Celebrar el día de todos los Santos es mirar a aquellos que ya poseen la herencia de la gloria eterna. Son los «hermanos mayores» que la Iglesia nos propone como modelos porque, pecadores como cada uno de nosotros, aceptaron dejarse encontrar por Jesús. Y, sin embargo, ¿cuántos de nosotros hemos crecido con una idea de la santidad que, en el fondo, corre el riesgo de volverla algo distante o incluso repelente? ¿Una santidad desencarnada, de estampitas que se llevan como amuletos sin conocer su historia; una santidad como premio de una vida sin mancha? ¿Quién podría jamás merecer llegar a ser santo? ¿Cómo se puede desear algo inalcanzable? No obstante, como recordaba el Papa Francisco, los santos y las santas «son personas que han vivido con los pies en la tierra; han experimentado el esfuerzo cotidiano de la existencia, con sus éxitos y sus fracasos, encontrando en el Señor la fuerza para levantarse siempre y continuar el camino. De ello se comprende que la santidad es una meta que no se puede alcanzar solo con las propias fuerzas, sino que es fruto de la gracia de Dios y de nuestra libre respuesta a ella».
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