HISTORIA

Los católicos en el Imperio Otomano

Oficiales otomanos inscribiendo a jóvenes cristianos para la devşirme (“tributo de sangre”). Pintura otomana en miniatura de “Süleymanname” (1558)

La política del gobierno italiano en Oriente Medio

Durante siglos, los intereses de los católicos latinos que vivían en el Imperio Otomano – que tocaba a su fin a manos de los vencedores de la Primera Guerra Mundial hace exactamente cien años – habían sido protegidos ante el Sultán de Constantinopla por el representante francés. Este derecho se basaba originalmente en las «Capitulaciones», acuerdos de carácter político-comercial que pronto se abrieron también a la protección de personas o comunidades individuales residentes en el Imperio. No fue hasta 1740 cuando el sultán concedió a Francia un régimen capitular que también preveía el protectorado de todos los católicos latinos – denominados simplemente «francos» – pertenecientes a cualquier nacionalidad y, en particular, de los que tradicionalmente custodiaban los Santos Lugares. Este privilegio fue sustancialmente reconfirmado, pero sólo a condición de no perjudicar los intereses de los demás países europeos en el Imperio Otomano, reconocidos por el artículo 62 del Tratado de Berlín de 1878[1].

Esta posición de preeminencia y prestigio concedida, o más bien reconfirmada, por la «Sublime Puerta»[2] a los representantes franceses fue percibida por la dirigencia política italiana – en los años en que Italia, recién unificada, intentaba entrar en el concierto de las grandes naciones y encontrar su propio espacio e influencia en materia de política internacional – con mal disimulado fastidio. La conquista de Túnez en 1881 por el ejército francés, reforzó en los italianos este sentimiento de hostilidad hacia sus «primos de allende los Alpes».

Francia, como era de esperar, se estaba «expandiendo» en el Mediterráneo, en detrimento de Italia, en territorios que no sólo estaban cerca de sus fronteras naturales, sino también densamente habitados por ciudadanos italianos. Según el embajador italiano ante la Sublime Puerta, Obizzo Malaspina, en 1902 unos 25.000 italianos vivían en el Imperio Otomano. A finales del siglo XIX, este número habría aumentado en unos 10.000. La mayoría vivía en Estambul, en el barrio genovés de Gálata-Pera (unos 14.000), y en las otras ciudades portuarias de Esmirna, Salónica y Adana[3].

Muchos exponentes del mundo católico, incluso liberales, propusieron en esos mismos años a las élites gobernantes desarrollar, como venía haciendo Francia desde hacía tiempo, una política de penetración cultural en Oriente Medio, utilizando también el elemento religioso y, en particular, el misionero. De hecho, la mayoría de los misioneros de las comunidades católicas de Oriente Medio eran italianos, empezando por los franciscanos, presentes en los lugares de la Custodia de Tierra Santa.

La acción pastoral y caritativa de estos misioneros, que dirigían escuelas y otras obras sociales de cierto prestigio, favoreció una difusión natural de la cultura y la lengua italianas. Por no hablar de que el Patriarca Latino de Jerusalén y el Delegado Apostólico eran italianos, y de que casi todas las congregaciones religiosas – tanto las antiguas (franciscanos, dominicos, jesuitas) como las modernas (que habían aumentado durante el siglo XIX) – tenían su sede y sus institutos de formación en Roma[4].

Las oportunidades que se ofrecían a Italia para explotar la red de presencias y relaciones de la Iglesia católica en el Imperio Otomano eran, por tanto, muchas, pero no fue fácil aprovecharlas por varias razones. En primer lugar, por el conflicto que seguía existiendo entre la Santa Sede y el gobierno italiano, debido a la forma en que se había llevado a cabo el proceso de unificación nacional – desde la supresión de los Estados Pontificios hasta las leyes anticlericales del Piamonte, confirmadas y difundidas posteriormente en todo el país por el nuevo Reino de Italia -, y también por la llamada «cuestión romana», que seguía abierta.

Además, el gobierno de Francesco Crispi dificultó aún más esta relación, exacerbando el choque con la Santa Sede y viendo con desconfianza y hostilidad la acción de la Iglesia católica en el mundo de Oriente Medio. De hecho, Crispi, muy sensible al proyecto de penetración cultural italiana en la cuenca mediterránea, donde antaño se había establecido la gran cultura romana, había promovido la fundación de escuelas italianas – dirigidas por laicos y financiadas por el gobierno – en los territorios del sultán. En realidad, estas escuelas se crearon en oposición a las de los «curas» y para contrarrestar la presencia católica en estas regiones.

