HISTORIA

La esclavitud y sus consecuencias

De qué manera los judíos, cristianos y musulmanes han afrontado el racismo y la desigualdad

© Tasha jolley / Unsplash

Hace más de 30 años, viví en una casa de los jesuitas en Ghana, con vistas al Atlántico y al puerto pesquero de More. Desde sus ventanas, pude ver el Fuerte Nassau, un puesto comercial holandés que data de 1612 y lleva el nombre de los Orange-Nassau, la casa real de los Países Bajos. Allí, en la costa de la actual Ghana, los comerciantes portugueses traficaban con oro y seres humanos desde finales del siglo XV. En el siglo XVII estos territorios fueron conquistados por los holandeses, que dirigieron ambos oficios hasta el siglo XVIII, cuando los cedieron al Reino Unido.

Las tres potencias europeas comerciaron con pueblos africanos, tanto costeros como del interior, para comprar seres humanos, a menudo prisioneros de guerra. Entre 1500 y 1900, 18 millones de africanos fueron arrebatados de África, pero sólo 11 millones cruzaron el Atlántico; otros fueron llevados al norte de África, a través del Sáhara, y a Oriente Medio, pero también a través del Océano Índico, para satisfacer las necesidades de los mercados de esclavos del suroeste de Asia[1]. Los estudiosos han llegado a la conclusión de que en esos siglos fueron Brasil y el Caribe los que recibieron el mayor número de esclavos africanos, pero en 1860 casi cuatro millones de afrodescendientes vivían en régimen de esclavitud en Estados Unidos.

La esclavitud es casi tan antigua como la humanidad, pero se manifiesta de diferentes formas. Los pueblos de las religiones judía, cristiana y musulmana han conocido ambos aspectos de la esclavitud: no sólo el sometimiento como esclavos, sino también la dominación sobre personas reducidas a esa condición. ¿Qué consideraciones podemos extraer de las respectivas tradiciones religiosas para prepararnos a abordar los continuos fenómenos de racismo y desigualdad que afectan a los descendientes de los africanos esclavizados?

La esclavitud en la tradición de Israel

Los relatos del Génesis son un preludio de la historia de la salvación de Israel, especialmente el largo relato de la huida del pueblo elegido de Egipto y su regreso a la Tierra Prometida. El Génesis ofrece una visión de cómo los fieles israelitas de la antigüedad, y también los judíos modernos, ven la situación de los esclavizados. Los relatos de la creación y la corrupción de los descendientes de Adán y Eva tras la expulsión del Edén conducen a la historia de Noé, que tras el diluvio inicia una nueva humanidad. La tradición posterior ha interpretado que el hijo de Noé, Sem, representa a los semitas, especialmente a Israel; asimismo, Jafet ha pasado a simbolizar a los europeos, especialmente a los griegos que colonizaron el Mediterráneo oriental; la tradición vincula a Cam, el tercer hijo, con Egipto. Fue este último quien «vio a su padre desnudo» (Gn 9,22), cuando Noé bebió demasiado vino nuevo y se emborrachó. El Génesis afirma que Cam se convirtió en «el padre de Canaán» (Gn 9,18), el pueblo indígena con el que Abraham y Lot se establecieron cuando llegaron por primera vez a la Tierra Prometida. Sem y Jafet son bendecidos por Noé, pero Cam y, sobre todo, su hijo Canaán son condenados a la condición de esclavos, con una inversión irónica de la posterior situación de esclavitud que vivirá Israel en Egipto (cfr. Gn 9,26). Cam es el padre no sólo de Canaán, sino de varios otros pueblos del valle del Nilo, la península del Sinaí y el Cuerno de África (cfr. Gn 10,6-7). El libro del Génesis no identifica a Cam con los negros de África, pero quizás fue el Bereshit Rabbah, el antiguo comentario hebreo sobre el Génesis escrito a principios de la era vulgar, el que dio lugar a esa lectura racista[2].

