las antiguas palabras con nuevos significados, doblando y transformando su sentido y creando así cultura. De esta manera, se pueden destacar al mismo tiempo los gérmenes del Evangelio, las semillas del Verbo, presentes en cada cultura, y la auténtica sed de lo Absoluto que ella expresa, en aquellos que tradicionalmente, y tal vez superficialmente, son vistos como «distantes». Sin embargo, también se puede entender por qué no llegaron, ni podían llegar, a ello.

Una de las razones de la incredulidad contemporánea es, de hecho, la escasa porosidad o comunicación recíproca de los diversos ámbitos de la reflexión humana con la fe misma y con el lenguaje de la Iglesia, en un mundo que se ha vuelto hermético[14]: por eso, a muchos les parece que no se puede ser cristianos y personas cultas al mismo tiempo, teniendo casi que elegir entre ser habitantes de su tiempo o nostálgicos de una realidad que fue. Contribuir a restablecer esta comunicación, un verdadero diálogo entre culturas, es, sin embargo, una fuente inagotable de riqueza para cada comunidad y parece ser una prioridad de nuestros tiempos. Ya lo afirmaba el santo Papa Pablo VI: «La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda alguna el drama de nuestro tiempo, como lo fue también en otras épocas. De ahí que hay que hacer todos los esfuerzos con vistas a una generosa evangelización de la cultura, o más exactamente de las culturas. Estas deben ser regeneradas por el encuentro con la Buena Nueva. Pero este encuentro no se llevará a cabo si la Buena Nueva no es proclamada»[15].

En la continuidad

Otra herencia importante del pensamiento de Santo Tomás es la conciencia de ser hijos de una búsqueda que no comenzó con nosotros: no somos la cima o la cúspide del pensamiento, sino que nos movemos dentro de un camino de muchos, en un esfuerzo común que nos precede y nos acompaña, y que nos seguirá. No existe un «yo pienso» absoluto: existe un «yo pienso junto a ti», en el que el yo y el tú se refieren mutuamente: la relación fundamenta la identidad de la persona, y por lo tanto, el pensamiento.

Formamos parte de una tradición, en el mejor sentido del término, en la cual todas las generaciones han contribuido. Así lo expresa Tomás: «Los antiguos filósofos lentamente, y casi paso a paso, llegaron al conocimiento de la verdad»[16].

Por el contrario, el mundo moderno encuentra su sello distintivo en Descartes, quien, al comienzo de su Discurso del método, después de narrar la confusión en la que se encontraba después de haber frecuentado tantas y tan diferentes escuelas, un día tomó la decisión de emprender un nuevo camino[17]. A partir de aquí comenzará una nueva forma de relacionarse con la experiencia, partiendo desde el sujeto. El sentido de la singularidad, de la individualidad y de la irrepetibilidad de la propia experiencia, ya exaltado por Lutero con el libre examen de las Escrituras y con la subestimación de la mediación eclesial, triunfará posteriormente, en la visión historicista post-hegeliana, en la pretensión de cada uno de constituir en ese momento la cima histórica del pensamiento, la manifestación más madura del espíritu. En el mito de la historia como progreso se anida la presunción de que esta culmina en su propia interpretación de ella o, en el lenguaje común de las escuelas, en el estado actual de la cuestión: la historia culmina en su propia historia.

A la presunción del «yo pienso» prefiramos la gratitud hacia quienes pensaron antes que nosotros. No para repetirlos, sino para entenderlos y regenerar así sus intuiciones en un mundo también muy diferente al suyo. Una herencia que continúa sin fin.