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Esta política, que también atrajo la atención de los franceses, interesados en el experimento italiano, resultó, como era de esperar, un completo fracaso. Resulta esclarecedor a este respecto un relato enviado a su gobierno por el cónsul francés en Esmirna: «La experiencia tuvo resultados tan desastrosos que se puede predecir que cualquier iniciativa que se tome para implantar escuelas laicas en Oriente fracasará con toda probabilidad. Se gastó dinero en abundancia, se eligieron bien los profesores, se recibió a los alumnos con esmero […], pero, a pesar de todo, el Oriente, fundamentalmente religioso, se mostró refractario a las ofertas que se le hicieron»[5]; y las familias, recordaba el cónsul, siguieron enviando a sus hijos a las escuelas católicas francófonas.

Terminada la época de Crispi, los responsables de la política exterior italiana, teniendo en cuenta también el ejemplo francés, maduraron la idea de utilizar el elemento misionero, muy fuerte e influyente en las capitales del Imperio Otomano, para favorecer la presencia italiana en esas regiones. Esta idea fue bien recibida por amplios sectores de la opinión pública nacional, así como por los católicos «conciliadores» y liberales, que veían en esa elección una posibilidad de encuentro entre las aspiraciones del mundo católico y las del nuevo Estado unitario.

Ya en 1893, el cónsul italiano en Beirut, en un despacho dirigido al Ministerio de Relaciones Exteriores, sugería utilizar a los misioneros para una eficaz penetración italiana en la región: «No se trata – escribía – de hacer la guerra a la influencia francesa, sino de no dejar morir nuestras legítimas y saludables influencias […]. Ahora los franciscanos que trabajan allí tienen la intención de abrir escuelas en lengua italiana, por lo que nos interesa apoyarles y ayudarles en ello». Por lo tanto, esperaba «que no fueran expulsados, como ocurrió en Túnez, incluso de Siria en detrimento manifiesto de Italia»[6].

Por parte de los franciscanos, hubo plena disposición a colaborar con las autoridades italianas, «siempre y cuando – continúa el cónsul – se les permita una prudente autonomía», sobre todo en la elección de los textos y los métodos de enseñanza a aplicar en sus escuelas. Estas consideraciones fueron acogidas en Roma con gran interés y leídas con suficiente realismo; lo que significaba que el clima político había cambiado y, sobre todo, que se miraban las «cosas de Oriente Medio» con ojos nuevos, sin prejuicios de ningún tipo y sin el estorbo de inútiles escaramuzas anticlericales.

Las misiones italianas en Oriente Medio y el acuerdo franco-italiano de 1905

El fracaso de las escuelas laicas alentadas por Crispi en Oriente Medio convenció a los dirigentes italianos de cambiar de orientación y reforzar los vínculos con los misioneros que vivían en el Imperio Otomano. En este nuevo clima político, se fundó la Asociación Nacional de Ayuda a los Misioneros Italianos en el Extranjero. Esta se hizo cargo de la mayoría de las escuelas dirigidas por laicos y propuso a los misioneros italianos que asumieran por completo su gestión. Recordemos que la Asociación no era muy bien vista por las autoridades vaticanas, en particular por el Prefecto de Propaganda Fide, el Card. Girolamo Maria Gotti, que temía que tal proyecto molestara a Francia, que había ejercido el protectorado sobre los católicos en las tierras del sultán durante siglos. En cualquier caso, más que cualquier otra cosa, el prejuicio antiliberal y la «Cuestión Romana» no resuelta pesaban mucho sobre la Iglesia en aquella época. El propio León XIII no quería que se innovara en esta materia.

Sin embargo, en los últimos años del siglo XIX se inició en las tierras de misión un lento pero decisivo proceso de acercamiento entre los misioneros y las autoridades locales italianas. Las congregaciones religiosas de nuevas, no vinculadas a las antiguas experiencias de los protectorados, no tuvieron ninguna dificultad en aceptar las ofertas que les hicieron los representantes italianos y estuvieron dispuestas a recibir de buen grado la protección de los poderes públicos. Muy solícitos en este sentido fueron los salesianos, dispuestos a hacerse cargo de las «escuelas laicas» y de cualquier otra obra que pudiera hacer el bien, y las Hermanas de Ivrea. Especialmente activa fue la superiora de la comunidad de Esmirna, que, no habiendo obtenido el permiso de Propaganda Fide para aceptar la dirección de una escuela laica italiana, se dirigió personalmente al nuevo Papa, Pío X, que la acogió y apoyó en su valiente proyecto.