Una vez terminado el relato de los orígenes, el libro del Génesis pasa a la historia principal, la de Abraham y sus descendientes, empezando por la migración del patriarca a la Tierra Prometida. Aquí las personas esclavizadas desempeñan un papel central. Sara, la esposa de Abraham, sin hijos durante mucho tiempo, invita al patriarca a buscar una madre de alquiler en «una esclava egipcia llamada Agar» (Gn 16,1). Pero cuando Sara, en su vejez, da a luz a Isaac, pide a su marido: «Despide a esa esclava y a su hijo» (Gn 21,10). Dios provee a los dos hijos de Abraham, el esclavo y el libre, salvándolos de una muerte inminente: el primero es enviado al desierto con su madre, como chivo expiatorio (cf. Gn 21,12-19); el segundo es ofrecido como víctima sacrificial (cf. Gn 22,1-18). En ambas historias Dios demuestra ser más misericordioso que los seres humanos.

Todas estas historias originales del Génesis son un preludio de la narración de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto. En sus textos legislativos, el Pentateuco distingue entre judíos y extranjeros esclavizados. Los judíos esclavizados eran, en su mayoría, hombres que pagaban sus deudas mediante el trabajo, en virtud de un contrato que estaba en vigor durante un periodo de tiempo limitado: de hecho, se volverían libres al final del séptimo año (cf. Ex 21,2-3). En la ley israelita posterior, los extranjeros esclavizados reciben un trato diferente. El Código de Santidad -que forma parte del libro del Levítico-, redactado después del exilio babilónico, refleja la condición de los sacerdotes del templo, una vez esclavizados «junto a los ríos de Babilonia» (Sal 137,1): «Tus esclavos y esclavas que vivan contigo serán de entre los pueblos que los rodean. De entre ellos podrán comprar esclavo y esclava […]. Ellos serán su propiedad […]. Pero, tratándose de sus hermanos, los israelitas, ninguno de ustedes los dominará con dureza» (Lev 25,44-46). La conciencia de los israelitas no estaba tranquila con tal diferencia de trato entre un esclavo judío y un esclavo extranjero, este último definido más literalmente como ‘eved kan’ani, «un cananeo hecho esclavo».

En el Talmud de Babilonia hay al menos un pasaje en el que se sugiere que la liberación de un esclavo extranjero de este tipo debe considerarse una buena acción (mitzvah). Solomon Zeitlin (fallecido en 1976), un famoso profesor de historia judía, parafraseó el relato del Talmud sobre cómo el rabino Eliezer ben Hyrcanus (siglos I y II de nuestra era) liberó a un esclavo extranjero para alcanzar el minian, es decir, el número requerido de personas (10 hombres) para el servicio de la sinagoga[3]. El Talmud registra una objeción a este caso específico, pero también registra la réplica: «Quien libera a su esclavo cananeo viola una mitzvah positiva, como se afirma sobre los esclavos cananeos: “Ellos [los esclavos] serán su propiedad, y después los pueden dejar en herencia a sus hijos para que sean sus esclavos como propiedad perpetua” [Lev 25,46]. ¿Cómo, entonces, se le permitió a Rabí Eliezer liberar a su esclavo? La Ghemara [es decir, dentro del Talmud, el comentario sobre la Mishnah] responde: “Es una mitzvah que resulta de una transgresión, [pero] una mitzvah que beneficia a muchos es diferente, y para este propósito uno puede liberar a su esclavo”». (Berajot 47b). En esta situación legal, se tiene un claro ejemplo de cómo la fe y la moral de Israel van más allá de la letra de la Torá.

El compromiso judío con la liberación de todos los esclavos surgió más tarde en la historia judía. Aunque estuvieron menos implicados en el comercio de esclavos en la Edad Media y posteriormente hasta el siglo XIX que los cristianos y los musulmanes, el rabino e historiador Bertram Wallace Korn (fallecido en 1979) cuenta cómo los judíos estadounidenses del siglo XIX, al menos hasta la Guerra Civil, se comportaron de acuerdo con sus respectivos contextos culturales en el Sur y el Norte: «Aunque los judíos de Filadelfia y Nueva York participaron activamente en el primer movimiento abolicionista, también es cierto que en los estados del sur los comerciantes, subastadores y corredores judíos siguieron comprando y vendiendo esclavos hasta el final de la Guerra Civil»[4].

