FILOSOFÍA Y ÉTICA

El surgimiento de la religión en la evolución humana

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En los últimos 20 años, hemos asistido a un notable incremento de nuevas preguntas en los sectores de la biociencia y la neurociencia. Particularmente interesante parece ser la cuestión de cuándo y cómo surgió la «capacidad religiosa» en la evolución de los homínidos, y cómo debe entenderse desde una perspectiva biológica. El libro The Emergence of Religion in Human Evolution[1], publicado en diciembre de 2019, intenta dar una primera respuesta a esta cuestión. Este estudio es fruto de la colaboración entre Margaret Boone Rappaport, bióloga y antropóloga cultural estadounidense especializada en la evolución cognitiva humana, y Christopher J. Corbally, astrónomo y sacerdote jesuita británico, miembro del equipo de investigación de la Specola Vaticana en Castel Gandolfo, cerca de Roma. Ambos científicos trabajan en Tucson, Arizona (EE.UU.).

La capacidad religiosa del Homo sapiens

Los dos primeros capítulos del libro nos sumergen en estas nuevas investigaciones y nos muestran los diferentes cambios de paradigma, especialmente en lo que se refiere a la evolución de los homínidos, el genoma y el funcionamiento del cerebro. Es bastante natural que, entre las distintas líneas genéticas de homínidos, el estudio tienda a centrarse en nuestra especie, el Homo sapiens, tal y como ha evolucionado y sigue evolucionando.

Según los autores, puede demostrarse que la «capacidad religiosa» del Homo sapiens es una característica neurocognitiva muy desarrollada. Parece basarse en un sólido fundamento evolutivo, y por tanto genético, y parece rastreable únicamente en el Homo sapiens. En efecto, cada vez hay más indicios científicos de que ni el Homo heidelbergensis, ni el Homo neanderthalensis, ni el Homo de Denísova la poseen. El Homo erectus, del que proceden estas especies humanas más recientes, no parece haber tenido «capacidad religiosa». Esta diferencia entre el Homo erectus y el Homo sapiens lleva a los autores a preguntarse por el vínculo entre ambos, ya que mucho de lo que podemos descubrir en el primero resultó ser crucial para que el segundo pudiera expresar por primera vez una «capacidad religiosa».

El Homo erectus se originó hace unos 1,9 millones de años en África, probablemente a partir de una especie humana más antigua, el Homo habilis. Con el Homo erectus, los humanos abandonaron definitivamente su vida en los árboles y se trasladaron a las sabanas, en grupos de unos 100 individuos. Con buenos argumentos, los autores sostienen que fue precisamente en estos grupos de cazadores – recordemos que el Homo erectus era originalmente carnívoro – donde se produjeron importantes evoluciones: el nacimiento de un lenguaje primordial, la capacidad de dominar y utilizar el fuego (hace alrededor de 1,5/1 millón de años), la capacidad de fabricar herramientas. Entre estas nuevas capacidades destaca también la moral. Y dada la importancia de esta última en el desarrollo de una capacidad religiosa posterior, los dos científicos se detienen largamente a describirla y analizarla.

Para que exista una «capacidad moral», debe haber dos tipos de capacidad neurocognitiva, que probablemente estaban presentes en la especie Homo erectus. En primer lugar, la arqueología nos ha dado a conocer el sofisticado nivel de producción de herramientas del Homo erectus. Esto revela un aspecto del pensamiento que hace posible tanto la referencia al pasado como la proyección en el tiempo futuro. En segundo lugar, la paleoneurología demuestra la presencia de una capacidad para cuestionar y poder dar explicaciones a fenómenos y acontecimientos. Estas dos facultades cognitivas, junto con un lenguaje primordial – posible gracias a la anatomía de la laringe del Homo erectus -, son necesarias para que exista un ser capaz de actuar moralmente.

Por desgracia, no tenemos conocimiento directo de la composición genética del Homo erectus (no poseemos su genoma), lo que podría aportar pruebas decisivas en apoyo de estas hipótesis bien fundadas. De momento, por tanto, esto seguirá siendo una hipótesis hasta que nuevos descubrimientos nos ayuden a comprender mejor estas cuestiones.

«Capacidad moral» y «capacidad religiosa»

En el libro se aclara que la «capacidad moral» es diferente de la «capacidad religiosa». Ambas capacidades entran dentro de las características neurocognitivas. Pero la «capacidad religiosa» requiere un mayor desarrollo, incluida la presencia del gen FOXP2 (presente en el Homo sapiens), que es responsable de la forma lingüística que nos caracteriza. Este gen no está presente en el Homo neanderthalensis, que es otro descendiente directo del Homo erectus, surgido hace unos 800.000 años, mucho antes que el Homo sapiens (sólo presente de 300.000 a 400.000 años).