Vittorio Ianari, que ha estudiado el asunto a partir de fuentes diplomáticas, escribe que a principios del siglo XX «la presión italiana para obtener un mayor control sobre los misioneros se hizo más intensa. El Ministerio de Relaciones Exteriores siguió de cerca los asuntos religiosos del Imperio Turco»[7]. De hecho, el gobierno de Roma intervino directamente con motivo del asesinato de un misionero italiano en Palestina (1902), solicitando ser contraparte en el juicio que se instauró. También hizo sentir su influencia en los enfrentamientos que tuvieron lugar ese mismo año en Jerusalén, en la plaza del Santo Sepulcro, entre griegos ortodoxos y franciscanos, defendiendo a los frailes italianos implicados en el asunto[8].

En resumen, la cuestión de la presencia de misioneros católicos en Oriente Medio, y en particular en Tierra Santa, ya no representaba para la diplomacia italiana un hecho secundario o «ajeno» a su competencia (como habían pensado Crispi y otros liberales anticlericales), sino un elemento que merecía ser seguido de cerca y discutido de nuevo en las negociaciones con Francia, sobre todo porque las relaciones entre ambos Estados habían mejorado considerablemente en los últimos tiempos[9]. En mayo de 1902, el ministro de Asuntos Exteriores, Giulio Prinetti, confirmó al embajador francés que el gobierno italiano reconocía el derecho de protectorado de Francia sobre las comunidades religiosas, tal y como establecía el artículo 62 del Tratado de Berlín, pero que no podía desconocer la protección debida a los religiosos de nacionalidad italiana.

Entretanto, la crisis surgida entre Francia y la Santa Sede, tras la denuncia del Concordato con la Santa Sede por parte del gobierno francés y la consiguiente ruptura de relaciones diplomáticas (1904), tuvo también inevitables repercusiones en el sistema de protectorados y en la política francesa de Oriente Medio. Esto preocupaba mucho al gobierno de París, que, aunque era anticlerical, no tenía intención de renunciar a su antiguo derecho de proteger a los católicos que vivían en los territorios del sultán[10]. La Santa Sede, por su parte, aunque en desacuerdo con el gobierno de París, se cuidó de no agravar la situación y, en un artículo publicado en L’Osservatore Romano el 25 de agosto de 1904, dejó claro que no tenía intención de cambiar el estatus de los Santos Lugares, pero que si el gobierno insistía en una política de persecución contra la Iglesia, ello repercutiría también en la cuestión del protectorado.

Tras la ruptura con la Santa Sede, el gobierno de París, atendiendo a las exigencias del gobierno italiano, consideró oportuno llegar a un acuerdo con Roma sobre la protección de los católicos en Tierra Santa. Las negociaciones no fueron fáciles, y Francia se resistió mucho a abandonar las posiciones establecidas. Las negociaciones por parte de Italia fueron llevadas a cabo por el ministro Tommaso Tittoni, que contaba con el apoyo no sólo del mundo católico, sino también de casi toda la opinión pública nacional, muy sensible a esta cuestión. Finalmente, en los últimos días de agosto de 1905, se concluyó el acuerdo. En él se reconocía explícitamente el derecho de Italia a aceptar las peticiones que le hicieran espontáneamente «las comunidades religiosas italianas situadas en el Imperio Otomano y que hasta ahora estaban bajo la protección de Francia»[11]. Por su parte, el gobierno italiano se comprometió a comunicar estas peticiones al gobierno francés, con el fin de resolver amistosamente las dificultades que pudieran surgir y regular las relaciones con la Sublime Puerta.

Este acuerdo, aunque poco conocido, es muy importante desde el punto de vista histórico: de hecho, marcó el fin, al menos en principio, del monopolio francés en la protección de los católicos latinos – y no sólo de éstos – que vivían en el Imperio Otomano. Para Italia, en cambio, representó una indudable victoria en el terreno diplomático y abrió la posibilidad de ver reconocido su propio espacio de influencia en la cuenca oriental del Mediterráneo por las demás potencias europeas.