El judaísmo reformista, importado de Alemania a Estados Unidos en el siglo XIX, es ahora la religión del mayor grupo de judíos estadounidenses. Uno de los primeros rabinos reformistas alemanes, David Einhorn (fallecido en 1879), adoptó posiciones tan controvertidas al principio de su carrera en Europa que se vio obligado a dejar la dirección de los templos reformistas de Alemania y Hungría. Una vez que emigró a Maryland en 1855, tras condenar repetidamente la esclavitud desde el púlpito en Baltimore, escapó por poco de la violencia de la multitud en 1861, el año en que comenzó la Guerra Civil. Los templos de Filadelfia y Nueva York le resultaron más acogedores[5].

Las voces judías que se oponen al racismo de todo tipo se han seguido escuchando hasta hoy. El rabino Abraham Joshua Heschel (fallecido en 1972) se unió a Martin Luther King en Selma, Alabama, en 1965: «Cuando marché en Selma – dijo –mis pies estaban rezando». Su hija, Susannah Heschel, recordó recientemente que en 1963, su padre y el reverendo King asistieron juntos a una reunión de la Conferencia Nacional de Cristianos y Judíos sobre Religión y Raza. En esa reunión, Heschel comenzó su intervención con una imagen profética: «En la primera conferencia sobre religión y raza, los participantes eran Faraón y Moisés. El resultado de esa reunión aún no es definitivo. El faraón no está dispuesto a capitular. El Éxodo ha comenzado, pero está lejos de terminar»[6].

La esclavitud en la tradición cristiana

Los cristianos, al igual que los judíos, dieron por sentado que la esclavitud formaba parte del sistema económico mundial existente en la época de Cristo y durante muchos siglos. Las llamadas «cartas deuteropaulinas» contienen exhortaciones morales para que las esposas obedezcan a sus maridos, para que los hijos obedezcan a sus padres y para que los esclavos obedezcan a sus amos (cfr. Ef 6,5-9; Col 3,22-4, 1; 1 Tim 6,1-2; Tit 2,9-10). Sin embargo, en sus escritos autógrafos, Pablo tiene una actitud ambivalente hacia la esclavitud. No quiere dar la impresión de que el Evangelio cristiano ha venido a destruir la sociedad civil tal como la conocía el Imperio Romano. Así, en la primera carta a los Corintios, exhorta a los nuevos cristianos a no buscar ningún cambio en su condición social: «¿Eras esclavo cuando fuiste elegido? No te preocupes y, aunque puedes alcanzar la libertad, mejor aprovecha tu condición. Porque quien fue elegido por el Señor siendo esclavo es un liberto del Señor, y del mismo modo quien fue elegido siendo libre es esclavo de Cristo» (1 Cor 7, 21-22). Pero después de hacer esta declaración, Pablo la termina, consciente, quizás, de la posibilidad de que los deudores cristianos u otros miembros indigentes de la Iglesia se vendan como esclavos. La redención del pecado por la muerte y resurrección de Cristo, experimentada en el bautismo, excluye toda aceptación voluntaria del estado de esclavitud: «¡Ustedes han sido comprados a un gran precio! No se hagan, pues, esclavos de los hombres» (1 Cor 7,23). En todo caso, el Apóstol está más interesado en la dignidad eterna de sus conversos: «Que cada uno, hermanos, permanezca ante Dios en la condición que tenía cuando fue elegido» (1 Cor 7,24).

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Cuando Pablo escribió estas frases, todavía se pensaba que la parusía, el regreso de Jesús, era inminente. Leído desde esta perspectiva, este pasaje de la primera carta a los Corintios no significa que el Apóstol aprobara la esclavitud. Para él, el inminente regreso de Jesús era la razón por la que ningún cristiano, ya sea de origen judío o gentil, debía apresurarse a realizar cambios socioeconómicos o a cambiar su condición religiosa de judío o de cristiano gentil: «Cada uno permanezca en la condición que tenía cuando fue elegido» (1 Cor 7,20).