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Otra novedad del Homo sapiens es la activación genética de la zona HAR del cromosoma 20, que se ha convertido en la responsable del importante aumento del volumen cerebral, y que le ha dado una forma redondeada al cráneo en nuestra especie. Se trata de un código genético que permaneció inalterado en nuestro linaje de primates durante 60 millones de años o más, y sólo muestra un cambio en nuestra especie, que permite una actividad genética significativamente mayor.

Aún queda mucho por investigar en esta dirección; lo que no implica que vayamos a encontrar algo así como el «gen de Dios». La «capacidad religiosa» puede ser una característica neurocognitiva basada en el genoma, pero, como característica, es el resultado de la suma de varias cualidades neurocognitivas muy antiguas. En el caso del Homo sapiens, se trata de rasgos más recientes, que cooperan en un nuevo entorno y crean nuevas posibilidades. Pero trataremos este punto con más detalle más adelante.

El nacimiento de la cultura

¿Qué ocurre con la aparición de la cultura? ¿Tiene esta una base biológica? Los dos autores responden afirmativamente a esta pregunta. Por «cultura» se entiende el conjunto de comportamientos y expresiones que, dentro de la especie, pueden diferir de un grupo a otro, hasta el punto de que un individuo, si se colocara en un grupo vecino, no podría vivir y actuar sin un periodo necesario de adaptación o de shock cultural. En este sentido, ambos científicos sitúan el origen de la cultura más atrás en el tiempo, hace más de ocho millones de años. En efecto, parece que incluso los chimpancés, de forma más débil, y las diversas especies de homínidos, de forma más pronunciada, poseían lo que podemos llamar «cultura». Así pues, hace millones de años hubo un antepasado común con características cerebrales que hicieron posible la aparición de la «capacidad de cultura».

Los dos estudiosos son conscientes de que la cuestión de la base biológica del fenómeno de la religión, o «capacidad religiosa», puede sorprender a muchos teólogos profesionales o a cualquier individuo que considere que la religión – cualquier religión – es importante para él o para la comunidad a la que pertenece; pero para un biólogo experimentado no resulta extraña. Para él, toda actividad del ser humano, incluso su pensamiento y su acción, no es sólo una expresión cultural, sino también una característica biológica. Algo en nuestro cerebro nos permite comportarnos religiosamente, pensar religiosamente, tener una experiencia religiosa, reconocer otras tradiciones como expresión religiosa, aunque sean muy diferentes de nuestra propia tradición. Y todo ello aunque el observador no sea creyente. Además, los dos autores señalan que no todos los individuos de nuestra especie poseen «capacidad religiosa», del mismo modo que hoy en día hay personas que carecen de «capacidad moral».

Después de esta presentación del libro, quizá pueda surgir en alguien el deseo de leerlo. Pero debemos advertirles de que el texto no es de fácil lectura, aunque esté bien estructurado y se desarrolle gradualmente, con muchas referencias a otras publicaciones y una extensa bibliografía. La dificultad radica en que no se trata de un libro de divulgación científica escrito para un público general. Su comprensión requiere un buen conocimiento de biología y, de ser posible, integrado con el de antropología y filosofía.

Sería deseable la publicación de un libro con vocación más masiva sobre este tema, para hacer accesibles estos descubrimientos y las opiniones de los dos autores a un público más amplio. Tal vez esto ocurra en el futuro, pero por ahora debemos contentarnos con los argumentos que exponen los dos estudiosos. Se trata, pues, de reunir y procesar en una síntesis los hallazgos de estas nueve disciplinas científicas: antropología cultural, arqueología lítica y ósea, arqueología cognitiva, ciencia cognitiva, genética, genética de poblaciones, ciencia del genoma humano, paleoneurología y neurociencia. Muchas de estas ciencias se encuentran aún en fase de evolución y no dejan de hacerse nuevos descubrimientos.

Pero, basándose en los datos ya adquiridos, los autores formulan esta afirmación: «La tesis central de este libro afirma que el cerebro y las capacidades neuronales que permitieron un nicho económico y sociocognitivo a los primeros Homo sapiens son los mismos órganos y capacidades que permitieron la aparición del “pensamiento religioso” y sus acciones» (p. 192). Las pruebas arqueológicas más antiguas sobre esto se remontan a hace unos 190.000 años, y exclusivamente en la línea evolutiva del Homo sapiens (es decir, la nuestra).