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Ese mismo año el gobierno italiano, animado por la disponibilidad francesa y el apoyo que recibiría de otros países, manifestó su pretensión de influencia política y económica sobre las regiones de Tripolitania y Cirenaica, y solicitó a Francia el protectorado exclusivo de estas provincias. Aunque con algunas dudas, esto le fue concedido en enero de 1906. Una nota del Quai d’Orsay del 28 de febrero, dirigida a todas las representaciones consulares en el Imperio Otomano, trataba de aclarar el asunto para que esta concesión no pareciera una victoria de Italia en detrimento de los intereses franceses en Oriente Medio: «Si, de acuerdo con el principio del derecho de gentes – escribió el representante francés – no ponemos ninguna objeción a que las instituciones puramente italianas queden bajo el protectorado italiano, no pretendemos dejar que el gobierno italiano asuma hacia las instituciones mixtas la situación preeminente desde el punto de vista internacional, que hasta ahora ha sido privilegio de Francia en Oriente»[12].

En resumen, el gobierno francés presentaba la concesión hecha a Italia en el espíritu del artículo 62 del Tratado de Berlín, pero en realidad se había abierto una brecha en el muro del exclusivismo francés en las cuestiones de Oriente Medio relativas a los católicos y, poco a poco, las viejas concesiones y privilegios en el nuevo contexto histórico estaban siendo «vulnerados» o, en cualquier caso, llamativamente limitados. Era el espíritu del nuevo curso de la política internacional europea.

La guerra italo-turca y la revocación de los derechos italianos sobre los católicos libios

La guerra italo-turca (finales de septiembre de 1911 – octubre de 1912), provocada por la ocupación italiana de Tripolitania y Cirenaica – que en aquella época formaban parte del Imperio Otomano -, aprobada y bendecida por las grandes potencias coloniales europeas, tuvo, como era previsible, repercusiones en la situación de los católicos orientales y también en las relaciones entre el Imperio Otomano y la Santa Sede, que se habían establecido desde la época de Pío IX[13]. Por los informes enviados a la Secretaría de Estado de parte del Vicario Apostólico en Constantinopla, Monseñor Vincenzo Sardi, nos enteramos de que los periódicos de la capital turca, bajo la presión del gobierno, «montaron» una campaña anticatólica, atacando la propia persona del Papa. «Algunos periódicos de aquí – escribió Mons. Sardi – publicaron artículos furiosos contra el Santo Padre, señalándolo como cómplice del gobierno italiano»[14].

Después de los enfrentamientos de Sciara Sciat, cerca de Trípoli – donde, en una emboscada tendida por los locales, dos regimientos italianos fueron aniquilados casi por completo -, esta campaña llegó a su punto culminante, también en respuesta a lo que se había dicho y hecho en Italia por parte de los clérigos: «Los periódicos turcos – se lee en un informe de Mons. Vincenzo Sardi fechado el 26 de octubre de 1911 – estudian en estos momentos todas las formas para excitar a la opinión pública y ponerla en contra de la Santa Sede y la Iglesia católica en relación con el asunto de Trípoli. Los diversos discursos pronunciados por obispos y eminentes cardenales, bendiciendo las banderas y deseando la victoria, han servido de material para sus artículos. El gobierno tampoco es inmune a estas intrusiones, y no se consigue nada»[15].

La acusación a la Santa Sede de ser pro-italiana y, por tanto, no imparcial o neutral en el conflicto en curso, aunque injustificada, parece que también circuló en algunos sectores de la diplomacia europea. La primera medida «hostil» tomada por la Sublime Puerta contra la Santa Sede consistió en la interdicción de las comunicaciones entre el Vicariato Apostólico de Constantinopla y la Secretaría de Estado. Inmediatamente después, se revocaron todos los privilegios y facilidades diplomáticas concedidas por el gobierno turco al representante del Papa[16]. Monseñor Sardi protestó inmediatamente ante el Ministerio de Relaciones Exteriores, por mediación del embajador francés – que oficialmente tenía el «privilegio» de defender los intereses de la Iglesia católica en Oriente Próximo ante el sultán -, por la injusticia de las medidas adoptadas contra el representante papal, subrayando «la absoluta independencia de la Santa Sede respecto de Italia»[17] y el reconocimiento de su soberanía -también atestiguada por la Ley Guarentige – por parte de todas las potencias europeas. Además, afirmó que, dado que la «Cuestión Romana» aún no se había resuelto, el Vaticano debía ser «considerado en estado de enemistad»[18] con el Quirinale.