La carta a Filemón es muy diferente a la anterior de Pablo. El destinatario es un individuo, Filemón, un cristiano convertido por el Apóstol. La carta trata el caso especial de la esclavitud y la autoemancipación de un esclavo llamado Onésimo. En su día, propiedad de Filemón, había buscado refugio de los captores de esclavos de Pablo durante uno de sus tres periodos de encarcelamiento. Por lo tanto, Pablo no era libre cuando escribió la carta: esto debe tenerse en cuenta al evaluar lo que el Apóstol escribe a Filemón sobre Onésimo. Pablo también juega con el nombre del esclavo: onēsimos en griego significa «útil». La vida de Onésimo como esclavo fugitivo estaba llena de peligros. Se había convertido en cristiano bajo la tutela de Pablo durante su huida. En su carta a Filemón, Pablo devuelve a Onésimo a su amo, pero con una gran diferencia, que le permite hacer un juego con el nombre del esclavo: «Te suplico por mi hijo Onésimo, a quien engendré entre cadenas, quien antes te era inútil, pero ahora e útil tanto para ti como para mí. Te lo devuelvo, ¡a él, que es parte de mí mismo!» (Fm 10-12).

Pablo, en la cárcel, necesita un ayudante y pide con valentía a Filemón que deje libre a Onésimo para que pueda llevar a cabo esta tarea, «no ya como esclavo, sino como mucho más que un esclavo, como un hermano querido que, siéndolo especialmente para mí, cuánto más para ti, tanto en lo humano como en el Señor» (Fm 16). El bautismo de Onésimo cambió radicalmente su relación con Filemón, no sólo en términos meramente humanos («en la carne»), sino también en términos cristianos («en el Señor»). Pablo entrelaza hábilmente su petición de ayuda para Onésimo con lo que la retórica clásica llama praeteritio (cuando se pretende omitir un tema, mientras, en realidad, se está hablando de él): «¡Aunque bien podría decirte que tú en persona estás en deuda conmigo!» (Fm 19). Pablo recuerda a Filemón que fue él mismo quien lo bautizó. Y continúa: «Sí, hermano, ojalá tenga de ti algún beneficio en el Señor, y alivia mi corazón por Cristo. Te escribo convencido de tu obediencia, sabiendo que harás más de lo que te pido» (Fm 20-21). Pablo no sólo era un apóstol, sino también un hábil negociador.

La carta a Filemón no puso fin a la esclavitud en la historia cristiana; no tenemos ninguna prueba de cómo la recibió Filemón, salvo el hecho mismo de que la guardó. Aunque el fenómeno de la esclavitud en la Europa cristiana disminuyó tras la llegada al trono de Constantino, las guerras en el Mediterráneo entre fuerzas cristianas y musulmanas a finales del primer milenio y la primera mitad del segundo dieron lugar a que los musulmanes fueran esclavizados por los cristianos y los cristianos por los musulmanes.

En la batalla de Lepanto de 1571, que fue una gran victoria cristiana en la lucha contra el Imperio Otomano, murieron más cristianos como galeotes en la flota otomana que musulmanes en la flota de la Santa Alianza. Juan Bruni, arzobispo católico de Bar, en el actual Montenegro, fue asesinado a manos de marineros católicos españoles que habían abordado la Sultana, el buque insignia de la flota otomana. Estaban tan concentrados en el saqueo y la violencia que no entendieron la petición del arzobispo de que le perdonaran la vida[7].

Los Papas han condenado la trata de esclavos en varias ocasiones, pero, paradójicamente, no la institución de la esclavitud como tal. El juez John T. Noonan († 2017), un destacado historiador de la evolución del derecho y la ética, argumentó que la enseñanza católica sobre la esclavitud había pasado de enseñar la legitimidad de la esclavitud a enseñar su ilegitimidad[8]. Este cambio de enseñanza se expresa claramente en la discusión del séptimo mandamiento («No robarás») en el Catecismo de la Iglesia Católica de 1992: «El séptimo mandamiento proscribe los actos o empresas que, por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficio. San Pablo ordenaba a un amo cristiano que tratase a su esclavo cristiano “no como esclavo, sino… como un hermano… en el Señor”» (Fm 16)[9].