La experiencia religiosa y la herencia genética

Los autores saben que su libro es el primero de una serie de futuros estudios en este campo de investigación. Sería bueno que teólogos especializados se dedicaran a continuar esta investigación y a desarrollar los resultados. Tal vez algunos ya lo estén haciendo. Por nuestra parte, estamos convencidos de que este campo de investigación puede influir en nuestra concepción del hombre y puede conducir a una nueva visión del fenómeno de la religiosidad – en el cristianismo y fuera de él – con repercusiones en la autocomprensión religiosa del hombre, es decir, en la antropología y, por tanto, también en la teología.

Ambos científicos son conscientes de este reto, pero recuerdan a los lectores que el libro no ofrece directrices para su vida espiritual, sino que pretende tranquilizarles y ayudarles a comprender que la búsqueda de una experiencia religiosa es razonable, que tiene su origen en la evolución de nuestra especie y que el pensamiento religioso no es «extraño», ni un signo de debilidad, ni «un síntoma de una forma de ser atrasada». A la pregunta: «¿Por qué la religión es tan importante para tanta gente en todo el mundo?», responden: «Porque forma parte de nuestro patrimonio biológico».

Independientemente de las diferencias culturales, la experiencia religiosa es universal. Por eso podemos reconocer «comportamientos religiosos» en los ritos de un chamán del Amazonas, en la celebración eucarística de un sacerdote católico en Roma o en la larga meditación de un monje budista en el Tíbet. «La capacidad religiosa no se enseña ni se adquiere en el transcurso del crecimiento de la infancia a la edad adulta, sino que es un rasgo cognitivo que varía de un individuo a otro y permite a cada uno decidir si la expresa o no» (Prefacio, p. XI).

Intentemos ahora distinguir el aporte original de la neurociencia. Al parecer nuestra especie es capaz de influir interactivamente en el cerebro humano (neuroplasticidad), de modificar ciertas capacidades, potenciando o disminuyendo su influencia en nuestras decisiones. Estas aportaciones nos permiten darnos cuenta de lo falaz que es una visión «científica» que presenta al hombre como un ser totalmente determinado por su genoma en todos los aspectos. La característica de nuestro genoma consiste en crear posibilidades inesperadas para trascender sus límites. Y, por otra parte, es nuestra forma de pensar la que es capaz de influir en la evolución de nuestro genoma.

La «deriva genética» y la capacidad religiosa

Leyendo el libro, uno queda impresionado por los descubrimientos que se han hecho en las últimas décadas. Es fascinante darse cuenta de la singularidad del genoma y el cerebro del Homo sapiens, que hacen que su cuerpo y su estilo de vida sean tan únicos en toda la creación. Una de las cosas más sorprendente es el descubrimiento de que nuestra evolución se ha visto fuertemente influida por lo que la genética de poblaciones denomina ahora «deriva genética» (genetic drift). Se trata de un fenómeno evolutivo que subordina temporalmente los mecanismos de selección natural cuando la población de una determinada especie acaba en «un cuello de botella» (a bottleneck), situación que, al parecer, experimentaron nuestros antepasados varias veces en el Paleolítico.

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En definitiva, nuestra especie parece caracterizarse por una variedad genética muy escasa. Por «deriva genética» se entiende el fenómeno por el cual determinadas mutaciones genéticas en una población numéricamente restringida no han sido seleccionadas y eliminadas, incluso cuando han tenido efectos secundarios nocivos (como la esquizofrenia), sino que también han hecho posibles innovaciones sorprendentes (como las sensaciones espaciales euclidianas, la alta sensibilidad, etc.). Ejemplos de ello son el desarrollo de los lóbulos parietales del cerebro y el cráneo redondo (la zona HAR, que hemos descrito anteriormente).

Son estas innovaciones, junto con otras capacidades ya existentes (cfr fenómenos como la neuroplasticidad y las redes neuronales), las que hicieron posible la aparición de la «capacidad religiosa». Ésta ha demostrado ser una ventaja para la cohesión social de los grupos y, en combinación con la economía (la respuesta a la pregunta «¿cómo sobrevivir?»), ha hecho avanzar nuestra línea evolutiva humana. La aparición de la «capacidad moral» – y, más tarde, de la «capacidad religiosa» – parece haber ofrecido una respuesta a ciertas formas de singularidad y especificidad en el grupo y a la transmisión de genes, que de otro modo no habrían tenido la oportunidad de expresarse. De este modo, entraron en la evolución de la sociedad los primeros indicios de que la especie humana podía y quería apartarse lentamente de la brutal lógica de la selección natural y de la supervivencia del más fuerte. Este proceso culminó en esas capacidades típicamente humanas gracias a las cuales ahora podemos tomar las riendas de nuestra evolución. Los autores dedican el último capítulo a este tema.