A pesar de las insistentes protestas del Vicario Apostólico, el gobierno turco consideró oportuno tratar al representante del Vaticano como un diplomático de nacionalidad italiana. A las pertinentes observaciones del embajador francés sobre el estatuto jurídico-institucional especial relativo al Papa y las hostilidades existentes entre el gobierno italiano y la Santa Sede, el ministro turco de Relaciones Exteriores respondió: «Entonces, ¿cómo se explica que la Santa Sede sea protegida aquí por el gobierno italiano?»[19].

Lo cual no era cierto en absoluto. De hecho, la Secretaría de Estado del Vaticano no había pedido al gobierno italiano protección para sus asuntos eclesiásticos en Oriente Próximo. En todo caso, lo hicieron religiosos individuales que vivían en el Imperio Otomano – en particular en Tierra Santa – como ciudadanos italianos. Pero al gobierno turco no le interesan esas sutilezas en lo que respecta a las relaciones entre Italia y la Santa Sede, limitándose a considerar todo en un plano puramente utilitario. De hecho, en la medida dictada por el gobierno turco para expulsar a los italianos de todo el territorio del Imperio, no se hizo ninguna distinción entre laicos y clérigos. La medida no se aplicó a los religiosos, sólo porque se les consideraba «dependientes del protectorado de Francia» y, por tanto, desde el punto de vista de la ley, equiparados a los ciudadanos franceses. Para la Santa Sede, era de gran importancia en aquel momento – tanto por razones religiosas como políticas y diplomáticas – que la actitud superpartes adoptada por el Papa en la guerra que estaba librando Italia fuera evidente para todos[20]. Por otro lado, no fue fácil mantener bajo control los sentimientos de los católicos y del clero italiano, sobre todo cuando empezaron a llegar al país los cadáveres de los caídos en los distintos frentes de la guerra.

La efímera guerra italo-turca convirtió de hecho en letra muerta los privilegios que Italia había obtenido en los acuerdos estipulados con Francia en cuanto a la protección de los intereses católicos en las regiones de Tripolitania y Cirenaica, y debilitó su fuerza de penetración religioso-cultural en Oriente Medio – incluso después del colapso del Imperio Otomano, al día siguiente del final de la Primera Guerra Mundial -, en beneficio de su antagonista, el gobierno francés[21]. Este último, mientras que en su país, basándose en el principio de laicidad del Estado, promovía una legislación abiertamente anticlerical, en las colonias se presentaba como defensor de los intereses católicos y confesionales, y guardaba celosamente este antiguo «privilegio», tomando medidas para que fuera respetado y reconocido por todos, en particular por la Santa Sede y el gobierno italiano.

Esta exclusión de facto de Italia de los asuntos de Oriente Medio – a pesar de la conquista parcial de Libia – debilitó enormemente su posición en la escena internacional, cuando, tras el final de la Primera Guerra Mundial, se intentó repartir los restos del «gran enfermo» entre las grandes potencias europeas. En aquella ocasión, Italia no pudo hacer valer sus puntos fuertes en las negociaciones, incluida la amplia presencia de misioneros italianos en el antiguo Imperio Otomano, especialmente en Tierra Santa, y se contentó con lo que había ganado con esfuerzo, incluida cierta expansión territorial. A diferencia de las otras grandes potencias «victoriosas», Italia tuvo poca influencia en las decisiones importantes que contribuyeron a configurar geográfica y políticamente el Oriente Medio moderno.

  1. Cfr G. Sale, «I cattolici nell’Impero ottomano», en Civ. Catt. 2013 IV 226-235.

  2. La «Sublime Puerta» es uno de los principales elementos arquitectónicos del Palacio Topkapı, antiguo centro administrativo del Imperio Otomano. La expresión se usa también como metonimia para designar tal imperio.

  3. Cfr V. Ianari, Lo stivale nel mare. Italia, Mediterraneo, Islam: alle origini di una politica, Milán, Guerini e Associati, 2006, 109 s.