Un ejemplo de este cambio de enseñanza es el discurso que el Papa Juan Pablo II pronunció en 1992 en la isla de Gorea, frente a la costa de Senegal. Es el lugar donde se encuentra la iglesia católica más antigua de Senegal, pero también, y más famoso, es el lugar de la «casa de los esclavos», punto de embarque de generaciones de esclavos africanos enviados al Caribe: «Al venir a Gorea, donde uno quisiera poder abandonarse por completo a la alegría del acto de gracia, ¿cómo no sentirse golpeado por la tristeza al pensar en otros hechos que este lugar evoca? La visita a la “casa de los esclavos” nos recuerda el tráfico de personas, que Pío II, escribiendo en 1462 a un obispo misionero que partía hacia Guinea, calificó de “crimen enorme”, “magnum scelus”. Durante todo un periodo de la historia del continente africano, hombres, mujeres y niños negros fueron traídos a este pequeño lugar, arrancados de su tierra, separados de sus parientes, para ser vendidos como mercancía. Llegaron de todos los países y, encadenados, partieron hacia otros cielos, guardando como última imagen de su África natal la mole de la roca basáltica de Gorea. Se puede decir que esta isla permanece en la memoria y el corazón de toda la diáspora. Esos hombres, mujeres y niños eran víctimas de un comercio vergonzoso, en el que participaban personas bautizadas pero que no vivían su fe. ¿Cómo olvidar el enorme sufrimiento infligido, en desprecio de los derechos humanos más elementales, a las personas deportadas del continente africano? ¿Cómo podemos olvidar las vidas humanas destruidas por la esclavitud?»[10].

Hasta ahora, lo que el Papa dijo en esa ocasión no fue más allá de las condenas papales anteriores a la trata de esclavos, ni tocó la enseñanza anterior de la Iglesia sobre la legitimidad de la esclavitud. Sin embargo, en este punto de su discurso, el Papa indicó una nueva actitud moral: «Es necesario confesar con toda verdad y humildad este pecado del hombre contra el hombre, este pecado del hombre contra Dios. […] Desde este santuario africano del dolor negro, imploramos el perdón del cielo. […] Al mismo tiempo, debemos oponernos a las nuevas formas de esclavitud, a menudo insidiosas, como la prostitución organizada, que explota vergonzosamente la pobreza de las poblaciones del tercer mundo»[11].

La esclavitud en la tradición del Islam

En el siglo VII, Mahoma y sus primeros seguidores eran conscientes del fenómeno de la esclavitud. Un erudito musulmán del siglo XX, Fazlur Rahman († 1988), señaló que «el Corán aceptaba la institución de la esclavitud desde un punto de vista legal, ya que era imposible cambiar sus leyes de la noche a la mañana, pero recomendaba y alentaba firmemente la emancipación de los esclavos (90,13; 8,89; 58,3) y, de hecho, pedía a los musulmanes que permitieran a los esclavos comprar su libertad pagando una suma acordada a plazos (24,33)»[12]. La palabra más común para «esclavo» en árabe es ‘abd. Sin embargo, en el Corán a veces es difícil distinguir si la palabra árabe ‘abd se refiere a un esclavo o siervo -real o metafórico- de Dios, como ‘abd Allah («siervo de Dios»), o si en realidad designa a una persona concreta reclamada como posesión por un propietario humano. Los versos de la que muchos creen que es la primera sūra revelada del Corán (sūra Al-‘Alaq, «la adhesión») describen a Mahoma como un siervo o esclavo de Dios al que un pagano hostil de una tribu de La Meca, recordado fuera del Corán como Abu Jahl («el padre de la ignorancia»), le prohíbe el culto: «¿Has visto al que prohíbe / al siervo [o esclavo: ‘abdan] realizar la oración? […] ¿Crees que [el que prohíbe] está en el camino correcto, / o recomiendas la piedad?» (Corán 96,9-12)[13].