Curiosamente, los hallazgos e hipótesis de estos estudiosos revelan la imagen de una humanidad que ya no está condenada a encajar en un rígido marco determinista, en el que se está a merced exclusiva de las brutales fuerzas de la selección natural, y en el que la libertad sería una ilusión. Los autores señalan que la síntesis, en el siglo XX, del darwinismo decimonónico y de la herencia mendeliana, ya no basta para explicar la evolución de características neurocognitivas complejas como la capacidad social, la capacidad cultural, la capacidad moral y la capacidad religiosa. Mientras tanto, los biólogos evolutivos trabajan en una nueva síntesis, denominada EES (Extended Evolutionary Synthesis), que no sustituye a la antigua, sino que la complementa con nuevas funciones y conceptos, como la «causalidad recíproca» (mecanismos de retroalimentación entre el genoma y la elección de expresión), la selección de grupo, la herencia no genética, etc. Estas propuestas aumentan nuestro asombro ante el misterio que es el hombre.

La ciencia de la vida y la religión

También es posible constatar que en esta evolución los dos autores del libro no encuentran ninguna teleología: no hay en ella ninguna «necesidad causal». Por ejemplo: ¿por qué, a diferencia del Homo sapiens, el Homo neanderthalensis nunca desarrolló la «capacidad religiosa», a pesar de que ambos descienden de un «antepasado» común? ¿Y por qué, a diferencia del Homo habilis, la línea evolutiva del Australopithecus no encontró su propio camino?

Basándonos en nuestros estudios de biología y teología, nos parece sorprendente que de todas estas hipótesis surja una nueva visión del hombre que reduce, en lugar de aumentar, la distancia entre las ciencias de la vida y la religión. Muchos, al darse cuenta de que el siglo XXI se convertiría en el siglo de la investigación sobre el cerebro, esperaban que esta distancia pudiera convertirse en un verdadero abismo. Que el comportamiento religioso y la «capacidad religiosa» pueden entenderse también como una posibilidad biológica compleja que ayuda y asiste a nuestra especie, es algo que ya no suena extraño a oídos de un teólogo de profesión. La tradición cristiana lleva 2000 años subrayando que los seres humanos tienen la libertad de creer o no creer, y que el don, la gracia – o sea, lo que se les ofrece, incluida la posibilidad de creer – y la libertad de elegir creer o no creer – el libre albedrío – van de la mano.

¿Y qué hay de nuestro «hablar de Dios», es decir, de la «teo-logía»? ¿Se verá influida por esta nueva representación del hombre? Los dos estudiosos se inclinan por una respuesta afirmativa, aunque no se aventuran a explorar las posibilidades. No pretenden, de hecho, escribir sobre teología.

Sin embargo, nos gustaría concluir estas reflexiones con una nota propiamente teológica. Sin duda, los resultados de la investigación biológica contemporánea ampliarán nuestra visión del ser humano, y ello, en consecuencia, afectará a la teología. Siempre ha sido así: todo nuestro discurso sobre Dios parte de un conocimiento imperfecto (cfr 1 Cor 13,9), y seguimos intentando acercarnos a este gran misterio con palabras imperfectas. Pero también es cierto que lo hacemos siempre con palabras nuevas, porque nuestra realidad cambia constantemente. Así, es posible prever que los nuevos descubrimientos incentivarán a hablar de Dios como Creador con un lenguaje que subraye que es un Creador de infinitas posibilidades, y que permite – incesantemente y de manera imprevisible – que de las cosas viejas surjan cosas nuevas.

  1. M. Boone Rappaport – Ch. J. Corbally, The Emergence of Religion in Human Evolution, Londres – New York, Routledge, 2019.

Johan Verschueren
Estudió botánica en la Universidad Católica de Lovaina y filosofía en París, y después pasó dos años enseñando y haciendo prácticas en el Centro de Investigación y Promoción del Campesinado (CIPCA) de Perú. A continuación, estudió teología en la Universidad Católica de Lovaina de 1991 a 1995. Fue Superior de la Región Europea de los Países Bajos. Desde febrero 2020, es Consejero General y Delegado para las Casas y Obras Interprovinciales de la Compañía de Jesús en Roma.

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