  4. Cfr G. Del Zanna, I cristiani e il Medio Oriente (1798-1924), Bolonia, il Mulino, 2011, 151 s.

  5. Citado en V. Ianari, Lo stivale nel mare…, cit., 120.

  6. Ibid, 121.

  7. Ibid, 124.

  8. Cfr ibid.

  9. Hay que recordar que la visita del presidente Émile Loubet al rey Víctor Manuel III en Roma, en abril de 1904, fue muy discutida por la Santa Sede, por considerarla inapropiada y ofensiva para los derechos imprescriptibles del Papa sobre la «Ciudad Eterna». De hecho, una disposición de la época de Pío IX prohibía a los jefes de Estado católicos visitar Roma. Esto dio la oportunidad al jefe del gobierno francés, el radical Émile Combes, de denunciar unilateralmente el Concordato de 1801 con la Santa Sede e inmediatamente después hacer que el Parlamento votara la ley de separación de la Iglesia y el Estado en Francia. Cfr J.-M. Mauer, La séparation des Églises et de l’État, París, Les Éditions de l’Atelier, 2005, 33 f.

  10. En un informe enviado a su gobierno en noviembre de 1904, el representante de París ante la Sublime Puerta afirmaba que hasta 4.055 misioneros estaban bajo la protección francesa y que 108.000 alumnos estudiaban en las escuelas dirigidas por ellos.

  11. V. Ianari, Lo stivale nel mare…, cit., 154.

  12. Ibid.

  13. Cfr G. Sale, Libia 1911. I cattolici, la Santa Sede e l’impresa coloniale italiana, Milán, Jaca Book, 2011; N. Labanca, Oltremare. Storia dell’espansione coloniale italiana, Bolonia, il Mulino, 2007.

  14. Archivio Segreto Vaticano (ASV), Segreteria di Stato, 1913, 164; 57.

  15. G. Sale, Libia 1911…, cit., 113.

  16. Una nota fechada el 6 de octubre de 1911 de la Embajada de Francia en Constantinopla informa así al Delegado Apostólico de la decisión tomada por la Sublime Puerta: «El representante francés en Constantinopla ha informado por telégrafo al Ministro de Relaciones Exteriores de la República que la Sublime Puerta, considerando el estado de guerra con Italia, se niega a transmitir los telegramas cifrados dirigidos a la Santa Sede, retirando también las facilidades que había dado anteriormente al Delegado por benevolencia y cortesía. Ms. de Selves también telegrafió al embajador de Francia en Constantinopla para ofrecerle a Mons. Sardi la transmisión de los telegramas cifrados que quisiera enviar a la Santa Sede» (ASV, Secretaría de Estado, cit., 41).

  17. Ibid, 51.

  18. Ibid, 55.

  19. Ibid.

  20. No todos en Europa estaban convencidos de la neutralidad observada por la Santa Sede en la guerra italo-turca. El 10 de octubre de 1912, el nuncio en Viena escribió al Vaticano que un diputado socialista austriaco había censurado a los católicos italianos y al clero, que, según él, «en la reciente guerra italo-turca se habían mostrado a favor de la guerra, aliándose con los capitalistas, y por ello atacaban al Banco de Roma, diciendo que era una emanación clerical» (ibid, 128).

  21. La diplomacia papal y la Secretaría de Estado aprovecharon la situación del conflicto en curso para llamar la atención de la opinión pública y de la diplomacia internacional sobre las dificultades en las que se encontraría la Santa Sede si Italia entrara en guerra con otro país, ya que los numerosos problemas – abiertos por la antigua «Cuestión Romana» – relativos a la independencia y autonomía del Papa seguían sin resolverse. A este respecto, Mons. Sardi escribió al Vaticano, el 13 de octubre de 1911, que la condición impuesta a la Santa Sede en Constantinopla «podría servir como una buena ocasión para un artículo en algún periódico [europeo] para confirmar lo que se ha dicho tantas veces sobre la dificultad que tendría el Sumo Pontífice para tratar con una nación en guerra con Italia. Este es el primer caso que se produce después de 1870. Incluso los artículos de los periódicos turcos contra el Papa demuestran la necesidad de que la Santa Sede tenga una condición totalmente independiente del gobierno italiano» (ibid, 57).

Giovanni Sale
Después de realizar estudios en derecho en 1987 ingresó a la Compañía de Jesús, en la cual fue ordenado presbítero. Desde 1998 es parte del Colegio de Escritores de La Civiltà Cattolica. Enseña, además, Historia de la Iglesia Contemporánea en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Ha trabajado durante años en el Instituto Histórico de la Compañía de Jesús, del que fue su último director.

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