En lo que puede considerarse el primer borrador de una biografía de Mahoma, el Sīrat Rasūl Allāh de Ibn Ishaq, hay un episodio similar relativo a cierto esclavo etíope, Bilal ibn Rabah, que fue perseguido por su fe. Bilal abrazó el Islam cuando aún era esclavo de un hombre de la tribu Quraysh, llamado Umayya ibn Khalaf, que era enemigo de Mahoma y del mensaje que el Profeta predicaba. «Umayya solía llevar a Bilal al desierto a la hora más calurosa del día y lo arrojaba de espaldas al suelo, y le hacía poner una gran roca sobre su pecho; luego le decía: “Te quedarás aquí hasta que mueras o reniegues de Mahoma y adores [a las diosas] al-Lat y al-‘Uzza”. [A Bilal] en medio de mucho sufrimiento, le salieron de la boca estas palabras: “¡El Único, el Único!”»[14]. Waraqa ibn Nawfal, pariente de Khadīja, la esposa de Mahoma, quizá cristiano o al menos monoteísta, apoyó al miserable Bilal en su fe. Waraqa amonestó a Umayya prometiéndole que, si Bilal moría bajo esa tortura, «haría de su tumba un santuario». Abū Bakr, el primer musulmán fuera de la familia del Profeta, compró Bilal a Umayya y le dio la libertad. Aunque era un liberto de Abū Bakr, Bilal se unió a la familia del Profeta y fue nombrado muecín, el funcionario de la mezquita que invita a la gente al culto[15].

En el texto árabe del Corán encontramos muchas otras palabras utilizadas para referirse a los esclavos, algunas de las cuales han tenido una compleja evolución lingüística e histórica. ‘Abd tiene dos plurales: ‘abīd e ibād, este último atestiguado sólo una vez en el Corán (Corán 24,32). En el árabe egipcio coloquial, la palabra ‘abīd es gritada a menudo por los niños cuando, en los callejones del Cairo, ven a africanos negros, estudiantes o turistas. Un eufemismo utilizado para «esclavo», raqabah (plural riqāb), significa literalmente «el cuello», pero a menudo se refiere a una persona en esa condición. Una famosa descripción coránica de la auténtica piedad menciona, entre las buenas acciones que la demuestran, «dar de los propios bienes, por amor a Él, a los parientes, a los huérfanos, a los pobres, a los desheredados, a los mendigos y liberar a los esclavos [literalmente, “del cuello”]» (Corán 2,177).

Un eufemismo particular utilizado para referirse a los esclavos, «los que poseen tu mano derecha», aparece en muchos versos del Corán, especialmente en la época en que Mahoma gobernaba Medina (622-632 d.C.). La legislación coránica permite a los musulmanes varones tomar más de una esposa libre, hasta un límite máximo de cuatro, pero hay que decir que, al parecer, esta licitud estaba pensada originalmente para atender a las mujeres huérfanas en tiempos de guerra. «Y si temes ser injusto con las huérfanas, cásate con dos, tres o cuatro de las mujeres que te gusten; pero si temes ser injusto [con ellas], entonces [con quien te cases] que sea con una o con las siervas que posea tu mano derecha, eso es más apto para evitar que seas injusto» (Corán 4:3). El acceso conyugal de un hombre -más allá del límite de cuatro esposas libres- a una concubina esclava (surriyya) estaba protegido por salvaguardias legales y, a la muerte del pater familias, podía llevar a la disipación del personal doméstico y de la riqueza. De hecho, la descendencia generada por la unión con una esclava concubina nace libre, al igual que los demás hijos que pueda tener, y la misma esclava (umm walad) pasa a ser libre a la muerte de su dueño[16].