  1. En realidad, no conocemos la fecha de nacimiento de Tomás, que puede situarse entre el 1224 y 1226; sí conocemos, en cambio, con certeza, la fecha de muerte, el 7 de marzo de 1274, mientras se dirigía al II Concilio de Lyon. Fue proclamado santo por el Papa Juan XXII en 1323. Cf. J. A. Weisheipl, Tommaso d’Aquino. Vita, pensiero, opere, Milano, Jaca Book, 2016.
  2. «Veritas ex diversitate personarum non variatur, unde, si aliquis veritatem loquitur, vinci non potest cum quocumque disputet» (Expositio in Iob, XIII, 19).
  3. En la Summa, de hecho, todo se aborda a partir de Dios: o porque se trata de Dios mismo o bien porque se llega a él como principio y fin. Cf. Summa Theologiae, q. 1, a. 7: «Omnia autem pertractantur in sacra doctrina sub ratione Dei vel quia sunt ipse Deus; vel quia habent ordinem ad Deum ut ad principium et finem». Y luego: «Omnia quae sunt a Deo ordinem habent ad invicem et ad ipsum Deum» (ibid., I, q. 47, a. 3). Como es sabido, Dante retomará esta afirmación en el Paraíso, I, 103-105, elevándola a altísima poesía: «Le cose tutte quante hanno ordine tra loro, e questo è forma che l’universo a Dio fa simigliante». Por esto, san Ignacio de Loyola, que estudió a Tomás en París, pudo hacer del «buscar y encontrar a Dios en todas las cosas» el sentido mismo y el fin de su propia espiritualidad.
  4. «Pura», es decir, no mezclada con otras consideraciones parciales (políticas, intelectuales, de conveniencia académica); «pacífica», porque es promotora de la paz, un instrumento de diálogo, buscando la verdad y la justicia en el pensamiento de cada uno, incluso si está lejos de nuestras propias posiciones, y además, no es proclamada a gritos, no es blandida como una espada. De aquí se derivan todas sus demás características.
  5. M. Villey, La formazione del pensiero giuridico moderno, Milán, Jaca Book, 1986, 121. Aquí se trata, en particular, del derecho entendido como ciencia práctica, basada en el fin, y no teorética, es decir, construida a partir de principios.
  6. Tomás aquí se hace eco incluso de San Pablo, quien, al escribir a los Corintios, afirma: «Los alimenté con leche y no con alimento sólido, porque aún no podían tolerarlo, como tampoco ahora» (1 Cor 3,2). Cf. Prologus della Summa.
  7. La tesis de Antonio Gramsci sobre este tema es demasiado conocida como para citarla aquí explícitamente.
  8. «El verdadero fundador de la Universidad de París es Inocencio III, y aquellos que aseguraron su desarrollo posterior, dirigiéndola y orientándola, son los sucesores de Inocencio III, especialmente Gregorio IX. La Universidad de París podría haberse establecido incluso sin la intervención de los papas, pero es imposible comprender lo que le aseguró un lugar entre todas las universidades medievales si no se tiene en cuenta la intervención activa y el diseño religioso claramente definido por el papado» (E. Gilson, La filosofia nel Medioevo, Florencia, La Nuova Italia, 1990, p. 473). El autor continúa: «Es un elemento de la Iglesia universal exactamente en el mismo sentido y con el mismo significado que el sacerdocio y el Imperio» (ibíd., p. 476).
  9. «No hay una sola de las grandes obras de Santo Tomás, con la posible excepción de la Summa contra gentiles, que no haya surgido directamente de su enseñanza o que no haya sido concebida expresamente con el propósito de la enseñanza» (E. Gilson, La filosofia nel Medioevo, cit., 481).
  10. «Locus ab auctoritate infirmissimus» (Summa Theol., I, q. 1, a. 8, ad 2).
  11. «El sistema aristotélico muestra que es posible presentar una visión integral y orgánica de las leyes físicas y metafísicas del mundo prescindiendo completamente de los contenidos de la Revelación y del pensamiento cristiano tradicional»

    (M. Fumagalli Beonio Brocchieri – M. Parodi, Storia della filosofia medievale. Da Boezio a Wyclif, Roma – Bari, Laterza, 1996, 262). Y Chenu afirma: «El mismo universo aristotélico parecía inconciliable con la concepción cristiana del mundo, del hombre, de Dios; sin creación, un mundo eterno, abandonado al determinismo, sin que un Dios providente conozca sus contingencias, un hombre atado a la materia, y como ella, mortal, un hombre cuya perfección moral permanece ajena a los valores religiosos. Una filosofía dirigida hacia la tierra, ya que mediante la negación de las ideas ejemplares, cortó cualquier camino hacia Dios y dirigió hacia sí misma la luz de la razón» (M. D. Chenu, Introduzione allo studio di San Tommaso d’Aquino, Firenze, Libreria Editrice Fiorentina, 1953).

  12. En PL 211, 34.
  13. El libro se titula De periculis novissimorum temporum, y en el estigmatiza la poca fe de sus tiempos, donde se ven estas nuevas criaturas, franciscanos y dominicos, ingresar a las universidades, como estudiantes e incluso ocupando cátedras, animados por una insana curiositas intelectual, viviendo un estilo de vida religioso inusual y escandaloso.
  14. Cf. Ch. Taylor, L’età secolare, Milán, Feltrinelli, 2009, 44. La obra de este autor católico es un ejemplo de actualización del método y la perspectiva de Santo Tomás, y es lo que generalmente se percibe como ausente en la contemporaneidad. Cada uno tiende a encerrarse en su ámbito, en su propia universidad, en su propio mundo, lo que conlleva un empobrecimiento general del pensamiento.
  15. Pablo VI, s., Evangelii nuntiandi, n. 20.
  16. Summa Theol., I, q. 44, a. 2: «Antiqui philosophi paulatim et quasi pedetentim intraverunt in cognitionem veritatis». En este pasaje encontramos una verdadera historia de la filosofía: desde los presocráticos, que se detenían en la causa material, hasta Platón, que no consideraba la materia, y luego a Aristóteles, que identifica la sustancia como una categoría fundamental. En un opúsculo de Santo Tomás, el De substantiis separatis, sobre los ángeles, su historia de la filosofía se enriquece al considerar sus desarrollos ulteriores, es decir, la filosofía árabe, resaltando sus logros y aporías. Tomás se ve a sí mismo como parte de una historia humana que no se limita únicamente a la christianitas y que está totalmente dedicada a la búsqueda de la verdad. Desde esta perspectiva, incluso los errores son parte beneficiosa de un esfuerzo general.
  17. Cf. S. Th. Bonino, «Être thomiste», en B. D. de la Soujeole – S. Th. Bonino – H. Donneaud, Thomistes ou de l’actualité de Saint Thomas d’Aquin, París, Parole et Silence, 2003, 15.
Ottavio de Bertolis
Sacerdote de la Compañía de Jesús, actualmente es el capellán de la Sapienza Università di Roma. Es autor de numerosas publicaciones sobre Filosofía del Derecho y espiritualidad, que representan sus principales intereses. Entre ellas: Elementi di antropologia giuridica (Esi, 2010); L'ellisse giuridica (Cedam, 2011); La moneta del diritto (Giuffrè, 2012).

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