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Las funciones de los esclavos en las sociedades musulmanas medievales y, sobre todo, las de los esclavos liberados no han sido suficientemente estudiadas hasta ahora. Ninguna esclava liberada ha desempeñado un papel más importante en el imaginario religioso musulmán que la extraordinaria liberta de Basora (Irak) Rabi’ah al-‘Adawiyya (ca. 713-801). Los musulmanes siguen recitando hoy sus oraciones, algunas de las cuales tienen sutiles matices políticos, especialmente reconocibles para los fieles musulmanes. En la historia de Rabi’ah, también se describe su liberación de la obligación -aunque noble- de todo musulmán de realizar el haji, la peregrinación a los lugares sagrados asociados a Abraham en La Meca y sus alrededores: «¿Qué hago con la casa? ¿Qué alegría hay en la belleza de la Ka’bah? / Lo que necesito es Aquel que dijo: “Quien se acerca a mí con la palma de su mano, / yo me acercaré a él con la palma de mi mano”. ¿Por qué debo mirar la Ka’bah?»[17]. Los relatos de Rabi’ah ponen de manifiesto su escasa consideración por las devociones oficiales, especialmente las que se explotaban por intereses políticos y comerciales centrados en la organización de la peregrinación a la Meca.

Los negros esclavizados, sobre todo los que fueron llevados a través del Sáhara al mundo mediterráneo o a través del océano Índico al suroeste de Asia, desempeñaron un papel importante en el imaginario popular de los musulmanes. Alf layla wa-layla (Las mil y una noches), la gran colección de novelas medievales, contiene relatos tanto piadosos como obscenos. El marco narrativo abiertamente racista de toda la colección habla de un rey persa, Shahriyar, que se ve traicionado por sus esposas, que se acuestan con esclavos negros. Decidido a no volver a confiar en una esposa, Shahriyar planea matar a cada una de ellas tras una noche de felicidad conyugal. Pero su sanguinario plan se ve frustrado por una inteligente esposa, Scheherazade, que le cuenta parte de una historia cada noche hasta que se queda dormido, para concluir la narración la noche siguiente, cuando comienza otra antes de que el rey se duerma. Al final de Las mil y una noches, Scheherazade consigue convencer al rey de que desista del uxoricidio.

La Noche 468 comienza con la historia de un negro piadoso llamado Maymun, esclavo en la ciudad iraquí de Basora. La historia ilustra cómo la persona aparentemente más impotente resulta ser la única con verdadero poder, porque recibe su fuerza de su cercanía a Dios. Dos de los notables de Basora, que habían pasado gran parte del viernes en la mezquita rezando para que lloviera, escucharon inadvertidamente la suave súplica de la esclava Maymun: «Oh, Dios mío y Maestro y Señor mío, ¿hasta cuándo rechazarás las oraciones de tus siervos? Te suplico, por tu amor a mí, que derrames tus nubes de lluvia sobre nosotros inmediatamente». En ese momento el cielo se nubló, y efectivamente la lluvia llegó. Al día siguiente, uno de los dos alcaldes de Basora consigue comprar a Maymun, con la esperanza de obtener alguna ventaja de ello. Juntos vuelven a la misma mezquita, donde Maymun vuelve a rezar. El esclavo sagrado se postra en adoración, pero de esa posición no volverá a levantarse. Como aquel cuya oración es respondida (mustajab al-du’a’), con su muerte Maymun vuelve a su único y verdadero Maestro, Dios y sólo Dios.

Epílogo: Los jesuitas y la esclavitud

Jesuitas de todo el mundo participaron en la posesión de esclavos entre el siglo XVI (cuando se fundó la Compañía) y el siglo XIX. En 1773, cuando el Papa Clemente XIV suprimió la Compañía de Jesús bajo la presión de las monarquías borbónicas, los jesuitas de las colonias británicas y francesas de Norteamérica y el Caribe reclamaron la propiedad de unos 2.000 esclavos.

Después de 1805, cuando tuvo lugar la restauración parcial de la Compañía en lo que se había convertido en Estados Unidos, los jesuitas de Maryland, que durante los años de supresión se habían incorporado a un fideicomiso de tierras, siguieron utilizando esclavos en sus plantaciones de tabaco. Otros jesuitas europeos, que habían fundado misiones en los valles de los ríos Mississippi y Ohio, también cultivaban parcelas con trabajadores esclavos.

Los actuales superiores provinciales estadounidenses y canadienses han promovido investigaciones históricas sobre este tema, implicando a todos los jesuitas norteamericanos en un proceso de repensar y expiar el pasado. Desde 2015, la Universidad de Georgetown se ha comprometido a indemnizar a los descendientes de 272 esclavos, propiedad de los jesuitas en Maryland, que fueron vendidos a los propietarios de las plantaciones de Luisiana en 1838, con el fin de eliminar el déficit financiero del entonces Georgetown College.

No se puede negar el pasado, pero hay que pensar en el futuro. En Memphis, la noche antes de su asesinato, el reverendo Martin Luther King instó a sus seguidores no violentos a mirar lejos, como hizo Moisés en el monte Nebo, desde donde vio la Tierra Prometida. Mientras tratamos de reparar lo que la esclavitud ha hecho en el pasado, debemos mirar hacia el futuro. Concluyamos con las últimas palabras de King aquella noche: «Lo único que quiero es hacer la voluntad de Dios. Me permitió subir a la montaña. Y miré lejos. Y vi la tierra prometida […]. Pero quiero que sepan esta noche que nosotros, como pueblo, llegaremos a la tierra prometida […]. No tengo miedo de ningún hombre. Mis ojos han visto la gloria de la venida del Señor»[18].

  1. Cfr H. S. Klein, Il commercio atlantico degli schiavi, Roma, Carocci, 2014.

  2. Cfr Midrash Rabbah Genesis, Londres, Soncino, 1983, c. 36, 7.

  3. Cfr S. Zeitlin, «Slavery during the Second Commonwealth and the Tannaitic Period», en The Jewish Quarterly Review 53 (1963) 204.

  4. B. W. Korn, «Slave Trade. In the Americas», in Encylopaedia Judaica, 2 ed., 2007, vol. 18, 672. En adelante EJ.

  5. Cfr S. D. Temkin, «Einhorn, David», en EJ 6, 258.

  6. A. Howard, «Rabbi Heschel’s Daughter Remembers Her Father at Selma March», in Jewish Herald Voice, 20 de noviembre de 2015.

  7. Cfr N. Malcolm, Agents of Empire: Knights, Corsairs, Jesuits and Spies in the Sixteenth-Century Mediterranean World, New York, Oxford University Press, 2015, 167 s

  8. Cfr J. T. Noonan, A Church That Can and Cannot Change: The Development of Catholic Moral Teaching, Notre Dame, IN, University of Notre Dame Press, 2005, en particular 121-123.

  9. Catecismo de la Iglesia Católica, Ciudad del Vaticano, Libr. Ed. Vaticana, 1992, n. 2414.

  10. Juan Pablo II, s., Discorso nell’Incontro con la comunità cattolica dell’isola di Gorée, 22 de febrero de 1992, en www.vatican.va (traducción desde el italiano)

  11. Ibid.

  12. F. Rahman, Major Themes of the Qur’an, Minneapolis – Chicago, Bibliotheca Islamica, 1980, 48.

  13. Los textos del Corán que citamos en este artículo están traducidos desde su versión italiana: Il Corano, Imperia, Al Hikma, 1994, traducido, a su vez, por Hamza Roberto Piccardo.

  14. Ibn Ishaq, The Life of Muhammad: A Translation of [Ibn] Ishaq’s Sirat Rasul Allah, Lahore, Oxford University Press, 1955, 143 s.

  15. Cfr ibid, 236.

  16. Esta ley contempla variaciones en diversos contextos sectarios islámicos; cfr J. Schacht, The Origins of Muhammadan Jurisprudence, Oxford, Clarendon Press, 1950, 254-266.

  17. cfr J. Schacht, The Origins of Muhammadan Jurisprudence, Oxford, Clarendon Press, 1950, 254-266.

  18. El texto completo de este discurso está disponible en línea, en inglés, en www.afscme.org/about/history/mlk/mountaintop

Patrick J. Ryan
Doctor en historia comparada de las religiones por la Universidad de Harvard, actualmente es profesor de religión y sociedad de la Universidad de Fordham. Entre sus publicaciones más recientes destaca el libro Amen: Jews, Christians and Muslims Keep Faith with God (Catholic University of America Press, 2018).

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